Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
—No puedo seguirlo.
—Lo que quiero decirle es que lo que ha sucedido no es posible. ¿Lo comprende? No hay ningún proceso conocido que pueda reescribir la memoria ROM de esa manera. Y además, siguiendo un patrón matemático regular.
Wopner se puso de pie, abrió una nevera parecida a la de un depósito de cadáveres y cogió otra barra de helado.
—Y lo mismo ha sucedido con mis discos duros y mis magnetoópticos. Pero sólo sucede aquí, y no en el barco, ni en Brooklyn. Sólo pasa aquí.
—Pero no puede decir que es imposible que pase. Quiero decir que usted vio cómo sucedía, aunque todavía no sabe el porqué.
—Oh, sí que lo sé. Es la jodida maldición de la isla Ragged.
Hatch rió, pero advirtió que Wopner ni siquiera sonreía.
El programador le quitó el envoltorio a su helado y le dio un gran mordisco.
—Sí, sí, ya lo sé. Si usted me prueba que hay otra causa, quizá me convenza, pero a todos los que vinieron a esta maldita isla las cosas les fueron mal. Y eran sucesos que no tenían explicación. Y nosotros no somos diferentes de ellos. Solamente tenemos juguetes más nuevos.
Hatch nunca había oído hablar a Wopner de esta manera.
—Pero ¿qué pasa con usted? —le preguntó.
—Nada. El pastor me lo ha explicado todo. Ayer me lo encontré en la oficina de correos.
De manera que Clay ha estado hablando con los empleados de Thalassa, propagando su ponzoña, pensó Hatch, y él mismo se sorprendió ante la furia que sentía. Ese hombre es un pesado. Alguien debería aplastarlo como a un gusano.
La aparición de St. John en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—Por fin lo encuentro —dijo dirigiéndose a Hatch.
El historiador llevaba un extraño conjunto compuesto por botas de goma, pantalones de tweed, y un chubasquero del más puro estilo Maine.
—¿Qué sucede? —preguntó Hatch, esperando oír que alguien había sufrido otro accidente.
—No, no ha pasado nada grave —respondió St. John—, Isobel me ha enviado para que lo lleve a nuestra excavación.
—¿Nuestra excavación?
—Sí. Como usted probablemente sabe, he estado ayudando a Isobel con la excavación del campamento pirata.
Isobel de aquí, Isobel de allí, pensó Hatch, que estaba un tanto molesto por la familiaridad que mostraba el historiador con Bonterre.
—¿Ya has completado la ejecución del programa en el ordenador del
Cerberus
} —le preguntó St. John a Wopner.
Wopner asintió.
—No hay errores, pero tampoco hemos tenido suerte.
—Entonces, Kerry, no tenemos otra posibilidad que probar…
—No voy a reescribir el programa para polialfabetos —replicó Wopner, y le dio un puntapié al arruinado ordenador—. Es demasiado trabajo para nada. Y se nos está acabando el tiempo.
—Un momento —intervino Hatch, tratando de acabar con la discusión antes de que se encendieran los ánimos—. St. John me ha hablado de los códigos polialfabéticos.
—Pues estaba perdiendo el tiempo —replicó Wopner—. No se hicieron populares hasta el final del siglo XIX. La gente pensaba que era demasiado fácil cometer errores con ellos, y que se tardaba mucho en construirlos y en descifrarlos. Además, ¿dónde habría escondido Macallan las tablas de su código? No podría haber memorizado cientos de series de letras.
—Yo no sé mucho de códigos —suspiró Hatch—, pero conozco un poco la naturaleza humana. Y por lo que ha contado el capitán Neidelman, Macallan era un verdadero visionario. Sabemos que cambió de código a mitad de su diario para proteger su secreto…
—Entonces, es lógico que cambiara a un código más difícil —lo interrumpió St. John.
—Eso ya lo sabemos, tonto —replicó Wopner—. ¿Qué crees que hemos intentado descifrar durante estas dos semanas?
—Déjenme hablar —continuó Hatch—. También sabemos que Macallan cambió a un código de números.
—¿Y qué significa eso?
—Eso quiere decir que Macallan no era sólo un visionario, sino también un pragmático. Usted ha abordado este segundo código como si se tratara de un mero problema técnico. ¿Y si hubiera algo más que eso? ¿No podría haber alguna razón de peso para que Macallan utilizara solamente números en su nuevo código?
Se hizo el silencio mientras el criptólogo y el historiador pensaban.
—No —dijo Wopner al cabo de un instante.
—¡Sí! —gritó St. John, chasqueando los dedos—. ¡Usó los números para ocultar las tablas de cifras!
—¿De qué estás hablando? —rezongó Wopner.
—Mira, Macallan se había adelantado a su época. Sabía que los códigos polialfabéticos eran los más elaborados. Pero para usarlos necesitaba varios alfabetos cifrados, y no sólo uno, como era lo habitual. Claro está que en su situación no podía dejar esas tablas alfabéticas a la vista de todos. Y por eso utilizó números. Era arquitecto e ingeniero, y se esperaba que estuviera siempre trabajando con números. Podemos suponer que las tablas matemáticas, las ecuaciones hidráulicas o los anteproyectos de sus obras tenían una doble función, y escondían una tabla del código sin que nadie pudiera darse cuenta.
St. John hablaba lleno de entusiasmo, y sus mejillas habían adquirido un tinte rosado que Hatch no había visto jamás en él. Wopner también lo percibió.
—Puede que hayas dado en el clavo, muchacho —murmuró el programador, y el helado, olvidado arriba de la mesa, comenzó a derretirse—. No estoy diciendo que las cosas sean tal como dices, pero puede que sí. —Wopner acercó el teclado del ordenador—. Te diré lo que haremos. Voy a programar de nuevo el ordenador del
Cerberus
para intentar un nuevo ataque sobre un fragmento del texto. Y ahora, muchachos, dejadme trabajar. Estoy muy ocupado.
Hatch y St. John salieron de la casilla. Fuera lloviznaba. Era uno de esos días típicos de Nueva Inglaterra, en que el aire parecía exudar agua.
—Debería darle las gracias —dijo el historiador—. Usted ha tenido una idea excelente. A mí Wopner no me habría hecho caso. Ya estaba pensando en hablar con el capitán.
—No sé si mi intervención habrá servido de algo, pero me alegro de que usted así lo crea. ¿No me había dicho que Isobel me estaba buscando?
St. John asintió.
—Me ha dicho que tenía un paciente para usted en el otro extremo de la isla.
—¿Un paciente? —se alarmó Hatch—. ¿Por qué no me lo ha dicho antes?
—No es urgente —repuso St. John con una sonrisa—. No, no es para nada urgente. Ya lo verá que no importa cuánto tarde en llegar.
Cuando estaban llegando a la zona más alta de la isla, Hatch miró hacia el sur. El dique ya había sido construido, y los hombres de Streeter ahora estaban trabajando en las grandes bombas situadas en la playa del oeste. Las reparaban y afinaban para que, después de las penosas experiencias recientes, estuvieran listas para comenzar a funcionar de nuevo al día siguiente. La mole gris de Orthanc se confundía con la niebla, y la iluminación de la torre de observación arrojaba un verdoso resplandor de neón en la bruma circundante, Hatch podía ver la sombra de alguien en su interior.
Llegaron a la cima de la isla y descendieron hacia el este por un sendero fangoso que serpenteaba entre los numerosos pozos que habían sido excavados en aquella zona. Las excavaciones arqueológicas se estaban realizando en un prado muy llano situado detrás de unos escarpados riscos junto a la playa. En un extremo del prado habían montado un cobertizo portátil sobre una plataforma de bloques de cemento. La hierba del prado estaba aplastada por las pisadas, y habían marcado una zona de unos cincuenta metros cuadrados del terreno con cintas blancas como si fuera un gran tablero de damas. En el suelo había varios encerados en un desordenado montón. Hatch vio que en algunos de los cuadrados del tablero la tierra estaba removida y su color negro contrastaba fuertemente con el de la hierba húmeda. Bonterre y algunos de los excavadores estaban sobre un caballón de tierra junto a uno de estos cuadrados, enfundados en relucientes chubasqueros. En la cuadrícula vecina otro de los hombres cortaba la hierba.
Es un lugar perfecto para un campamento pirata, pensó Hatch. Queda a cubierto de las miradas, tanto desde el mar como desde el continente.
A unos cien metros del lugar estaba aparcada la furgoneta todo-terreno, en un ángulo casi imposible sobre el irregular suelo, y llevaba a remolque un gran contenedor gris. Detrás, y en fila, había varias piezas de maquinaria, montadas sobre carretillas de tres ruedas. Rankin estaba arrodillado junto a una de ellas preparándose para subirla al contenedor.
—¿De dónde salen estos juguetes? —preguntó Hatch.
—Del
Cerberus
, hombre —respondió Rankin con una sonrisa—. ¿De qué otro lugar podían salir? Son detectores estratigráficos.
—Explíquese, por favor.
La sonrisa se hizo más amplia.
—Son sensores que pueden penetrar en el suelo —explicó, y comenzó a señalar las carretillas—. Allí tiene los radares que pueden penetrar en el suelo. Detectan con gran eficacia cuerpos y minas hasta aproximadamente unos tres metros y medio de profundidad, según la longitud de onda. Después está el localizador infrarrojo, bueno para la arena, pero con una saturación relativamente baja. Y al final se encuentra…
—Está bien, está bien, ya le he comprendido —rió Hatch—. Y todo eso sirve para detectar objetos no metálicos, ¿verdad?
—Usted lo ha dicho. Pensaba que nunca tendría la oportunidad de utilizar estos aparatos. Claro que Isobel es la que ha hecho los grandes hallazgos. Yo encontré algunas cosillas aquí y allá, pero ella cantó bingo.
Hatch se despidió y se dio prisa para alcanzar a St. John. Cuando se acercaron al lugar de las excavaciones, Bonterre se separó del grupo y les salió al encuentro. Mientras iba hacia ellos, la joven se metió un pequeño pico en el cinturón y se limpió el barro de las manos en el trasero. Llevaba el pelo sujeto en una coleta y tenía el rostro y los brazos sucios de tierra.
—He encontrado al doctor Hatch —anunció gratuitamente St. John, y se deshizo en sonrisas.
—Gracias, Christopher.
Hatch se preguntó si St. John sería la última víctima de los encantos de Bonterre. Sólo así podía explicarse que hubiera cambiado sus libros por las excavaciones, el barro y la lluvia.
—Ven —dijo Isobel, y lo cogió de la mano y lo arrastró hasta el borde de la fosa—. Y ustedes, háganse a un lado —ordenó con amabilidad a los trabajadores—, que ha llegado el médico.
—¿Qué es esto? —preguntó Hatch asombrado cuando vio entre la tierra revuelta la calavera ennegrecida, y algo que parecían dos pies entre un revoltijo de huesos.
—Una tumba pirata —dijo la arqueóloga, con aire triunfal—. Salta dentro, pero ten cuidado de no pisar nada.
—De manera que éste es el paciente—. Hatch se metió en la fosa y examinó primero la calavera y luego los demás huesos—. Aunque debería decir los pacientes.
—
Pardon
?
Hatch la miró.
—A menos que este pirata tuviera dos pies derechos, aquí hay dos esqueletos.
—¿Dos? ¡Eso está
vachement bien
—exclamó Bonterre, aplaudiendo.
—¿Fueron asesinados? —preguntó Hatch.
—Monsieur le docteur, eso tiene que decirlo usted.
Hatch se agachó y examinó los huesos de cerca. Encima de una pelvis había una hebilla de bronce, y sobre los restos de un tórax se veían varios botones de metal y unos deshilachados cordoncillos de oro. Hatch golpeó suavemente la calavera, cuidando de no moverla de su nicho. Estaba vuelta hacia un costado, la boca abierta. No había ninguna patología evidente: no se veían orificios de balas de mosquetes, o huesos rotos, o marcas de cuchillo, u otros indicios de violencia. Mientras no hubieran terminado la excavación y se pudieran trasladar los huesos no sabría con seguridad qué había matado al pirata. Por otra parte, estaba claro que había sido enterrado apresuradamente, e incluso puede que arrojado a la fosa: los brazos estaban torcidos, la cabeza vuelta hacia un lado y las piernas dobladas. Se preguntó si los restos del segundo esqueleto yacían debajo, y de repente, un destello dorado cerca de uno de los pies le llamó la atención.
—¿Qué es esto? —preguntó.
En el suelo, junto a una de las tibias del esqueleto, había incrustada una masa compacta de monedas de oro y una gran piedra preciosa tallada. Habían quitado apenas la tierra que la cubría, sin extraer el pequeño tesoro.
Bonterre rió.
—Me preguntaba cuándo las verías. Creo que el caballero escondía su bolsa en la bota. Con Christopher hemos identificado, todas las monedas. Hay un mohúr de oro de la India, dos guineas inglesas, un luis de oro francés y cuatro cruzados portugueses. La gema es una esmeralda, posiblemente de los incas del Perú, y está tallada en forma de cabeza de jaguar. ¡Le habrá hecho unas buenas ampollas en el pie al pirata!
—Así que por fin tenemos ante nosotros parte del tesoro de la isla Ragged —dijo Hatch en voz baja.
—Sí —respondió ella—. Ahora deja de ser una hipótesis y es un hecho.
Mientras Hatch contemplaba la masa de oro —una pequeña fortuna numismática— comenzó a sentir un extraño cosquilleo en la espalda. Todo lo que hasta ahora era teórico se había vuelto repentinamente real.
—¿El capitán ya está enterado? —preguntó.
—Todavía no. Ven, que hay más para ver.
Pero Hatch no podía quitar los ojos del precioso metal.
¿Qué tendrá esto que su visión es tan irresistible?, pensó.
Había algo casi atávico en la reacción de los seres humanos ante el oro.
Hizo un esfuerzo para no pensar más en el tesoro y salió de la fosa.
—Ahora tienes que ver el campamento pirata propiamente dicho —le dijo Bonterre cogiéndolo del brazo—. Es aún más curioso.
Hatch la siguió hasta otra sección del yacimiento arqueológico, a unos treinta metros de la fosa. A primera vista, no parecía gran cosa: habían quitado la hierba y la primera capa de tierra en una zona de unos ochenta metros cuadrados, y en algunos lugares, donde los piratas habían encendido sus hogueras, se veía el suelo ennegrecido. También había numerosas depresiones circulares, excavadas en el suelo sin ninguna regularidad. Habían clavado en el suelo numerosas banderillas de plástico, y en cada una de ellas había un número escrito con rotulador negro.
—Las zonas redondas son probablemente depresiones producidas por las tiendas donde vivían los trabajadores que construyeron el Pozo de Agua —explicó Bonterre—. Pero mira todos los artefactos que dejaron al marcharse. Cada banderilla marca un descubrimiento. ¡Y hace menos de dos días que estamos trabajando!