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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (33 page)

BOOK: El oro de Esparta
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—¿Qué está pasando? —susurró Remi.

En respuesta, Sam golpeo al carretón con los nudillos.

—Quítate la chaqueta.

—Ella lo hizo. Sam metió las manos en las mangas, y luego le dio vuelta a la chaqueta para hacerla una bola—. Manoplas para el horno.

Remi captó la idea.

—¿Una carga de profundidad?

—Eso es.

—Chico listo.

—En cuanto la ponga en movimiento, tú me empujas por detrás.

—Vale.

Agachado, Sam fue al otro lado del carretón, aseguró bien los pies, puso las manos envueltas contra el costado de acero y empujó. El carretón no se movió. Lo intentó de nuevo. Nada. Oyó un chirrido metálico y después el susurro de Remi:

—Tenía puesto el freno. Prueba de nuevo.

Sam respiró hondo, apretó los dientes y empujó. Con un chirrido de acero contra acero, el carretón se movió. Una detonación resonó en el túnel, pero Sam no le hizo caso y siguió. Pasó junto a Remi y ella se le puso detrás con las manos apoyadas en los riñones. El carretón ganó velocidad de inmediato. Empujados por la brisa, las llamas y el humo iban hacia atrás por encima de sus cabezas como la cola de un cometa.

De pronto el humo comenzó a disiparse. La entrada del túnel apareció ante ellos, a unos seis metros.

—¡Frenando! —gritó Sam, y se echó hacia atrás, hundiendo los tacones en el balasto.

Remi, con las manos bien sujetas a su cinturón, hizo lo mismo. El peso combinado comenzó a frenar el carretón. La abertura estaba cada vez más cerca. Tres metros... dos metros... Sam hizo un rápido cálculo mental, decidió que el impulso era el correcto, y apartó las manos. Juntos cayeron hacia atrás, hechos un ovillo, y miraron a tiempo para ver que el carretón en llamas caía suavemente por encima del borde.

Hubo tres segundos de silencio y luego una tremenda explosión.

Sam y Remi fueron a gatas hasta la entrada y miraron por encima del borde. Ya envuelta en llamas, la barca se inclinaba a babor mientras el agua entraba por un agujero en la cubierta de popa. Pasados unos segundos, un par de cabezas asomaron a la superficie. Una comenzó a apartarse, pero la otra permaneció inmóvil. La lancha se hundió primero por la popa y no tardó en desaparecer de la vista.

—Creo que a eso le llaman dar en la diana —comentó Remi, que se tumbó boca abajo y soltó un suspiro de cansancio. Sam hizo lo mismo. Por encima de sus cabezas, el humo negro salía del túnel y comenzaba a pasar a través del puente.

—Bien —dijo Sam—, yo diría que ya no somos bienvenidos aquí. ¿Crees que podemos dar por terminada la fiesta?

—Sí, por favor.

43

Monaco

Yvette los miró por encima del borde de la taza de café mientras escuchaba con mucha atención a Sam, que le hacía un resumen de sus aventuras en Elba. Omitió cualquier mención de la casi traición de Umberto a manos de Jolkov.

—Después fuimos a Nisporto, y de allí volvimos a tierra firme —dijo finalmente Sam.

—Sorprendente —exclamó Yvette—. Ustedes dos, desde luego, saben cómo hacer honor a su reputación.

Era primera hora de la mañana y los tres estaban sentados en la terraza de la villa de Yvette que miraba a Point de la Veille. El sol se reflejaba en las tranquilas aguas del Mediterráneo.

Después de haber comprobado que la embarcación de Bondaruk se hundía en las profundidades debajo del puente, Sam y Remi habían bajado por la escalera de escarpias para lanzarse al agua. Habían encontrado dos chalecos salvavidas color naranja, que habían quedado flotando tras la desaparición de la barca, se los habían puesto se habían dejado arrastrar por la corriente, hacia el sur y a lo largo de la costa. Mientras el sol asomaba por encima del horizonte, continuaron a la deriva, observando las columnas de humo negro que se acumulaban sobre la finca de Bondaruk y oyendo las sirenas de los camiones de los bomberos que se acercaban. Varias veces durante su deriva hacia el norte, vieron más embarcaciones de Bondaruk, pero las tripulaciones tenían centrada su atención en los acantilados sobre los que se hallaba la finca.

Después de unas horas en el agua se encontraron en las playas al norte de Balaclava. Nadaron hasta la costa y fueron a la ciudad. A las dos horas de llamar a Selma estaban sentados en una limusina camino de Kerch, ciento sesenta kilómetros costa arriba en el mar de Azov. Allí los esperaba un mensajero que, siguiendo órdenes de Selma, había recogido sus pasaportes, tarjetas de crédito y equipaje del hotel en Yevpatoria. Una hora más tarde estaban a bordo de un avión privado rumbo a Estambul.

Conscientes de que debían esperar hasta que Selma pudiese descifrar los símbolos que habían robado del laboratorio de Bondaruk, y de que necesitaban un lugar seguro donde reagruparse, llamaron a Yvette, que muy dispuesta los invitó, y de inmediato envió a Langdon, su guardaespaldas, a bordo de su avión particular para que los recogiese.

—Bien, en honor a la justicia tengo que decírselo: Umberto lo confesó todo —dijo Yvette—. Se mostró muy avergonzado.

—Se ha redimido a sí mismo con todos los honores —afirmó Remi.

—Estoy de acuerdo. Le dije que si los Fargo lo perdonaban, yo también.

—Siento curiosidad por un detalle —dijo Sam—. ¿Qué ha sido de Carmine Bianco?

—¿Quién?

—El poli de Elba que trabaja para la mafia corsa.

—Ah, él... Creo que ahora es huésped del gobierno italiano. Lo acusan de intento de asesinato.

Sam y Remi se echaron a reír.

—¿El diario de Laurent les está siendo útil? —preguntó Yvette.

—Y un desafío —contestó Remi—. El código que utilizó es complejo y a varios niveles, pero si hay alguien que lo pueda descifrar, es Selma. —Tan pronto como habían llegado a la casa, le habían enviado por fax la copia a Selma.

Langdon apareció con una cafetera y sirvió otra ronda en todas las tazas.

—Bien, Langdon, ¿cuál fue la respuesta? —preguntó Sam.

—¿Perdón, señor?

—¿Ella ha tenido la sensatez de aceptar?

Langdon carraspeó y frunció los labios.

—Oh, por amor de Dios, Langdon... —dijo Yvette. Y después añadió para Sam y Remi—: Es tan reservado, tan correcto... Langdon, tiene permiso para compartir la buena noticia. Adelante, dígaselo.

Langdon se permitió un mínimo esbozo de sonrisa.

—Sí, señor, ha aceptado casarse conmigo.

—Felicidades.

Remi levantó su taza de café.

—Por el novio.

Los tres brindaron por Langdon, cuyo rostro había tomado el color de un tomate. Dio las gracias y murmuró:

—Señora, si no hay nada más...

—Adelante, Langdon, antes de que tenga un ataque. Langdon desapareció.

—Por desgracia, significa que lo perderé —comentó Yvette—. Ahora será un hombre mantenido. Un gigoló, si lo quieren llamar de esa manera.

—No es un mal trabajo, si lo puedes pillar —comentó Sam.

Remi le tocó el bíceps con los nudillos.

—Vigila tus modales, Fargo.

—Solo digo que te encuentras por ahí trabajos peores.

—Basta.

Conversaron y bebieron café hasta que Langdon apareció media hora más tarde.

—Señor y señora Fargo, la señora Wondrash les llama.

Se disculparon y siguieron a Langdon hasta el estudio. El ordenador de Yvette estaba abierto sobre una mesa de caoba que daba al jardín. Langdon ya había acomodado un par de sillas delante del ordenador. En cuanto se sentaron, salió y cerró la puerta.

En la pantalla aparecía el despacho de Selma en La Jolla.

—¿Selma, estás ahí? —llamó Sam.

El rostro bronceado de Pete Jeffcoat apareció ante la cámara. Les sonrió.

—Hola, Sam. Hola, Remi.

—¿Cómo estás, Pete?

—Estupendo, no podía estar mejor. —La alegre actitud de Pete no conocía límites. No solo podía convertir limones en limonada, sino que podía convertirlos en un huerto de limoneros.

—¿Y Wendy?

—Está bien. Un poco nerviosa por estar siempre encerrados aquí. Los tíos de seguridad son fantásticos, pero un tanto estrictos.

—Es por el bien de todos —dijo Sam—. Con un poco de suerte, muy pronto se acabará.

—Claro, ningún problema, estamos muy bien. Eh, que llega la jefa...

Pete desapareció de la vista y fue reemplazado por Selma, quien se acomodó en un taburete delante de la cámara mientras metía y sacaba una bolsa de infusión de una taza humeante.

—Buenos días, señor y señora Fargo.

—Buenos días, Selma.

—¿Quieren primero las buenas noticias o las malas?

—Las dos al mismo tiempo —respondió Sam—. Es como arrancar una tirita.

—Lo que digan... Los dibujos que envió ayer resolvieron el problema. Muy buena imagen; alta resolución, la utilicé para descifrar las siguientes líneas del código. La mala noticia es que el acertijo nos tiene perplejos. Quizá ustedes tengan más suerte. Selma cogió una hoja de la mesa y leyó:

Los angustiados compañeros atrapados en el ámbar;

Tassilo y Pepere Giboso Baia guardan seguro el lugar de Hajj;

el genio de Ionia, sus zancadas una batalla de rivales;

un trío de quoins, el cuarto perdido, señalarán el camino

a Frigisinga.

—Ya está —dijo Selma—. Lo he enviado a sus teléfonos con el encriptado Blowfish habitual. Continuaremos trabajando, pero está claro que este es algo más difícil que el anterior.

—Estoy de acuerdo —manifestó Remi, que ya estaba pensando.

—Selma, la palabra en la última línea: coins... —Aquí está escrita q-u-o-i-n-s.

—¿Estás segura?

—Estamos seguros. Lo comprobé tres veces, y luego hice que Pete y Wendy hicieran lo mismo. ¿Por qué?

—Quoin es un término de arquitectura y de imprenta. En arquitectura puede significar: sillar de esquina o una piedra angular.

—Pero ¿de qué? —preguntó Remi.

—Esa es la pregunta del millón. Debemos suponer que se responde en el resto del acertijo.

—A menos que se refiera a cualquier otro de sus significados —dijo Selma—. Quoin también está relacionada con la imprenta y la guerra naval. En el primer caso, es un artefacto para sujetar los tipos en su lugar. En el segundo, una pieza de madera que se utiliza para levantar y bajar el cañón de una pieza de artillería.

—¿Una pieza de madera? —preguntó Remi—. ¿Te refieres a algo parecido a una cuña?

—Sí, eso creo.

—Por lo tanto tiene algo que ver con cuñas y piedras angulares.

—Si aceptamos el significado literal —dijo Sam—. Pero si son metafóricos, pueden significar cualquier cosa: una cuña puede soportar o separar objetos. Lo mismo con una piedra angular.

—Necesitamos el resto del texto —admitió Remi—. Nos pondremos a trabajar. Gracias, Selma.

—Otras dos cosas antes de que se marchen: también estoy descifrando sobre la marcha el diario de Laurent, y creo que hemos encontrado la respuesta a un par de nuestros minimisterios. Primero he descubierto por qué Napoleón y él se ocuparon de crear un código e inventarse una serie de enigmas en lugar de dibujar un mapa con una gran X. Según Laurent, Napoleón cayó en una profunda depresión poco después de su llegada a Santa Helena. Había escapado del exilio en Elba solo para ser derrotado cuatro meses más tarde en Waterloo. Le confió a Laurent que su destino estaba escrito. Estaba seguro de que moriría en el exilio en Santa Helena.

—Tenía razón —dijo Sam.

—Comenzó a pensar en su legado —prosiguió Selma—. Tenía un hijo, Napoleón Francisco José Carlos (Napoleón II) de su segunda esposa, María Luisa. Cuando Napoleón fue derrotado en Waterloo, abdicó el trono en favor de su hijo, que gobernó durante unas dos semanas antes de que los aliados tomasen París y lo destronasen. Napoleón se llevó una tremenda desilusión y estaba furioso. Creía que si su hijo hubiese tenido el verdadero carácter de los Bonaparte, eso no habría sucedido. Daba lo mismo que el chico tuviese cuatro años.

—No le habría sido fácil estar a la altura de la reputación de su padre —señaló Sam.

—Yo diría que imposible. En cualquier caso, Napoleón le ordenó a Laurent que creara un mapa rompecabezas que, y ahora cito, «confundiría a nuestros enemigos, probaría el valor del nuevo emperador y señalaría el camino a la recompensa que ayudaría a devolver la grandeza al nombre Bonaparte».

»Por desgracia —continuó Selma—, después de ser destronado por los aliados, Napoleón II fue enviado a Austria, donde se le dio el título honorario de duque de Reichstadt, mantenido como un virtual prisionero hasta que murió de tuberculosis en 1832. Hasta donde sé, nunca intentó recuperar el poder, ni siquiera seguir el mapa. No obstante, Laurent no explica la razón.

»En cuanto al segundo minimisterio, es decir, por qué Napoleón y Laurent escogieron las botellas de vino como pistas del rompecabezas—, según los escritos de Laurent, el propio Napoleón ordenó la destrucción de las uvas Lacanau (las semillas, el viñedo, todo), pero no tenía nada que ver con su amor por el vino. Su teoría era que las botellas se convertirían de inmediato en objetos de interés para los coleccionistas; el vino que Napoleón Bonaparte no quería que nadie más tuviese. Si cualquiera de las botellas era encontrada en su lugar secreto, irían a parar a un museo o a colecciones particulares, donde permanecerían seguras hasta que apareciese un descendiente de Bonaparte que conociese el secreto.

—Por lo tanto, Napoleón no tenía tanta confianza en la inteligencia de su hijo como dijo —opinó Remi—. Repartió sus apuestas.

—Así parece. Cuando Napoleón abdicó por segunda y última vez, estaba en vigor la primera ley de sucesión napoleónica. Designaba a Napoleón II como legítimo heredero del trono; de no ser así, la sucesión pasaba al hermano mayor de Napoleón, José, y a sus descendientes masculinos, luego a su hermano menor, Luis, y a sus descendientes.

—Ninguno de los cuales se molestó en seguir el rastro —dijo Remi.

—Si es que llegaron a enterarse —puntualizó Selma—. Aún estamos trabajando en esa parte. En cualquier caso, está claro que todos los esfuerzos de Napoleón y Laurent se echaron a perder. Hasta ahora, nadie se había enterado de su gran plan.

—Y ahora estamos solo Bondaruk y nosotros —manifestó Sam.

—Todo es muy triste —afirmó Remi—. Al final Napoleón solo era un hombre desesperado, patético y paranoico, a la espera de que alguien restaurase el nombre de la familia. Pensar que, en la cumbre de su poder, ese hombre tenía bajo su mano a buena parte de Europa...

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