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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (12 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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Finalmente me dijeron que entrara en un cuarto. Un médico me dio golpecitos en el pecho y en la espalda, me miró los oídos, me agarró los testículos y me pidió que tosiera. Estas cosas requerían poco esfuerzo, pero luego llegó el momento de extraerme una muestra de sangre y de repente el examen se hizo más complicado. Estaba tan anémico y escuálido que el médico no podía encontrarme una vena en el brazo. Me clavó una aguja dos o tres veces, haciéndome cardenales en la piel, pero la jeringuilla, no se llenaba de sangre. Yo debía de tener una cara malísima en aquel momento —pálido y mareado, como si estuviera a punto de desmayarme— y después de un rato el médico renunció y me dijo que me sentara en un banco. Fue bastante amable, creo, o por lo menos indiferente.

—Si vuelves a sentirte mareado —me dijo—, te sientas en el suelo y esperas a que se te pase. No queremos que te caigas y te des un golpe en la cabeza, ¿verdad?

Recuerdo claramente que estaba sentado en el banco, pero luego me veo tumbado en una camilla en otro cuarto. Me es imposible saber cuánto tiempo había transcurrido entre ambos hechos. Creo que no me desmayé, pero cuando intentaron de nuevo sacarme sangre, probablemente no quisieron correr riesgos. Me ataron una tira de goma alrededor del bíceps para que la vena sobresaliera y cuando al fin el médico consiguió pincharla —no recuerdo si fue el mismo médico u otro—, comentó algo sobre lo delgado que estaba y me preguntó si había desayunado aquella mañana. En lo que fue con seguridad mi momento de mayor lucidez aquel día, me volví a él y le di la respuesta más sencilla y más sentida que se me ocurrió:

—Doctor, ¿tengo aspecto de poder pasarme sin desayunar?

Hubo más pruebas, seguramente muchas más, pero no puedo precisar casi nada. Nos dieron de comer en alguna parte (¿en el mismo edificio?, ¿en un restaurante fuera del edificio?), pero lo único que recuerdo de la comida es que nadie quiso sentarse a mi lado. Por la tarde, otra vez en los pasillos del piso de arriba, finalmente nos midieron y nos pesaron. Mi balanza marcó una cifra ridículamente baja, cincuenta y cuatro kilos creo que eran, o tal vez cincuenta y cinco. Desde ese momento me separaron del resto del grupo. Me mandaron a ver a un psiquiatra, un hombre rechoncho de dedos gordos y chatos, y recuerdo que pensé que más parecía un luchador que un médico. Ni me planteé contarle mentiras. Ya había entrado en mi nueva etapa de santidad potencial y lo último que deseaba era hacer algo de lo que luego me arrepintiera. El psiquiatra suspiró una o dos veces durante nuestra conversación, pero aparte de eso no pareció inmutarse ni por mis comentarios ni por mi aspecto. Me imagino que era un veterano en estas entrevistas y ya nada podía alterarle. Por mi parte, me sorprendió bastante la vaguedad de sus preguntas. Quiso saber si tomaba drogas y cuando le dije que no, enarcó las cejas y me lo volvió a preguntar, pero le di la misma respuesta la segunda vez y ya no insistió más. Luego vinieron las preguntas clásicas: qué aspecto tenían mis excrementos, si tenía emisiones nocturnas, con qué frecuencia pensaba en el suicidio. Contesté lo más sencillamente que pude, sin adornos ni comentarios. Mientras yo hablaba, él iba marcando unas casillas en una hoja de papel y no me miraba. Había algo que me aliviaba en el hecho de estar comentando asuntos tan íntimos de esta manera, como si hablara con un contable o un mecánico. Cuando llegó al final de la hoja, sin embargo, el médico levantó los ojos y los clavó en mí durante por lo menos cuatro o cinco segundos.

—Estás en un estado bastante lamentable, hijo —dijo al fin.

—Lo sé —contesté—. No me he encontrado muy bien últimamente. Pero creo que ya estoy mejorando.

—¿Quieres hablar de ello?

—Como usted quiera.

—Puedes empezar por hablarme de tu peso.

—He tenido la gripe. Cogí una cosa de estómago hace dos semanas y no podía comer.

—¿Cuánto peso has perdido?

—No sé. Veinte o veintidós kilos, creo.

—¿En dos semanas?

—No, en unos dos años. Pero la mayor parte este verano.

—Y eso, ¿por qué?

—Dinero, para empezar. No tenía suficiente dinero para comprar comida.

—¿No tienes trabajo?

—No.

—¿Lo has buscado?

—No.

—Tendrás que explicarme eso, hijo.

—El asunto es bastante complicado. No sé si podrá usted entenderlo.

—Deja que sea yo el que juzgue eso. Simplemente cuéntame lo que te sucedió y no te preocupes por cómo suene. No tenemos ninguna prisa.

Por alguna razón, sentí una imperiosa necesidad de contarle toda mi historia a aquel desconocido. Nada podía haber sido más inapropiado, pero, antes de que pudiera contenerme, las palabras empezaron a salir de mi boca. Notaba que mis labios se movían, pero al mismo tiempo era como si estuviera escuchando a otro. Oí que mi voz hablaba de mi madre, del tío Victor, de Central Park, de Kitty Wu. El médico asentía cortésmente, pero era evidente que no entendía nada de lo que le decía. Cuando pasé a explicarle la vida que había llevado durante los dos últimos años, vi que se sentía realmente incómodo. Esto me frustró, y cuanta más incomprensión demostraba él, más desesperadamente trataba yo de aclararle las cosas. Sentía que mi humanidad estaba en juego de alguna forma. No importaba que fuese un médico militar; era también un ser humano y nada me parecía más importante que conectar con él

—Nuestras vidas están determinadas por múltiples contingencias —dije, tratando de ser lo más sucinto posible— y luchamos todos los días contra estas sorpresas y accidentes para mantener nuestro equilibrio. Hace dos años, por razones tanto personales como filosóficas, decidí dejar de luchar. No era que quisiera matarme, no debe usted creer eso, sino que pensé que, abandonándome al caos del mundo, quizá el mundo acabaría por revelarme alguna secreta armonía, alguna forma o esquema que me ayudaría a penetrar en mí mismo. La idea era aceptar las cosas tal y como son, dejarse llevar por la corriente del universo. No digo que consiguiera hacerlo muy bien. La verdad es que fracasé miserablemente. Pero el fracaso no invalida la sinceridad del intento. Aunque estuve a punto de morirme, creo, no obstante, que ahora soy mejor por haberlo intentado.

Era un lío horroroso. Mi lenguaje se hacía cada vez más incoherente y abstracto y finalmente me di cuenta de que el médico había dejado de escucharme. Miraba fijamente un punto invisible por encima de mi cabeza con los ojos nublados por una mezcla de confusión y pena. No sé cuántos minutos se prolongó mi monólogo, pero duró lo suficiente como para que él se convenciera de que yo era un caso perdido, un caso perdido auténtico, no uno de esos locos espurios que habla aprendido a detectar.

—Ya basta, hijo —me dijo al fin, interrumpiéndome en mitad de una frase—. Creo que ya me hago cargo de la situación.

Durante un minuto o dos permanecí sentado en mi silla, en silencio, temblando y sudando, mientras él escribía una nota en una hoja de papel oficial. La dobló por la mitad y me la entregó por encima de la mesa.

—Dale esto al oficial que está al final del vestíbulo —me dijo—, y al salir dile al siguiente que pase.

Recuerdo que crucé el vestíbulo con la nota en la mano, resistiendo la tentación de leerla. Era imposible no sentir que me vigilaban, que había gente en el edificio que podía leer mis pensamientos. El oficial era un hombre grande vestido de uniforme, con un rompecabezas de medallas y condecoraciones en el pecho. Levantó la vista de una pila de papeles que tenía sobre el escritorio y me hizo una seña para que entrase. Le di la nota del psiquiatra. En cuanto le lanzó una ojeada, me dedicó una sonrisa llena de dientes.

—Gracias a Dios —dijo—. Acabas de ahorrarme un par de días de trabajo.

Sin más explicación, empezó a romper los papeles que tenía sobre la mesa y a tirarlos en la papelera. Parecía enormemente satisfecho.

—Me alegro de que te hayan declarado inútil, Fogg —dijo—. Ibamos a tener que hacer una investigación a gran escala sobre tus antecedentes, pero puesto que eres inútil, ya no tenemos que molestarnos.

—¿Investigación? —dije.

—Por todas esas organizaciones a las que has pertenecido —dijo, casi alegremente—. No podemos tener rojillos subversivos y agitadores en el ejército, ¿comprendes? No es bueno para la moral de la tropa.

No recuerdo exactamente la secuencia de los hechos, pero poco después me encontré sentado en una sala con los otros inadaptados y rechazados. Debíamos de ser como una docena, y creo que nunca he visto un grupo de gente más patético reunido en un sitio. Un muchacho con un espantoso acné que le cubría la cara y la espalda, estaba sentado en un rincón temblando y hablando solo. Otro tenía un brazo inválido. Otro, que no pesaría menos de ciento cuarenta kilos, permanecía de pie contra la pared haciendo pedorretas con los labios y riéndose después de cada una como un crío de siete años fastidioso. Éstos eran los bobos, los grotescos, los jóvenes que no tenían cabida en ninguna parte. Yo estaba casi inconsciente por la fatiga y no hablé con ninguno de ellos. Me senté en una silla junto a la puerta y cerré los ojos Cuando volví a abrirlos, un oficial me sacudía por un brazo diciéndome que despertara. Ya puedes irte a casa, me dijo, has terminado.

Crucé la calle bajo el sol de media tarde. Zimmer me estaba esperando en el restaurante, como había prometido.

Después de eso gané peso rápidamente. Al cabo de unos diez días, creo que había engordado ocho o nueve kilos y a final de mes empezaba a parecerme a la persona que había sido. Zimmer me alimentaba concienzudamente, llenando el frigorífico con toda clase de alimentos, y cuando le pareció que estaba lo bastante fuerte como para aventurarme a salir del apartamento empezó a llevarme a un bar cercano todas las noches, un local oscuro y tranquilo sin mucho trasiego de gente, donde bebíamos cerveza y veíamos los partidos en la tele. En aquel televisor la hierba siempre era azul, y los bates de un naranja borroso, y los jugadores parecían payasos, pero era muy agradable estar allí acurrucados en nuestro pequeño compartimento, hablando durante horas y horas de las cosas que nos esperaban. Fue un período exquisitamente tranquilo en la vida de ambos: un breve momento de descanso antes de seguir adelante.

En esas charlas empecé a saber algo más sobre Kitty Wu. A Zimmer le parecía excepcional y era difícil no percibir la nota de admiración en su voz cuando hablaba de ella. Una vez llegó incluso a decirme que si no hubiera estado enamorado de otra, se habría enamorado de ella como un loco. Estaba más cerca de la perfección que ninguna chica que él hubiera conocido, dijo, y en el fondo lo único que le desconcertaba de ella era que se hubiera sentido atraída por un tipo tan siniestro como yo.

—No creo que se sienta atraída por mí —dije—. Tiene buen corazón, eso es todo. Le di lástima e hizo algo para ayudarme, lo mismo que a otras personas les dan lástima los perros heridos.

—La he visto todos los días, M. S. Todos los días durante casi tres semanas. No paraba de hablar de ti.

—Eso es absurdo.

—Créeme, sé lo que me digo. La chica está locamente enamorada de ti.

—Entonces, ¿por qué no viene a verme?

—Está muy ocupada. Ya ha empezado sus clases en Juilliard y además tiene un trabajo de media jornada.

—No lo sabía.

—Claro que no. No sabes nada. Te pasas el día tumbado en la cama, haces incursiones en la nevera, lees mis libros. De vez en cuando friegas los platos. Así, ¿cómo vas a enterarte de nada?

—Estoy recobrando fuerzas. Dentro de unos días estaré bien.

—Físicamente. Pero tu mente aún tiene que recorrer un largo camino.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que tienes que mirar debajo de la superficie, M. S. Tienes que usar la imaginación.

—Siempre he creído que lo hacía en exceso. Estoy tratando de ser más realista, más práctico.

—Contigo mismo sí, pero no puedes hacer eso con los demás. ¿Por qué crees que Kitty se ha retirado? ¿Por qué crees que ya no viene a verte?

—Porque está muy ocupada. Acabas de decírmelo.

—Eso es sólo parte del asunto.

—Te estás yendo por las ramas, David.

—Sólo estoy intentando demostrarte que es más complicado de lo que piensas.

—De acuerdo, ¿cuál es la otra parte?

—Discreción.

—Esa es la última palabra que yo emplearía para describir a Kitty. Probablemente es la persona más abierta y espontánea que he conocido.

—Es cierto. Pero debajo de eso hay una tremenda reserva, una verdadera delicadeza de sentimientos.

—Me besó la primera vez que la vi, ¿lo sabías? Justo cuando yo estaba a punto de irme, me cortó el paso en la puerta, me echó los brazos al cuello y me plantó un gran beso en los labios. Yo no le llamaría a eso delicado o reservado.

—¿Fue un buen beso?

—La verdad es que fue un beso extraordinario. Uno de los mejores que he tenido el placer de experimentar.

—¿Lo ves? Eso prueba exactamente lo que yo decía.

—Eso no prueba nada. Fue simplemente una de esas cosas que suceden por impulso.

—No, Kitty sabía lo que hacía. Es una persona que sigue sus impulsos, pero esos impulsos son también una forma de conocimiento.

—Pareces espantosamente seguro de ti mismo.

—Ponte en su situación. Se enamora de ti, te besa en la boca, lo deja todo para dedicarse a encontrarte. Pero ¿qué has hecho tú por ella? Nada. Absolutamente nada. Lo que diferencia a Kitty de otras personas es que ella está dispuesta a aceptarlo. Imagínate, Fogg. Te salva la vida, pero no le debes nada. Ella no espera tu gratitud. Ni siquiera tu amistad. Tal vez las desea, pero nunca te las pedirá. Respeta demasiado a los demás para obligarles a hacer algo en contra de su voluntad. Es abierta y espontánea, pero al mismo tiempo se moriría antes que permitir que tú tuvieras la sensación de que se te impone. Ahí es donde interviene la discreción. Ella ya ha ido bastante lejos, ahora no tiene más elección que mantenerse firme y esperar.

—¿Qué estás tratando de decirme?

—Que ahora es cosa tuya, Fogg. Eres tú quien ha de dar el próximo paso.

Kitty le había contado a Zimmer que su padre había sido general del Kuomintang en la China prerrevolucionaria. En los años treinta había sido alcalde o gobernador militar de Pekín. Aunque pertenecía al círculo íntimo de Chang Kaicheck, le había salvado la vida a Chu Enlai una vez al ofrecerle un salvoconducto para salir de la ciudad cuando Chang le atrapó allí con el pretexto de organizar una reunión entre el Kuomintang y los comunistas. No obstante, el general siguió siendo leal a la causa nacionalista y después de la revolución se trasladó a Taiwan con los demás seguidores de Chang Kaicheck. La familia Wu era enorme, formada por una esposa oficial, dos concubinas, cinco o seis hijos y un batallón de sirvientes. Kitty nació en febrero de 1950, hija de la segunda concubina, y dieciséis meses después, cuando el general Wu fue nombrado embajador en Japón, toda la familia se trasladó a Tokio. Fue sin duda una maniobra inteligente por parte de Chang: honrar al general crítico y responsable con un puesto tan importante y al mismo tiempo apartarlo de los centros de poder en Taipei. El general Wu tenía ya sesenta y muchos años y, al parecer, sus días de hombre influyente hablan terminado.

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