—Señor comisario, podríamos seguir hablando hasta esta noche, pero yo le juro que no se me ocurre pensar más que en una broma.
En el refrigerador encontró pasta fría con tomate, albahaca, pasas de Corinto y aceitunas negras, cuyo aroma hubiera sido capaz de resucitar a un muerto, y un segundo plato de boquerones con cebolla y vinagre. Montalbano solía fiarse por completo de la fantasía culinaria sabrosamente popular de Adelina, la asistenta que una vez al día acudía a su casa para echarle una mano, madre de dos hijos irremediablemente delincuentes, uno de los cuales se encontraba todavía en la cárcel, adonde él lo había enviado. Tampoco esta vez Adelina lo había defraudado; cada vez que abría el horno o el refrigerador, experimentaba en su interior el mismo estremecimiento que cuando de pequeño se levantaba a primera hora de la mañana del 2 de noviembre e iba a buscar el cesto de mimbre, en el que los muertos habían depositado sus regalos durante la noche. Era una fiesta que ya se había perdido, borrada por la banalidad de los regalos del árbol de Navidad, con la misma facilidad con que ahora se borraba el recuerdo de los muertos. Los únicos que no se olvidaban de ellos, es más, los que con más perseverancia mantenían encendido su recuerdo, eran los mafiosos, pero los recuerdos que enviaban a su memoria no eran en modo alguno trencitos de hojalata o frutas de mazapán. En resumen, la sorpresa era un elemento indispensable de los platos de Adelina.
Tomó los platos, una botella de vino y el pan, encendió el televisor y se sentó a la mesa. Le gustaba comer solo, disfrutar de los bocados en silencio; entre los muchos vínculos que lo unían a Livia figuraba también éste: el de no decir nada cuando comía. Pensó que, en cuestión de gustos, estaba más próximo a Maigret que a Pepe Carvalho, el protagonista de las novelas de Montalbán, quien se daba unos atracones de platos capaces de prender fuego al vientre de un tiburón.
Cuando uno escuchaba las televisiones del ámbito nacional, experimentaba una desagradable sensación de malestar; la mayoría gubernamental se había dividido a causa de una ley que negaba la prisión preventiva a gente que se había zampado medio país, los magistrados que habían descubierto los altarcitos de la corrupción política anunciaban su dimisión como acto de protesta, una ligera brisa de rebelión animaba las entrevistas a los ciudadanos de a pie.
Pasó a la primera de las dos televisiones locales. Televigata era gubernamental por fidelidad congénita, cualquiera que fuera el gobierno: rojo, negro o turquí. El presentador no hizo la menor referencia a la detención de Tano el Griego y se limitó a decir que varios ciudadanos diligentes se habían puesto en contacto con la comisaría de Vigàta a propósito de un tiroteo intenso y misterioso que se había producido al amanecer en un paraje campestre llamado «La Nuez», pero que los investigadores que de inmediato se habían desplazado al lugar no habían advertido nada fuera de lo normal. La detención de Tano no fue comentada ni siquiera por el periodista de Retelibera, Nicolò Zito, que no ocultaba su condición de comunista. Señal de que, por suerte, la noticia no se había filtrado. En cambio, Zito se refirió inesperadamente al robo anómalo registrado en el supermercado de Ingrassia y al hallazgo inexplicable del camión con toda la mercancía robada. La opinión más generalizada, señalaba Zito, era la de que el vehículo había sido abandonado como consecuencia de una discusión entre los cómplices por el reparto del botín. Sin embargo, Zito no estaba de acuerdo; a su juicio debía de haber ocurrido otra cosa y la cuestión era sin duda mucho más complicada.
—Señor comisario Montalbano, me dirijo directamente a usted. ¿No es cierto que el caso es mucho más enrevesado de lo que parece? —preguntó el periodista para terminar.
Al sentirse interpelado personalmente y ver los ojos de Zito mirándolo desde el televisor mientras él estaba comiendo, a Montalbano se le atragantó el vino que estaba bebiendo, casi se asfixió, tosió y soltó una maldición.
Al terminar de comer, se puso un short y se zambulló en el agua. Estaba helada, pero el baño lo vivificó.
—Cuénteme exactamente cómo fue —dijo el jefe.
Tras haber hecho pasar al comisario a su despacho, el superior se había levantado, se había acercado a él y, en un impulso, le había dado un abrazo.
Pero el caso es que Montalbano era absolutamente incapaz de mentir, de contarles un embuste a personas que sabía honradas o que apreciaba. En cambio, en presencia de delincuentes, de gente que le inspiraba recelo, era capaz de soltar orlada de encaje. El hecho de que no sólo apreciara a su superior sino también de que algunas veces le hubiera hablado como a un padre, hizo que la petición lo llenara de una angustia indecible; se ruborizó, sudó y cambió varias veces de posición en la silla como si no se encontrara a gusto en ella. El jefe advirtió la incomodidad del comisario, pero la atribuyó al sufrimiento real que Montalbano experimentaba cada vez que tenía que hablar de alguno de sus éxitos. No olvidaba que, en la más reciente rueda de prensa delante de las cámaras, el comisario se había expresado, por así decirlo, con un tartamudeo prolongado y penoso, a ratos carente por entero de sentido común, mientras abría enormemente los ojos y las pupilas le bailaban como si estuvieran borrachas.
—Quisiera pedirle un consejo antes de empezar a contárselo.
—Estoy a su disposición.
—¿Qué tengo que escribir en el informe?
—Pero ¿qué clase de pregunta es ésa? ¿Acaso no ha redactado jamás un informe? En los informes se escriben los hechos acaecidos —contestó con sequedad el jefe, un tanto sorprendido. Al ver que Montalbano seguía sin atreverse a hablar, añadió: —Por cierto... usted ha conseguido aprovechar con gran arrojo y habilidad un encuentro casual y convertirlo en un operativo policial exitoso, de acuerdo, pero...
—Ahí está, quería decirle...
—Déjeme terminar. Pero me veo obligado a señalarle que usted ha arriesgado mucho y ha hecho arriesgar mucho a sus hombres; hubiera tenido que pedir refuerzos más sólidos, adoptar las debidas precauciones. Por suerte, todo fue bien, pero fue una apuesta, y eso quería decírselo con toda sinceridad.
Montalbano se miró los dedos de la mano izquierda como si le hubieran crecido de repente y él no supiera para qué servían.
—¿Qué ocurre? —preguntó pacientemente el jefe.
—Ocurre que todo es falso —estalló Montalbano—. No ha habido ningún encuentro casual, he ido a reunirme con Tano porque él había pedido hablar conmigo. Y en el transcurso del encuentro, nos hemos puesto de acuerdo.
El superior se pasó una mano por los ojos.
—¿Se han puesto ustedes de acuerdo?
—Al ciento por ciento.
Y, ya que estaba, Montalbano se lo contó todo, desde la llamada de Gegè hasta el montaje de la captura.
—¿Alguna otra cosa?
—Sí. Que, tal y como están las cosas, yo no me merezco ningún ascenso a subjefe. Si me ascendieran, sería por una falsedad, un engaño.
—Eso deje que lo decida yo —replicó con brusquedad el jefe.
Se levantó, se puso las manos a la espalda y estuvo un rato pensando. Después tomó una decisión y se volvió.
—Vamos a hacer una cosa. Escríbame dos informes.
—¿Dos? —preguntó Montalbano, recordando lo mucho que generalmente le costaba escribir.
—No discuta. El falso lo dejaré bien a la vista para el infiltrado inevitable que se encargará de transmitirlo a la prensa y a la mafia. El verdadero lo guardaré en la caja fuerte. —Esbozó una sonrisa. —Por lo que respecta al ascenso que, al parecer, es lo que más lo asusta, vaya el viernes por la noche a mi casa y volveremos a hablar de ello con calma.
»¿Sabe que mi mujer ha inventado una fabulosa salsita especial para los ajitos tiernos?
El
cavaliere
Gerlando Misuraca —medalla de honor al trabajo, ochenta y cuatro años belicosamente llevados— hizo honor a su fama y atacó con furia en cuanto el comisario contestó:
—Hola...
—¿Quién es el imbécil del conmutador que le ha pasado mi llamada?
—¿Por qué? ¿Qué es lo que ha hecho?
—¡No entendía mi apellido! ¡No le entraba en la dura cabezota! ¡Mixturada me llamaba, como la magnesia! —Misuraca hizo una pausa sospechosa y cambió de tono de voz. —¿Usted me garantiza por su honor que se trata tan sólo de un pobre idiota?
Pensando que el que había contestado era Catarella, Montalbano contestó con absoluta convicción.
—Se lo puedo garantizar. Pero ¿para qué quiere usted la garantía, si no le importa?
—¡Porque, si su intención era tomarme el pelo o burlarse de lo que yo represento, dentro de cinco minutos me planto en la comisaría y le parto el culo, tan cierto como que hay Dios!
«Pero ¿qué representa el cavaliere Misuraca?», se preguntó Montalbano mientras aquél seguía profiriendo amenazas terribles. Nada, absolutamente nada desde el punto de vista, ¿cómo se podría decir?, oficial. Funcionario municipal jubilado desde hacía mucho tiempo, el hombre no ocupaba ni jamás había ocupado ningún cargo público y era un simple militante de su Partido. Hombre de una honradez a toda prueba, vivía en una semipobreza digna y ni siquiera en tiempos de Mussolini se había querido aprovechar y siempre se había limitado a ser un fiel seguidor, tal como entonces se decía. En compensación, a partir del año 35, había participado en todas las guerras, había combatido en las peores batallas sin perderse ni una, desde Guadalajara en España hasta Bir el Gobi en el norte de África, pasando por Axum, en Etiopía. Más tarde, el encarcelamiento en Texas, su negativa a colaborar y, como consecuencia de ello, un encarcelamiento más duro a pan y agua. Por consiguiente, concluyó Montalbano, representaba la memoria histórica de los errores históricos, sin duda, pero vividos en su caso con fe ingenua y pagándolos directamente, con heridas bastante graves, una de las cuales le había dejado una renguera en la pierna izquierda.
—Pero usted, si hubiera estado en condiciones de hacerlo, ¿se hubiera ido a luchar a Salo con los alemanes y los partidarios de la República Social Italiana de los fascistas? —le había preguntado un día a traición Montalbano, que, a su manera, lo apreciaba.
Sí, porque en esta película de corruptores, corruptos, prevaricadores, sobornados, cobradores de comisiones ilegales, embusteros, ladrones y perjuros, a la que diariamente se añadían nuevos capítulos, hacía algún tiempo que el comisario había empezado a sentir un cierto afecto por las personas que sabía incurablemente honradas.
Ante su pregunta, Montalbano había visto al anciano vaciarse por dentro mientras las arrugas de su rostro se multiplicaban y se le nublaban los ojos. Entonces comprendió que Misuraca se había hecho aquella misma pregunta miles de veces y jamás había sabido contestarla. No insistió.
—¿Hola...? ¿Está ahí? —preguntó la irritada voz de Misuraca.
—Dígame,
cavaliere
.
—Me acordé de una cosa, pero no la dije cuando vine a declarar.
—No tengo ningún motivo para dudarlo,
cavaliere
. Lo escucho.
—Una cosa muy rara que me ocurrió cuando ya casi había llegado a la altura del supermercado, pero a la que yo en aquel momento no atribuí ninguna importancia. Estaba nervioso y alterado porque andan sueltos por ahí unos rufianes que...
—¿Me hace el favor de decírmela?
Si lo hubiera dejado hablar, el
cavaliere
se hubiese remontado a la fundación de los
fasci
de combate.
—Por teléfono, no. Personalmente. Es una cosa muy gorda, si no vi mal.
El anciano tenía fama de decir siempre lo que había que decir, sin cargar las tintas ni difuminarlas.
—¿Es algo relacionado con el robo del supermercado?
—Claro...
—¿Se lo ha comentado a alguien?
—A nadie.
—Se lo ruego. Mantenga la boca cerrada.
—Usted me ofende. Yo soy una tumba. Mañana a primera hora me planto en su despacho.
—
Cavaliere
, tengo una curiosidad. ¿Qué hacía usted a aquella hora de la noche en coche, solo y hecho un manojo de nervios? ¿No sabe que, a cierta edad, hay que ser prudente?
—Regresaba de Montelusa. Había habido una reunión del Directorio Provincial y yo, aunque no formo parte de él, quise estar presente. Nadie se atreve a cerrarle la puerta en las narices a Gerlando Misuraca. Hay que impedir que nuestro Partido pierda la dignidad y el honor. ¡No puede formar parte del gobierno con estos hijos bastardos de políticos bastardos, estar de acuerdo con ellos y aprobar un decreto que permite salir de la cárcel a esos hijos de puta que se han comido nuestro país! Usted comprenderá, señor comisario, que...
—¿Se prolongó hasta muy tarde la reunión?
—Hasta la una de la madrugada. Yo quería seguir, pero los demás se opusieron porque se morían de sueño. No tienen bolas.
—¿Y cuánto tardó en regresar a Vigàta?
—Aproximadamente media hora. Yo voy despacio. Bueno pues, como le iba diciendo...
—Perdone,
cavaliere
, me llaman por el otro teléfono. Hasta mañana —lo cortó Montalbano.
—¡Peor que a los criminales! ¡Peor que a los asesinos nos trataron esos hijos de la gran puta! Pero ¿quiénes se creen que son? ¡Rufianes!
No había manera de calmar a Fazio, que acababa de regresar de Palermo. Germanà, Gallo y Galluzzo, le hicieron coro en tono de salmodia, moviendo en círculo el brazo derecho para dar a entender lo inaudito del acontecimiento.
—¡Cosa de locos! ¡Cosa de locos!
—Calma, muchachos. Actuemos con orden —dijo Montalbano, echando mano de su autoridad. Después, al ver que Galluzzo ya no llevaba la chaqueta y la camisa manchadas con la sangre de la nariz maltrecha, le preguntó: —¿Has pasado a cambiarte por tu casa antes de venir aquí?
La pregunta fue un paso en falso, pues Galluzzo se puso colorado como un tomate y su nariz hinchada a causa del golpe se tiñó de vetas moradas.
—Pero ¡qué casa ni qué diablos! ¿No se lo está diciendo Fazio? Venimos directamente de Palermo. Al llegar a la sede de los de la Antimafia y entregarles a Tano el Griego, van y nos encierran a cada uno en una habitación distinta. Como me dolía todavía la nariz, quería ponerle encima un pañuelo mojado. Al cabo de media hora, al ver que no aparecía nadie, abro la puerta y me encuentro con un compañero. «¿Adónde vas?» «A buscar un poco de agua para mojarme la nariz.» «No puedes salir, vuelve a entrar.» ¿Comprende, señor comisario? ¡Me tenían vigilado! ¡Como si yo fuera Tano el Griego!