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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (35 page)

BOOK: El oro de Esparta
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—Si eso no es angustia, entonces no sé qué es —murmuró Remi—. Vale, así que si combinamos eso con Baviera.

Sam se inclinó hacia delante y volvió a escribir, y esa vez utilizó los términos Dubois, San Bartolomé y Baviera en combinación con día y masacre.

—Quizá también podríamos añadir nuestros sinónimos para Hajj —propuso Remi, y después dictó de la lista en la pizarra—. Meca, peregrinaje, islam,peregrino...

Sam acabó de escribir y pulsó enter.

—Muchos resultados —susurró, mientras iba pasando las páginas—. Sin embargo, nada obvio.

—Comencemos a quitar y a mezclar palabras para la búsqueda.

Durante la hora siguiente lo hicieron, intentando permutaciones de los términos de búsqueda hasta que, por fin, cerca del amanecer, Sam encontró algo interesante con la combinación de San Bartolomé, Baviera y peregrino.

—Se ha hecho la luz —dijo con una sonrisa.

—¿Qué? —preguntó Remi, y después se acercó para leer en la pantalla—. Iglesia de la Peregrinación de San Bartolomé en Baviera, Alemania.

45

Schónau, Baviera

—Increíble —susurró Sam.

Sam y Remi se acercaron a la barandilla de madera del observatorio y contemplaron el panorama que se extendía debajo.

—No creo que la palabra hermoso sirva siquiera para describir esto, Sam —susurró Remi—. ¿Cómo es que hemos tardado tanto tiempo en venir aquí?

—No tengo ni idea —susurró él a su vez, y después levantó su cámara Canon EOS para tomar una foto. Habían estado antes en Baviera, pero nunca en esa zona—. Ni espectacular parece suficiente.

—En absoluto. Casi oigo la música de Sonrisas y lágrimas.

Abajo se extendían las aguas esmeralda del Kónigssee (lago del Rey) Fjord. Con un ancho de ochocientos metros en su parte más ancha y enmarcado por montañas pobladas de bosques y picos nevados, el Kónigssee se abría paso desde el pueblo de Schónau en el norte hasta el Obersee, o lago Superior, ocho kilómetros al sur. Separado del Kónigssee por un deslizamiento de tierra hacía mucho tiempo, el Obersee estaba abrigado dentro de su propio valle oval, rodeado por campos alpinos cubiertos de flores silvestres y por cataratas, una visión que atraía a los amantes de la naturaleza y a los aficionados a la fotografía de todo el mundo. Un servicio de lanchas iba desde Schónau hasta el muelle de Salet en el Obersee.

Aparte del paso de las pocas lanchas eléctricas que surcaban silenciosamente el Kónigssee, la superficie del lago era como un espejo, salpicado de sol, que reflejaba los verdes, grises y ocres de los bosques y acantilados que lo rodeaban. Allí donde Sam y Remi miraban había otra perfecta postal alpina.

A unos dos tercios del lago, donde su anchura se reducía a unos pocos centenares de metros antes de ensancharse de nuevo y curvarse hacia el sudeste en dirección al Obersee, la iglesia de la Peregrinación de San Bartolomé estaba en un claro de la península de Hirschau.

Mezcla de estilos arquitectónicos, la mitad de la iglesia de San Bartolomé era un viejo refugio de esquiadores bávaros, con paredes blancas, un tejado a dos aguas de pizarra gris, y sólidas persianas de madera pintadas de verde y amarillo, mientras que la otra mitad consistía en un grupo de tres cúpulas acebolladas rojas desde las cuales se alzaban otras dos torres: una cúpula sin ventanas, y la otra, más próxima a la orilla, un campanario más tradicional, con el techo muy inclinado y ventanas como saeteras.

—¿Es una ironía que a Hitler también le gustase este lugar? —preguntó Remi—. ¿O es que es un poco siniestro?

Berchtesgaden, el municipio al que pertenecía el Kónigssee, también era donde había estado el refugio de montaña de Adolf Hitler, conocido con el nombre de Nido del Águila.

—Nadie es inmune a la belleza —dijo Sam—. Al parecer, ni siquiera él.

La pregunta era, como bien sabían Sam y Remi, además de por el entorno, ¿por qué estaban allí?

Aunque habían descifrado solo la primera parte del último acertijo, tenían tanta confianza en su solución como para llamar de inmediato a Selma y pedirle que les consiguiese pasajes de Monaco a Baviera. A media mañana, después de agradecerle a Yvette su hospitalidad, y prometerle regresar para contarle el resultado de la investigación, ya estaban de camino al aeropuerto de Niza, y de allí fueron a París, y después a Salzburgo, donde alquilaron un coche y condujeron los restantes cincuenta kilómetros hasta Schónau am Kónigssee.

—¿A qué hora sale nuestra lancha por la mañana? —preguntó Remi.

—A las nueve. Recuérdame que esta noche consulte el pronóstico meteorológico. —Incluso entonces, a finales de primavera, el tiempo en el valle del Kónigssee era inestable; había días en los que se podía pasar del calor del sol a grandes nubarrones y nevadas en el espacio de una hora. El visitante prudente siempre llevaba un chubasquero y un jersey.

Dada la ubicación de la iglesia de San Bartolomé, solo había dos maneras de llegar hasta ella: en lancha desde Schónau o a pie por los pasos de montaña que la rodeaban. Si bien la última opción los entusiasmaba, sabían que debían dejarla para una próxima visita.

No tenían tiempo. Aunque haber entrado en la finca de Bondaruk los había situado un paso por delante, dado lo mucho que ese hombre llevaba buscando la bodega perdida, y la amplitud de los recursos a su disposición, la ventaja podía durar muy poco. No habían visto ninguna señal de Jolkov o de sus hombres, pero aún parecía prudente mantener cierta paranoia. Hasta que encontrasen los secretos que podía guardar San Bartolomé y estuviesen lejos, asumirían que estaban siendo vigilados. Además, tenían claro que su intrusión en Jotyn había enfurecido todavía más a Bondaruk. Cualquier contención que él hubiese podido mostrar hasta el momento, sin duda había desaparecido. Lo que no podían saber, a la vista de los extremos a los que ya había llegado Bondaruk, era qué haría a continuación.

Si el Kónigssee era la cumbre de la belleza alpina, Sam y Remi decidieron que el pueblo más cercano, Schónau, encarnaba la palabra pintoresco.

Hogar de cinco mil personas, el pueblo, que se alzaba junto al río con el cauce de piedras que alimentaba el Kónigssee, era una extensa colección de casas particulares y locales de negocios, cada una, una joya de la arquitectura bávara, más parecida a un chalet que a un edificio. En el lado este del puerto en forma de S truncada, justo al sur de una hilera de cafés, restaurantes y hoteles, había una curva de cobertizos cuyo estilo parecía sacado de las páginas de un libro de fotografías de los puentes cubiertos de Vermont.

En ese momento, mientras Sam conducía hacia el pueblo por la carretera bordeada de árboles, vieron que las últimas embarcaciones de turistas del día entraban en los cobertizos; sus estelas formaban transparentes abanicos sobre el agua esmeralda.

Pocos minutos más tarde entraron en el aparcamiento del hotel Schiffmeister. Con las marquesinas rojas y blancas y los balcones repletos de flores rojas, blancas y rosas, la fachada del Schiffmeister tenía ornamentos de color siena que formaban flores entrelazadas, hiedras y espirales. Mientras el conserje se ocupaba del coche y el botones de las maletas, entraron en el vestíbulo y fueron a la recepción. Minutos más tarde, se encontraban en una habitación con vistas al lago.

Se ducharon, se vistieron con los gruesos albornoces del hotel, pidieron que les subiesen café y se acomodaron en el balcón. Con la puesta de sol tras las montañas, el lago estaba iluminado por detrás en un tono dorado, y el calmo aire de la tarde comenzaba a refrescar. En las calles, los turistas paseaban entretenidos mirando los escaparates y sacando fotos del puente.

Sam encendió el móvil y se conectó al servicio de internet del hotel.

—Selma nos ha enviado algo —dijo, al mirar la lista de mensajes electrónicos.

Con la eficacia habitual, la documentalista les había preparado un informe de Jerjes I y su dinastía, tanto en una versión resumida como en otra detallada. Sam lo reenvió al teléfono de Remi, y dedicaron la siguiente media hora a leer la historia del antiguo rey persa.

Jerjes I, el octavo gobernante de la dinastía aqueménida, había ocupado el trono a la edad de treinta y cinco años, y no había perdido el tiempo en hacer honor a su fama de guerrero. Primero aplastó una revuelta en Egipto, y otra en Babilonia, de donde, tras anunciar el final del Imperio babilónico, se había apresurado a llevarse el ídolo de oro de Bel-Marduk y ordenar que se fundiera, para, de esa manera, aplastarlos definitivamente con el fundamento espiritual del imperio.

Dos años más tarde, Jerjes volvió su furia hacia los atenienses, que habían derrotado a la dinastía en la batalla de Maratón, donde acabaron con el intento del rey Darío I de conquistar toda Grecia.

En el año 483 a. C, Jerjes comenzó los preparativos para la invasión de Grecia y lo hizo de una forma espectacular: construyendo un puente para cruzar el Helesponto, y luego abrir un canal navegable a través del istmo de Athos.

Desde Sardis, Jerjes y su ejército se abrieron paso al norte a través de Tracia y Macedonia, antes de verse detenidos en las Termopilas por el rey Leónidas y sus espartanos, de los que, a pesar de su heroísmo, no se salvó ni un hombre. Sin oponentes, Jerjes continuó hacia el sur a lo largo de la costa hasta Atenas, donde saqueó la ciudad abandonada. Este episodio resultó ser la cumbre de la invasión de Jerjes; poco después perdió gran parte de su flota en la batalla de Salamina, y luego la mayor parte de su ejército terrestre en las batallas de Platea y Micale en 479 a. C.

Tras dejar el ejército en manos de uno de sus generales, Mardonio, Jerjes se retiró a Persépolis, en el Irán actual, donde pasó el resto de sus días ocupado en reprimir los tumultos políticos. Acabó siendo asesinado por el capitán de su guardia, probablemente por orden de su propio hijo, Artajerjes, que asumió el trono en 464 a.C.

—Oh, qué lío —comentó Remi cuando acabó la lectura.

Sam, que tardó diez segundos más, alzó la mirada y respondió:

—Un tipo poco agradable el señor Jerjes.

—¿Alguno de ellos lo es? —Remi sonrió.

—Pocas veces. Bueno, si estamos buscando en la biografía de Jerjes alguna pista sobre lo que persigue Bondaruk, lo primero que me llama la atención es el ídolo de Bel-Marduk de Babilonia, pero la historia dice que fue fundido.

—¿Qué pasa si la historia está equivocada? ¿Por qué no puede ser que fundiese una copia y se largara con el original, que perdió en alguna parte?

—Podría ser. —Sam envió un mail a Selma y recibió su respuesta: COMPROBÁNDOLO—. De acuerdo, ¿otras posibilidades?

—Todo parece haber ido cuesta abajo para Jerjes después de invadir Grecia. Entregó el control de su ejército, volvió a casa, estuvo ocupado en tonterías durante unos pocos años y lo asesinaron. Quizá perdió algo en la campaña que a su juicio maldijo su reino.

—Y Bondaruk cree que si lo recupera volverá a equilibrar la balanza —concluyó Sam—. Poner las cosas en orden para la descendencia de Jerjes.

—Como dijiste, la apuesta segura es Bel-Marduk, pero la historia considera el levantamiento babilónico poco más que un incordio para Jerjes.

—¿Qué me dices de la revuelta egipcia? Fue más o menos por el mismo tiempo.

Remi soltó un suspiro.

—Es posible. El problema con la historia, sobre todo la historia antigua, es que a menudo solo lo más destacado llama la atención. Bien podría ser que en algún texto antiguo arrinconado en alguna biblioteca o museo haya una lista de tesoros robados por Jerjes, junto con el lugar donde los encontraron.

—Fantástico —manifestó Sam con una sonrisa—. ¿Por dónde empezamos?

—Tú escoges: El Cairo, Luxor, Estambul, Teherán... Si empezamos hoy, puede ser que acabemos en diez o doce años.

—En ese caso no es el mejor camino. Vale, a ver si podemos reducir un poco el marco: Jerjes gobernó durante veinte años. En ese tiempo realizó tres grandes campañas: Egipto, Babilonia y Grecia. De las tres, Grecia fue la más importante y, presumiblemente, un punto de inflexión en su reinado. ¿Por qué no nos centramos en las guerras Médicas y vemos adonde nos llevan?

Remi lo pensó un momento y asintió.

—Suena bien.

Se oyó el aviso de la recepción de un mensaje electrónico en el ordenador de Sam, y lo leyó.

—Es de Selma —explicó—. La historia de que fundieran el ídolo de Bel-Marduk es muy sólida. Hay una abundancia de relatos de primera mano de los acontecimientos, tanto de los persas como de los babilonios.

—Entonces, solucionado —dijo Remi—. Grecia.

Dedicaron una hora más a leer todo lo posible sobre la guerra greco-persa durante el reinado de Jerjes, luego hicieron una pausa para ir a cenar a la terraza del restaurante que daba al puerto, ya a oscuras. La combinación de la altitud, el impresionante panorama y la fatiga del viaje les había provocado un tremendo apetito. Comieron con placer los platos bávaros: Kalte Braten, lonchas muy finas de cerdo asado frío con pan y rábanos; Kartoffelsalat, una ensalada de patatas marinada; y filetes de trucha asalmonada cocidos en Kristallweissbier, todo acompañado con un vino bacchus de Franconia servido en su tradicional botella chata, conocida como Bocksheutel. Por último bajaron la comida con sendas jarras de Weizenbier bien frías. La elección de una bebida a una temperatura por debajo de la ambiente atrajo las miradas curiosas de una pareja de residentes locales sentados a una mesa cercana, y la escueta explicación de Sam —«Americanos»— dio lugar a grandes sonrisas y a la invitación a una ronda.

Ahítos y un tanto achispados, subieron a la habitación, pidieron una cafetera y volvieron al trabajo.

—El punto importante de toda la campaña parece haber sido el saqueo de Atenas —señaló Remi—. Era la base del poder griego.

—Tracia y Macedonia no fueron más que ejercicios de calentamiento —admitió Sam—. Se reservó la mayor parte de su furia para Atenas. Por lo tanto, hagamos otro supuesto: Jerjes dominó a los babilonios al robar y destruir el ídolo de Bel-Marduk. ¿No estaría dispuesto a hacer lo mismo con los griegos?

Remi ya estaba leyendo el informe de Selma.

—Creo que decía algo... Sí, aquí está: Delfos.

—¿Cómo? ¿El Oráculo de Delfos?

—El mismo. Jerjes lo tenía en el punto de mira.

Ubicado a ciento sesenta kilómetros al noroeste de Atenas, en las laderas del monte Parnaso, el santuario de Delfos, dedicado al dios Apolo, era un complejo de templos que incluían la cueva Coricio, la fuente de Castalia, el altar de los Quíos, la Stoa de los atenienses y el templo de Apolo, donde vivía el Oráculo, además de numerosos tesoros, un estadio y un teatro.

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