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Authors: Justin Cronin

El pasaje (18 page)

BOOK: El pasaje
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Tenía un poco de dinero, el suficiente para las entradas y un aperitivo, y al zoo se podía ir a pie. Salieron al aire del exterior, que había empezado a impregnarse de calor y de la dulzura de la hierba mojada. Las campanas de la iglesia habían empezado a dar la hora. La misa terminaría de un momento a otro. Atravesó la puerta del patio con Amy a toda prisa, mientras aspiraba el aroma ácido del romero, el estragón y la albahaca, las plantas que la hermana Louise cuidaba con tanto mimo. Entraron en el parque, donde la gente ya se estaba congregando para dar la bienvenida al primer día caluroso de primavera, saborear el sol y sentirlo sobre la piel: gente joven con perros y discos voladores, corredores que brincaban por los senderos, familias que disponían mesas a la sombra y parrillas de barbacoa. El zoo se encontraba en el extremo norte del parque, flanqueado por una ancha avenida que partía el barrio como una hoja. Al fondo, olvidadas, estaban las grandes mansiones y principescos jardines del casco antiguo, que habían sido sustituidas por casuchas de porches deteriorados y coches medio desmontados que se fundían en los patios de tierra apelotonada. Los chicos jóvenes flotaban arriba y abajo de la calle como palomas, se posaban en una u otra esquina y después proseguían sus caminos, todos ellos inmersos en una falta de actividad perezosa, casi ominosa. Lacey tendría que haberse sentido mejor en ese barrio, pero los negros que vivían en él eran diferentes de ella, que nunca había sido pobre, al menos no del mismo modo. En Sierra Leona su padre había trabajado para un ministerio. Su madre tenía coche y chófer para ir de compras a Freetown y a los partidos de polo en los parques de atracciones. En una ocasión habían asistido a una fiesta en la que el mismísimo presidente había bailado un vals con ella.

El aire cambió en el perímetro del zoo, pues olía a cacahuetes y animales. Y se había formado una cola ante la entrada. Lacey compró las entradas, contando las monedas hasta el último centavo, después tomó la mano de Amy y la guió a través del torniquete. La niña cargaba con su mochila, con Peter Rabbit dentro. No bien Lacey le hubo insinuado que podía quedarse en el convento, el destello que se había formado en los ojos de la niña le había hecho darse cuenta de que se trataba de algo innegociable. Amy no pensaba abandonar la mochila de ninguna manera.

—¿Qué quieres ver? —preguntó.

A unos seis metros de la entrada había un quiosco con un plano grande, distribuido en bloques de colores para cada hábitat y especie. Una pareja blanca lo estaba examinando, el hombre con una cámara que colgaba de un cordón alrededor del cuello, la mujer empujando un cochecito de niño arriba y abajo. El bebé, sepultado bajo una montaña de tela rosa, estaba dormido. La mujer miró a Lacey, y la contempló un momento con suspicacia. ¿Qué estaba haciendo una monja negra con una niña blanca? Pero después forzó una sonrisa (una sonrisa de disculpa, de retractación), y la pareja se alejó del sendero.

Amy estudió el plano. Lacey ignoraba si sabía leer, pero había fotos al lado de las palabras.

—No sé —dijo—. ¿Osos?

—¿De qué tipo?

La niña pensó un momento, mientras miraba las imágenes.

—Osos polares —Sus ojos brillaron de impaciencia cuando habló. La idea del zoo, de ver animales, era algo que ambas compartían. Era tal como Lacey había esperado. Mientras estaban paradas, más gente había entrado. De pronto, el zoo bullía de visitantes—. Y cebras, elefantes y monos.

—Maravilloso —dijo Lacey, y sonrió—. Los veremos todos.

En un quiosco compraron una bolsa de cacahuetes, y después entraron en el zoo, una zona abundante en sonidos y olores. Cuando se acercaron al recinto del oso polar oyeron risas y chapoteos, y gritos de terror fingido, una mezcla de voces jóvenes y viejas. Amy, que iba cogida de la mano de Lacey, se soltó de repente y corrió hacia adelante.

Lacey se abrió paso entre la gente que se congregaba ante el recinto de los osos. Encontró a Amy parada con la cara a escasos centímetros del cristal que facilitaba una vista submarina del hábitat del oso, una visión curiosa en un lugar caluroso como Memphis, con rocas pintadas para semejar témpanos de hielo y una profunda charca de azul ártico. Tres osos estaban disfrutando del sol, estirados como gigantescos troncos junto al fuego. Un cuarto oso estaba chapoteando en el agua. Mientras Amy y Lacey miraban, nadó directamente hacia ellas, sumergido por completo, y apretó el hocico contra el cristal. La gente que las rodeaba lanzó una exclamación ahogada. Una oleada de agradable terror recorrió la espina dorsal de Lacey, hasta llegar a los pies y las yemas de los dedos. Amy tocó el cristal, a escasos centímetros de la cara del oso. El animal abrió la boca y exhibió su lengua sonrosada.

—Cuidado —advirtió una voz de hombre detrás de ellas—. Son muy cucos, pero para ellos no eres más que comida, jovencita.

Lacey, sobresaltada, volvió la cabeza, en busca del origen de la voz. ¿Quién era el hombre que intentaba asustar a una niña de aquella manera? Pero ninguna de las caras le devolvió la mirada. Todo el mundo estaba sonriendo y mirando los osos.

—Amy —dijo en voz baja, y apoyó la mano sobre el hombro de la niña—. Quizá sea mejor que no los provoques.

Dio la impresión de que Amy no la oía. Acercó más la cara al cristal.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al oso.

—Cuidado, Amy —advirtió Lacey—. No tan cerca.

Amy acarició el cristal.

—Tiene nombre de oso. Es algo que no sé pronunciar.

Lacey vaciló. ¿Era un juego?

—¿El oso tiene nombre?

La niña alzó la vista. Una luz de complicidad le iluminaba el rostro.

—Pues claro.

—Y él te lo ha dicho.

Se produjo un tremendo chapoteo en la charca. La multitud respiró hondo. Un segundo oso había saltado al agua. Chapoteó en dirección a Amy. Así pues, ahora había dos, golpeando el cristal a escasos centímetros de su cara, con sus cuerpos grandes como automóviles, mientras su pelaje blanco ondulaba en las corrientes de aire.

—Mira eso —dijo alguien.

Era la mujer a quien Lacey había visto en el quiosco. Estaba al lado de ellas, sujetando a su bebé por las axilas ante el cristal, como un muñeco. La mujer, que llevaba el largo pelo apartado de la cara mediante una coleta, vestía pantalones cortos, camiseta y chanclas. Lacey vio a través de los pliegues de su falda el estómago, todavía fofo a causa del embarazo. El marido estaba detrás, vigilando el cochecito vacío, cámara en ristre.

—Creo que les caes bien —dijo la mujer a Amy—. Mira, corazón —canturreó, y sacudió los brazos del bebé como si fueran las alas de un pájaro—. Mira los osos. Mira los osos, corazón. Haz una foto, cariño. Haz... una... foto.

—No puedo —dijo el hombre—. No se os ve bien. Dale la vuelta a la niña.

La mujer exhaló un suspiro de irritación.

—Venga, tómala cuando sonría, no cuesta tanto.

Lacey estaba contemplando esa escena cuando sucedió. Se produjo un segundo chapoteo, y a continuación, antes de que pudiera volver la cabeza, un tercero. Notó que el cristal se abombaba a su lado. Una cordillera de agua se elevó sobre el borde y empezó a caer. Todo el mundo era consciente de lo que estaba sucediendo, pero fue incapaz de actuar.

—¡Cuidado!

El agua helada alcanzó a Lacey como una bofetada, inundó su nariz, boca y ojos con el sabor de la sal, provocando que se apartara del cristal. Un coro de chillidos se elevó a su alrededor. Oyó el llanto del bebé, y después los gritos de la madre: «Vámonos, vámonos». Algunos cuerpos la golpearon. Lacey se dio cuenta de que había cerrado los ojos para protegerlos de la sal. Se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó sobre un montón de gente. Esperó oír el sonido del cristal al romperse, el estruendo del agua liberada del tanque.

—¡Amy!

Abrió los ojos y vio a un hombre que la estaba mirando, con la cara a escasos centímetros de la de ella. Era el hombre de la cámara. La multitud había enmudecido a su alrededor. El cristal había resistido.

—Lo siento —dijo el hombre—. ¿Se encuentra bien, hermana? Debo de haber tropezado.

—¡Maldita sea! —La mujer estaba erguida sobre ellos, con la ropa y el pelo empapados. El bebé estaba berreando contra su hombro. La furia se reflejaba en su rostro—. ¿Qué ha hecho su niña?

Lacey se dio cuenta de que se lo decía a ella.

—Lo siento... —empezó—. Yo no...

—¡Mírela!

Las multitudes se habían alejado del tanque, todos los ojos clavados en la niña de la mochila, que estaba de rodillas con las manos contra el cristal, y las cuatro caras de oso agrupadas ante ella.

Lacey se puso en pie y procedió con celeridad. La niña tenía la cabeza agachada, el agua seguía cayéndole desde la cabeza empapada hasta las rodillas. Vio que sus labios se movían como si estuviera rezando.

—¿Qué pasa, Amy?

—¡La niña está hablando con los osos! —gritó una voz, y un murmullo de estupor recorrió la multitud—. ¡Fijaos en eso!

Las cámaras empezaron a tomar fotos. Lacey se acuclilló al lado de Amy. Apartó los mechones oscuros de su cara con los dedos. Las lágrimas le resbalaban sobre las mejillas, mezcladas con el agua del tanque. Allí pasaba algo.

—Dime, hija.

—Ellos lo saben —dijo Amy, con las manos apoyadas todavía contra el cristal.

—¿Qué saben los osos?

La niña alzó la mirada. Lacey se quedó estupefacta. Nunca había visto tal tristeza en la expresión de un niño, un dolor tan consciente. No obstante, mientras escudriñaba los ojos de Amy, no vio miedo. Amy había aceptado lo que acababa de averiguar.

—Lo que soy —contestó.

La hermana Arnette, sentada en la cocina del convento de las Hermanas de la Misericordia, había decidido hacer algo.

Dieron las nueve, las nueve y media, y las diez. Lacey y la niña, Amy, no habían regresado de adondequiera que hubieran ido. Al final, la hermana Claire había confesado la historia. Lacey se había saltado la misa, y las dos se habían marchado poco después, la niña con su mochila. Claire oyó cómo se iban, y después vio desde la ventana que salían por la puerta de atrás en dirección al parque.

Lacey estaba tramando algo. Arnette debió de haberlo supuesto.

La historia que les había contado acerca de la niña no pegaba ni con cola, eso lo supo al instante. O, si no lo supo, al menos lo intuyó, en forma de una ínfima sospecha que, de la noche a la mañana, se había transformado en la certeza de que algo no encajaba. Como la señorita Clavelle, la de los libros infantiles de Madeline, la hermana Arnette sabía.

Y ahora, igual que en la historia, una de las niñas había desaparecido.

Ninguna de las demás hermanas sabía la verdad sobre Lacey. Ni siquiera Arnette había conocido toda la historia hasta que la oficina de la superiora de la orden envió el informe psiquiátrico. Arnette recordaba haber oído algo al respecto en las noticias, hacía muchos años, pero ¿acaso no sucedían siempre cosas por el estilo, sobre todo en África? Aquellos espantosos países donde la vida no parecía significar nada, donde Su voluntad era la más extraña y la más impenetrable. Era desgarrador y horripilante, pero la mente era incapaz de asimilar tantas cosas, tantas historias como ésa, y Arnette lo había olvidado todo. Ella estaba al cuidado de Lacey, y nadie más sabía la verdad. Lacey, eso debía admitirlo, era una hermana modélica en casi todos los sentidos, si bien resultaba algo independiente, y tal vez demasiado mística en lo relativo a su devoción. Lacey decía, y sin duda lo creía a pies juntillas, que sus padres y hermanas vivían todavía en Sierra Leona, acudían a los bailes de palacio y montaban en sus ponis. Desde el día en que los cascos azules la habían encontrado escondida en un campo y la habían entregado a las hermanas, Lacey jamás había dicho otra cosa. Era mejor así, por supuesto. Dios había dado muestras de misericordia al proteger a Lacey del recuerdo de lo que había sucedido. Porque los soldados no se habían marchado después de haber matado a su familia. Se habían quedado con Lacey en el campo, durante horas y horas, y la niña a quien habían abandonado creyéndola muerta habría acabado por morir si Dios no la hubiera protegido borrando de su mente esos acontecimientos. El que Él hubiera decidido no llevársela en aquel instante era una expresión de Su voluntad, y Arnette no debía cuestionarlo. Saber eso era una carga, una preocupación añadida que Arnette soportaba en silencio.

Pero ahora, además, estaba la niña. Aquella tal Amy. Era educada en extremo, y silenciosa como un fantasma, pero ¿acaso no había algo increíble que no encajaba en la historia? Ahora que lo pensaba, la explicación de Lacey carecía de lógica. ¿Era amiga de su madre? Imposible. Lacey sólo salía de casa para ir a misa. ¿Cómo había podido ponerse en contacto con esa mujer, una mujer que le había confiado a su hija? Arnette no encontraba la explicación. Porque no había explicación: aquella historia era una mentira. Y ahora, las dos se habían ido.

Eran las 10:30. Mientras estaba sentada en la cocina, la hermana Arnette comprendió lo que debía hacer.

Pero ¿qué iba a decir? ¿Por dónde empezaría? ¿Por Amy? Ninguna de las demás hermanas parecía saber nada. La niña había llegado cuando Lacey estaba sola en la casa, como ocurría a menudo. Arnette había intentado muchas veces convencerla de que saliera, los días en que iban a la despensa y llevaban a cabo pequeños desplazamientos, al almacén y toda la pesca, pero Lacey se negaba siempre, y entonces su rostro irradiaba una especie de alegre inexpresividad que hacía inútil la pregunta. «No, gracias, hermana. Quizá otro día.»Había estado así tres o cuatro años, y ahora la niña aparecía de la nada y Lacey afirmaba conocerla. Así pues, si llamaba a la policía, la historia tendría que empezar por ahí, comprendió, por Lacey y la historia del campo.

Arnette descolgó el teléfono.

—¿Hermana?

Se volvió. La hermana Claire. Claire, que acababa de entrar en la cocina, todavía en chándal, cuando ya tendría que haberse cambiado. Claire, que había vendido casas y terrenos, y no sólo había estado casada, sino que también se había
divorciado
, y todavía conservaba un par de zapatos de tacón alto y un vestido negro de fiesta colgado en el armario. Pero ése era otro asunto, no el que la agobiaba en ese momento.

—Hermana —dijo Claire en tono preocupado—, hay un coche en el camino de entrada.

Arnette colgó el teléfono.

—¿Quién es?

Claire dudó.

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