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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (26 page)

BOOK: El país de los Kenders
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Su único defecto era que su rostro todavía no estaba marcado por la fina red de minúsculas arrugas que Saltatrampas encontraba tan atractivo en una mujer, pero la muchacha era aún joven y no había que perder las esperanzas.

—No sé quién eres, pero no besas del todo mal —susurró ella; su voz le sonó al kender como el tintineo de campanillas—. Lo harías mucho mejor si...

Saltatrampas, dominado por la pasión, la silenció con un prieto y vehemente beso.

Tras aquello, la exigua conversación precedente se limitó aún más.

—¿Qué ha sido? —inquirió él de repente, al tiempo que apartaba a Damaris y oteaba sobre su hombro—. ¿No has oído algo?

—Claro que sí —respondió la chica entre risas y, acto seguido, le susurró al oído una obscenidad.

—¡Por todos los dioses, muchacha! —exclamó admirado Saltatrampas—. ¡Eres mucha hembra para mi pobre sobrino!

Damaris se separó de él y estudió su rostro con detenimiento.

—¿Eres el tío de ese inútil, desvergonzado, esquivo, Tasslehoff Burrfoot, que no da señales de vida?

Saltatrampas advirtió en sus pupilas que el fuego del deseo se trocaba en una llamarada de odio. Quizás había cometido un error al mencionar a aquél que la había dejado plantada.

—Bueno, algo parecido —respondió evasivo—. Pero, en realidad, apenas nos tratamos. Para serte sincero, no le tengo en gran estima. ¡Nunca me ha gustado! ¡Vaya, lo escupiría si estuviera ahora aquí!

Para demostrar la sinceridad de sus palabras, el canoso kender escupió en el suelo con desprecio. Sus manos buscaron de nuevo a Damaris. Pero sus asertos habían llegado demasiado tarde. La cólera de la muchacha se hallaba en plena ebullición y le apartó las manos con brusquedad.

—Escupirlo no es bastante para lo que se merece. ¡Si lo tuviera delante de mí, lo primero que haría sería clavarlo en una estaca al suelo; luego le arrancaría las pestañas y las uñas, y después le cortaría los dedos, uno a uno, para que así no volviera a forzar un cerrojo en toda su vida!

La voz de la muchacha había alcanzado un timbre histérico; Saltatrampas reculó como un cangrejo.

—Eh... sí, bueno, comprendo que estés enfadada —dijo con un hilo de voz, procurando no irritarla aún más. Él sólo pretendía reanudar sus actividades precedentes.

Damaris estaba en cuclillas y se frotaba las manos con satisfacción, con el odio que centelleaba en sus ojos, y una sonrisa fanática que le bailaba en los labios.

—¡Eso sería sólo el comienzo!

Acto seguido enumeró rauda el orden en que arrancaría los principales órganos de Tasslehoff.

»
¡Entonces le taponaría la nariz y la boca con trapos para que reventara! —concluyó.

—Cerciórate de dejar los pulmones para el final —indicó el kender con amabilidad. De nuevo levantó la cabeza—. ¡Otra vez ese ruido!

En aquel momento, una figura enorme que se desplazaba a grandes zancadas, se abrió paso entre la maleza en medio de chasquidos de ramas. Su aspecto era vagamente humano a no ser por la frente prominente que terminaba en un puntiagudo entrecejo, el mentón retraído, el pelo oscuro y grasiento aplastado hacia atrás y los brazos de una longitud fuera de lo común. Y además, sus casi tres metros de estatura. Damaris lo contempló asombrada, pero no Saltatrampas, que reconocía a un ogro cuando lo tenía delante.

—¡Demasiado ruido! —bramó la criatura.

Cogió de un tirón a los desprevenidos kenders, uno bajo cada brazo, y avanzó veloz unos metros entre los matorrales. Saltatrampas avistó un agujero en el suelo, en uno de cuyos lados habían cavado escalones. La abertura tendría al menos un par de metros de ancho. En realidad, era lo bastante grande para...

El ogro, sin detener su carrera, saltó al vacío. Las paredes silbaron cuando los tres se precipitaron por los seis metros del agujero y cayeron sobre la tierra prensada del fondo. El ogro aterrizó de pie, con los kenders todavía sujetos bajo sus brazos. Saltatrampas, sin dejar de retorcerse, vio que su captor bajaba de prisa por un túnel; el kender disfrutaba de lleno con la alocada carrera, pero Damaris se debatía y golpeaba al ogro con los puños.

El húmedo pasadizo, impregnado de olor a moho, desembocó en una habitación redonda, desordenada, y en buen estado a pesar de su evidente antigüedad. En uno de los extremos de la estancia había una escalera que subía zigzagueante y se perdía en las sombras. El ogro soltó un gruñido y dejó caer su carga.

Mareados por la demencial carrera y por la progresiva desaparición de los efectos del robledal hechizado, los kenders se sentaron en el suelo irregular y arenoso; poco a poco ambos recobraron el juicio. A la temblorosa luz de las antorchas, Saltatrampas avistó una tosca mesa que consistía en un gran tablero colocado sobre dos piedras enormes. Sentado, mejor dicho, atado, se encontraba Phineas Curick, con la cabeza caída sobre el pecho. El exiguo halo de cabello que la naturaleza había conservado en la base de su cráneo aparecía encrespado y revuelto. Tanto el rostro como las manos estaban cubiertos de arañazos, pero, por lo demás, el humano parecía ileso.

—¿Qué le has hecho? —demandó Saltatrampas mientras señalaba a Phineas con la cabeza.

El ogro retrocedió con actitud de persona ofendida.

—¡Oh, ni siquiera un rasguño! Forcejeaba de tal modo que lo até para que no se hiriera a sí mismo. —El ogro empujó con suavidad al inconsciente humano y éste gimió—. Pronto estará bien.

—¡Un momento! ¿Cómo es que hablas el común? —inquirió Damaris.

El ogro puso en blanco los ojos saltones.

—No sé cómo todavía no he aprendido que no se puede esperar ni la más sencilla muestra de cortesía por parte de los kenders. —Soltó un profundo suspiro y una bocanada de aire maloliente escapó de entre sus dientes. Luego sacudió con aire triste la cabeza.

—Empecemos por el principio, ¿de acuerdo? Me llamo Vinsint. ¿Quiénes sois vosotros?

Damaris y Saltatrampas intercambiaron una mirada incrédula. ¿Un ogro con buenos modales y lenguaje esmerado? Era un caso en verdad interesante.

El kender alargó la mano.

—Saltatrampas Furrfoot, para servirte —saludó educado, y señaló a la muchacha—. Ella es Damaris Metwinger.

El ogro estrechó la diminuta mano del kender, perdida entre su palma carnosa.

—Encantado —dijo, y soltó una risilla que sonó como cuando uno se atraganta con una espina—. ¿Lo habéis cogido? «Encantado». ¡Venís del robledal hechizado!

Al comprobar que los kenders no reaccionaban, su regocijo se tornó en una mueca de frustración.

—¡Bah, olvidadlo! Es una chanza que todos los de vuestra raza no entienden.

Vinsint se apartó y revisó unas cajas.

—¿Os gustaría cenar pescado ahumado, zanahorias tiernas, y budín? —inquirió en tanto los miraba sobre el hombro—. ¡Vaya, lo siento! No me queda budín. ¿Qué tal unas manzanas asadas?

A Saltatrampas se le hizo agua la boca, pero seguía preocupado por Phineas.

—Seguro que todo está delicioso, Vinsint, pero mis compañeros y yo hemos de marcharnos. —El kender se puso en pie, tomó a Damaris de la mano, y se encaminó hacia el inconsciente Phineas—. Muchas gracias por rescatarnos del robledal. Se lo contaremos a nuestros amigos.

—¡Sentaos! —gruñó el ogro.

Vinsint golpeó con el índice el pecho del kender. Saltatrampas se fue de bruces al suelo y Damaris se desplomó junto a él. El canoso kender arqueó las cejas sorprendido. Aquello no iba a ser tan fácil como había imaginado.

—¡Os quedaréis aquí y me haréis compañía hasta que diga lo contrario! —bramó el ogro, erguido junto a los kenders caídos, las piernas abiertas y plantadas firmes, los brazos musculosos y macizos cruzados sobre el pecho.

Phineas se removió y eligió aquel desafortunado momento para recobrar el sentido. Saltatrampas imaginó el inminente escándalo que se avecinaba y deseó haber tenido a mano algo pesado para devolverlo a su anterior estado de inconsciencia. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, resultó que, aun disponiendo de un objeto contundente, no habría tenido necesidad de utilizarlo.

El hombre gimió, se debatió y retorció, hasta incorporarse sobre la mesa. Abrió los párpados. Sus ojos observaron sus propias manos y pies atados, a Saltatrampas y a Damaris. Luego se posaron en Vinsint, plantado firme, erguidos sus casi tres metros de altura, los poderosos brazos cruzados, las venas del cuello hinchadas... Phineas abrió la boca para decir algo, pero enseguida la cerró, como si lo hubiera pensado mejor. Después, sin emitir el más leve sonido, puso los ojos en blanco y se desplomó. Se había desmayado.

15

Woodrow vio que el dragón extendía las alas bajo el kender. «Esa cosa sólo se llevará a Tasslehoff si pasa sobre mi cadáver», se dijo, de forma maquinal. Al instante, mientras saltaba hacia adelante y obligaba al centauro a agachar la cabeza, se arrepintió de haber elegido aquellas palabras. El joven se aferró desesperado a la cola ondulante del reptil. Las ásperas escamas y las punzantes púas se le clavaron en la carne, pero no cejó en su empeño, espoleada su determinación por la idea de que Gisella se enfurecería si permitía que se llevaran al kender.

El tamaño del dragón pareció aumentar conforme batía las inmensas alas y se remontaba más y más en el aire. Unos momentos después, cuando Woodrow recobró el juicio, era demasiado tarde para saltar. Se agarró con todas sus fuerzas a la cola enorme y restallante.

Para entonces, Tasslehoff, recobrado del pasmo inicial, se había sentado en la silla y brincaba y azuzaba a la bestia con los talones mientras ésta se encumbraba en el cielo azul. De repente, el reptil se balanceó y las alas dejaron de batir. Se estabilizó el ascenso y el hocico de la criatura apuntó hacia la izquierda, tras lo que inició un sobrecogedor descenso de regreso al recinto ferial. Tasslehoff chilló, Woodrow gritó, y el aullido del viento rugió en los oídos de ambos. El largo copete del kender azotó el rostro del joven humano y habría obstaculizado su visión... de haber tenido abiertos los ojos; pero Woodrow había cerrado los párpados con tanta o más fuerza con que se agarraba a la cola del dragón.

Bajaron más y más rápido, en dirección al carrusel. Los enanos se dispersaron en todas direcciones cuando vieron a la terrible bestia caer a plomo sobre ellos. En el último momento, el dragón salió del picado y cruzó como una exhalación el espacio verde del recinto, levantando a su paso una nube de hojas secas y polvo.

Tasslehoff había divisado al menudo gnomo, que brincaba y bailaba como un poseso, cerca de los controles del artefacto.

—Presumo que funciona como se supone ha de hacerlo —chilló el kender, sin dirigirse a nadie en particular.

A escasos centímetros del suelo, el dragón extendió las alas y alzó el vuelo en una remontada casi vertical. Tas rodeó la silla con los brazos para no caer hacia atrás.

Un grito desgarrador a su espalda le descubrió que no era el único embarcado en la aventura de aquel vuelo desenfrenado. Se dio vuelta sobre la silla y vio a Woodrow, pálido cual una mortaja elfa, aferrado a la cola del reptil. Justo detrás del joven humano estaba el suelo, que se alejaba a una velocidad alarmante, y Gisella, que gritaba al gnomo mientras agitaba el índice frente a sus narices.

—¡Woodrow! ¿Qué haces en el dragón? —voceó el kender—. ¡Eh, Gisella parece mucho más pequeña vista desde aquí! ¡Es estupendo, ¿no crees?!

Pero su joven amigo no le respondió, sabedor de que si abría la boca, lanzaría un alarido, por lo que se limitó a asentir con un enérgico cabeceo. De repente, sintió que giraba sobre su espalda. Demasiado aterrorizado para seguir con los ojos cerrados, entreabrió un párpado a fin de ver qué era lo que ocurría. Avistó el lomo del dragón, a Tasslehoff (quien al parecer se había vuelto loco a causa del terror), y el cielo, que giraba a toda velocidad de arriba abajo hasta ser sustituido por el suelo. Sólo que el suelo parecía estar ahora sobre su cabeza. «Si no grito, vomitaré» —pensó Woodrow—, «y no sé hacia dónde caería». Abrió la boca, pero tan sólo exhaló un ronco gañido.

—¿Qué decías? —preguntó Tas a voces.

Al tiempo que el kender se echaba hacia atrás en la silla, el reptil acabó de realizar el tonel y una vez más se zambulló en vertical hacia la feria.

—¡Vamos, Woodrow, relájate! —voceó Tasslehoff mientras tiraba de la camisa del joven.

El dragón recuperó una trayectoria horizontal a tres metros del suelo y se lanzó como una flecha hacia una calle estrecha abarrotada de edificios a ambos lados. Giró en una esquina, barrió con la punta del ala una fila de jardineras que se precipitaron desde el balcón, y luego subió justo lo preciso para sobrevolar rozando los tejados y pasar entre las chimeneas en un zig-zag rasante.

—¡Esto es aún más divertido que cruzar por encima de una catarata! —clamó alborozado el kender—. ¡Qué viaje! ¡Ese gnomo es un genio! ¡Allá vamos otra vez!

El dragón inició una remontada firme y constante; las alas batieron a un ritmo regular. Pasó el tiempo y no se produjo la zambullida en picado ni el giro de tonel que esperaba Tas, sino que la bestia se elevó en el aire. El kender miró sobre su hombro y dejó escapar un prolongado silbido.

—Sin duda hemos cubierto una buena distancia. Apenas se divisa Roslovinggen.

—¿Dónde estamos?

Aquellas eran las primeras palabras que Woodrow articulaba desde que saltara sobre la cola del dragón, que al joven le parecía siglos atrás.

—No lo sé, pero seguro que volamos muy alto —dijo el kender con tono objetivo.

Como si sus palabras hubiesen sido una señal, el reptil inició un abrupto picado lateral, giró a la derecha, y descendió en espiral hacia las montañas. Al cabo de unos momentos, Tas oteó la silueta de un torreón, perfilada contra el blanco fondo nevado. Entonces divisó otro torreón que sobresalía de la cara vertical del precipicio y, enseguida, otras tres construcciones, la cuadrada estructura de una torre de homenaje, y lo que parecía la parte delantera de un castillo construido en la ladera del risco.

El reptil planeó y aterrizó en lo alto del segundo torreón. Tas giró el torso y contempló a Woodrow, quien levantó la cabeza y le devolvió la mirada a través de unos párpados tan hinchados como si despertara de un largo sueño. Ambos parpadearon al examinar el entorno.

El piso de la torre donde había tomado tierra el dragón era liso y lo cercaba un muro de unos sesenta centímetros de alto. El torreón en sí era cilíndrico y tras él la escarpada pared del risco se encumbraba al menos veinte metros sobre la cabeza de los dos amigos.

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