Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Al menos Neidelman no podrá acusarlo de estar haciéndose el enfermo, pensó Hatch mientras le extraía una muestra de sangre para analizarla en el
Cerberus
.
A la mañana siguiente, muy temprano, Hatch fue por el sendero hasta la boca del Pozo de Agua. El ritmo de trabajo era frenético, y Bonterre, que salía del pozo con un láser manual para medir distancias, apenas si tuvo tiempo para saludarlo con un gesto y una sonrisa. Pero habían progresado mucho. La escalera estaba ahora reforzada de arriba abajo y le habían adosado un pequeño ascensor para el transporte rápido a las profundidades. Un técnico le informó que la toma de medidas y los sondeos del interior del pozo estaban prácticamente terminados. Neidelman no estaba visible, pero el técnico le dijo a Hatch que el capitán casi no había dormido en los últimos tres días, encerrado en Orthanc, dirigiendo los trabajos para reforzar la estructura del pozo.
Hatch se preguntó qué haría después el capitán. No le sorprendía que tras la muerte de Wopner se hubiera entregado de tal manera al trabajo. Pero ahora estaba casi todo hecho: la estructura de refuerzo y la escalera estaban terminadas, y muy pronto estarían trazados los planos del pozo. Sólo faltaba descender al Pozo de Agua y excavar, extremando las precauciones, en busca del tesoro.
Hatch pensó en el oro y en lo que haría con su parte. Mil millones de dólares eran una cantidad muy respetable. Puede que no fuera necesario ponerlo todo en la Fundación Johnny Hatch. No iba a ser fácil desprenderse de todo el dinero. Además, le gustaría comprarse un barco nuevo, que dejaría en su amarre de Lynn. Y se acordó también de aquella casa tan hermosa de la calle Brattle, cerca de su trabajo, que estaba en venta. Además, tenía que pensar que algún día tendría hijos, y no tenía derecho a privarlos de una generosa herencia. Cuanto más pensaba en eso, más sensato le parecía guardar unos millones, cinco quizá, o mejor diez, como reserva. A nadie le parecería mal.
Se asomó a la boca del pozo, y se preguntó si su viejo amigo Donny Truitt estaría en uno de los equipos que trabajaban en los oscuros túneles bajo sus pies. Después emprendió el camino de regreso.
Cuando Hatch llegó a Isla Uno, encontró a Magnusen ante el ordenador. Sus dedos se movían rápidamente sobre el teclado, y tenía los labios apretados en una mueca de desaprobación. Ya no había envolturas vacías de helados en el suelo, y las hileras de equipos informáticos, junto con los gruesos cables y cintas multicolores, estaban estrictamente ordenados. No quedaban huellas de Wopner. Hatch sintió por un momento, aunque sabía que era algo irracional, que limpiarlo todo tan rápido era de alguna manera ofender la memoria del programador. Magnusen, como era su costumbre, continuó con su trabajo sin hacer caso de Hatch.
Él miró alrededor un rato más.
—¡Discúlpeme! —exclamó por fin en voz muy alta, y le alegró ver que la mujer se sobresaltaba—. Quisiera una copia del diario descodificado —explicó cuando ella dejó de escribir y se volvió a mirarlo con una cara extrañamente indiferente.
—De acuerdo —respondió Magnusen, y se quedó allí esperando.
—¿Y bien?
—¿Dónde está? —replicó ella.
Aquello no tenía sentido.
—¿Dónde está qué cosa? —preguntó Hatch.
Una fugaz expresión de triunfo apareció en el rostro de la mujer antes de que volviera a cubrirlo la máscara de la indiferencia.
—La autorización del capitán. No me diga que no la tiene.
La mirada de sorpresa de él fue suficiente respuesta.
—Son disposiciones nuevas —continuó Magnusen—. Sólo hay una copia encuadernada del diario descodificado en el almacén, y nadie puede consultarla o llevársela sin autorización escrita del capitán.
Por un momento, Hatch no supo qué decir.
—Doctora Magnusen —dijo luego esforzándose por conservar la calma—, esa disposición no me concierne.
—El capitán no ha mencionado ninguna excepción.
Sin decir nada más, Hatch cogió el teléfono, marcó el número de Orthanc y preguntó por el capitán.
—¡Malin! —se oyó la voz de Neidelman—. Pensaba pasar a verle para que me informara cómo ha ido todo en Machiasport.
—Capitán, estoy en Isla Uno con la doctora Magnusen. Me dice que necesito su autorización escrita para consultar el diario de Macallan. ¿Qué significa eso?
—No es más que una formalidad por razones de seguridad —fue la respuesta—. Es una manera de controlar el acceso a la información. Ya hemos hablado de eso, no se lo tome como algo personal.
—Me temo que sí me lo tomo como algo personal.
—Malin, lo hacemos para proteger sus intereses tanto como los de Thalassa. Ahora, si me pasa a Sandra, le explicaré que usted está autorizado.
Hatch le dio el teléfono a Magnusen, que escuchó a Neidelman sin cambiar de expresión. Colgó el auricular sin decir nada, abrió un cajón y sacó una pequeña tarjeta amarilla.
—Entréguele esto al guardia en el almacén —dijo—. Tendrá que poner su nombre, la fecha y la hora, y firmarlo.
Hatch se guardó la tarjeta en el bolsillo, preguntándose por qué habría elegido Neidelman a Magnusen para aquel trabajo. ¿No estaba la mujer en la lista de sospechosos de sabotaje?
En todo caso, a la luz del día la sola idea de que hubiera un saboteador parecía inverosímil. Todos los que trabajaban en la isla estaban muy bien pagados, y algunos incluso llegarían a ganar millones. ¿Por qué arriesgaría un saboteador una ganancia segura por otra más grande, pero muy incierta? No tenía sentido.
La puerta se abrió y St. John, tan alto y desgarbado como siempre, entró al centro de mando.
—Buenos días —saludó inclinando la cabeza.
Hatch le devolvió el saludo y lo miró sorprendido ante lo mucho que había cambiado el historiador desde la muerte de Wopner. Las mejillas rozagantes y la expresión alegre habían dejado paso a un rostro demacrado y profundas ojeras debajo de los ojos enrojecidos. Y la chaqueta de tweed estaba mucho más arrugada que de costumbre.
—¿Ya está listo? —le preguntó St. John a Magnusen.
—Lo estará en un momento —respondió la mujer—. Estamos esperando una última verificación. Su amigo Wopner hizo un lío con el sistema, y ha llevado tiempo ponerlo todo en orden.
Una expresión de disgusto, de pena incluso, apareció en la cara de St. John.
Magnusen señaló la pantalla.
—Estoy conectando los datos del equipo encargado de levantar los planos con las últimas imágenes recibidas por satélite.
Hatch miró el gran monitor frente a Magnusen. Estaba cubierto por una maraña de líneas conectadas entre sí, de los más variados largos y colores. Un mensaje apareció al pie de la pantalla.
Transmisión restringida de imágenes comienza 11:23 EDT en Telstar 704. Transpondor 8Z (Banda KU) Frecuencia de enlace 14,044 MHZ. Recibiendo e integrando.
La compleja maraña de la pantalla se recompuso. St. John miró por un instante la pantalla sin decir nada.
—Me gustaría trabajar con esto un rato —dijo por fin.
Magnusen hizo un gesto de asentimiento.
—Y quisiera hacerlo solo, si no le importa.
Magnusen se puso de pie.
—Puede efectuar los cambios sobre los tres ejes con los tres botones del ratón. O bien…
—Sé muy bien cómo funciona el programa —la interrumpió el historiador.
Magnusen salió de Isla Uno sin decir una sola palabra más. St. John suspiró y se sentó en la silla que antes había ocupado la mujer. Hatch se volvió para marcharse.
—No, usted no —dijo St. John—. Sólo quería que se fuera Magnusen. Qué mujer insoportable —dijo meneando la cabeza—. ¿Ya ha visto esto? Es extraordinario, de verdad.
—No, no lo he visto —respondió Hatch—. ¿Qué es?
—El Pozo de Agua y todas las construcciones anexas. Bueno, todas aquellas cuyos planos han sido trazados.
Hatch se acercó a la pantalla. Advirtió que lo que de lejos parecía una confusión sin sentido de líneas multicolores era en realidad un perfil en tres dimensiones del pozo. St. John apretó una tecla y el complejo esquema comenzó a moverse, y el Pozo de Agua y su séquito de galerías laterales y túneles giraron lentamente en la fantasmal negrura de la pantalla del ordenador.
—¡Dios mío! —exclamó Hatch—. No me imaginaba que esto era tan complejo.
—Los equipos encargados de levantar los planos han introducido sus datos en el ordenador dos veces al día. Mi trabajo es examinar la arquitectura del Pozo de Agua en busca de paralelismos históricos. Si puedo encontrar parecidos con otras construcciones de la época, o con otras obras de Macallan, nos será más fácil descubrir y desmontar las trampas que tendió el arquitecto. Pero el trabajo me resulta muy difícil. Es muy difícil no perderse en medio de algo tan complejo. Y a pesar de lo que le he dicho a Magnusen, tengo una idea muy vaga de cómo funciona esto. Pero preferiría colgar de una horca antes que pedirle ayuda a esa mujer.
St. John pulsó unas teclas.
—Veamos si puedo dejar en pantalla solamente la construcción original.
La mayoría de las líneas de colores desaparecieron, y quedaron solamente las rojas. Ahora el diagrama tenía más sentido para Hatch: veía claramente el gran pozo central que se hundía en la tierra. A treinta metros de profundidad, un túnel llevaba hasta un gran recinto. Era la bóveda donde había muerto Wopner. A más profundidad, cerca del fondo del Pozo de Agua, seis túneles más pequeños se abrían desde el pozo central como los dedos de una mano; directamente encima de ellos, otro túnel muy largo llegaba hasta la superficie de la isla. Y había otro túnel estrecho que salía del fondo, más una pequeña serle de construcciones laterales.
St. John señaló el conjunto de seis túneles.
—Esos son los seis túneles que servían para inundar el Pozo de Agua.
—¿Seis?
—Sí, los cinco que encontramos, más otro que no tiñó el agua durante la prueba que hicimos para descubrirlos. Magnusen comentó algo acerca de un sistema de retroceso hidrológico muy bien pensado. A decir verdad, no entendí ni la mitad de lo que dijo. —El historiador frunció el ceño—. Hummm. Aquel túnel que asciende en una pendiente suave es el Pozo Boston, construido mucho más tarde. No debería aparecer junto con las construcciones originales de Macallan.
St. John pulsó unas teclas, y el Pozo Boston desapareció de la pantalla.
—Ahora bien —continuó tras dirigir una rápida mirada a Hatch—, ese túnel que se dirige hacia la playa no es parte del pozo central, y no será explorado por completo hasta dentro de unos días. Al principio pensé que era la puerta de entrada trasera al Pozo de Agua, pero al parecer termina en un punto muerto a medio camino, y sin llegar a la playa. Y no tiene ninguna abertura directa al exterior. Quizá está relacionado con la trampa en que cayó su hermano…. —St. John no supo cómo terminar la frase.
—Comprendo —consiguió decir Hatch, y su propia voz le sonó rara; respiró hondo antes seguir hablando—: Pero están haciendo todo lo necesario para poder explorarlo, ¿verdad?
—Por supuesto. —St. John miró la pantalla—. Hasta hace tres días yo admiraba a Macallan. Pero ahora mis sentimientos son otros. Sus obras eran brillantes, y no puedo condenarlo por querer vengarse del pirata que lo secuestró. Pero él sabía perfectamente que el Pozo de Agua podía matar tanto al culpable como al inocente.
St. John comenzó a hacer girar la estructura sobre su eje.
—Claro que yo, como historiador, puedo decir que Macallan tenía sobradas razones para creer que Ockham viviría lo bastante como para volver a la isla y caer en la trampa que le había tendido el arquitecto. Pero el pozo fue diseñado para perdurar, para seguir custodiando el tesoro mucho tiempo después de que Ockham muriera intentando recobrar su oro.
Pulsó otra tecla y el diagrama se iluminó con un bosque de líneas verdes.
—Aquí puede ver el encofrado del pozo principal. Miles y miles de tablas y vigas de roble, bastantes como para construir dos fragatas. La estructura fue pensada para durar cientos de años. ¿Por qué cree usted que Macallan construiría una máquina de matar tan duradera? Ahora, si usted hace girar el diagrama en este sentido… —El historiador apretó una tecla, luego otra y otra—. ¡Maldita sea! —murmuró mientras la estructura giraba rápidamente por toda la pantalla.
—¡Eh, que va a quemar el vídeo RAM si hace girar esa cosa tan rápido!
Rankin, el geólogo, estaba en la puerta, y los miraba sonriendo, su figura corpulenta no dejaba entrar la luz de la mañana.
—Apártese antes de que lo rompa —bromeó, y cerrando la puerta se acercó al ordenador. Ocupó el asiento de St. John, apretó un par de teclas y la imagen dejó de girar—. ¿Ha averiguado algo más? —le preguntó.
St. John negó con la cabeza.
—Es muy difícil ver los rasgos en común de construcciones tan diferentes. He podido ver algunas similitudes con algunas de las estructuras hidráulicas de Macallan, pero eso es todo.
—Vamos a hacerlo girar a cinco revoluciones por minuto en torno al eje Z. Veremos si eso nos inspira. —Rankin apretó unas teclas y la estructura de la pantalla comenzó a girar otra vez. El geólogo se echó hacia atrás en la silla, cruzó los brazos detrás de la cabeza y miró a Hatch—. Es increíble, pero parecía que nuestro arquitecto contó con una ayuda extraordinaria en sus excavaciones.
—¿A qué clase de ayuda se refiere?
—De la madre naturaleza —respondió el geólogo con un guiño—. Los últimos datos topográficos indican que gran parte del pozo original ya existía cuando llegaron los piratas. Quiero decir que era una formación natural. Una gran goleta vertical en la capa rocosa. Puede que Ockham eligiera esta isla por esa razón.
—No sé si le he entendido bien.
—Hay una gran cantidad de fallas y desplazamientos en las rocas metamórficas que forman el subsuelo de la isla.
—Ahora estoy seguro de que no entiendo —dijo Hatch.
—Estoy hablando de las roturas, o fallas, en los planos tectónicos que los movimientos geológicos han producido en la isla.
—¿De manera que había cavidades subterráneas por todas partes?
Rankin afirmó con la cabeza.
—Sí. Pozos y fracturas en todos los sentidos. Nuestro amigo Macallan no hizo más que ampliarlas y añadir algún túnel cuando lo necesitaba. Pero la pregunta que aún no puedo responder es ¿por qué esos movimientos geológicos se produjeron solamente en esta isla? Normalmente estas fallas y desplazamientos se ven a una escala mucho mayor. Pero en este caso parecen haberse limitado al terreno de la isla Ragged.