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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (24 page)

BOOK: El país de los Kenders
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Al hacerlo, la figura de madera de un kobold con cara de perro subió y bajó con tanta violencia que acabó por estrellarse contra el techo del carrusel; su jinete, un joven enano, se dio un susto de muerte y ganó una jaqueca de las que no se olvidan.

El gnomo se rascó la calva con gesto desconcertado.

—Eseteníaqueserelcontactodelunicornionodelkobold —farfulló y alargó una vez más la mano a ciegas y propinó un giro a otro tornillo. El kobold prosiguió golpeándose contra el techo.

»
Losiento, losiento —se disculpó, al tiempo que soltaba la manivela y la figura se detenía. El enano a su grupa se tambaleó como un borracho.

»
¿Dóndeestáeseinterruptor? Séqueinstaléuno.

El gnomo metió todo el brazo entre la maquinaria con tal descuido que le hizo a Woodrow encogerse aterrado, tanteó en la caja de velocidades y comenzó a tirar de diferentes componentes al parecer de forma arbitraria. El cisne aleteó con tanta brusquedad que golpeó las orejas de su jinete, el duendecillo pellizcó a una matrona que pasaba junto al carrusel, y el unicornio corcoveó y arrojó por el aire al enano que iba a su grupa.

—Séquepuseuninterruptorenalgunaparte. ¿Ofueenmimáquinaestilizadoradebarcos? Ohvayavayavayava-ya...

Desesperado, tiró de otros interruptores, con lo que la situación empeoró más y más.

—¿No será en ése que pone «parada»? —le sugirió Tas.

—Nopuedeserése... —comenzó a decir el gnomo mientras negaba con la cabeza.

Pero antes de que pudiera añadir una palabra más, Tasslehoff alargó la mano, bajó el interruptor con el índice y el carrusel se detuvo en medio de chirridos.

—¡Vayaquiénlohubieradicho!

El rostro del gnomo se ensanchó en una sonrisa de sorpresa que se amplió conforme examinaba con detenimiento al kender.

—Tu carrusel es fantástico —opinó Tas en un susurro, sin decidirse en cuál de los animales montar—. Si ajustaras algunos detalles, como por ejemplo que las figuras no choquen contra el techo, sería perfecto. ¿Está en tu mano hacerlo? ¿Es ésta tu Misión de la Vida?

Tasslehoff sabía que los gnomos eran inventores natos y a cada uno de ellos se le asignaba una misión al nacer —o la heredaban—, y confiaban en darla por finalizada antes de morir para así ganarse para sí mismos y sus antepasados el derecho a sentarse junto a su dios Reorx en el Más Allá.

—Sí, se puede decir que lo es —respondió el hombrecillo hablando con deliberada lentitud para que Tas lo entendiera—. Eres un kender, ¿no es cierto? Nunca había visto a uno por estos contornos.

El gnomo le sonrió de un modo extraño y Tasslehoff comenzó a sentirse como un insecto bajo una lente de observación.

—Y yo sólo había visto dibujos de dragones e hipocampos... así es como se llama la figura con cola de pez y aletas en lugar de pies, ¿verdad? Tus animales parecen tan reales que uno se imagina que los has visto de cerca, pero, por supuesto, eso es imposible ya que los dragones no son más que personajes de cuentos.

—Sí, eso piensa mucha gente —dijo el gnomo con aire absorto.

Acto seguido se acercó a Tas y lo observó más de cerca; luego alargó una mano y le oprimió la cintura, como si comprobara algo.

»
No eres viejo entre los de tu raza, ¿verdad? —inquirió.

Tas apartó la mano del gnomo.

—¿Acostumbras a hacer todas estas preguntas a la gente antes de que se monte en tu carrusel? Si lo que te preocupa es mi peso, te puedo asegurar que soy mucho más liviano que un enano, ¿no estás de acuerdo. Woodrow?

En aquel momento, el joven humano miraba preocupado a Gisella, que para entonces había repasado ya las dos primeras mesas de tejidos. El viaje en el carrusel se alargaba mucho más de lo que había previsto.

—Ya lo creo, Tasslehoff —respondió con aire ausente.

—¿Vas a tardar mucho en ponerlo en marcha? —se interesó el kender—. He de irme y la verdad es que me encantaría montar en ese dragón.

—Oh, claro. Lo conectaré ahora mismo. Te ayudaré a subir —exclamó excitado el gnomo, quien agarró a Tas por el hombro y lo condujo hasta la plataforma—. Has hecho una elección excelente.

Con esto, acompañó al kender hasta el dragón rojo. Tas sabía que, como especie, los colosales reptiles habían desaparecido de la faz de Krynn, expulsados por un legendario caballero, Huma, mucho tiempo antes de que él o cualquiera de sus amigos hubiesen siquiera nacido. Al contemplar de cerca la efigie de aquella mítica criatura, sus ojos se abrieron de par en par, maravillados. El dragón había sido tallado con una precisión esmerada. Seis huesos largos, de apariencia elástica, conectados entre sí por unas membranas carnosas, conformaban las poderosas alas de la criatura. Las potentes y mortíferas garras tenían unos corvejones semejantes a cuernos. A lo largo de la cola sobresalían unas punzantes púas que se extendían por todo el cuerpo hasta alcanzar la base de la astada testa. La faz del monstruo era un espantoso amasijo de prominencias que marcaban los músculos hinchados y las venas abultadas. Las fauces estaban abiertas en una mueca atroz que ponía de manifiesto dos hileras de dientes de doble filo, más cortantes que un cuchillo de carnicero.

A Tas le entusiasmó el trabajo de pintura. Cada una de las escamas redondas estaba trazada con tal meticulosidad que daba la impresión de que el dragón levantaría y batiría las alas en cualquier momento. El color, rojo como un rubí, brillante, vivido y llamativo, le recordó los prietos y jugosos granos de una granada.

Al fijarse en las agudas púas insertas en el lomo del dragón, Tas comprobó, no sin cierto alivio, que también aparecía tallada una especie de silla de montar en la base del cuello de la criatura. Sin pensarlo más, el kender metió el pie en el estribo, tomó impulso, y se encaramó de un salto a lomos del dragón.

Woodrow eligió la figura del centauro que se encontraba detrás del dragón, con el fin de no perder de vista a Tas. El rubio joven se acomodó sobre la espalda, cubierta de un vello castaño oscuro, del centauro en apariencia vivo, y aguardó que el carrusel se llenara de enanos para que comenzara el viaje.

De pie junto a la maquinaria, el gnomo se frotó las manos con gesto alegre y tiró de una larga palanca. El ingenio se puso en marcha con cierta brusquedad y las briosas notas de la melodía algo desafinada del carrusel irrumpieron de alguna parte del techo, y ahogaron cualquier otro sonido. Los animales subían y bajaban de manera alternativa en sus barras; cuando el dragón se elevaba, el centauro se zambullía hacia la plataforma. Al parecer, esta vez el gnomo tenía todo bajo control. El hombrecillo iba y venía entre engranajes y palancas con un palmoteo entusiasmado.

Tasslehoff disfrutaba de lo lindo. El dragón, al subir y bajar, alzaba las alas o las plegaba, como si el monstruo volara en realidad.

—¡Qué divertido! Ojalá no se acabara nunca este viaje —musitó para sí el kender con gran fervor—. Sin duda, así es como uno ha de sentirse al cabalgar en un dragón de verdad... es una pena que no quede ninguno en Krynn.

Justo en aquel momento, Tas percibió que la figura se removía y se balanceaba un poco.

—El gnomo debería sujetar mejor estos animales —pensó—. Se lo comentaré cuando me baje.

Pero, para su sorpresa, la marcha no perdió velocidad. Más aún, los movimientos y temblores de su montura se intensificaron hasta tal punto que le costó trabajo mantenerse en la silla. Se preguntó si Woodrow tendría los mismos problemas, así que miró por encima del hombro al joven encaramado al centauro. La expresión de Woodrow era de aburrimiento, pero al fijarse en el kender, se tornó en otra de sobresalto.

—¡Mi dragón se está soltando! —le gritó Tas.

Al notar que su equilibrio se hacía más precario por momentos, el kender apretó el pecho contra la espalda del dragón, se aferró con los brazos al cuello, y rodeó con las piernas la barra que ahora quedaba tras él. ¿Por qué no detenía el carrusel ese estúpido gnomo? ¿Acaso habría olvidado otra vez dónde estaba el interruptor de parada?

A su espalda, Woodrow vio que movía los labios, pero no comprendió lo que le decía. El joven también estaba harto de dar vueltas e hizo señas al gnomo cuando pasó veloz frente a él. Con una sonrisa extraña, el hombrecillo se limitó a agitar la mano.

Entonces, se escuchó un penetrante crujido de madera y las barras conectadas a la figura del dragón se quebraron. Woodrow abrió la boca para advertir a Tas, pero no llegó a articular ningún sonido. Se quedó petrificado al ver que la roja cabeza del reptil giraba y miraba al kender sentado a su espalda. El joven contempló aturdido que el dragón daba un latigazo con la cola y flexionaba las alas. ¡Los músculos marcados bajo las rojas escamas del torso se movían!

¡El monstruo estaba vivo!

Woodrow sacudió la cabeza, convencido de que los movimientos del reptil eran tan sólo producto de su imaginación. Cuando abrió de nuevo los ojos, el centauro en el que cabalgaba lo miraba de hito en hito.

—El dragón se lleva a tu amigo —le advirtió.

14

Cuando Phineas despertó a la mañana siguiente, tenía la sensación de haber soñado toda la noche, pero no recordaba un solo detalle.

El cielo estaba cubierto y soplaba un fuerte ventarrón. El frío soplo otoñal lo hizo estremecer y el humano se arrebujó entre las mantas. Un remolino de hojas secas rozó su rostro y, de mala gana, se incorporó. Tenía la cara manchada de tierra, le dolía la espalda por el contacto frío y húmedo del suelo, y todos y cada uno de sus dientes parecían envueltos en una funda de lana. En este contexto, estaba de un humor de perros.

Mientras se frotaba en vano los dientes con un dedo, miró hacia donde Saltatrampas debería estar durmiendo y descubrió que el kender se había levantado y recogido el campamento. Oteó en derredor y divisó a su «guía» sentado cerca de los restos derrumbados de un muro de piedra. El hombrecillo pateaba el suelo con los talones con aire alegre en tanto masticaba un pedazo de pan duro.

—¡Buenos días! —saludó, al acercarse Phineas.

—Lo serán para ti —gruñó el humano, al tiempo que se palmeaba los brazos para que entraran en calor.

—Alguien se ha levantado de la cama con el pie izquierdo —comentó el kender sarcástico, al observar la sombría expresión del humano.

—Si hubiera dormido en una cama, no tendría este humor —fue la ruda respuesta—. ¿Te queda algo de pan?

Saltatrampas partió un pedazo y se lo alargó. Luego, levantó la vista hacia el cielo encapotado.

—Es un buen día para explorar las Ruinas. El tiempo soleado anima a muchos de mis vecinos a dar una vuelta por aquí, al igual que a toda clase de criaturas subterráneas.

Phineas se quedó con la boca abierta a medio camino de morder el pedazo de pan.

—¿Criaturas?

El kender asintió con un enérgico cabeceo.

—Bueno, esos seres que se encuentran en los lugares ruinosos y abandonados: lagartijas, serpientes, ratas, murciélagos, escarabajos, arañas, trasgos, babosas gigantes, norkers, osos lechuza, chotacabras...

—He cogido la idea, gracias —interrumpió nervioso el humano, a lo que el kender se encogió de hombros.

—¿Te apetece un trago de agua? —le ofreció, mientras le tendía el odre.

Phineas lo tomó con ansia. El pan le había caído como una piedra en el estómago y medio vació el odre en un par de tragos. Cuando por fin habló, su voz tenía un inusual timbre estridente.

—¿Por qué no me advertiste sobre los monstruos?

Saltatrampas lo observó de forma peculiar.

—¿Y qué esperabas encontrar en una ciudad en ruinas? ¿El gremio local de panaderos?

—¡No! Unas ruinas desiertas.

—Oh, pues este lugar está plagado de monstruos —respondió el kender con franqueza—. En cierta ocasión que vine, presencié cómo un oso lechuza arrancaba de un bocado la cabeza a un poni. En cuanto al jinete, bueno...

Phineas notó que el trozo de pan que había comido se empeñaba en hacer el recorrido inverso y se concentró en mantenerlo dentro del estómago para no escuchar los detalles minuciosos de la historia del kender.

—... Pero tú eres doctor y no es preciso que te diga cómo son las vísceras y las partes internas de una persona.

El kender se bajó de un brioso salto de la pared y tomó las riendas de su poni.

»
¿Estás listo? Oye, no tienes muy buen aspecto.

El humano se pinzó con los dedos el puente de la nariz y se dio un suave masaje con intención de cortar la terrible jaqueca que amenazaba con hacer que le estallara la cabeza.

—El pan no me ha sentado bien —dijo luego con un hilo de voz.

—Regresaremos a Kendermore cuando quieras. He estado aquí infinidad de ocasiones; para serte sincero, no queda mucho por descubrir.

—¿Por qué vino entonces Damaris?

Saltatrampas se encogió de hombros.

—¿Y por qué no? Este fue un sitio excelente para encontrar reliquias, pero han desaparecido con el paso de las décadas, y ahora se ha convertido en una especie de prueba ritual no escrita el superar la supervivencia en las Ruinas.

—¿Supervivencia?

El kender lo miró de hito en hito.

—Me da la impresión de que eres uno de esos tipos melindrosos y blandengues, ¿no?

—No me tildes de débil porque me preocupo por la posibilidad de que me arranquen la cabeza de un bocado —replicó a la defensiva.

—¡Ah, eso! —Saltatrampas desechó el incidente con un ademán despreocupado—. Seguro que fue el mismo poni el que se lo buscó. Bueno, ¿nos vamos o nos quedamos?

Phineas se frotó los párpados con los nudillos. Había llegado demasiado lejos para dar media vuelta. Con la huida de Damaris, Tasslehoff no tenía razón para regresar a Kendermore y traer consigo la otra mitad del mapa. El humano notó que perdía el control de la situación y que el tesoro se le escabullía como agua entre los dedos. Se oyó a sí mismo responder con voz cavernosa.

—Adelante.

—¡Buen chico! —clamó el kender, y le palmeó la espalda—. Sólo espero que no nos topemos con un muerto viviente; me olvidé de coger el agua bendita, y los esqueletos y zombis son muy persistentes.

Saltatrampas ató su jupak a la silla de montar, enderezó los hombros, y condujo a su poni en dirección a las Ruinas.

Phineas respiró hondo y lo siguió, montado en su propia y diminuta montura.

Por lo que veía, la ciudad que en su momento se levantara en este lugar había sido grande. Las ruinas se extendían cientos de metros en todas direcciones hasta perderse en los bosques y pantanos que la rodeaban.

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