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Authors: Howard Weinstein

El pacto de la corona (26 page)

BOOK: El pacto de la corona
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Kailyn le tiró de una manga a McCoy.

—Pero ¿y si los klingon hubiesen sido simplemente dejados aquí por una nave más grande, si no aterrizaron con una?

—Entonces podríamos estar en un serio aprieto.

—Shirn —comenzó Spock—, ¿podría guiarnos de vuelta a las tierras bajas para buscar la nave klingon?

—Por supuesto. Podemos partir a primera hora de la mañana. Pero, ¿qué haré con la esclava, la mujer klingon salvaje?

—Me gustaría interrogarla —explicó Spock.

—Me refiero a después de eso. No quiero que se quede aquí, y no quiero matarla…

—Envíesela de vuelta a los cazadores —propuso McCoy con una sonrisa torcida.

Shirn le dedicó una mirada agria.

—Creo que el buen doctor está bromeando, aunque nunca he comprendido del todo su sentido del humor —declaró Spock—. Si puede usted retenerla por el momento, cuando regresemos a la Enterprise, si conseguimos regresar, nos la llevaremos a bordo como prisionera, por espionaje.

—Mi idea me gusta más —se quejó McCoy—. No tiene usted ningún sentido de la justicia poética, Spock.

—Sugiero que descansemos todo lo posible esta noche —aconsejó Shirn, entrelazando las manos y bostezando.

—Pero, ¿y qué pasa con la celebración? —preguntó Kailyn, algo decepcionada.

—Cuando regresemos a Shad —le dijo McCoy—, tendrá más celebraciones de las que sea capaz de soportar.

«Si regresamos a Shad», dijo la siempre preocupada voz de la cabeza del médico.

Shirn y un grupo de diez condujeron a Spock, McCoy y Kailyn, bajando por las laderas inferiores de las montañas Kinarr. Fue mucho más fácil que el viaje que habían realizado dos días antes, hasta el valle de los pastores, porque los nativos conocían el camino más corto y menos arduo hasta las tierras bajas.

En un sentido, McCoy odiaba tener que marcharse. Se detuvo cuando llegaron al nivel en el que la capa de contumaces nubes de Sigma se tragaba al sol con todo su brillo.

—¿Sabe? Nunca podría vivir en un mundo en el que no pudiese ver el sol —le comentó a Shirn con voz melancólica.

—Quizá fue por eso por lo que nuestros ancestros escalaron las montañas; porque tenían la sensación de que la tierra prometida tenía que ser dorada, no gris.

La caravana avanzó rápidamente a lo largo del pie de la montaña, dando un gran rodeo a la zona de los clanes del valle y sus territorios de caza. La furiosa corriente de aguas blancas que casi había matado a Spock, corría ahora suavemente dentro del lecho, vestido con su disfraz anterior a la tormenta. Spock se detuvo a consultar los mapas.

—Nuestro punto de aterrizaje está a unos dos kilómetros y medio en esa dirección —indicó, señalando hacia el este.

Y así era. Encontraron los restos de la pequeña lanzadera, y McCoy sintió que se le hacía un nudo en la garganta. —No suelo ponerme sentimental con las máquinas, pero siento pena por esa pobre cosa.

—A mí me recuerda lo afortunados que somos por estar con vida —comentó Kailyn.

—Ahí estaría yo, de no haber sido por la gracia de Dios —dijo McCoy.

—¿Hasta qué distancia puede buscar con esa cajita? —preguntó Shirn, señalando el sensor.

—Varias millas a la redonda, dependiendo de lo que se busque —respondió Spock.

El oficial científico activó el aparato y roto lentamente para cubrir todas las direcciones. Mientras lo hacía, McCoy miraba por encima de su hombro.

—Ah, sí, hoy debe de ser nuestro día de suerte —dijo finalmente McCoy con una ancha sonrisa.

El vulcaniano estaba menos seguro de ello. —Parece que se trata de una nave.

—¿Dónde? —preguntó Kailyn.

—A un kilómetro y medio en dirección norte.

A un gesto de Shirn, los kinarri abrieron nuevamente la marcha. Pasado un rato llegaron a una colina redondeada, y desde su cresta vieron la nave klingon; descansaba en un claro del bosque, no lejos del arroyo. McCoy meneó la cabeza con asombro.

—Nunca pensé que llegaría el día en el que me alegrara poner los ojos encima de una nave klingon.

—Estamos viviendo en unos tiempos extraños, doctor —comentó Spock, mientras bajaba por la ladera.

—¿Ha sido eso una broma, Spock? —preguntó el médico a gritos.

¿De un vulcaniano? No podía ser…

Los kinarri estaban ansiosos por explorar aquella rareza recién encontrada, pero Spock aconsejó prudencia.

—No sabemos de forma definitiva que no haya otros klingon ahí dentro, aguardando el regreso de su comandante. El doctor McCoy y yo nos acercaremos primero, con nuestras pistolas fásicas. No quiero poner en peligro a su gente, Shirn. Espere hasta que les avisemos que la situación es segura.

McCoy tragó saliva nerviosamente, sopesó la pistola y comprobó su puntería con un ojo cerrado.

—¿No disparo hasta verles el blanco del ojo?

—Dispare si ve cualquier parte de su anatomía. Prográmela para aturdir. ¿Preparado?

El médico asintió con la cabeza y ambos se aproximaron cautelosamente a la silenciosa nave. Tenía aproximadamente el mismo tamaño que la lanzadera, aunque el compartimiento para pasajeros era más pequeño. Spock y McCoy se agacharon detrás de un pequeño grupo de arbustos.

—¿Llamamos a la puerta? —susurró McCoy.

—Una aproximación directa, aunque cautelosa, parece lo más correcto.

Dicho esto, Spock se deslizó silenciosamente a lo largo de un flanco de la nave, se detuvo y presionó su cuerpo en la parte central, junto a la escotilla cerrada. McCoy hizo otro tanto y ocupó la posición opuesta al otro lado de la puerta. Spock alzó ambas cejas a modo de señal, y luego alcanzó velozmente el interruptor de la escotilla y lo hizo girar. Se oyó un siseo de vacío, y la cubierta de la cámara interior se retiró. Con el dedo tenso sobre los gatillos, aguardaron.

Luego, con un paso vigoroso, Spock saltó al interior de la nave exploradora y McCoy lo siguió. Pero en el interior no había nada más que oscuridad y fantasmal quietud.

—¡Qué considerado por parte de los klingon! —exclamó Spock, con obvia satisfacción.

—Tenemos que ponerles una multa de aparcamiento.

—¿Una multa de aparcamiento?

—Es un chiste de la Tierra, Spock. Olvídelo.

—Por favor… amplíe mis horizontes.

McCoy suspiró. En todos los años que conocía a Spock, nunca había conseguido superar el espanto que le producía tener que explicarle frases coloquiales.

—Verá. En los tiempos antiguos, cuando todo el mundo tenía un vehículo privado de su propiedad, solían aparcarlos allá donde podían, incluso en los lugares en los que estaba prohibido hacerlo. Así que…

—¿Por qué fabricaban y vendían más vehículos de los que podían alojar?

—Era el sistema de libre mercado… Llénate hasta que te atragantes.

—Tremendamente ilógico. Pero todavía no consigo comprender su referencia a…

—No me ha dejado terminar. La policía solía ponerles un castigo a los infractores. Tenían que pagar una multa o comparecer ante los tribunales si querían alegar. Cuando la primera misión Apolo fue a la Luna, llevaron consigo unos cochecillos pequeños con oruga y los dejaron abandonados allí. Cuando finalmente la Humanidad regresó a la Luna para instalarse y construir estaciones permanentes, alguien salió y les puso una multa de aparcamiento a los cochecillos.

—¿Por qué?

McCoy puso los ojos en blanco.

—Porque habían estado aparcados allí durante unos treinta años.

Spock frunció los labios y McCoy se preguntó por qué siempre le daba aquellas explicaciones.

—Spock, es usted un oyente detestable.

El primer oficial saltó al exterior y le hizo un gesto con la mano al grupo que esperaba con Shírn en lo alto de la colina.

La nave klingon resultó estar en perfectas condiciones de funcionamiento, con una considerable cantidad de combustible en los depósitos. Después de una rápida revisión de los controles, Spock declaró que no tendría ningún problema para guiar aquella nave fuera de Sigma. Había llegado el momento de partir.

—Le agradecemos de verdad todo lo que ha hecho para ayudarnos —le dijo McCoy al anciano pastor.

Shirn hizo una reverencia.

—Sólo estaba cumpliendo con una promesa que le hice mucho tiempo atrás a un hombre honorable.

—Hace falta un hombre honorable para hacer eso —señaló Spock.

—Yo sólo me alegro de que a ti, Kailyn, mi precipitado juicio no te privara de la Corona.

—Usted sólo estaba haciendo lo que mi padre le pidió que hiciese. Le doy las gracias por eso.

Shirn los miró de uno en uno. Tenía los ojos húmedos; abrazó a Kailyn, luego a McCoy y finalmente a Spock.

—Que los vientos de Kinarr estén siempre a sus espaldas.

Spock levantó una mano para hacer el saludo vulcaniano.

—Larga y próspera vida, Shirn.

—Cuídese mucho, ¿de acuerdo? —le dijo McCoy con la voz ahogada.

Shirn miró a la joven princesa.

—Gobernarás bien y durante mucho tiempo, Kailyn. —Espero poder hacerlo tan bien como usted —replicó ella dulcemente.

Spock fue el primero en volverse y entrar en la nave. McCoy subió después y le ofreció la mano a Kailyn. Shirn se retiró al cerrarse la compuerta. Él y sus hombres esperaron hasta que los cohetes se encendieron, levantando un penacho de llamas y polvo. La nave se elevó lentamente con movimientos inseguros al principio, y luego aceleró y se encumbró velozmente por encima de las colinas y bosques. Cuando ya no pudo ver la nave ni su estela, Shirn se volvió y se encaminó a los cielos limpios del valle sagrado de las Kinarr.

23

—Yo sería un klingon malísimo —dijo McCoy, apretujado en el incómodo asiento de la nave espía. ¿Cómo pueden torturar a su gente haciéndola volar en estas diminutas cajas de cerillas?

—Quizá eso explique el terrible humor de los klingon, doctor —comentó Spock.

—¿Qué haremos si ahí fuera hay un crucero de batalla klingon? —preguntó Kailyn.

—No pregunte esas cosas —refunfuñó McCoy—. Yo preferiría saber dónde está la Enterprise.

—Es una preocupación muy válida —concedió Spock. La nave debería haber llegado a este punto hace más de veinticuatro horas.

—¿Es posible que se hayan marchado sin nosotros? —preguntó Kailyn con voz atemorizada.

—Es improbable. La mejor posibilidad que existe es la de que el capitán se haya encontrado con algún problema relacionado con la interferencia klingon. Tenemos que alcanzar la órbita exterior del cinturón de tormentas del planeta, y permanecer allí durante algún tiempo. Si la Enterprise entra en el radio de sensores, seremos detectados con bastante rapidez.

—¿Y qué haremos si no aparece por aquí pasado algún tiempo? —refunfuñó McCoy.

—Cuando llegue ese momento, evaluaremos nuestra situación desde un punto de vista lógico, a la luz de los datos de que dispongamos.

—¿No está aún Sigma dentro de nuestro radio de exploración? —preguntó Kirk con voz tensa.

Chekov y Sulu intercambiaron breves miradas que Kirk percibió. El capitán se retrepó en el sillón de mando, mientras en su rostro aparecía una sonrisa torcida.

—Ya lo sé… acabo de preguntarle eso mismo hace un momento. Perdóneme, señor Chekov.

—Sí, señor. Está casi dentro del radio. Todos los escáners están a su máxima potencia de barrido. Si hay algo ahí fuera, lo detectaremos.

—Muy bien.

En los momentos como aquél, Kirk se daba cuenta de cuán dignos de confianza eran los tripulantes de su nave, sin excepción. Tenía que dejarlos que hicieran su trabajo, y canalizó su energía nerviosa en tamborilear con los dedos sobre el panel de control del posabrazos de su asiento. «En cuanto haya algo de lo que informar, ellos me informarán…»

Chekov se tensó en su asiento, con los ojos fijos en la pantalla. Kirk se sentó hacia delante, en el borde de su asiento.

—¿Algo?

—Una nave pequeña, señor, en el límite exterior. Está demasiado lejos para hacer una identificación positiva. —Verificado, señor —dijo Sulu—. Se desplaza por una órbita alta en torno al planeta. Kirk hizo girar su sillón.

—¿Uhura?

—Todos los canales de recepción abiertos, señor. Estamos llamando en todas las frecuencias. De momento no hemos contactado.

—Datos adicionales del sensor, capitán —anunció Chekov.

—¿Se trata de la
Galileo
?

Chekov vaciló apenas y Kirk se tensó.

—Negativo, señor. Es una nave espía klingon.

Todos los que se hallaban en el puente se volvieron a mirar rápidamente a la pantalla de visión exterior. La misteriosa nave no era más que un punto informe contra el telón de fondo de las estrellas y la cara gris de Sigma 1212.

—Eso podría explicar el porqué de que no quieran hablar con nosotros —dijo Kirk con ferocidad—. Haga sonar la alarma amarilla.

Uhura pulsó el botón del canal de comunicaciones interno de la nave, mientras las luces emplazadas en las paredes comenzaban a destellar.

—Alarma amarilla —dijo la voz de la computadora por los altavoces—. Alarma amarilla, atentos a los informes de estado.

—Sulu, reduzca la velocidad para entrar en órbita normal —pidió Kirk.

—Hay otro problema, señor —dijo Sulu—. Tenemos varias tormentas en los radios de las órbitas medias y bajas.

—Máxima órbita, entonces.

—Capitán —intervino Chekov—, tenemos otro visitante.

Se inclinó para abrir los canales de pantalla. La larga forma de insecto de un crucero de guerra klingon apareció en ella.

Los dedos de Chekov danzaron por el tablero de mandos.

—Deflectores al máximo. Artilleros en sus puestos, señor.

Kirk se recostó en el respaldo y estiró las piernas. La espera lo había puesto nervioso, pero al menos ahora sabía qué había estado esperando. Había llegado el momento de entrar en acción.

—Pase a alarma roja.

La sirena se puso a sonar y las luces del puente bajaron hasta convertirse en un resplandor rojizo. La voz de la computadora resonó por toda la nave.

—¡Alarma roja, alarma roja, todos a sus puestos de combate!

—Continuamos el acercamiento orbital, señor —anunció Sulu.

—Manténgalo así. Chekov, ¿qué está haciendo la nave klingon?

—El crucero está realizando también un acercamiento orbital, capitán, pero se dirige hacia la nave espía.

—Bueno, no van a marcharse sin darnos una maldita buena explicación. Aproxímese a la nave espía, Sulu. Adelantémonos a la llegada del crucero.

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