Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
La arqueóloga condujo a Hatch hasta el cobertizo que les servía de depósito, y apartó un encerado. Había docenas de objetos, ordenados en filas, numerados y etiquetados. Hatch los contempló asombrado.
—Dos pistolas de chispa —señaló la joven—, tres dagas, dos hachas de abordaje, un machete y un trabuco. Un casco de metralla, varias bolsas de balas de mosquete, y otra hacha de abordaje. Una docena de ochavos, varios objetos de plata, una carta de navegación y una docena de clavos de barco de veinticinco centímetros de largo. Nunca había encontrado tantas cosas, y en tan poco tiempo. Y también encontramos esto —dijo, y cogió una moneda de oro y se la dio a Hatch—. Es muy raro, nadie puede permitirse perder doblones como éste, por rico que sea.
Ella sopesó. Era un gran doblón español, maravillosamente pesado. El oro brillaba como si la moneda hubiera sido acuñada la semana antes, y en una de las caras llevaba grabada una pesada Cruz de Jerusalén, entrelazada con el león y el castillo que simbolizaban los reinos de León y de Castilla. En el canto había grabada una inscripción:
PHILIPPVS+IV+DEI+GRAT
. Hatch sintió que el frío metal se entibiaba en su mano y que su corazón latía más deprisa.
—He aquí otro misterio —dijo Bonterre—. En el siglo XVII, los marineros nunca enterraban a los muertos con todas sus ropas, eran demasiado valiosas para desperdiciarlas de esa manera. Y si excepcionalmente se enterraba a alguien vestido, antes se le registraría, ¿no te parece? Las monedas que el muerto llevaba en la bota representaban una fortuna, incluso para un pirata. Además, ¿por qué dejaron tantas cosas? Pistolas, machetes, clavos, para un pirata esas cosas eran tan necesarias como su propia sangre. Y una carta de navegación, el medio para encontrar el camino de regreso. Nadie abandonaría estas cosas voluntariamente.
En ese momento se acercó St. John.
—Están apareciendo más huesos, Isobel —dijo tocándole el brazo.
—¿Más huesos? ¿En otra de las cuadrículas? ¡Qué emocionante, Christopher!
Regresaron al lugar de las excavaciones. Los trabajadores habían excavado un segundo cuadrado y ahora excavaban frenéticamente en un tercero. Cuando Hatch miró la nueva fosa, su emoción se convirtió en malestar. En la segunda fosa habían quedado al descubierto tres calaveras junto con un montón de huesos. Se volvió y miró a los trabajadores de la tercera cuadrícula que quitaban la tierra suelta con cepillos de púas. Hatch vio aparecer un cráneo y luego otro. Los hombres continuaron trabajando, y el suelo virgen fue dando sus frutos: un hueso alargado, después el astrágalo y el calcáneo de un talón, apuntando al cielo como si el cadáver hubiera sido enterrado boca abajo.
—Los dientes mordiendo el suelo —murmuró Hatch.
—¿Qué dice? —preguntó St. John.
—Nada. Es un verso de la Ilíada.
Nadie que respetara a sus muertos los enterraba boca abajo.
Es una fosa común, pensó Hatch, y los cuerpos fueron arrojados de grado o por fuerza.
Aquello le recordaba unos cadáveres que tuvo que examinar en América Central, campesinos víctimas de un escuadrón de la muerte.
Hasta Bonterre se había quedado callada.
—¿Qué habrá pasado aquí? —preguntó la arqueó-loga.
—No lo sé —respondió Hatch, con una sensación extraña en la boca del estómago.
—No parece haber signos de violencia en los huesos.
—En ocasiones la violencia deja huellas muy sutiles —replicó Hatch—. Pueden haber muerto a causa de una epidemia, o de hambre. Tal vez un estudio de los restos nos ayude a encontrar la respuesta.
Grandes cantidades de huesos iban quedando al descubierto; en algunos lugares había hasta tres esqueletos apilados uno encima de otro, y la llovizna empapaba los podridos jirones de sus ropas.
—¿Tú podrías examinarlos? —preguntó Bonterre.
Hatch, de pie al borde de la tumba, tardó en contestarle. Se acercaba el final del día y la luz era cada vez más escasa. Y en medio de la llovizna y la penumbra del atardecer, con el ruido distante del mar al fondo, todo parecía volverse gris y sin vida, como si algo absorbiera la vitalidad del paisaje.
—Sí —respondió por fin Hatch.
Se hizo otro largo silencio.
—¿Qué puede haber pasado aquí? —repitió Bonterre en voz muy baja, como si hablase consigo misma.
Al alba del día siguiente, los miembros de Thalassa de más rango se reunieron en la timonera del
Griffin
. Había un clima muy diferente al de desaliento que había reinado en la reunión posterior al accidente de Ken Field. Hoy había electricidad en el aire, una suerte de contenida expectación. En una punta de la mesa, Bonterre hablaba con Streeter sobre el transporte de los hallazgos de la excavación al depósito, y el resto del equipo directivo escuchaba en silencio. En el otro extremo, Wopner, más despeinado y desaseado que nunca, le hablaba a St. John en voz muy baja pero con entusiasmo, y puntuaba sus frases moviendo frenéticamente una mano. Neidelman, como era su costumbre, permanecía en sus habitaciones, invisible hasta que todos los convocados se hallaran presentes. Hatch se sirvió una taza de café y un donut inmenso y se sentó al lado de Rankin.
La puerta de la timonera se abrió y Neidelman hizo su aparición. Hatch advirtió que el estado de ánimo del capitán era similar al de los demás asistentes a la reunión.
—Quiero que esto sea para usted, Malin —dijo el capitán poniendo un objeto pequeño y pesado en la mano de Hatch.
Éste vio sorprendido que era el doblón de oro que Bonterre había encontrado el día antes. El joven miró al capitán inquisitivamente.
—Sólo es una fracción infinitesimal de la parte del tesoro que le corresponde —dijo Neidelman con una sonrisa—, pero es el primer fruto de nuestros trabajos. He querido manifestarle así nuestro agradecimiento por la difícil elección que tuvo que hacer.
Hatch le dio las gracias y guardó la moneda en el bolsillo. Se sentía muy incómodo cuando volvió a su asiento en la mesa. Por alguna razón que no acertaba a explicar, le producía rechazo la idea de llevarse el doblón lejos de la isla, como si fuera mala suerte hacerlo antes de que encontraran el tesoro.
¿Me estaré volviendo supersticioso yo también?, se preguntó medio en broma, y se dijo que guardaría la moneda en la consulta.
Neidelman se dirigió a la cabecera de la mesa y contempló a su equipo. El capitán, del que emanaba una notable energía, lucía impecable: recién duchado, bien afeitado y vestido con pantalones cortos de color caqui perfectamente planchados. En la cálida luz de la cabina sus ojos grises parecían casi blancos.
—Tengo entendido que esta mañana hay muchas cosas sobre las que informar —dijo mirando a los presentes—. Doctora Magnusen, comienza usted.
—Las bombas ya han sido reparadas, capitán —contestó la ingeniera—. Hemos puesto sensores adicionales en algunos pozos secundarios, y también dentro del dique, para poder controlar la profundidad del agua cuando vaciemos el pozo.
Neidelman hizo un gesto asintiendo y su mirada penetrante cambió de dirección.
—¿Señor Streeter?
—El dique está terminado. Las pruebas de estabilidad e integridad estructural han resultado satisfactorias. El gancho está en su lugar, y en el
Cerberus
hay un equipo de excavadores esperando mis instrucciones.
—Excelente. —Neidelman miró al equipo formado por el historiador y el programador.
—Caballeros, tengo entendido que poseen noticias de una naturaleza muy diferente.
—Ciertamente, capitán, ciertamente… —comenzó St. John.
—Chris, muchacho, deja que yo me ocupe de esto —lo interrumpió Wopner—. Hemos vencido al segundo código.
Se oyó un suspiro en toda la mesa. Hatch se inclinó hacia adelante y apretó involuntariamente los brazos del sillón.
—¿Y qué dice? —preguntó impulsivamente Bonterre.
—He dicho que lo hemos vencido, no que lo hubiéramos descifrado —respondió Wopner—. Encontramos secuencias de letras que se repetían, y programamos una hoja de contacto electrónica. Hemos descifrado una cantidad suficiente de palabras que también aparecen en la primera parte del diario como para darnos cuenta de que estamos en el buen camino.
—¿Y eso es todo? —dijo Bonterre, y se reclinó en la silla.
—¿Qué quiere decir? —protestó Wopner—. ¡Hemos dado el paso más importante! Ahora sabemos que es un código polialfabético, y que utiliza entre cinco y quince alfabetos cifrados. Cuando averigüemos el número exacto, sólo será cuestión de poner a trabajar el ordenador. Y con un análisis de palabras probables, sabremos lo que dice la segunda parte del diario en cuestión de horas.
—¿Un código polialfabético? —repitió Hatch—. Ésa ha sido la hipótesis de Christopher desde el principio, ¿verdad?
La frase provocó una mirada de agradecimiento de St. John y otra más torva de Wopner.
—¿Y los programas para las escaleras extensibles?
—He comprobado un duplicado del programa en el ordenador del
Cerberus
—respondió Wopner, apartándose un lacio mechón de pelo—. Todo va sobre ruedas. Claro que todavía no estamos trabajando en el Pozo de Agua —terminó con un gesto significativo.
—Muy bien. —Neidelman se puso de pie y caminó hasta las ventanas delanteras de la cabina, y una vez allí se volvió para mirar al grupo—. Creo que no necesito añadir mucho más. Todo está listo. A las diez en punto empezarán a funcionar las bombas y empezaremos a vaciar el Pozo de Agua. Señor Streeter, quiero que vigile muy de cerca el dique, y que nos avise al primer indicio de dificultades. Mantenga cerca la
Naiad
y la
Grampus
, por si las necesitamos. Señor Wopner, usted controlará la situación desde Isla Uno, y realizará las comprobaciones finales sobre las escaleras extensibles. Y usted, doctora Magnusen, supervisará toda la operación de bombeo desde Orthanc.
Neidelman se acercó a la mesa.
—Si todo sale de acuerdo a lo planeado, mañana, a mediodía, el pozo estará vacío. Vigilaremos de cerca la estructura mientras se estabiliza. Por la tarde nuestros equipos removerán todo aquello que impida el descenso al fondo e introducirán las escaleras. Y pasado mañana, descenderemos por primera vez al pozo.
Comenzó a hablar en voz más baja, mirando uno a uno a los presentes.
—No necesito recordarles que el Pozo de Agua, aunque esté vacío, continúa siendo un lugar muy peligroso. De hecho, al estar vacío las vigas del encofrado soportan una carga mucho mayor. Hasta que pongamos los refuerzos de titanio pueden producirse desmoronamientos. Un pequeño equipo descenderá al pozo para hacer las primeras observaciones y colocar sensores piezoeléctricos de sobrecarga en las vigas maestras. Cuando los sensores estén en su lugar, Kerry podrá calibrarlos a distancia desde Isla Uno. Si hay un repentino aumento de la sobrecarga —lo que indicaría peligro de desmoronamiento—, los sensores nos prevendrán. Están unidos a la red vía RF, de modo que tendremos una respuesta inmediata. Y cuando los sensores ya funcionen, descenderán otros equipos para levantar el plano del interior del pozo.
Neidelman puso las manos sobre la mesa.
—He pensado mucho sobre los integrantes del primer equipo, y creo que está muy claro quiénes tienen que ir. Bajarán al pozo tres personas: la doctora Bonterre, el doctor Hatch y yo mismo. Los conocimientos de arqueología, análisis del suelo y construcciones piratas de la doctora Bonterre son fundamentales en esta primera mirada al pozo. El doctor Hatch tiene que acompañarnos por si se presenta una emergencia médica. Y en cuanto al tercer miembro del equipo, voy a ejercer mis privilegios como capitán.
Neidelman sonrió apenas.
—Ya sé que la mayoría de vosotros, por no decir todos, está ansiosa por ver qué nos espera. Lo comprendo perfectamente. Y les prometo que en los próximos días todos tendrán la oportunidad de conocer muy bien —demasiado bien, sin duda—, la creación de Macallan. ¿Alguna otra pregunta, señores? Nadie dijo nada.
—Muy bien —dijo el capitán—, en ese caso, caballeros, pongamos manos a la obra.
La tarde siguiente, Hatch abandonó la isla con el ánimo muy alto. Las bombas habían trabajado en tándem todo el día y toda la noche, absorbiendo millones de litros de agua del interior del Pozo de Agua, y arrojándola de vuelta al océano. Y finalmente, después de treinta horas, las mangueras extractoras habían tocado fondo, a cuarenta y dos metros de profundidad.
Hatch había esperado ansioso en su consulta, pero a las cinco le habían comunicado que la marea alta había llegado y se había retirado sin que al parecer se filtrara agua dentro del pozo. Hubo otra ansiosa espera mientras la estructura de vigas crujía y se asentaba con su nueva carga. Los sensores sismográficos registraron algunos pequeños hundimientos, pero no era en el pozo principal sino en túneles y galerías laterales. Después de unas pocas horas, los crujidos cesaron, y la estructura pareció haberse estabilizado. El dique había resistido bien. Ahora un grupo de hombres estaba trabajando con un gancho magnetizado, limpiando los escombros que habían caído al pozo durante siglos y se habían enganchado en las vigas y las maderas del encofrado.
Hatch, después de amarrar su barco en Stormhaven, fue a la cooperativa de pescadores a comprar filetes de salmón. Después se dejó llevar por un impulso y siguió hasta Southport, a unos dieciséis kilómetros. Cuando iba por la carretera 1A, la antigua autopista de la costa, vio un relámpago que cruzaba el horizonte sobre el mar, a unos cuarenta grados, amarillo pálido contra los azules y los rosas del atardecer. Al sur, más allá de la isla Monhegan, había una masa de cúmulos, y en su interior de color acero destellaban las descargas eléctricas. Era una típica tormenta de verano, que prometía lluvia y posiblemente unos pocos rayos, pero sin la violencia necesaria para que las aguas del mar se volvieran peligrosas.
El supermercado de Southport era pequeño si se lo comparaba con los de Cambridge, pero había muchas cosas imposibles de encontrar en el supermercado de Bud. Cuando bajó del Jaguar, Hatch miró la calle en busca de caras conocidas: no quería encontrarse con alguien que lo reconociera y le comunicara a Bud su traición. Sonrió para sus adentros, pensando que un bostoniano encontraría muy extraña esta lógica de las pequeñas ciudades.
Cuando estuvo de vuelta en su casa, Hatch hizo café y guisó el salmón con limón, eneldo y espárragos, y después preparó una salsa con mahonesa y rábanos picantes. La mesa del comedor estaba cubierta con una gran lona verde, y Hatch despejó un espacio en una punta y se sentó con su cena y la
Stormhaven Gazette
. Vio, con una contradictoria mezcla de alegría y decepción, que habían relegado las noticias sobre la excavación en la isla Ragged a la segunda página. La Fiesta de la Langosta ocupaba la primera plana, así como el alce que se había metido en el almacén detrás de la ferretería de Kai Estenson, se había enfurecido y había sido tranquilizado por los guardabosques. El artículo sobre las excavaciones mencionaba que se estaban haciendo «grandes progresos, a pesar de algunos contratiempos imprevistos», y terminaba diciendo que el hombre herido en el accidente de la semana anterior ya descansaba en su domicilio. El nombre de Hatch no aparecía en el artículo, tal como él había solicitado.