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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (8 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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De aquí en adelante, la historia se vuelve más complicada. Puedo escribir las cosas que me sucedieron, pero por muy minuciosa y precisamente que lo haga, esas cosas nunca serán más que una parte de la historia que estoy tratando de contar. Intervinieron otras personas en ella y al final tuvieron tanto que ver en lo que me sucedió como yo mismo. Estoy pensando en Kitty Wu, en Zimmer, en personas que entonces aún no conocía. Mucho después, por ejemplo, supe que la persona que había venido a mi apartamento y llamado suavemente a la puerta, era Kitty. La habían alarmado mis rarezas de aquel desayuno dominical y, en vez de seguir preocupándose por mí, había decidido ir a mi casa para ver si estaba bien. El problema fue averiguar mi dirección. La buscó en la guía telefónica al día siguiente, pero como yo no tenía teléfono, no la encontró. Eso hizo que se preocupara más todavía. Como recordaba que Zimmer era el nombre de la persona que yo iba buscando, se puso a buscarle ella también, pensando que probablemente él era la única persona en Nueva York que podría decirle dónde vivía yo. Desgraciadamente, Zimmer no se mudó a su nuevo apartamento hasta la segunda quincena de agosto, diez o doce días más tarde. Aproximadamente en el mismo momento en que ella conseguía que en información le dieran su número, a mí se me caían los huevos al suelo. (Lo calculamos casi al minuto, repasando la cronología hasta que comprobamos cada acto.) Llamó a Zimmer inmediatamente, pero estaba comunicando. Tardó varios minutos en conseguir hablar con él y para entonces yo ya estaba en el Palacio de la Luna, deshaciéndome en pedazos delante de mi comida. Después tomó el metro hasta Upper West Side. El viaje duró más de una hora y cuando llegó a mi apartamento era demasiado tarde. Yo estaba perdido en mis pensamientos y no respondí a la llamada. Me contó que se quedó parada delante de mi puerta cinco o diez minutos. Me oyó hablar solo (las palabras le llegaban demasiado ahogadas para poder entenderlas) y luego, bruscamente, al parecer me puse a cantar —una especie de canto absurdo, sin melodía, me dijo—, pero yo no lo recuerdo en absoluto. Volvió a llamar, pero yo no me moví. Finalmente, no queriendo molestar, renunció y se fue.

Eso fue lo que me explicó Kitty. Me pareció bastante plausible al principio, pero cuando me puse a pensarlo, la historia me sonaba menos convincente.

—No acabo de entender por qué viniste —dije—. Sólo nos habíamos visto una vez y yo no podía importarte nada entonces. ¿Por qué ibas a tomarte tantas molestias por alguien que ni siquiera conocías?

Kitty apartó sus ojos de mí y miró al suelo.

—Porque eras mi hermano —dijo muy bajito.

—Eso no era más que una broma. La gente no se toma tantas molestias por una broma.

—No, supongo que no —dijo, con un leve encogimiento de hombros. Pensé que iba a continuar, pero pasaron varios segundos y no dijo nada más.

—Bueno —dije—, ¿por qué lo hiciste?

Me miró un breve instante, luego clavó la mirada en el suelo otra vez.

—Porque pensé que estabas en peligro —dijo—. Pensé que estabas en peligro y nunca me había dado nadie tanta pena en mi vida.

Volvió a mi apartamento al día siguiente, pero yo ya me había marchado. La puerta estaba entreabierta y cuando la empujó y cruzó el umbral se encontró a Fernández yendo de un lado a otro de la habitación, metiendo mis cosas en bolsas de basura y maldiciendo por lo bajo. Tal y como Kitty lo describió, parecía como si estuviera tratando de limpiar la habitación de un hombre que acabara de morir de la peste: se movía muy rápidamente, dominado por el pánico y la repulsión, casi sin tocar mis pertenencias por temor al contagio. Le preguntó a Fernández si sabía adónde me había ido yo, pero él no pudo decirle nada. Yo era un hijoputa loco de atar, dijo, y si él sabía algo de algo, probablemente andaría arrastrándome en busca de un agujero donde caerme muerto. Kitty se marchó al llegar a ese punto, salió a la calle y llamó a Zimmer desde la primera cabina que encontró. Su nuevo apartamento estaba en Bank Street, en West Village, pero cuando oyó lo que ella le dijo, dejó lo que estaba haciendo y corrió a reunirse con ella en el centro. Así fue como finalmente me rescataron: porque los dos salieron a buscarme. En aquel momento yo lo ignoraba, claro está, pero, sabiendo lo que sé ahora, me es imposible recordar aquellos días sin sentir una oleada de nostalgia por mis amigos. En cierto sentido, eso altera la realidad de lo que experimenté. Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.

No tenía idea clara de lo que iba a hacer. Cuando me fui del apartamento aquella mañana, eché a andar, sencillamente, yendo donde me llevaban mis pasos. Si es que tenía algún pensamiento era el de dejar que la casualidad decidiese lo que había de ocurrir, seguir el camino del impulso y de los sucesos arbitrarios. Mis primeros pasos me llevaron hacia el sur y continué en esa dirección, comprendiendo después de una o dos manzanas que probablemente era mejor dejar mi barrio. Observen cómo el orgullo debilitaba mi resolución de mantenerme al margen de mi desgracia, el orgullo y una sensación de vergüenza. Una parte de mí estaba horrorizada por lo que había permitido que me sucediera y no quería correr el riesgo de encontrarme con alguien que conociera. Ir hacia el norte significaba entrar en Morningride Heights y allí las calles estarían llenas de caras conocidas. Si no amigos, era seguro que tropezaría con personas que me conocerían de vista: la gente que frecuentaba el bar West End, compañeros de clase, antiguos profesores míos. No tenía valor para soportar las miradas que me echarían, insistentes miradas de asombro, fugaces pero repetidas miradas de desconcierto. Peor que eso, me espantaba la idea de tener que hablar con ellos.

Me dirigí hacia el sur y durante el resto de mi estancia en las calles no volví a poner el pie en Upper Broadway. Tenía algo así como quince o veinte dólares en el bolsillo, junto con una navaja y un bolígrafo; mi mochila contenía un suéter, una chaqueta de cuero, un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar con tres hojas nuevas, un par de calcetines, ropa interior y un pequeño cuaderno verde con un lápiz metido en la espiral. Justo al norte de Columbus Circle, menos de una hora después de comenzar mi peregrinaje, sucedió algo inverosímil. Estaba parado delante de una relojería, estudiando el mecanismo de un reloj antiguo que habla en el escaparate, cuando de pronto miré al suelo y vi un billete de diez dólares a mis pies. Me quedé tan asombrado que no supe cómo reaccionar. Mi mente ya estaba trastornada y, en vez de considerarlo simplemente un golpe de suerte, me convencí de que acababa de ocurrirme algo tremendamente importante: un suceso religioso, un completo milagro. Cuando me agaché para coger el dinero y vi que era auténtico, empecé a temblar de alegría. Todo iba a salir bien, me dije, al final todo saldría bien. Sin detenerme a considerar más a fondo el asunto, entré en una cafetería griega y pedí un desayuno completo: zumo de pomelo, copos de maíz, huevos con jamón, café, de todo. Hasta me compré un paquete de cigarrillos al terminar el desayuno y me quedé en la barra tomándome otro café. Estaba poseído por una incontrolable sensación de felicidad y bienestar, un recién descubierto amor por el mundo. Todo lo que habla en el local me parecía maravilloso: las humeantes máquinas del café, los taburetes giratorios, los tostadores de cuatro ranuras, las plateadas batidoras, los bollos frescos apilados en las vitrinas de cristal. Me sentía como alguien a punto de renacer, como alguien al borde de descubrir un nuevo continente. Observé al empleado de la barra haciendo su trabajo mientras me fumaba otro Camel, luego volví mi atención a la desaliñada camarera teñida de pelirroja. Habla algo inexpresablemente conmovedor en ellos. Hubiera querido decirles lo mucho que significaban para mí, pero no fui capaz de pronunciar las palabras. Durante los minutos siguientes, permanecí allí sentado envuelto en mi euforia, escuchando mis propios pensamientos. Mi mente era un torrente de sentimentalismo, un estruendo de ideas rapsódicas. Luego mi cigarrillo se consumió y reuní fuerzas para marcharme.

A media tarde el calor se hizo agobiante. Como no sabía qué hacer, me metí en un cine de programa triple de la calle Cuarenta y dos, cerca de Times Square. Era la promesa del aire acondicionado lo que me atrajo y entré en el local a ciegas, sin molestarme siquiera en mirar la marquesina para ver qué ponían. Por noventa y nueve centavos, estaba dispuesto a ver lo que fuera. Me senté en la parte de arriba, en la sección de fumadores, y me fui fumando diez o doce Camels más mientras veía las dos primeras películas, cuyos títulos he olvidado. El cine era uno de esos recargados palacios de los sueños construidos durante la Depresión: grandes arañas de cristal en el vestíbulo, escalinatas de mármol, adornos rococó en las paredes. Más que un cine era un templo, un templo erigido a la mayor gloria de la ilusión. Debido a la temperatura que había en el exterior, la mayor parte de la población marginada de Nueva York parecía estar allí aquel día. Había borrachos y drogadictos, hombres con costras en la cara, hombres que murmuraban para sí y les hablaban a los actores de la pantalla, hombres que roncaban y se tiraban pedos, hombres que se meaban en los pantalones allí mismo. Los acomodadores patrullaban por los pasillos con linternas en la mano para comprobar si alguien se había quedado dormido. El ruido se toleraba, pero al parecer iba contra la ley perder la conciencia en aquel cine. Cada vez que un acomodador encontraba a un tipo dormido, le enfocaba la linterna directamente en la cara y le decía que abriera los ojos. Si el hombre no respondía, el acomodador se acercaba a él y le sacudía hasta que lo hacía. Los más recalcitrantes eran expulsados del cine, muchas veces con ruidosas y amargas protestas. Esto sucedió media docena de veces a lo largo de la tarde. No se me ocurrió hasta mucho después que probablemente lo que los acomodadores tenían que comprobar era si estaban muertos.

No dejé que nada de eso me perturbara. Estaba fresco, estaba tranquilo, estaba contento. Teniendo en cuenta las incertidumbres que me esperaban cuando saliera de allí, tenía un notable control de la situación. Luego empezó la tercera película y de repente noté que el suelo se movía dentro de mí. Era La
vuelta al mundo en 80 días
, la misma película que había visto en Chicago con el tío Victor once años antes. Pensé que me agradaría volver a verla y durante un rato me consideré afortunado por estar en aquel cine precisamente el día en que ponían aquella película, aquélla entre todas las películas del mundo. Me pareció que el destino me cuidaba, que mi vida estaba bajo la protección de espíritus benévolos. Sin embargo, poco después descubrí que unas extrañas e inexplicables lágrimas se estaban formando detrás de mis ojos. En el momento en que Phileas Fogg y Passepartout se subían al globo de aire caliente (en la primera media hora de la película), los conductos cedieron finalmente y noté que un torrente de lágrimas saladas y calientes quemaba mis mejillas. Me asaltaron mil penas de mi infancia y me sentí impotente para defenderme de ellas. Si el tío Victor pudiera verme, pensé, se quedaría destrozado, enfermo en el alma. Me había convertido en una nada, un muerto que caía de cabeza al infierno. David Niven y Cantinflas miraban desde la cesta de su globo, flotando sobre la exuberante campiña francesa, y yo estaba allí en la oscuridad con un puñado de alcohólicos, sollozando por mi desdichada vida hasta que me faltó la respiración. Me levanté de mi butaca y bajé hacia la salida. Fuera, la tarde me asaltó con su luz y me envolvió en un repentino calor. Esto es lo que me merezco, me dije. Yo me he hecho mi nada y ahora tengo que vivir en ella.

Seguí así durante los próximos días. Mi estado de ánimo saltaba temerariamente de un extremo al otro, haciéndome pasar de la alegría a la desesperación tan a menudo que mi mente salía maltrecha del viaje. Casi cualquier cosa podía provocar el cambio: una súbita confrontación con el pasado, una sonrisa casual de un desconocido, la forma en que la luz daba en la acera a una hora determinada. Me esforcé por recuperar cierto equilibrio interior, pero fue en vano: todo era inestabilidad, torbellino, loco capricho. Un momento estaba entregado a una meditación filosófica, absolutamente convencido de que estaba a punto de entrar en las filas de los iluminados; al siguiente estaba llorando, abrumado por el peso de mi propia angustia. Mi ensimismamiento era tan intenso que ya no podía ver las cosas tal y como eran: los objetos se convertían en pensamientos y cada pensamiento era parte del drama que estaba siendo interpretado en mi interior.

Una cosa había sido estar sentado en mi habitación esperando que el cielo se me cayera encima y otra bien distinta era verme arrojado a la calle. A los diez minutos de salir de aquel cine, comprendí finalmente a lo que me enfrentaba. Se acercaba la noche, y antes de que pasaran muchas más horas tendría que encontrar un sitio donde dormir. Aunque ahora me parece extraordinario, no había pensado seriamente en este problema. Había supuesto que de alguna manera se resolvería solo, que bastaba con confiar en la suerte muda y ciega. Pero una vez que empecé a examinar las perspectivas que me rodeaban, vi lo sombrías que eran. No iba a tumbarme en la acera como un vagabundo, me dije, y pasar toda la noche allí, envuelto en papeles de periódicos. Estaría expuesto a todos los locos de la ciudad si hacía eso; sería como invitar a alguien a que me cortara la garganta. Y aunque nadie me atacara, seguro que me arrestaban por vagancia. Por otra parte, ¿qué posibilidades de cobijo tenía? La idea de pasar la noche en un albergue me repugnaba. No me veía acostado en una sala con cien mendigos, teniendo que respirar sus olores, teniendo que escuchar los gruñidos de los viejos que se peleaban. No quería dormir en un sitio así, aunque fuera gratis. Estaba el metro, por supuesto, pero sabía de antemano que yo no podría cerrar los ojos allí abajo, con el ruido y las luces fluorescentes y pensando que en cualquier momento un policía que pasara podría acercarse y golpearme con la porra en las plantas de los pies. Vagué durante varias horas tratando de tomar una decisión. Si finalmente elegí Central Park fue porque estaba demasiado agotado para pensar en otro lugar. A eso de las once me encontré caminando por la Quinta Avenida, pasando la mano distraídamente por el muro de piedra que separa el parque de la calle. Miré por encima del muro, vi el inmenso parque deshabitado y comprendí que no se me iba a presentar nada mejor a aquellas horas. En el peor de los casos, allí el suelo sería blando y me agradaba la idea de tumbarme en la hierba, de poder hacerme la cama donde nadie me viera. Entré en el parque cerca del Metropolitan Museum, anduve hacia el interior varios minutos y luego me metí debajo de un arbusto. No estaba en condiciones de buscar con más cuidado un lugar adecuado. Había oído todas las historias de terror que se cuentan de Central Park, pero en aquel momento mi agotamiento era mayor que mi miedo. Si el arbusto no me ocultaba, pensé, siempre podría defenderme con mi navaja. Enrollé mi chaqueta de cuero para convertirla en almohada y luego me revolví durante un rato tratando de ponerme cómodo. No bien dejé de moverme, oí un grillo en un arbusto próximo. Momentos después, una ligera brisa empezó a agitar las ramitas que rodeaban mi cabeza. Ya no sabía qué pensar. No había luna en el cielo aquella noche, ni tampoco una sola estrella. Antes de acordarme de sacar la navaja del bolsillo, estaba profundamente dormido.

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