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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (47 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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—Creo que deberíamos llamar al Negro y darle carta blanca —dijo el de la cabellera blanca con fuerte acento italiano.

—Estoy de acuerdo —apuntó Montalbán—. Llámalo.

—Esperad —pidió Juan de la Vega—. Marie, tenemos el códice, solo dinos dónde tenemos que buscar el regalo del Mesías, por favor.

Sus palabras la descolocaron por completo. ¡Tenían el códice! ¿Pero cómo, si nadie aparte de ella misma sabía que se encontraba en Santes Creus, y ni siquiera ella sabía con exactitud su emplazamiento? ¿Cómo podían tenerlo?

—¿No nos cree? —Mateo Montalbán pareció leerle el pensamiento.

—Mírelo —le mostró el italiano un pergamino protegido tras una bolsa de plástico.

—No es posible —balbuceó Marie.

—Sí lo es. Usted misma puede verlo, así que empiece a colaborar o llamo al Negro —la amenazó Joswiack.

—Mátenme.

—¡Maldita sea! —Montalbán se levantó y le propició una bofetada que casi la hizo caer del sillón.

—¡Mateo, por favor! —le suplicó De la Vega.

—Déjalo, tiene razón, no podemos perder el tiempo. Ya hemos llegado muy lejos para dejarlo ahora —intervino Santasusanna—. Lucas, llama a tu hombre.

Mientras Lucas Joswiack sacaba su teléfono, Mateo Montalbán echó una mirada a Juan de la Vega, que como única respuesta bajó la cabeza. Entonces se levantó de nuevo de su sillón y se acercó a Marie. Ninguno de sus compañeros recordaba la violencia que destilaba Montalbán, solo en alguno de sus ejercicios iniciáticos lo habían visto explotar de ira, pero eran ejercicios preparados para eso. Ahora sus ojos estaban encendidos, y los otros tres se preguntaron si el Negro llegaría a tiempo para hacer su trabajo.

—Estaba cerca. Seguro que ya se había metido en cualquier putiferio —les dijo Joswiack.

—¡Habla de una vez! —Mateo volvió a golpearla.

—Marie, por favor, no nos obligues a esto —le pidió De la Vega, que ya comenzaba a cansar a sus socios con tanta petición.

—Juan, es tu ambición, tus ansias de poder, tu miedo a la muerte lo que te obliga, no yo. Has cambiado mucho, pero solo tú puedes escoger si deseas seguir hasta el final, si deseas cargar también mi muerte en tu sucia conciencia, mas no descargues tu culpa diciéndome que yo te obligo —la condesa levantó la vista y los recorrió uno por uno. Un hilo de sangre le cayó de una ceja y fue a parar frente a sus pies—. Señores, no voy a hablar, hagan lo que hagan, no me importa. Ya mataron a Azul, y pueden matarnos a todas si lo desean. Desconozco cómo han conseguido el códice, pero como muy bien han podido ver, por sí solo no vale nada.

—¡Por eso mismo, habla de una vez, coño! ¿Dónde se encuentra el regalo del Mesías? —le gritó Montalbán casi subido en las piernas de la condesa—. ¡Dínoslo, joder! —y un fuego interno agitó los músculos del hombre, que comenzó a golpearla sin piedad.

—Mateo, por favor —intervino Santasusanna, que detuvo a Montalbán y lo hizo sentar—. Recuerda las instrucciones.

—Podemos incendiar todas las iglesias del Císter si lo deseamos —le gritó el acerero antes de echarse unos pasos atrás y ocupar su sillón.

Marie sangraba copiosamente por la nariz y sentía los labios partidos. Un calor horrible y un zumbido permanente se unieron a su malsano estado. Le dolía todo el cuerpo, sobre todo los hombros, en los que había sentido la vibración de los golpes como si alguien los martillease desde dentro. Levantó despacio la cabeza, caída hacia atrás por la última bofetada de Mateo Montalbán, y los miró de nuevo, con los ojos hinchados y la lengua pegada al paladar, pero su acto hizo estremecer a Juan de la Vega al verla recuperar la compostura y aguantarles por una vez más la mirada.

—No me amenace más, se lo he dicho. No tienen nada, incluyéndome a mí, nada. ¿Os creéis dignos de ese regalo? ¿Pensáis acaso que Él os hubiese escogido a cualquiera de vosotros? Si no me doliera tanto la cara, me echaría a reír. Sois unos malnacidos, unos delincuentes baratos, unos cobardes miserables. ¡Unos…! —calló.

—Marie, somos los escogidos, nosotros debemos recibir el don. Dinos dónde está y lo compartiremos contigo —mintió De la Vega.

—¿Escogidos por quién, por otro miserable, y para qué? Jamás lo conseguiréis, nunca. Moriréis de viejos, entre vuestros propios excrementos que nadie os limpiará, y tendréis que arrastrar el peso de vuestras conciencias y de vuestro fracaso hasta ese día. ¡Ese será vuestro castigo como lo ha sido durante todo este tiempo!

El timbre del interfono interrumpió la carrera de Montalbán, que había saltado de su sillón ante las amenazas de Marie Stewart. Un sentimiento de emoción los recorrió. No podía ser el Negro, justo acababan de avisarlo, así que solo podía ser el maestro quien había llamado. Marie sintió cómo un terror incontrolable se le coló por los últimos resquicios de valentía que le quedaban, pero hizo lo imposible por no delatarse. Debía demostrar una entereza de la que no sabía si era poseedora o no. Llevaba dos días sin dormir, y la lucidez propia de los borrachos la embargaba de una determinación extraña, enfermiza. Le dolía el cuerpo, la cabeza, los oídos, sabía que iba a morir, pero en el trayecto en la furgoneta ya se había puesto en paz consigo misma y con Dios. Ahora solo esperaba que no fuera mucho más doloroso. Le había sorprendido sin duda que el Códice de Vitelio hubiese caído en sus manos, pero le extrañó todavía más que solo tuvieran ese, pues se le había transmitido que eran varios los escritos guardados en el escondrijo del monasterio. Quizás estaban repartidos por la abadía y solamente habían conseguido dar con uno. Poco importaba ya, ella había mantenido el secreto hasta entonces y con él se marcharía.

Oyeron el crujido del ascensor al detenerse en la planta y unos golpes en la puerta hicieron que Joswiack se levantase para abrir al maestro.

—Ha llegado alguien ante quien no tendrás más opción que hablar —le dijo a Marie antes de acudir a abrir.

Joswiack corrió a la puerta, los otros hombres habían apagado las luces y estaban arrodillados frente a sus asientos. Por fin sabrían, por fin volverían a sentir a aquel hombre que los escogió, quizás incluso verían su rostro. Él la haría hablar y se sentiría orgulloso de ellos. Oyeron el sonido metálico de los goznes de la puerta y una corriente los estremeció. Ya había llegado aquel que solo se revelaría para guiarlos en los últimos pasos de la búsqueda.

Joswiack dejó que la puerta se abriera, y se arrodilló. Pero antes de que sus rodillas alcanzaran el suelo, un golpe seco en la frente lo hizo caer de espaldas. Un grupo de doce hombres armados con fusiles y ropajes militares ocuparon en menos de un segundo todas las habitaciones de la casa y redujeron sin dificultad a los tres hombres, que ni siquiera habían tenido tiempo de levantarse. Mientras, abajo en la calle, el suboficial Oquendo fumaba un cigarrillo junto al inspector Ignacio Arkonada frente al apartamento que había vigilado todos esos días.

La operación había sido rápida, ninguno de los cuatro hombres puso resistencia, y tampoco iban armados. Una ambulancia se llevó a la mujer retenida hasta el Hospital Donostia, y el inspector avisó por su teléfono móvil de la operación a su amigo Aripas.

Le explicó que, después de ordenar que retiraran la vigilancia, el caporal Oquendo vio una furgoneta recién llegada de la que bajó un hombre negro inmenso. Le extrañó. Dio una vuelta a la manzana y se paró junto a la furgoneta. Algo alertó sus sentidos de policía y pidió permiso para alargar la vigilancia unas horas más. A medianoche, vio cómo sacaban a una persona encapuchada de la furgoneta y la metían en la casa. Entonces ordenó el procedimiento de rescate. De eso hacía poco menos de treinta minutos.

—Sí, un hombre negro, no sé de dónde, todavía no lo hemos encontrado, aunque creo que no tardaremos en dar con él. Según la descripción, no nos será difícil seguirle la pista. Ya te dije que era uno de mis mejores hombres. Está bien, coge un vuelo y mañana nos vemos. Mi mujer se pondrá contenta. Adiós, Antonio —el inspector Arkonada sonrió al cortar la llamada, al viejo cabrón todavía le funcionaba el olfato.

Mientras, un hombre negro inmenso, como muy bien lo había definido el caporal Oquendo, observaba la escena desde un portal cercano, protegido por su propio color en la noche vasca, y, a pocos metros de él, sin saberlo, otro hombre caminaba distraído por la playa mientras en su cabeza, oculta por la capucha de su abrigo, se agolpaban las preguntas.

Capítulo
43

M
e despertó un timbrazo en mi teléfono móvil. Apenas habíamos dormido unas horas desde nuestro regreso de París. Mars continuaba abrazada a mi almohada y yo me detuve a observarla unos segundos antes de contestar. Era hermosa.

—¿El señor Abidal?

—Yo mismo, ¿con quién hablo?

—Un segundo, por favor, le transfiero al comisario Aripas —escuchar ese nombre me hizo incorporar de un salto que despertó a Mars.

—Señor Abidal —escuché la voz inconfundible del comisario—, necesito que se acerque a la comisaría urgentemente.

—¿Ha ocurrido algo? —pregunté.

—Por favor, acuda a la comisaría. El inspector Rojas les atenderá. No le hagan esperar, muchas gracias —y colgó.

—¿Quién era? —me preguntó Mars con los ojos hinchados.

—El comisario, dice que vayamos enseguida a la comisaría, que el inspector Rojas nos espera.

—¿Ese es su ayudante, no?

—Creo que sí.

Miré la hora en el teléfono, las nueve de la mañana. Nos dimos una ducha rápida y bajamos por la Diagonal hasta el centro de Barcelona. A esas horas, el tránsito ya estaba imposible y nos costó llegar hasta el
parking
de la Plaza de la Catedral. Paramos a tomar un café rápido, y entramos en la comisaría de la Via Layetana. Como me dijo el comisario, el inspector nos esperaba en un despacho junto al suyo. Nos invitó a entrar. Su semblante destilaba esa alegría interna del que sabe que su equipo acaba de ganar una competición importante y que, sin tener idea del porqué, te llena de satisfacción. Después de las primeras frases de cortesía, abrió un cajón y extrajo un sobre de color canela, con el logotipo de la Policía grabado en la parte inferior, tan viejo que el negro del escudo se había transformado en un gris casi desaparecido. Cogí el sobre y lo abrí. Dentro estaban nuestros pasaportes y un recibo que descargaba al cuerpo de Policía tras habernos hecho entrega de ellos. Miré a Mars, ¿cómo era posible? Entonces, el inspector Rojas nos explicó lo que había ocurrido esa noche en San Sebastián. Nos dijo que habían detenido a cuatro sospechosos y que habían liberado a una mujer que respondía a nuestra descripción de la condesa. También nos hizo saber que, si bien estaba internada en el Hospital Donostia, sus «dolencias», utilizó esa palabra, no eran graves. Algunas contusiones y estrés nervioso. Mars no pudo contener la emoción y comenzó a agitarse en pequeñas convulsiones. Le di las gracias al policía y salimos.

El ruido de Barcelona nos golpeó como una ola de agua de mar fresca y salada, Mars lloraba de alegría y yo la abrazaba mientras descendíamos en dirección al
parking
. Todo se había aclarado. El viejo comisario nos había creído después de todo y había conseguido liberar a la condesa.

—¡Marie está bien! —dijo por fin Mars, que no había emitido sonido alguno más allá de pequeños suspiros salpicados con lágrimas—. ¡Vámonos, quiero verla!

Yo temía esa reacción desde el momento en que el inspector nos notificó su liberación, y debo reconocer que estuve tentado de pedirle que la llamara por teléfono, pero comprendí la barbaridad de la idea y en menos de media hora ya abandonábamos de nuevo Barcelona en dirección a la capital vasca. Nos separaban cinco o seis horas de camino en las que solo paramos a desayunar en un área de servicio.

—Deberíamos avisar a Azul —me dijo mientras abría su teléfono móvil y llamaba al Hospital del Mar para darle la noticia.

Fue una conversación corta, pero que la sumió en un silencio que no supe interpretar. Temí que nuestra relación se acabara en ese momento. Comprendí que con la liberación de la condesa todo volvería al lugar en el que estaba antes, un engranaje en el cual yo no solo no tenía espacio como no lo tuve años atrás, sino que claramente sobraba. Recordé la primera vez que las vi, cuando Mars ejecutó a la perfección su papel de guardián de la condesa, un papel frío y distante que helaba a cualquiera que se acercara a ellas. Quise decirle lo que sentía, pero Mars miraba por la ventanilla del auto sumida en sus propios pensamientos. Cogí su mano y la apreté, después me concentré en la carretera e intenté mantener mis sentidos en ella. No fui capaz.

—También deberías avisar a la señora Bouvier —le dije al cabo de un rato.

—¡Es cierto! Además, debemos avisar a las hermanas. Me siento feliz y perdida —me confesó.

Llamó a la señora por su teléfono móvil y, antes de finalizar la conversación, se comprometió a avisarla en cuanto viésemos a la condesa y supiese de primera mano en qué situación se encontraba. Yo me sentía cada vez más fuera de ese nuevo escenario en el que había pasado de actor principal a espectador de la última fila.

Llegamos a San Sebastián a primera hora de la tarde. El verde de las carreteras vascas cubría todo el paisaje, salpicado de caseríos y fábricas, ganando terreno estas últimas a medida que nos acercábamos a la capital. Un taxista nos guió hasta el hospital. El monstruo de cemento se levantaba en una pequeña loma desde la que dominaba la ciudad, como un viejo tótem al que todo el mundo acudía cuando tenía un problema. Largas filas de gente aguardaban pacientes en salas de espera en las que conseguir una silla era casi una proeza. Preguntamos en el mostrador de información y nos dieron el número de habitación de la condesa. Subimos por un ascensor hasta la tercera planta y la buscamos. Frente a la habitación que nos habían indicado descansaba un
ertzaina
sentado en una silla de plástico. Al vernos, nos preguntó quiénes éramos y tomó nota de nuestros datos. Después de verificarlos, nos dejó entrar.

La habitación era un rectángulo pintado de verde en el que lo primero que encontramos fue el baño, entreabierto. Al fondo, una gran cristalera separaba la ciudad de una cama articulable en la que apenas destacaba el cuerpo de una mujer inmóvil. La televisión estaba apagada y la habitación, en silencio.

Mars avanzó hasta la cama y la abrazó. La condesa se despertó y correspondió al abrazo. Yo me di la vuelta y salí de la habitación. El hilo musical del hospital dejaba caer las notas de
Les pêcheurs de perles
en un volumen reducido, pero suficiente para que la melancolía profunda de la pieza llegara hasta el último rincón de aquel lugar. Me senté en el suelo, junto a la puerta de la habitación, y cerré los ojos para bañarme, como aquellos pescadores, en aguas cristalinas y calientes. Imaginé a las dos mujeres poniéndose al día de todas las experiencias vividas en esas últimas semanas que nos habían cambiado la vida a todos. Para mí, solo se abrían interrogantes que quizá se estuvieran desgranando en el interior de aquella habitación. ¡No era que no me alegrara por la liberación de la condesa! Pero que Dios, o lo que fuera, me perdonara, porque aquella sorpresa me sacaba de golpe de una ecuación en la que comenzaba a sentirme muy bien.

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