El pais de las sombras largas (6 page)

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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

BOOK: El pais de las sombras largas
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—¿Qué pasa? —preguntó Asiak asustada.

—¡No tiene dientes!

A estas palabras siguió un momento de verdadera consternación. Asiak pasó un dedo por las encías del hijo, sin preocuparse por sus gritos. Ernenek tenía razón: no se descubrían allí rastros de dientes.

Asiak se dejó caer sobre el lecho, y por primera vez Ernenek le vio lágrimas que no eran de alegría.

—Debes de haber infringido algún tabú —le dijo él severamente.

—No, que yo sepa.

—¿No habrás comido animales marinos junto con animales terrestres? ¿O no habrás puesto en el mismo recipiente productos de mar y productos de tierra?

—¡No, nunca!

—Entonces habrás dado muerte a una foca o a un caribú blanco o habrás cosido fuera de la estación. ¿Por qué no lo confiesas?

—¡Porque no hice nada de todo eso! Probablemente fuiste tú quien trasgredió algún tabú.

Piensa, piénsalo bien.

—¡Una mujer habla así a su marido! ¿Adonde hemos llegado?

—Pensemos más bien en lo que haremos —dijo Asiak, que se mordió vivamente los labios y procuró contener las lágrimas, porque demasiado bien sabía, como lo sabía Ernenek, lo que había que hacer.

Ernenek se volvió, tosió, refunfuñó y lanzó imprecaciones. Luego se esforzó por reír y por hacer creer que la cosa no le importaba nada.

Asiak fue la primera en decir lo que ambos sabían.

—Lo dejaremos en el hielo. Cuanto antes lo hagamos será mejor.

Ernenek acarició la cabeza de su mujer y la olfateó.

—Tendrás otros hijos y tal vez esos vengan provistos de dientes.

Aunque un tanto debilitada por el parto, Asiak quiso acompañar al pequeño Papik en su último viaje. Pauti debería de hallarse aún viva, a menos que un oso no hubiera llegado para devorarla, y el pensamiento de que su hijo pasaría a la eternidad entre los brazos de la abuela consolaba a Asiak en medio de su gran dolor.

Ningún oso se había aproximado a la vieja y la encontraron en el mismo lugar en que la dejaron, sentada serenamente, en medio de la blanca extensión, como la reina del mar. Había quedado un poco rígida a causa del aire frío, pero cuando por último consiguió separar las ateridas mandíbulas, hizo un anuncio pasmoso:

—No es imposible que una vieja presuntuosa sepa hacerle crecer los dientes.

Sólo que era menester esperar a que llegara el verano, según explicó Pauti, para que las Potencias de las Nieves y de los Vientos, con las cuales ella, por ser mujer muy anciana, se hallaba en excelentes relaciones, escucharan su petición. Pero entonces Papik obtendría sus dientes. Y aunque Asiak y Ernenek no estaban muy convencidos de ello, porque a menudo las viejas dicen toda suerte de cosas tan alejadas de la verdad como está lejos el hielo de la luna, decidieron arriesgarse.

Volvieron pues al campamento con la vieja y el niño; Ernenek tuvo que construir otro iglú con nieve fresca y templada, pegado al primero y comunicado con él, donde Pauti pudiera aislarse con el nietito, porque deseaba que nadie la molestara en sus conversaciones con las Potencias de los Vientos y de las Nieves.

Y Asiak tenía que tascar el freno ante la entrada prohibida, esperando a que la llamaran para dar de mamar a su hijo.

Además de la leche materna, desde los primeros días dieron a Papik grasa de ballena que el niño chupaba del dedo de la abuela, y jugo de hígado de pescado que le exprimían en la boca. En cambio, la vieja apenas se nutría. Se convirtió, más que nunca, en piel y huesos, la nariz se le acusaba cada vez más entre las mejillas descarnadas y surcadas de profundas arrugas. Sin embargo, sus ojos reflejaban más vida que una pareja de focas jóvenes en el agua.

Papik crecía a ojos vistas; pero Asiak, que le exploraba en vano las encías, se iba poniendo taciturna; muchas veces Ernenek, despertado por los sollozos de su mujer, sacaba la mano del saco de pieles y, en la oscuridad, le tocaba el rostro bañado en lágrimas.

Desganadamente Asiak confeccionaba con la aguja triangular y con los nervios de perro y de caribú las ropitas para el niño y las abarcas de piel de foca joven; desganadamente, ablandaba y raspaba las pieles. Cuando el viento proveniente de más allá de las montañas lo permitía, la mujer salía a la noche estrellada y vagaba tambaleándose por el hielo; una y otra vez se sorprendió hablando consigo misma en voz alta, como hacía Ernenek.

Su cuerpo robusto pero agraciado, que se había desarrollado durante la actividad estival, se afinó como siempre en el invierno; pero debía dormir más, como hacían todos en esa estación; sin embargo apenas dormía. Aquel casquete de hielo puesto en la cima del mundo podía estar lleno de felicidad: era pequeño, con el fin de que el calor del cuerpo humano bastara para calentarlo, pero tenía suficiente grasa y comida y todas las comodidades imaginables; y cuando a través de las espesas paredes se oía el mugido de la tormenta que se enfurecía afuera, y el sordo fragor del mar que se agitaba abajo, el iglú era un rinconcito lleno de intimidad, con su cálida luz anaranjada, la fragancia de la grasa de foca que se consumía en la lámpara y la de las carnes que se podrían, y un intrépido cazador como Ernenek que roncaba dentro del saco. A Asiak se le hacía larga la reaparición del sol; cuando éste volviera a salir, todos se dirigirían hacia el mediodía para buscar caza y la vida se llenaría de diversos hechos que la ayudarían a olvidar; cuando volviera a mostrarse el sol, podrían seguir la pista del caribú y cazar la vaca marina, tender lazos y trampas y encontrarse con multitudes de otros hombres, tal vez hasta ocho o diez, con los cuales se pudiera reír y cazar.

Le había durado poco la esperanza de que Papik pudiera curarse y ya se arrepentía de haberlo conservado.

Ahora la separación sería insoportable.

Volvió la primavera, la larga alborada, la breve aurora, y las estrellas palidecieron mientras el cielo se aclaró, tiñéndose de un color violeta cargado, que poco a poco se transformó en rojo púrpura, en rojo sangre, en oro viejo, en oro nuevo, en luz, en día, en rayo y por fin... ¡el sol! Y Asiak, siguiendo la antigua costumbre, apagó la lámpara, arrojó el combustible y volvió a llenarla de grasa fresca y a colocar un pabilo virgen.

El soplo de la vida que resurgía desde debajo del horizonte, puso en fuga, junto con las tinieblas de la noche, el sopor invernal de los hombres: sus cuerpos paralizados por el prolongado letargo reclamaban carne, mientras la sangre les corría más rápidamente por las venas, volviéndolos inquietos y ávidos, empujándolos a preparar febrilmente las correas de los trineos, a afilar sus armas y a revisar los arcos de asta y de ballena.

—En la primera etapa los abandonaremos a los dos —dijo ceñudamente Ernenek, de pie y erguido entre las brillantes paredes de hielo, con el poderoso pecho reluciente de grasa.

Asiak sintió que su corazón quedaba más frío que un iglú abandonado.

—Pero ahora queremos mucho al pequeño. ¡Si se le habla sonríe!

—¡Sí, con la boca desdentada!

—A medida que vaya creciendo, una tonta madre podría prepararle en su propia boca la comida.

—¡Y quién lo hará cuando tú mueras! ¡Los hombres se burlarán de él y las mujeres lo escarnecerán; y así será toda su vida!

Ernenek se volvió y salió refunfuñando a preparar el trineo.

Cuando estuvieron dispuestos para partir, la vieja salió del iglú llevando en los brazos a su nietito.

—Ocurre que le están asomando los dientes. Pueden llevarlo; no es necesario que yo vaya.

Y lo cierto era que bajo el dedo investigador de Asiak se manifestaron dos puntas agudas y menudas; Pauti aseguró que otras pumitas habrían de seguir a las primeras, y luego una fila completa de dientes blancos y perfectos, capaces de masticar carne cruda. De qué manera la vieja lo había logrado es cosa que nadie sabe. Pero sí se sabe que realmente ocurrió porque Ittimangnerk, el traficante nómada que vio a Ernenek, a Asiak y a Papik el verano siguiente y les vendió una vejiga llena de té a cambio de algunas pieles de zorro, lo contó a alguien, que nunca lo sorprendió en mentiras, sino por razones de lucro.

Asiak se abrazó al cuello de su madre y le olió el rostro mientras restregaba su nariz contra la de la vieja y la inundaba de lágrimas; Ernenek se puso a dar saltos descomunales.

—Tienes que quedarte con nosotros —dijo Asiak en medio de lágrimas y risas—. ¿Qué haríamos si nos nacieran otros hijos sin dientes?

—No te preocupes. Las Potencias de los Vientos y de las Nieves me prometieron que todos tus hijos tendrán dientes, aun cuando no los muestren al primer momento. Ocurre que una vieja está cansada de estos largos viajes. Está muy débil y tiene mucho sueño. La primavera ya no agita su sangre.

Puesto que partir en aquel momento habría sido incorrecto, abrieron un fardo y volvieron a entrar en el iglú, donde prepararon té, rieron, charlaron y hurgaron los dientecitos de Papik.

Ernenek le puso en la boca pedacitos de carne y una vez Asiak tuvo que meterle los dedos en la garganta para sacarle un trozo demasiado grande que amenazaba ahogarlo. Se dieron a la comilona hasta que Asiak, vencida por súbito cansancio, se adormeció. Ernenek continuó comiendo solo, hasta que también él se vio vencido por el sueño.

Entonces Pauti se levantó y salió del iglú silenciosamente. Los perros ladraron, pero ella los calmó con el mango del cuchillo.

Las ropas interiores, de piel de garza, tenían mucho valor, ya que para unir tantas pieles pequeñas se requería un gran número de puntadas; de manera que Pauti, sabiendo que les serían útiles a Asiak, las había dejado en el iglú y sólo llevaba puesto un vestido de pieles de perro, gastado y casi desprovisto de pelos.

El cielo era plomizo; el viento ululaba y las heladas ráfagas hacían dificultosa la marcha de aquel cuerpo viejo y apergaminado que había gastado demasiadas energías durante el invierno.

No oía otra cosa que el crujido que hacían sus pies al cruzar la capa de nieve, y por debajo de ella el estremecimiento del mar, del mar bueno y rico, rico en buenos y sabrosos peces.

Anduvo hasta que se cubrió de sudor, cosa que desde la más tierna infancia había aprendido a evitar, salvo cuando se encontraba dentro del saco de pieles; y continuó avanzando con todas las fuerzas que le quedaban para sudar aún más. Se detuvo por fin jadeante y bañada, en una cresta de hielo que se levantaba en medio de la blanca llanura. Sus ojos cansados ya no veían el iglú. Allí se sentó y esperó serenamente a que el sudor se helara.

Al principio, la camisa de hielo que le apretaba cada vez más el cuerpo fue dolorosa. Sentía que se le congelaban las carnes, los huesos, el cerebro. Luego disminuyó la sensibilidad, la mente se le entorpeció, así como la circulación de la sangre, y la vieja fue presa de profunda somnolencia. Ya no sentía el frío, estaba contenta y completamente apaciguada. Entrevió la silueta de un oso que avanzaba sobre el hielo, y pensó en la alegría que habría tenido Ernenek de haber avistado a aquel gran cazador blanco. El oso se le aproximaba con precaución, conteniendo sus cuatrocientos kilos de hambre, desconfiado como era de todo aquello que se pareciera al hombre, porque el hombre se parecía demasiado al oso. Se movía con una pesadez que era sólo aparente; llevaba erectas las orejas, movía vivazmente el brillante hocico, y los ojillos vigilantes en la cabezota triangular; gruñía sordamente y exhalaba por la boca abundante vapor.

Pauti no pudo contener una sonrisa al pensar que sólo unas facciones humanas bastaban, a lo menos por un momento, para mantener a raya a un animal tan poderoso, y se dijo que en verdad el oso tenía razón en desconfiar; era seguro que algún día aquel oso habría de encontrarse con Ernenek en el gran mar blanco y el cazador lo embaucaría con una bola de grasa que ocultaba la muerte y lo seguiría en su agonía hasta poder darle fin. Frente a un nuevo iglú volverían a levantarse los viejos gritos de alegría, y Pauti ya veía a Ernenek desollar la presa, a Asiak extraer las vísceras y a Papik hundir su perfecta hilera de dientes en el hígado humeante, de suerte que en poco tiempo no quedaría del oso sino las manchas de sangre que salpicarían las brillantes paredes del iglú.

La vieja conocía el futuro porque conocía el pasado, y su familiaridad con las cosas de la vida le permitía comprender y, por lo tanto, aceptar sin rencor, la eterna tragedia de la naturaleza: es menester que la carne perezca para que la carne pueda vivir.

Ella debía morir a fin de que el oso pudiera vivir hasta el día en que Ernenek lo matara para nutrir a Asiak y a Papik, carne de su carne.

Y así ella volvería a sus seres queridos.

Cuando el oso se decidió por fin a acercársele, Pauti estaba ya tan aterida, que apenas advirtió el caliente aliento de la bestia que le daba en el rostro. Y así fue cómo, casi sin sentir dolor alguno, pasó a las regiones del sueño eterno y apacible.

UN NEGOCIÓN

Mientras en las tierras siempre verdes los esquimales polares languidecían y morían, en el hielo perenne vivían sanos y felices. Al llegar el invierno, levantaban sus minúsculos iglúes en el océano petrificado que, gracias a las aguas de abajo, era más caliente que la tierra helada; En primavera salían del letargo, se quitaban las ropas, raspaban la suciedad del cuerpo y se la comían, se acoplaban con la mayor promiscuidad, cambiándose las mujeres, bailaban y festejaban el día naciente, cazaban la toca y el oso blanco o emigraban hacia el sur en busca de manadas de morsas y de los preciosos restos de madera que el océano deshelado arrojaba a las costas.

Su principal problema era el modo de llenarse el vientre, y resolverlo demandaba todo su empeño. Cuando apartaban provisiones de comida que se hacían útiles en períodos de carestía —desecaban la carne al sol o la sepultaban en hoyos abiertos en el hielo— no lo hacían con miras al mañana sino porque aun con la mejor voluntad no podían consumir todo cuanto cazaban. No se preocupaban ni del futuro ni del pasado, sino tan sólo del eterno presente. Y como donde aparecían los hombres la caza no tardaba en desaparecer, se veían siempre obligados a emigrar, a cambiar continuamente de territorio de caza y a huir de aquello que más añoraban: la compañía de otros hombres.

Ernenek y Asiak habrían continuado, pues, marchando indefinidamente de este modo, si Ittimangnerk, el traficante nómada, no hubiera plantado la semilla de la curiosidad en sus corazones. Ittimangnerk era un híbrido y bastardo en el alma: mitad indígena y mitad extranjero, mitad cazador y mitad comerciante, mitad carne y mitad pescado. La casualidad lo había llevado, siendo aún muy joven, a encontrarse con los hombres blancos, quienes le habían comunicado sus pasiones y su eterna ambición, sin conseguir, empero, matar en él al esquimal, con lo que lo habían condenado a vacilar continuamente entre los dos modos de vida; de todas maneras era un hombre infeliz, a quien nadie amaba y todos despreciaban. .

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