El origen del mal (7 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: El origen del mal
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—Si lo de la telepatía fuera verdad —dijo a Khuv—, no habrían tenido necesidad de enviarme a mí, ¿no cree? La verdad es que ya no habría secretos.

—Exactamente, exactamente —respondió Khuv después de una pausa momentánea—. En otro tiempo yo pensaba lo mismo. Y como usted acaba de indicar, todo esto —y al mismo tiempo hizo un gesto amplio con el brazo— no tiene nada de sobrenatural.

«Todo esto» era el gimnasio donde, durante la última semana, Jazz había estado poniéndose en forma después de los quince días que había pasado tumbado boca arriba. El que le hubieran sonsacado tan fácilmente todo lo que sabía no encajaba muy bien con su manera de ser. Ahora, mientras se paraban un momento para dejar que Karl Vyotsky se sacara el jersey y trabajara unos minutos con las pesas, Jazz pensó que también él personalmente habría hecho con gusto unas cuantas preguntas que le interesaban.

Estaba completamente seguro de que, cualesquiera que fueran las preguntas que le hiciera a éste, se las contestaría de manera directa y sincera. En este aspecto el comandante de la KGB era totalmente accesible. Por otra parte, ¿por qué no había de mostrarse franco con él? No tenía nada que perder. Sabía que no saldría de este sitio nunca más en la vida. De esto se había podido dar cuenta enseguida. Por lo menos esto es lo que ellos se figuraban.

—Usted me sorprende —dijo— quejándose de la pericia de los norteamericanos. Se supone que yo estoy a prueba de lavados de cerebro en un setenta y cinco por ciento, pero usted se las arregló para sacarme el tapón y canté como el primero. No ha habido torturas ni amenazas y además soy resistente al pentotal… La verdad es que me ha sido imposible mantener cerrada la boca. ¿Cómo lo ha conseguido?

Khuv clavó los ojos en él y volvió a observar a Vyotsky, que estaba manejando pesas como si fueran
papier-mâché
. Jazz también observaba a Vyotsky.

El subordinado de Khuv era un hombre corpulento: alrededor de metro noventa y más de noventa kilos, todo músculos. Parecía que no tenía cuello y un tórax que era como un cañón montado en la cintura. Por debajo de los pantalones de un azul claro se le notaban los muslos, turgentes y prietos. Sentía los ojos de Jazz fijos en él y por detrás de su negra barba asomaba una sonrisa, mientras hacía ostentación de unos bíceps que habrían avergonzado a un oso.

—¿Te gustaría trabajar conmigo, británico?

El hombre terminó sus ejercicios y ahora soltó las pesas, que retumbaron al caer al suelo.

—¿En un ring y sin guantes, quizá?

—No tienes más que decir una palabra, Iván —respondió Jazz con una media sonrisa y bajando la voz—. ¿No recuerdas que te debo dos muelas?

Vyotsky le mostró las suyas, pero esta vez no con una sonrisa, y le puso el jersey. Khuv se volvió a Jazz y dijo:

—No se arriesgue con Karl, amigo. Le gana por diez kilos de más y por diez años de experiencia, aparte de que tiene costumbres muy feas. Cuando lo atrapó en la montaña, le arrancó dos muelas, de acuerdo, pero puede creerme si le digo que tuvo una suerte loca, porque lo que habría querido arrancarle hubiera sido la cabeza. Y es posible que lo hubiera hecho, y con poco esfuerzo, además. Incluso yo habría podido dejar que lo hiciera, aunque habría sido un despilfarro inútil y ya hemos despilfarrado bastante aquí.

Volvieron a ponerse en marcha, atravesaron el gimnasio y entraron en una sala con una pequeña piscina. No estaba embaldosada y había sido construida dinamitando el lecho de roca sobre una falla natural. El techo irregular y veteado era aquí un poco más alto. Había varios miembros del personal del Projekt nadando en el agua caliente de la piscina; la sala se llenaba de ecos al chocar la carne contra el plástico, mientras dos mujeres jugaban a la pelota. Un hombre delgado y de cabello ralo practicaba el lanzamiento de cuchillos desde un trampolín.

—En cuanto al interrogatorio al que ha sido sometido —dijo Khuv encogiéndose de hombros—, le diré que hay técnicas y técnicas. Occidente tiene sus artilugios miniatura, su soberbia electrónica, nosotros tenemos nuestros…

—¿Químicos búlgaros? —le interrumpió Jazz.

La franja embaldosada al borde de la piscina estaba húmeda y resbaladiza. Jazz patinó, pero Vyotsky lo cogió con fuerza por el brazo y evitó su caída. Jazz lanzó una imprecación en voz baja.

—¿Saben lo incómodo que es tener que caminar con esto encima?

Se refería a la camisa de fuerza.

—Es una precaución necesaria —dijo Khuv—. Lo siento, pero es mejor así. La mayoría de los que están aquí no van armados. Son hombres de ciencia, no soldados. Los soldados guardan las entradas del Projekt, naturalmente, pero sus cuarteles están en otra parte; no lejos de aquí, pero no aquí. Sin embargo, aquí también hay algunos soldados, como podrá comprobar, lo que pasa es que son especialistas. Así es que, si usted anduviera suelto por ahí… —nuevamente volvió a encogerse de hombros—… podría hacer mucho daño antes de que se encontrara con un tipo como Karl.

Al llegar al extremo de la piscina, pasaron por otra puerta y accedieron a un pasadizo que describía una curva suave que Jazz reconoció como el perímetro. Así era como lo llamaban: «el perímetro», un túnel revestido de metal con el pavimento de goma que rodeaba todo el complejo aproximadamente a nivel medio. Desde el perímetro, unas puertas conducían al interior de las diferentes zonas del Projekt. Todavía había algunas puertas que Jazz no había atravesado y que eran las que requerían medidas especiales de seguridad. Había visitado las zonas donde se hacía vida —el hospital, las salas de recreo, el comedor y algunos de los laboratorios—, pero no había visto la máquina propiamente dicha, suponiendo que existiera semejante bestia. Khuv le había prometido, sin embargo, que hoy visitaría «las entrañas» de aquel lugar.

Khuv iba delante, seguido de Jazz y de Vyotsky, que cerraba la comitiva. A su alrededor circulaba gente que iba y venía, ataviada con batas de laboratorio o con monos. Algunos llevaban blocs o notas en la mano; otros, piezas de maquinaria o instrumentos. Aquel sitio habría podido ser una fábrica de alta tecnología de cualquier lugar del mundo. Seguido de Jazz y de su escolta, Khuv dijo:

—En cuanto a lo que me ha preguntado sobre su interrogatorio, he de decirle que tiene razón en lo de nuestros amigos, los búlgaros. Hay que reconocer que están muy dotados para preparar poderosos brebajes… y que conste que no me estoy refiriendo únicamente al vino. Las pildoras eran para provocarle dolor, para desencadenarle calambres en los músculos y para potenciar su sensibilidad. Las inyecciones eran en parte el suero de la verdad y en parte sedantes. Sus efectos consisten en conseguir que la persona sea susceptible a las sugestiones que se le hacen. No sirven tanto para conseguir que no se resista como para hacerlo más propenso a creerse todo lo que se le diga. El encargado de hacerle los interrogatorios no sólo habla muy bien el inglés, sino que además es un psicólogo de primera clase. Así que no se eche las culpas si acabó cediendo, porque la verdad es que no tenía más opción que ésa. Usted se figuraba que estaba entre los suyos y que no hacía otra cosa que cumplir con su deber.

Jazz se limitó a gruñir por toda respuesta. Su rostro no reflejaba emoción alguna, pues así era como había aprendido a mantenerse desde que descubrió que había sido engañado.

—Por supuesto —continuó Khuv— que sus «químicos» británicos también son listos. Fíjese en la artimaña de la cápsula que guardaba usted en la boca. Aquí en el Projekt no hemos podido analizarla. Aunque esto no tiene por qué sorprender a nadie, ya que aquí no disponemos de todo lo necesario para hacer análisis…, no es ésta la finalidad del Perchorsk Projekt. Con todo, por lo menos hemos podido llegar a la conclusión de que la minúscula cápsula que llevaba en la muela contenía una sustancia extraordinariamente compleja. Por esto la enviamos a Moscú. ¡Quién sabe! A lo mejor contiene alguna cosa que nos pueda ser útil.

Mientras hablaba con Jazz, Khuv no paraba de volverse para mirarlo, repasándolo constantemente de arriba abajo, como hiciera las semanas pasadas. Lo único que veía en él era a un hombre de no más de treinta años sobre cuyos hombros los jefes de los servicios secretos de Occidente habían cargado una pesada responsabilidad. Y pese a toda la preparación de Simmons, pese a su forma física y mental, era un hombre inexperto. Sin embargo, se planteaba una vez más la pregunta, ¿hasta qué punto puede ser «experto» un agente activo del Servicio Secreto? Cada misión era como una moneda echada al aire: si salía cara, ganabas; si salía cruz… a lo mejor perdías la cabeza. O, como habría podido decir el propio agente británico, era como un juego de la ruleta rusa.

Pese a toda la experiencia de Simmons en muchos otros campos, se trataba de facultades aplicables únicamente en teoría, pero que aún no había puesto a prueba en situación de «combate», pues la verdad es que en la primera misión los dados le fueron adversos, el cilindro se puso en su sitio y la bala salió directamente hacia el blanco. Desgraciadamente para Michael J. Simmons, pero afortunadamente para Chingiz Khuv.

Una vez más, los ojos oscuros y fulgurantes del comandante de la KGB se posaron en Simmons. El inglés tenía una talla superior al metro ochenta, un par o tres de centímetros menos que Khuv. Mientras se dedicó a maderero se dejó crecer una barba roja que armonizaba con su mata desgreñada de pelos. Ahora ya no la llevaba, por lo que quedaba al descubierto su mandíbula cuadrada y sus mejillas ligeramente hundidas. Estaba algo flaco, ya que, al parecer, a los británicos les gustaba que sus agentes tuvieran un cierto aire famélico. Los gordos no corren tanto como los delgados, y son mucho más vulnerables a las balas.

Pese a su juventud, la frente de Simmons estaba profundamente marcada por las arrugas, debido a que tenía la costumbre de adoptar una expresión de enfurruñamiento; no se trataba únicamente de sus actuales circunstancias, sino que habitualmente tampoco parecía un hombre particularmente feliz ni que lo hubiera sido en ningún momento de su vida. Tenía los ojos profundos, grises y penetrantes, y la dentadura (descontando las muelas que Karl le había arrancado) en buenas condiciones, fuerte, cuadrada y blanca; en cuanto a su grueso cuello, llevaba colgada de él una crucecita sencilla que pendía de una cadena de plata, única joya con la que se adornaba. Tenía manos fuertes, pese a ser largas y finas, y unos brazos quizás excesivamente largos que le prestaban un aspecto un poco desgarbado y torpe. Khuv, sin embargo, sabía que las apariencias pueden ser engañosas y que Simmons era un atleta bien dotado y con un cerebro de primera clase.

Llegaron a una zona del perímetro que Jazz no había visto con anterioridad. Aquí había muchas menos idas y venidas del personal y, así que los tres doblaron la curva del largo pasillo, apareció una puerta de seguridad que lo cortaba por completo. Cerca de dicha puerta el techo y las paredes estaban tiznados de negro, como por efecto de un incendio, y en la pintura se apreciaban grandes ampollas. En el sitio más próximo a la puerta daba la impresión de que la roca del techo se había fundido, que se había licuado igual que cera y solidificado después sobre el frío metal de las paredes artificiales. Las piezas de goma que cubrían el suelo se habían quemado hasta la misma plancha abombada de metal que tenían debajo. Resultaba un poco paradójico que en un estante de la pared exterior hubiera un lanzallamas del ejército ruso, afianzado con una abrazadera. En un sitio como aquél Jazz habría podido esperar que hubiera un extintor, no un lanzallamas. Tomó nota mentalmente del hecho para hacer la pregunta más tarde y de momento preguntó:

—En cuanto al incidente de Perchorsk…

Y se quedó observando a Khuv para ver cuál era su reacción.

—Sí, tiene usted razón.

Sin embargo, la expresión del rostro del ruso no varió ni un ápice y se limitó a mirar a Jazz a los ojos.

—Ahora vamos a sacarle la camisa de fuerza. La razón es muy sencilla: en los niveles más bajos va a necesitar libertad de movimientos. No quiero que se caiga y se haga daño. De todos modos, si intenta hacer alguna locura, Karl tiene mi permiso…, mejor dicho, tiene instrucciones concretas para atacarlo seriamente. Debo decirle igualmente que si usted se perdiera por aquí, podría encontrarse en una zona de elevada radiactividad. Es posible que alguna vez descontaminemos todas las zonas peligrosas, pero no es probable que lo hagamos. ¿Para qué, si no pensamos volver a frecuentar dichas zonas? Así es que, según el tiempo que usted tardara en rendirse o el tiempo que tardáramos nosotros en desalojarlo, no hay duda de que el perjuicio para su salud sería más o menos considerable… e incluso podría ser fatal. ¿Lo ha entendido?

Jazz movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¿De veras se figura que soy tan estúpido como para huir corriendo? ¿Adonde quiere que vaya? ¡Por el amor de Dios!

—Como ya le he dicho —le recordó Khuv, mientras Vyotsky le desataba las correas de la camisa de fuerza—, no nos preocupa demasiado que trate de escapar. Sería un puro suicidio y usted ahora ya no tiene razones para querer morir, suponiendo que las haya tenido alguna vez. Lo que nos preocupa es el daño que podría hacer, quizás incluso un sabotaje a gran escala. Y esto podría tener consecuencias muy graves no sólo para las personas que están aquí, sino para el mundo entero.

Por primera vez se mudó la expresión de Jazz: torció la boca para sonreír y en vez de una expresión humorística le salió una risita irónica.

—¿No se está poniendo un poco melodramático, camarada? Me parece que ha visto demasiadas películas decadentes de James Bond.

—¿Eso cree usted? —dijo Khuv, con sus ojos ligeramente oblicuos, que se empequeñecieron un poco más y se volvieron mucho más brillantes—. ¿En serio lo cree usted?

Sacó una llave del bolsillo y se volvió hacia la pesada puerta de metal. Estaba provista de una cerradura, colocada en el centro de una rueda de mano, como las que sirven para cerrar las cámaras acorazadas de los bancos. Cuando introdujo la llave, la rueda giró un cuarto de círculo y los bordes de la puerta se separaron con un crujido. Khuv dio un paso atrás. Alguien se acercaba por el otro lado.

La puerta se abrió completamente hacia los tres, que se habían quedado esperando, y asomaron por ella un grupo de técnicos y dos hombres vestidos con impecables trajes de calle. Uno de ellos era gordo, alegre, jovial: un visitante importante de Moscú. El otro, de aspecto mas grave, bajo y delgado, tenía el rostro cubierto de cicatrices y la mitad izquierda y el cráneo de piel amarillenta surcada de venas, estaban totalmente desprovistos de pelo. Jazz lo había visto con anterioridad: era Viktor Luchov, director del Perchorsk Projekt y uno de los supervivientes de los incidentes de Perchorsk uno y dos.

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