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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (51 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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—¿No te habrán visto? —preguntó el maestro con un deje de nerviosismo que no le pasó desapercibido al Negro.

—No, jefe, las seguí hasta una casa en la que se han quedado toda la noche. Todavía están ahí dentro. ¿Quiere que entre y las agarre?

—¡No! Estate tranquilo, dame la dirección de esa casa. Has hecho muy bien siguiéndolas, te felicito, te recompensaré por tu trabajo. Ahora solo síguelas si vuelven a salir y espera mi llamada. Recuerda anotar cada lugar al que vayan, si las ves comer con alguien, apunta cómo es, pero sobre todo, ¡no te dejes ver!, ¿has comprendido?

—Sí, jefe, están con una vieja.

—¿Una vieja?, ¿y cómo es? —se interesó el maestro.

—Vieja. No pude verla muy bien, pero tenía el pelo blanco y vestía una bata de flores.

—¿La has fotografiado?

—No, era de noche y… —su respuesta se cortó en un clic seco. Le había colgado. Ahogó una maldición contra ese hombre y lanzó un puñetazo al salpicadero que rajó la pantalla de la calefacción.

Capítulo
47

A
provechamos la mañana para visitar Tel Aviv y hacer algunas compras de última hora en unos grandes almacenes. Mars había tenido una excelente idea para que no se vieran los destellos de nuestras linternas en el interior de las cuevas, las cerraríamos con una improvisada cortina negra, así que antes de almorzar nos hicimos con unos cuantos metros de tela negra y un par de palos telescópicos. Después, nos fuimos directo al hotel.

—¿Te vas a vestir ahora? —me preguntó Mars.

—No, mejor nos lo llevamos todo y nos cambiamos en el coche. No quisiera que nos vean bajar vestidos así y nos confundan con un par de terroristas. Todavía acabaremos en la cárcel antes de hacer nada.

—¡Solo faltaba eso! ¿Cómo estás?

—Muy nervioso —respondí—, lo que vamos a hacer es muy peligroso, pero además es extraño. Repasemos una vez más el mapa.

Y Mars desplegó el mapa de Qumrán sobre la cama. Habíamos marcado con un rotulador fluorescente, para ver con facilidad a la luz de las linternas, las cuevas que visitaríamos esa noche. Empezaríamos por una roca escarpada que se abría al norte de la ciudad, donde se encontraban las cuevas 1Q, 2Q, 3Q y 11Q. Si su tamaño era parecido al de la número cuatro, deberíamos tener tiempo suficiente para explorarlas en una noche. Lo más difícil sería localizar las bocas en la oscuridad y trepar hasta ellas. Por fortuna, consultamos con el canal de meteorología y durante toda la semana gozaríamos de una luna casi llena.

—Cècil, te das cuenta de que somos los primeros seres humanos que vamos a ver a Mariam en más de mil años.

—Quizá no la encontremos —y me callé—, y todo esto no sea más que un juego macabro.

—¡Seguro que la encontraremos! Debemos hacerlo, debemos avisarla de que su secreto ha sido profanado.

—Mars, quiero que sepas…

—Vamos, no te pondrás tonto ahora. No nos va a ocurrir nada, tranquilo. Verás que todo sale bien.

—Sí, pero aun así quiero que sepas que estas semanas contigo han sido las más —dudé de la palabra adecuada, me sudaban las manos, y el corazón parecía que iba a saltar en pedazos— importantes de mi vida y que, tanto si encontramos a Mariam como si no lo hacemos, me gustaría que continuaran así.

—No, Cècil, no. No pidas eso, nadie puede saberlo. Antes de conocerte, juré que jamás volvería a estar con un hombre, y mira el resultado —me besó largo y profundo—. Vamos —me dijo, y salimos con una gran bolsa llena de cacharros y el corazón tan encogido como una uva pasa.

Escogimos un lugar cercano al que habíamos utilizado para espiar la tienda unas noches atrás, y escondimos el coche. El negro metalizado de la carrocería emitía ligeros brillos a la luz de la luna que esperamos no atrajesen a nadie, y nos cambiamos en silencio. Al cabo de pocos minutos, nuestra vista se acostumbró a la luz mortecina de la luna y la explanada se fue abriendo a nuestros ojos en toda su longitud. Cargué una pequeña mochila con los mapas, una cuerda, la cámara digital, la pala desmontable, la escalera enrollable, el palo telescópico y la tela negra. Descartamos la tienda y los sacos, por nada del mundo nos quedaríamos a dormir allí. Calzábamos botas de montaña con grandes tacos en las suelas que nos permitirían escalar los riscos montañosos de las cuevas sin demasiada dificultad. Cuando estuvimos listos, activé el emisor satélite y comenzamos a caminar.

La ciudad quedaba un poco al este de nuestro escondite, y la roca escarpada en donde se escondían las cuevas seleccionadas, al noreste, justo a nuestra derecha, a unos dos kilómetros de nuestra posición. Hacia allí comenzamos a caminar en absoluto silencio. Había envuelto todo el contenido de la mochila en la tela negra para que no hiciera ruido al caminar. El guardia estaba en el interior de la tienda, de la que salía una luz amarillenta por las ventanas, y todo parecía tranquilo, como cualquier otra noche. Tropezamos un par de veces con alguna roca que casi nos hizo caer, pero en menos de una hora ya nos habíamos plantado frente a la pared. Empezamos a escalarla sin demasiados problemas. En cada paso encontramos un saliente, o una roca, donde apoyarnos y conseguimos ascender sin necesitar las linternas. Eso era lo más peligroso, encender una luz que pudiese verse en la distancia. Si nuestros cálculos eran correctos, debíamos estar muy cerca de la entrada de la cueva número tres, la más alejada. Paramos en un pequeño balcón natural para coger aire y comenzamos a repasar cada sombra de la pared en busca del agujero. Por fin, Mars lo divisó apenas un par de metros a nuestra derecha y, agarrados a la roca, nos movimos hasta él. Era estrecho, como de unos sesenta centímetros de diámetro. Mars me ayudó a desprenderme de la mochila y saqué la cuerda. Até una piedra en su extremo y la lancé al interior del agujero. El suelo de la cueva quedaba a unos pocos centímetros por debajo de su boca, así que tiré la mochila completa dentro y luego me metí yo. Desde su interior, y con los pies apoyados en la base de la cueva, ayudé a Mars para que entrara.

Desplegamos los palos telescópicos contra las paredes internas y colgamos la tela negra sobre ellos; después, la dejamos caer tapando la totalidad del agujero de acceso. La oscuridad nos invadió de repente, como el terror por estar allí. Encendí rápido mi linterna y un halo de luz me devolvió los hermosos ojos de Mars, tan abiertos como sus párpados le permitían. Ella hizo lo mismo y dos haces de luz cruzaron errantes las paredes de la cueva.

Mars sudaba, como yo, y supuse que por los mismos motivos. No sabíamos muy bien qué debíamos buscar, quizás alguna marca en las paredes, o un agujero escondido por el que descolgarnos en busca de otra cueva más profunda. El emisor satélite funcionaba a la perfección y enviaba nuestras coordenadas al espacio en espera de que alguien las pudiese recoger.

—¿Tienes frío? —le pregunté.

—Un poco.

La abracé durante unos segundos que me devolvieron la fe. Ella comenzaría por la pared de la derecha y yo recorrería cada palmo de la pared de la izquierda hasta encontrarnos en el fondo de la cueva, a unos cuatro o cinco metros de profundidad. Recorrimos con nuestras luces el suelo y toda la pared. La superficie era de roca, rugosa, natural, sin traza alguna del hombre. Si alguna vez hubo signos allí, habían desaparecido por la fuerte erosión. Llegamos al cabo de unos minutos al fondo de la cueva sin haber descubierto nada. Regresamos despacio, enfocando el techo con nuestras cabezas, y al llegar a la entrada, el resultado había sido el mismo. Nada. Cuando creímos haber comprobado cada centímetro de pared, apagamos las linternas, recogimos la tela y los palos telescópicos, y salimos. Antes, decidimos atarnos por la cintura con la cuerda, por si alguno de los dos sufría un resbalón en la pared de la montaña.

El mapa indicaba que el resto de las cuevas se abrían hacia el sur de la que acabábamos de examinar, y casi a su misma altura, así que, después de acostumbrar de nuevo nuestros ojos a la oscuridad, nos movimos con pasos cortos abrazados a la pared en dirección a nuestra derecha. La segunda cueva estaba muy cerca de la primera.

Repetimos el mismo procedimiento. Desaté a Mars y coloqué una roca en el extremo de la cuerda, la lancé dentro y por el sonido supimos que esa estaba algo más baja que la anterior. Entramos, cerramos la hendidura con la tela negra, y recorrimos toda la cueva con nuestros halos de luz, aunque esta vez atados el uno al otro por la cintura. Al cabo de casi una hora, el resultado fue el mismo. Nada en la cueva número once.

Las grutas 1Q y 2Q quedaban a unos seiscientos metros hacia el sur de la número once. Encontrarlas nos llevó bastante más tiempo del que habíamos calculado, porque su entrada quedaba justo bajo una cornisa de roca que las confundía con las otras sombras. Cuando ya casi estábamos a punto de desesperarnos, encendí la linterna y lancé un chorro de luz rápido por la pared; entonces, las vimos. Empezamos por la 1Q. Era mucho más grande que las dos primeras (había sido, junto a la 4Q, la más prolífica de las once) y nos entretuvo cerca de dos horas recorrerla entera. Tampoco encontramos nada.

La boca de la cueva 2Q estaba a pocos metros de la 1Q. El resultado fue el mismo que las otras tres, nada.

Con todo el cuidado del que fuimos capaces, bajamos la pared y volvimos al coche. Faltaban menos de dos horas para el amanecer.

Un sentimiento de desánimo que no pudimos disimular nos tuvo presos durante todo el camino de regreso. Poco antes de llegar al hotel, nos alcanzó el sol y nos cambiamos de ropa. Entramos como dos turistas de regreso de una noche loca en Tel Aviv.

Nada más entrar en la habitación, nos abrazamos con la necesidad de vaciar nuestros temores en el valor del otro y nos tumbamos en la cama. Estuvimos así un buen rato, en silencio, hasta que por fin me levanté y envié un correo explicando lo ocurrido a la señora Bouvier. Después, bajamos a desayunar. Mars devoró los platos del
buffet
como si tuviera un león escondido en su estómago. Yo tampoco dejé pasar la ocasión de llenar bien el mío. La tensión nos había abierto el hambre y, cuando subimos a la habitación para descansar, no conseguimos conciliar el sueño hasta después de haber hecho el amor durante largo tiempo.

Nos despertamos, hambrientos de nuevo, a las seis de la tarde y coincidimos, entre risas, en bajar a llenar la panza antes de marcharnos a Qumrán. Esa noche examinaríamos las cuevas 8Q, 9Q y 10Q. Estas últimas distaban unos quinientos metros y se levantaban justo al otro lado de la ciudad. A pesar de no haber hallado ninguna prueba ni pista sobre Mariam, después de valorar lo que habíamos hecho, nos sentimos felices y osados. Mars convino en que teníamos más posibilidades de encontrar alguna pista en las cuevas más cercanas a la ciudad. Si Mariam había escogido alguna de ellas, lo más probable era que fuese cerca de las construcciones que conoció en su juventud. No quise bajarle el ánimo a Mars, pero si en alguna de las cuevas estaba seguro de que no encontraríamos nada, era en esas. Estaban tan cerca de la ciudad que cualquier pista ya habría sido encontrada por los arqueólogos o los miles de turistas; de hecho, el mismo razonamiento se podía aplicar a la totalidad de las cuevas, pero no quise estropearle su optimismo. Esperamos en la habitación, tranquilos, hasta que la noche se apoderó del patio de luces. Entonces cogimos la bolsa con el equipo y nos marchamos de nuevo.

Aparcamos el coche en el mismo lugar que la noche anterior, si bien ya habíamos decidido que esa sería la última que lo dejaríamos allí. Calculamos que como mínimo necesitaríamos una noche más para acabar con las investigaciones y no queríamos encontrarnos con la sorpresa de que alguien nos hubiese visto y nos esperara junto al todoterreno de madrugada.

La noche se había levantado clara, sin nubes, y la luz de la luna, una vez que nuestras retinas se acostumbraron a ella, nos volvió a resultar suficiente. Demasiado incluso para lo que debíamos hacer. Las cuevas que íbamos a examinar quedaban justo al este de las ruinas de la ciudad, bien encaradas a ella, y no había otra forma de llegar que no fuese cruzándola. Esperamos agazapados unos minutos hasta asegurarnos de que el guardia permanecía en la caseta de la entrada, y pasamos despacio, a gatas frente a la puerta, y todo lo rápidos y silenciosos que fuimos capaces cuando la dejamos atrás. Parecía que nuestros pasos resonaban en la noche como los estallidos de un tambor. Avanzamos por la explanada y cruzamos la ciudad sin dejar de mirar hacia atrás hasta una pared al otro extremo. Nos ocultamos y esperamos con la respiración agitada y el corazón a un ritmo tan salvaje que pensamos se escucharía en kilómetros a la redonda. Nadie se acercó. La pared que se levantaba frente a nosotros ocultaba las cuevas de la vista del vigilante. Allí debíamos encontrar las 7Q, 8Q, 9Q y 10Q. Empezaríamos por la número ocho. La vimos desde abajo, mucho más alta que las otras. Un agujero negro profundo que parecía esperarnos, amenazador, desafiante como la puerta de una habitación oscura en medio de un largo pasillo. Miré a Mars, estaba lista, la besé y nos atamos. Yo fui delante midiendo cada paso, cada roca en la que me sujetaba para dar el siguiente. Las aristas se nos clavaban en las manos, y el ritmo de ascenso era lento. En el mapa, leí que había seis metros de altura desde el suelo hasta la boca de la cueva. Demasiado para dos personas con estudios de Economía. Por lo menos, nuestra forma física era buena y nuestros reflejos, suficientes para no partirnos la crisma en la escalada. Quizás habría sido más sencillo que yo hubiese subido solo para, una vez arriba, desplegar la escalera a Mars. Se lo dije cuando los dos resoplábamos frente a la entrada, y su mano manchada de tierra tuvo que actuar rápido para sofocar una carcajada.

El procedimiento fue el mismo que la noche anterior. Até al extremo de la soga una piedra y la lancé al interior. Cuando comprobé que la profundidad era razonable, tiré la mochila y entré para ayudar a Mars. Desplegamos la cortina negra contra las paredes laterales y encendimos nuestras linternas. La cueva número ocho era mucho más pequeña que las que ya conocíamos. El catálogo de hallazgos la marcaba como una de las menos prolíficas en descubrimientos. Los haces de luz rebotaron en apenas un par de metros contra la pared del fondo. Recorrimos cada rincón desde el centro de la cueva despacio, con movimientos rítmicos y precisos de nuestras cabezas, iluminando un círculo de un metro de diámetro que desplazamos por cada centímetro de roca. Nada.

BOOK: El pendulo de Dios
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