—¿Rüdiger? —dijo en voz baja.
Ninguna respuesta.
—¿Rüdiger? —volvió a decir.
El vampiro no se inmutaba. Sólo salía de él un fuerte olor a moho que casi cortaba la respiración a Anton.
—¡Brrr! —dijo volviendo a cerrar la tapa. ¡En comparación, los pies de Anton, aun en sus peores días, olían a perfume de lirio de los valles!
Sin gana, miró a su alrededor buscando las revistas. Ordenadamente amontonadas, estaban junto al armario de las herramientas. ¿Cuántas podrían ser? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Cien? Cogió las diez de más arriba. Pesaban más de lo que había calculado.
Delante de la puerta del sótano tuvo que volverlas a poner en el suelo para cerrar la puerta. Después volvió a levantarlas jadeando.
—¡Las diez primeras! —dijo cuando su madre le abrió la puerta de la casa.
—¡Ay, Anton! —se rió—. ¡Estás completamente rojo del esfuerzo! ¿No debería acompañarte?
Anton sacudió poderosamente la cabeza.
—Pero si es entrenamiento —aseguró presuroso.
Tras haber subido y bajado seis veces había llevado arriba todas las revistas.
Agotado, se dejó caer en su cama. Sentía sus brazos como si hubiera estado una hora levantando bancos y sus rodillas estaban blandas como el chicle.
«A un buen amigo se le conoce en la necesidad», dijo haciendo rechinar los dientes. Este era el dicho favorito de la abuela, del cual él se había reído a menudo... ¡esta vez venía al pelo!
Para distraerse de su enfado, cogió de la estantería
Carcajadas desde la cripta
. Pero apenas había leído una página y ya se había dormido.
Cuando Anton se despertó había un silencio absoluto en la casa. Miró el reloj: ¡casi las seis! ¡Eso significaba que había dormido más de tres horas! ¡Y eso precisamente hoy cuando cada minuto era tan importante!
De un salto se echó de la cama y fue hacia la puerta. A las seis estaba su madre la mayoría de las veces en la cocina preparando la cena. Pero hoy estaba todo en silencio, no tintineaba ningún cacharro, no sonaba la radio..., ¿se habría ido?
Sin hacer ruido, Anton abrió la puerta. Tampoco oía ahora nada y, así, fue andando de puntillas por el pasillo. Allí no había nadie. Sólo encima de la mesa de la cocina había una nota:
«Querido Anton», leyó, «he ido a la oficina de papá. Allí hay hoy una pequeña fiesta. Por favor, hazte tú mismo la cena y estate de vuelta arriba como muy tarde a las siete y media. Llamaremos por teléfono a las ocho. Adiós. Mamá.»
Rendido, Anton dejó caer la nota.
¡Había ocurrido un milagro! ¡Sus padres estarían fuera toda la noche y podía quedarse en la calle hasta que hubiera solucionado el asunto de Rüdiger! Dio un salto en el aire de alegría. Una extraña sensación en el estómago le hizo recordar que aún tenía que comer algo. Se cortó una rebanada de pan y la untó con mucha mantequilla. Además, comió un gran trozo de queso.
Mientras masticaba reflexionó intensamente. ¿Debía volver a ir a ver a Rüdiger al sótano? Quizá ahora dejara que hablasen con él. Pero rápidamente rechazó de nuevo esta posibilidad. ¡Sólo necesitó imaginarse cómo Rüdiger estaba sentado en el ataúd bostezando y lamentándose de su estómago vacío para convencerse de que se le debía ocurrir algo mejor!
¿Y si intentara encontrar a Anna? ¡Ella seguro que tendría comprensión para sus problemas y le ayudaría a encontrar una solución!
Al pensar en Anna, Anton se sintió en seguida mucho mejor. Su plan tenía sólo un inconveniente: ¡el único lugar en el que estaba seguro de encontrar a Anna era la cripta del cementerio! Debería, por tanto, estar al acecho cerca de la entrada y esperar a que Anna saliera...
Estremeciéndose, pensó en los otros vampiros que saldrían precisamente por ese agujero. ¡Pero tenía que asumir ese riesgo!
¡Y por si acaso, se colgaría al cuello la cadena de su madre con el crucifijo de plata y se escondería un par de dientes de ajo en el bolsillo!
Miró por la ventana de la cocina: aún había claridad, pero pronto empezaría a oscurecer, ¡y entonces tendría que estar en el cementerio!
Sacó la cadena del joyero, cogió cuatro dientes de ajo y se fue.
Ante la puerta del edificio, Anton se encontró a la señora Puvogel. Llevaba de la correa a su perro-salchicha, que empezó a ladrar intensamente. La señora Puvogel puso un rostro agrio y, sin responder al saludo de Anton, pasó de largo a su lado.
—¡Antes su perro era más cortés! —gritó hacia ella.
Por respuesta, el perro-salchicha aulló aún más fuerte y la señora Puvogel, con una mirada temerosa a la ventana de los vecinos, tiró de él rápidamente hasta la entrada de la casa.
«El mundo está realmente lleno de vampiros», pensó Anton, «¡y los auténticos vampiros no son, de ningún modo, los peores!»
Por suerte, la señora Puvogel fue la única persona conocida que se encontró y, así, llegó al cementerio sin ser molestado.
El cementerio estaba allí, en silencio y abandonado. No se veía a nadie y Anton, tranquilizado, bajó por el camino principal.
Allí los setos estaban podados y las tumbas cuidadas..., todo lo contrario a la parte trasera del cementerio en donde se encontraba la cripta de los vampiros. Sobre una tumba reciente al borde del camino se apilaban flores y ramos, y leyó la inscripción: «¡Alfred..., permaneces entre nosotros!» Anton se rió irónicamente. ¿Se trataría en el caso de Alfred también de un vampiro?
Súbitamente se le pasó la risa al caer su vista sobre la capilla que había al final del camino: ¡la gran puerta forjada en hierro estaba abierta! Rígido del susto, Anton se quedó parado. Notó cómo su corazón latía con mayor rapidez e involuntariamente echó mano de la cruz de la cadena. ¿Quién o qué podría encontrarse en la capilla? Mientras reflexionaba todavía si debía dar la vuelta o seguir adelante, salió un hombre, cerró la puerta y la atrancó con un gran candado.
¡Geiermeier, el guardián del cementerio!, le pasó a Anton por la mente. El largo rostro, la gran nariz y la bata de trabajo, de la que realmente salían estacas de madera, sólo podían pertenecer a Geiermeier. Seguro que sabía ciertamente que a los vampiros sólo los puede matar una estaca que les atraviese el corazón.
Ahora Geiermeier había vislumbrado a Anton. Su cara tomó una expresión desastrosa y con paso lento fue hacia él. Era como un sueño y Anton notó cómo le venía el sudor a la frente.
En seguida levantaría Geiermeier el martillo...
Pero, en lugar de eso, lo miró desabrido con sus ojitos de cerdo y preguntó con voz ronca:
—¿Qué quieres tú? —su aliento olía tan fuerte a ajo que Anton contuvo la respiración.
—Yo só..., sólo me iba —tartamudeó. Y mientras retrocedía un par de pasos—: ¡De todos modos, quería marcharme enseguida a casa!
—¡Ah!, ¿sí? —dijo el guardián del cementerio; se podía observar claramente que no creía a Anton ni una sola palabra—. Sin embargo, has ido en dirección equivocada.
Sacó una estaca del bolsillo y, perdido en sus pensamientos, pasó el pulgar por la punta. A Anton le corrió un escalofrío por la espalda.
—Ah..., ahora quiero irme a casa —tartamudeó; se dio la vuelta y salió corriendo de allí a lo largo del camino principal hasta la puerta de entrada.
Sólo allí se atrevió a volverse. Geiermeier lo seguía, pero no parecía tener mucha prisa. En la mano tenía un manojo de llaves con el que —así lo suponía Anton— iba a cerrar la puerta.
Rápidamente, Anton cerró tras sí el portón y se apoyó tomando aliento contra el muro del cementerio, que allí en la entrada era liso y blanco. Un abeto lo protegía de las miradas de Geiermeier y así pudo descansar y reflexionar un par de minutos. ¡Empezaba ya a oscurecer... Era ya hora para él de ir a la cripta!
Y como Geiermeier le cerraba el camino por el cementerio, sólo había una posibilidad: ¡tenía que trepar por el muro trasero del cementerio! «No es una perspectiva muy agradable», pensó Anton, pues ese camino también lo tomaban los vampiros cuando iban de caza. Y en caso de que se encontrara con un vampiro antes de haberse podido esconder detrás de una lápida que estuviera cerca... Pero ahora tenía que quedar a expensas de eso y, de este modo, corrió hasta alcanzar la parte gris y desmoronada del muro. Miró con atención hacia todas partes y al no observar nada sospechoso se subió a un saliente del muro y saltó por encima.
Ese rincón del cementerio siempre le había infundido horror a Anton: la hierba crecía allí casi hasta la altura de la rodilla y las lápidas destruidas y las cruces torcidas daban al lugar un aspecto fantasmagórico. Hoy se sentía más débil que otras veces y con miradas llenas de miedo dirigía su vista hacia el alto abeto bajo el cual se hallaba el agujero de entrada a la cripta. ¿No se había movido allí algo? La boca de Anton se sintió de repente completamente seca y él se acurrucó rápidamente detrás de la siguiente lápida. Su corazón latía tan fuerte que pensaba que se tenía que oír hasta desde el abeto, de cuya sombra surgía ahora una oscura figura.
Era un pequeño y rechoncho vampiro que miró a su alrededor lenta y minuciosamente antes de desplegar los brazos bajo su capa y echar a volar. ¡Anton suspiró aliviado, ya que el vampiro había mirado en su dirección un par de veces!
Entonces apareció una segunda figura: un vampiro grande y fornido que se elevó enseguida en el aire. ¿Lumpi el Fuerte?
Ahora había un taconeo en la piedra sobre el agujero de entrada. Anton contuvo la respiración. Un pequeño y enjuto vampiro, apoyado en un bastón, salió cojeando de la oscuridad del abeto con mucho esfuerzo. Anton lo oyó gemir en voz baja. Entonces, el vampiro guardó el bastón bajo la capa y emprendió el vuelo. ¿Quién podría ser ése? ¿Elizabeth la Golosa? ¿Sabine la Horrible?
Nuevamente se movieron las ramas del abeto y surgió una figura. Permaneció de pie y aspiró el aire, examinante. Anton notó cómo su corazón daba un salto y latía después como enfurecido. ¡La figura miraba hacia él! Sí, ya no había ninguna duda de que lo había percibido, pues ahora se aproximaba con paso lento... ¡Era Tía Dorothee! Anton estaba como paralizado de terror.
Temblando todo su cuerpo, la vio frente, a él sin poder mover ni siquiera un dedo. Ella estaba ya tan cerca que pudo ver su gran boca.
—¡No! —gritó lleno de espanto.
—¿Por qué no? —oyó la voz de Tía Dorothee—. ¡Sólo duele al principio. Después es hermoso!
Ella extendió las manos hacia él y Anton olió su frío aliento de tumba.
—¡No! —gritó una vez más.
—¡Estate quieto! —dijo Tía Dorothee—. Si no, te voy a morder a un lado y tendrás una horrible cicatriz.
Anton sintió que se iba a desmayar enseguida cuando, de pronto, la piedra hizo un ruido y una voz clara y familiar exclamó:
—¡Tía Dorothee! ¿Qué haces ahí?
Tía Dorothee se quedó parada.
—Sí, ¿qué pasa? —dijo sorprendida.
Anton abrió los ojos y reconoció a Anna. Una agradable sorpresa le sobrecogió... Acaso no estaba aún perdido del todo.
—¡Tía Dorothee, tienes que ir abajo! —oyó decir a Anna.
—¿Abajo? —la voz de Tía Dorothee revelaba desconfianza—. ¿Y por qué?
—¡Vas a ser recompensada!
—¿Recompensada? —dijo halagada Tía Dorothee—. ¿Porque he descubierto a Rüdiger?
—¡Sí! —respondió Anna—. ¡Pero date prisa!
—¿Y este de aquí? —preguntó Tía Dorothee lanzando una mirada voraz a Anton.
—De ése me cuido yo entre tanto —declaró Anna.
—Sí, entonces.,. —dijo Tía Dorothee, miró ávida al cuello de Anton y volvió al agujero de entrada—. ¡Pero no lo toques! —gritó desde allí. ¡Sin ningún fundamento, pues, después de todo, Anna sólo bebía leche!
Cuando ella desapareció, Anna agarró a Anton del brazo.
—¡Ven, tenemos que irnos! —dijo.
—¿Y Tía Do..., Dorothee? —tartamudeó Anton que aún estaba totalmente sobrecogido.
—¡Sí, por eso! —exclamó Anna—. Ella volverá enseguida y si tú aún sigues estando aquí...
No siguió hablando, sino que tiró de Anton tras sí hacia el muro del cementerio. El la seguía sin voluntad. Su cabeza retumbaba y aun ahora creía sentir todavía la mirada de Tía Dorothee con la que ella le había dejado débil y sin capacidad de resistencia.
—No podemos perder tiempo —dijo Anna una vez que habían trepado por el muro del cementerio—. Tía Dorothee puede volar y nosotros sólo tenemos una capa.