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Authors: Howard Weinstein

El pacto de la corona (27 page)

BOOK: El pacto de la corona
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—Capitán Kirk —dijo vivamente Uhura—, estamos recibiendo una señal de la nave espía. Canal Cuatro-B. Es… es el señor Spock.

Kirk sonrió con absoluta sorpresa y pulsó el selector de canales de comunicación.

—Spock, tiene usted muchas explicaciones que dar…

—Desde luego, capitán —fue la respuesta que llegó hasta ellos—. Estamos todos bien. Llega usted con casi veinticuatro horas de retraso… algo muy poco propio de usted, señor.

—De acuerdo, de acuerdo. Ambos tenemos muchas cosas que explicar. ¿Sabe que hay un crucero de guerra klingon que se encamina hacia ustedes para recibirlos?

—Afirmativo.

—Supongo que esperan encontrar tripulantes klingon a bordo de la nave espía. ¿Van a llevarse una decepción?

—Aquí no hay nadie más que estas tres insignificantes criaturas que somos —fue la frase que sonó con el familiar arrastramiento de palabras de la voz georgiana.

—Me alegro de oírlo, Bones. Espere hasta que…

—Capitán —interrumpió Uhura—, el comandante Kaidin, del crucero imperial
Ala Nocturna
, exige una explicación de nuestra presencia en el lugar.

—Dígale que haga antesala. Spock, los sacaremos de ahí en un minuto. Scotty, entre las coordenadas de la sala de transporte y transfiera a nuestra gente fuera de esa nave, a toda prisa. Luego esté preparado para máxima velocidad hiperespacial.

—Sí, señor.

—Uhura, sáqueme el klingon a la pantalla principal. —Sí, señor.

El crucero
Ala Nocturna
se desvaneció, y el tormentoso semblante de Kaidin ocupó su lugar.

—Kirk, aparte su asquerosa nave de nuestra exploradora.

Kirk respondió a la mirada feroz de Kaidin con una triste sonrisa.

—Veo que ha ido directamente al grano, comandante. Éste es territorio de la Federación. Están ustedes aquí sólo por la autoridad del Tratado de Paz Organiano, que estipula claramente que… ejem… las naves visitantes deben explicar los motivos de su presencia cuando les sea requerido. Y yo lo estoy requiriendo ahora mismo.

—Ahórrese las amenazas, Kirk. Los cobardes de la Flota Estelar nunca respaldan sus palabras con las armas.

—Capitán —susurró Scott—, ya están sanos y salvos en la sala de transporte… y también lo está la Corona.

Un instante después, la estudiada hostilidad de Kaidin dio paso a la sorpresa cuando un joven oficial entró en un estado que lindaba con el pánico y susurró de forma apremiante junto a un oído de su comandante. Fuera lo que fuese lo que el otro le dijo, hizo que Kaidin se olvidase de que tenía abierto un canal de comunicación con la
Enterprise
.

—¿Qué? —dijo con voz siseante—. ¿Cómo puede ser que nuestros agentes hayan desaparecido de la nave?

El klingon se volvió, vio el rostro de Kirk en la pantalla, escupió una sarta de maldiciones que abarcaban varios idiomas… y la pantalla de la
Enterprise
quedó abruptamente en blanco.

—Sáquennos de la órbita ahora, caballeros… ¡velocidad hiperespacial!

La gigantesca nave viró a estribor y la intensa fuerza de aceleración empujó a los tripulantes del puente violentamente contra los asientos. En la pantalla de visión exterior, el campo de estrellas se hizo borroso.

—Informe —ordenó Kirk.

—El crucero klingon no ha cambiado siquiera de rumbo —respondió Sulu con un regocijo apenas disimulado.

—Todavía están intentando adivinar qué había dentro de esa nave espía y qué ha sido de ello —comentó alegremente Kirk—. No creo que vuelvan a molestarnos durante este viaje. Reduzca la velocidad a factor cinco y trace un bonito rumbo recto hacia Shad. Scotty, queda usted al mando.

Kirk se levantó del asiento de mando y se encaminó hacia el ascensor.

Kailyn se tomó la noticia de la muerte de su padre con estoicismo, y el interrogatorio formal se desarrolló con normalidad absoluta. Los informes podrían ser escritos más tarde, por lo que a Kirk respectaba. En realidad, la misión estaba todavía sin finalizar y prefería dedicar algo de tiempo al descanso durante los dos días de viaje que los separaban de Shad. Después de todo, tenían que preparar la coronación.

En realidad, el mejor remedio para toda la tensión soportada recientemente hubiese sido una buena dosis de descanso y recreo; desgraciadamente, eso era imposible en aquel preciso momento. La segunda cosa mejor era la vuelta a la tranquila rutina, y así lo ordenó el capitán Kirk.

Para Kailyn, eso se traducía en lecturas ligeras y ejercicio, mezclados con el suministro de ciertos datos que necesitaría conocer en el momento de la llegada a su planeta.

Spock cubrió sus turnos de guardia normales, jugó al ajedrez con una computadora recientemente programada y comenzó a glosar los pergaminos históricos que en Sigma le habían resultado tremendamente absorbentes.

En la enfermería, McCoy ponía los pies en alto siempre que le era posible —se habían ganado un buen descanso—, y escuchaba música con Kailyn mientras pensaba en el sol que le había entibiado el alma en lo alto de las montañas de Shirn. También volvió a tomar entre manos el trabajo más trivial que se le ocurrió: las revisiones físicas anuales necesarias para actualizar los expedientes de los miembros de la tripulación. Kirk era el siguiente de la lista, y llegó al acabar su turno de guardia.

—¿Cómo se encuentra, Jim?

—Bueno, yo diría que ustedes tres hicieron que me salieran unas cuantas canas más durante esta última semana, pero, aparte de eso y de las bolsas que tengo debajo de los ojos por la falta de sueño, me encuentro bien.

Se tendió de espaldas en la mesa de examen. McCoy la encendió y los escáners comenzaron a trabajar; los resultados aparecían en las pantallas de datos.

—Mm-hmm —masculló McCoy—. Uh-huh… mm-hm. Presione hacia abajo las barras manuales.

Kirk puso una rara expresión.

—Bones, ¿por qué hacen eso los médicos? Es muy desconcertante estar aquí tendido y oírle a usted hacer todos esos…

—Oh, oh.

—¿Oh, oh? ¿Por qué?

—Ha estado usted atacando la caja de las galletas mientras estuve fuera.

—No he hecho tal cosa.

—¿Y por qué pesa cuatro kilos y medio de más, entonces? —¿Qué? Eso es imposible.

—Las básculas no dicen mentiras.

—¿Y yo sí?

—Alguna pequeña mentira inocente, tal vez. —McCoy volvió a mirar la pantalla—. Todo lo demás está en orden. La marcha del corazón, la presión sanguínea, el tono muscular. El peso es su único problema.

—Le juro que he estado siguiendo esa horrible dieta que me impuso usted, haciendo más ejercicio del normal…

—Quizá se ha aproximado al sintetizador de comida en estado de sonambulismo. ¿Cómo voy a saberlo yo? ¿Es que soy acaso la niñera de mi capitán? Quizá ha estado usted practicando el noshing
[3]
, como decía mi anciana niñera judía, y no quiere usted admitirlo ante su bondadoso médico familiar por miedo a que yo lo destripe y descuartice.

—Le juro… espere un momento. Cuatro kilos y medio es… ¿cuánto?, ¿alrededor de la dieciseisava parte de mi peso total normal? Si hubiese aumentado tanto, ¿no se vería en algunas de esas otras cifras… la marcha cardíaca, el tono muscular, algo? Si se supone que este aparato es tan preciso…

—Supongo que sí lo reflejaría…

—Ajá. Pero no lo ha hecho. Ergo, su báscula está mintiendo.

—Jim, ésta no es una antigua báscula de monedas de las que le leían a uno la suerte. Es un sistema de sensores computerizado capaz de detectar una centésima de gramo…

—Y tiene que ser calibrada, ¿no es cierto? —Sin duda, con demasiada frecuencia.

—En ese caso, también podría estar mal calibrada.

—Jim, la vanidad no se aviene con…

—Compruébelo.

—…un hombre de su casta y carácter… —Bones, compruébelo… —…y no creo que vayamos a…

—¡Compruébelo! —le rugió Kirk.

McCoy le hizo un saludo militar burlón, se inclinó detrás de la máquina y abrió una pequeña puerta de acceso. —Mm-hmm… uh-huh…

Kirk puso los ojos en blanco.

—Hija de perra —masculló McCoy.

—No me lo diga. Déjeme adivinarlo. ¿Es posible que su maravilloso artilugio esté, oh, calibrado a cuatro kilos y medio de diferencia del normal?

—Cuando tiene usted razón, Jim, tiene usted razón. —Ni siquiera voy a decir que se lo advertí.

McCoy se alejó de la mesa en dirección al intercomunicador más cercano.

—Eh —protestó Kirk—. Acabe conmigo.

—Tengo que llamar a Chekov antes de que acabe convertido en piel y huesos.

El intercomunicador silbó, y Chekov oyó que McCoy lo llamaba por el altavoz, pero en ese preciso instante era incapaz de responder. Estaba suspendido de los aros a cuatro metros y medio del piso del gimnasio. Uhura levantó los ojos hacia él desde la barra de gimnasia; tenía la pierna izquierda arqueada graciosamente en el aire, con la punta del pie curvada como la de una bailarina.

—¿Quiere que responda a la llamada?

—Sería muy amable por su parte —dijo él con voz rígida.

Mientras sofocaba una risilla, la esbelta oficial de comunicaciones avanzó hasta el final de la barra, dio una voltereta en el aire y aterrizó sobre el suelo con un estilo perfecto.

—Doctor, Chekov está algo así como colgado en este mismo momento —dijo con absoluta seriedad pulsando el botón—. ¿Quiere que le transmita algún mensaje?

—Sí. Dígale que se presente en mi oficina cuanto antes, ¿de acuerdo?

—Lo haré.

—McCoy fuera.

Ella se cruzó de brazos y luego se ajustó el leotardo de gimnasia que se le adhería al cuerpo como una segunda piel; no ocultaba nada, pero, a pesar de que ella era mucho más voluptuosa que las gimnastas corrientes, no se apreciaba en el cuerpo de Uhura ningún bulto fuera de lugar ni un solo gramo de grasa de más.

—Chekov, si se limita a colgarse de ahí arriba, no hace ningún ejercicio en absoluto.

—Pues dígame cómo puedo bajar de aquí.

—Ah —respondió ella con tono de inocencia—. Pensaba que usted sabía cómo hacerlo.

—No haga bromitas, o caeré encima suyo. Dígamelo.

—Simplemente déjese caer. El suelo es lo suficientemente acolchado como…

Él no esperó a oír el resto y aterrizó con un resonante golpe sordo.

Uhura se le acercó. Chekov estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados.

—Eso no fue muy elegante —señaló ella—. Ha perdido usted muchos puntos.

La puerta de la oficina se abrió con un siseo y Chekov entró cojeando, todavía vestido con el traje de gimnasia. McCoy le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Dónde ha estado?

—Intentando perder cuatro kilos y medio. La cabeza de McCoy osciló nerviosamente.

—Eh… acerca de esos cuatro kilos y medio…

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Chekov con la mirada cautelosa de un gato que se encuentra cerca de la caseta de un perro.

—Bueno, parece ser que, eh… me he enterado de cuánto empeño ha estado poniendo usted en perderlos…

—…y de que todo lo que como no tiene nada de calorías y menos sabor….

—No sé cómo pudo ocurrir esto. Fue sólo por esta mesa.

Creo que con todas las precipitaciones, alguien no le dedicó la suficiente atención… Lamento de verdad que esto haya ocurrido y, créame, la persona responsable lo lamentará todavía más cuando le ponga las manos encima…

—Doctor McCoy, ¿de qué está hablando? McCoy miró al techo.

—Usted… mmm… usted no pesa cuatro kilos y medio de exceso.

—¿Peso más? —inquirió cautelosamente Chekov.

—Nunca los ha pesado. Fue un error. Puede volver a retomar su antigua rutina.

Chekov se derrumbó sobre la silla. —No lo puedo creer —musitó. McCoy se inclinó hacia delante.

—¿Le gustaría golpearme? ¿Conseguiría eso que se sintiera mejor?

—Lo conseguiría… pero estoy demasiado débil después de haberme colgado durante tanto rato.

24

La capital recientemente recuperada de manos del enemigo, hervía con la expectación de la primera coronación que se celebraba en muchos años, y que además era la coronación que salvaría al planeta.

La lucha entre el partido Leal y la Alianza Mohd continuaba en algunas de las provincias más remotas, pero la noticia del regreso de la Corona había producido el efecto deseado: sellar las fisuras de la Coalición Leal e infundir en sus ejércitos el espíritu necesario para acabar con la revuelta. La guerra acabaría muy pronto.

La Gran Sala del Pacto estaba atestada de shadianos de todas las edades y aspectos. Los ministros gubernamentales estaban codo con codo con los granjeros cubiertos de polvo, los sacerdotes con los mercaderes cosmopolitas, las mujeres ancianas con los niños pequeños. Las gigantescas puertas de la parte posterior estaban abiertas de par en par, y en la plaza había miles de peregrinos que escuchaban al coro que cantaba desde el balcón.

Las llamas de los candelabros sacramentales que estaban colocados en la pared posterior del altar, destellaban como estrellas celestiales. El sumo sacerdote, un gigantesco anciano que resplandecía con sus mantos de color blanco purísimo, leía el sagrado Libro de Shad. Sin embargo, en aquella atmósfera medio sacra y medio circense, al menos eran tantos los espectadores que lo escuchaban como los que dedicaban su atención —y dinero— a los vendedores que se encontraban en la plaza abierta, que pregonaban casi cualquier cosa, desde comida a banderitas reales y estatutos religiosos.

Finalmente, el sumo sacerdote se volvió hacia la parte trasera de la Gran Sala y levantó sus brazos hacia el balcón del coro, que estaba muy alto, por encima de la multitud del interior. Las voces de los cantantes se elevaron en un crescendo y se interrumpieron repentinamente. Ante esa señal, las voces de los que se hallaban dentro del templo y fuera, en la plaza, se hicieron oír en un murmullo; luego se hizo un profundo silencio.

—Esto es asombroso —le susurró McCoy a Kirk.

La oficialidad superior de la
Enterprise
ocupaba un banco delantero que estaba lo suficientemente cerca del altar como para que sintiesen el calor de las velas que describían un arco por encima del mismo.

La destellante Corona reposaba sobre un cojín de terciopelo de color azul oscuro, y el sacerdote le dedicó una afectuosa sonrisa, como si fuese el hijo preferido que hubiese regresado al hogar familiar después de una larga ausencia. La casi completa inmovilidad se prolongó varios minutos, tras la cual el sacerdote volvió a hacerle una señal al director del coro. Las voces iniciaron un melodioso tarareo, bajos con una melodía de contrapunto de sopranos que se entretejían, algo tan suave y delicado como una mariposa en estado de quietud.

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