Read El pozo de la muerte Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga
Hatch estaba en la escalera —esperando en la húmeda oscuridad, en el corazón del Pozo de Agua—, y la voz del historiador inglés que leía el diario de Macallan parecía venir de otro mundo:
—«No me he encontrado bien los últimos días. Tengo la certeza de que Ockham tiene planes para despacharme, así como ha despachado a tantos, en el momento en que ya no me necesite para la realización de esta vil empresa. Y así, movido por la aflicción que tortura mi alma y me mantiene despierto hasta altas horas de la noche, he decidido lo que voy a hacer. Este maldito tesoro es tan maligno como el pirata Ockham, y ha traído nuestra miseria a esta isla olvidada, y han muerto muchos para que el pirata se hiciera con él. Es el tesoro del mismísimo demonio, y como a tal le trataré…»
St. John hizo una pausa y se oyó un crujir de papeles.
—¿Y por eso quiere que suspendamos la misión? —Era evidente la irritación en la voz de Neidelman.
—Hay más, capitán. Escuche: «Sé que mi final se acerca, ahora que el Pozo del Tesoro ha sido construido. Mi alma está en paz. Bajo mi dirección, el pirata Ockham y su banda han creado una tumba permanente para estas riquezas impías, obtenidas mediante tanto sufrimiento y dolor. Este botín no podrá ser recuperado por medios humanos. Y es así que he trabajado, mediante diversas estratagemas y engaños, para colocar este tesoro en una trampa tal que jamás Óckham ni hombre alguno podrán recuperarlo. El pozo es inconquistable, invencible. Ockham cree que él tiene la llave, y esa creencia le llevará a la muerte. Vosotros, que descifráis estas líneas, escuchad mi advertencia: bajar al pozo significa grave riesgo para la vida; coger el tesoro significa una muerte alerta. Vosotros que ansiáis encontrar la clave del tesoro, hallaréis en cambio la llave para el otro mundo, y vuestra carcasa se pudrirá cerca de ese infierno adonde ha ido vuestra alma.»
St. John calló, y el grupo permaneció en silencio. Hatch miró a Neidelman; los labios le temblaban ligeramente y tenía los ojos entrecerrados.
—Ya ve usted, capitán —continuó St. John—. Parece que la clave del tesoro es que no hay clave. Esa debe de haber sido la venganza póstuma de Macallan contra el pirata que lo secuestró: enterrar el tesoro de tal manera que jamás pudiera ser recuperado. Ni por Ockham ni por nadie.
—La cuestión es que el pozo no es un lugar seguro para nadie hasta que no descifremos el resto del código y lo analicemos a la luz de estos descubrimientos —intervino Streeter—. Da la impresión de que Macallan ha tendido trampas para cualquiera que…
—Tonterías —le interrumpió Neidelman—. Macallan se refiere a la trampa con explosivos que acabó hace doscientos años con la vida de Simón Rutter e inundó el pozo.
Se hizo otro largo silencio. Hatch miró a Bonterre y luego a Neidelman. La expresión del capitán continuaba siendo impenetrable.
—Capitán —volvió a oírse la voz de Streeter—, St. John no lo interpreta de esa manera…
—Algo muy discutible —lo interrumpió el capitán—. Aquí prácticamente hemos terminado, sólo nos falta poner un par de sensores y calibrarlos, y luego saldremos del pozo.
—Creo que St. John puede tener razón —dijo Hatch—. Deberíamos abreviar esta expedición, y no volver al pozo hasta no saber a qué se refería Macallan.
—Estoy de acuerdo —opinó Bonterre.
Neidelman los miró.
—Yo no, en absoluto —dijo luego con tono brusco. Cerró su bolsa y miró hacia arriba.
—¿Señor Wopner?
El programador no estaba en la escalera, y no hubo respuesta por el intercomunicador.
—Estará en el túnel, calibrando los sensores que colocamos en la cripta —dijo Bonterre.
—Entonces le diremos que salga. Dios, ese hombre debe de haber cerrado su transmisor.
El capitán comenzó a subir por la escalera, que vibró ligeramente bajo su peso.
Un momento, aquí hay algo que no está bien, pensó Hatch.
Hasta ahora, la escalera no había vibrado en ningún momento.
Y luego, aquello se repitió. Era un temblor suave, que se sentía apenas en la yema de los dedos y bajo el arco del pie. Hatch miró a Bonterre, y advirtió en la mirada de la joven que ella también lo había percibido.
—¡Doctora Magnusen, comuníquese! —dijo Neidelman, cortante—. ¿Qué está pasando?
—Todo normal, capitán.
—¿Rankin?
—Los instrumentos muestran un movimiento sísmico, pero es muy débil, por debajo del umbral de peligrosidad. ¿Hay alguna dificultad?
—En este momento advertimos… —comenzó el capitán, y de repente, una violenta sacudida retorció la escalera, e hizo que Hatch se soltara a medias.
Uno de sus pies había resbalado en el peldaño, y el joven se agarró desesperadamente para no caer. Bonterre hizo lo mismo. Hubo dos fuertes sacudidas más. Hatch oyó un ruido que venía de más arriba, como si algo se resquebrajara, y luego un rumor sordo, apenas perceptible.
—¿Qué demonios pasa? —gritó el capitán.
—¡Señor! —se oyó la voz de Magnusen—. Recibimos señales de que se está produciendo un desplazamiento del suelo cerca de donde están ustedes.
—Muy bien. Ustedes ganan. Vamos a buscar a Wopner, y saldremos de aquí de inmediato.
Subieron deprisa hasta la plataforma situada a treinta metros de profundidad; la entrada al túnel abovedado se abría encima de ellos, una boca bostezante con aliento a madera podrida y tierra. Neidelman se asomó por la entrada, iluminando la oscuridad.
—¿Wopner? Venga, deprisa, que abandonamos el pozo.
No obtuvo más respuesta que el silencio, y una brisa helada que salía del túnel.
Neidelman continuó mirando un instante dentro del túnel. Después miró a Bonterre, y luego a Hatch.
Y los tres, como impulsados por la misma idea, se soltaron de la escalera y corrieron dentro del túnel. Hatch no recordaba que el pasaje fuera tan oscuro y claustrofóbico. Hasta el aire parecía diferente.
Llegaron a la pequeña cámara de piedra. Los dos sensores piezoeléctricos estaban puestos en paredes opuestas. El ordenador portátil estaba junto a uno de los pequeños aparatos, con la antena de RF doblada en un ángulo imposible. En la cámara flotaban jirones de niebla.
—¿Wopner? —llamó Neidelman, moviendo su lámpara por toda la habitación—. ¿Dónde demonios se habrá metido?
Hatch siguió un poco más lejos y vio algo que le hizo estremecer. Una de las grandes piedras abovedadas del techo había descendido y estaba contra uno de los muros de la cámara. Hatch vio un hueco en el techo, como el que deja un diente arrancado, a través del cual caía un poco de tierra húmeda y de color pardo. En el suelo, justo donde la base de la piedra caída se apretaba contra el muro, se veía algo negro y blanco. Hatch se acercó y vio que era la punta de la zapatilla de deporte de Wopner, que asomaba por el hueco entre las grandes placas de piedra. Se agachó, y dirigió la luz de su lámpara al hueco entre la pared y la placa de piedra del techo.
—¡Dios mío! —exclamó Neidelman detrás de él.
Hatch vio a Wopner apretado entre las dos superficies de granito, un brazo inmovilizado contra el flanco y el otro doblado hacia arriba en un ángulo poco natural. La cabeza, cubierta con el casco, estaba vuelta hacia un lado y miraba a Hatch. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas.
Wopner movió los labios sin emitir ningún sonido. Por favor…
—Kerry, intente conservar la calma —dijo Hatch, y dirigió el haz de luz de la lámpara de su casco arriba y abajo de la estrecha goleta mientras cogía su intercomunicador.
Dios mío, es asombroso que aún esté con vida, pensó.
—¡Streeter! —llamó por el intercomunicador—. Tenemos un hombre atrapado entre dos losas de piedra. Envíenos gatos hidráulicos. Y también necesitaré oxígeno, sangre y suero.
Hatch se dirigió a Wopner.
—Kerry, vamos a levantar esta piedra con gatos y le sacaremos muy, muy pronto. Ahora necesito saber dónde le duele.
—No… lo sé —susurró trabajosamente Wopner—.
Me siento… me siento como si estuviera destrozado por dentro.
Wopner casi no articulaba las palabras, y Hatch advirtió que el programador apenas podía mover la mandíbula para hablar. Hatch se apartó de la pared y abrió su maletín; sacó una jeringuilla hipodérmica y preparó una inyección de morfina. Metió la mano entre las dos moles de piedra y hundió la aguja en el hombro de Wopner. El programador no dio un respingo, no se movió, no reaccionó de ninguna manera ante el pinchazo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Neidelman, detrás de Hatch, y su aliento se condensó en una nubecilla de vapor.
—¡Atrás, por favor! ¡Necesita aire!
Hatch sintió que también a él le costaba respirar, y que estaba poco menos que sin aliento.
—¡Tengan cuidado, puede haber más de una trampa! —les advirtió Bonterre a sus espaldas.
¿Una trampa?
A Hatch no se le había ocurrido que aquello podía ser una trampa. Pero solamente así se explicaba que la enorme piedra del techo se deslizara tan limpiamente hasta el suelo… Trató de coger la mano de Wopner para tomarle el pulso, pero no pudo llegar hasta ella.
—Los gatos, el oxígeno y el plasma ya están en camino —se oyó la voz de Streeter por el intercomunicador.
—Bien. Haga que bajen una camilla plegable a la plataforma a tres metros de profundidad, con tablillas inflables y un collar cervical…
—Agua —susurró Wopner.
Bonterre se adelantó y le dio a Hatch su cantina. Él metió la mano en la goleta e hizo caer un chorrillo de agua de la cantina por el costado del casco de Wopner. Cuando el programador sacó la lengua para tomar el agua, Hatch vio que la tenía de un negro azulado, y manchada de sangre.
Dónde demonios están esos gatos…
—Ayuda, por favor —susurró Wopner y tosió suavemente; unas gotitas de sangre mancharon su barbilla.
Un pulmón perforado, pensó Hatch.
—Aguante, Kerry, sólo dos minutos más —dijo con la voz más serena que pudo, y luego se apartó un paso y apretó con furia el botón del intercomunicador.
—Streeter —dijo—, ¿dónde demonios están los gatos?
Hatch se sintió mareado y aspiró una bocanada de aire.
—La calidad del aire se está deteriorando; estamos entrando en zona roja —dijo Neidelman en voz baja.
—Los gatos están bajando —se oyó la voz de Streeter entre un estrépito de ruidos parásitos.
Hatch se volvió y vio que Neidelman ya iba a buscarlos.
—¿Siente los brazos y las piernas? —le preguntó a Wopner.
—No lo sé. —Hubo una pausa, y sólo se oyó el jadeo del programador, que se esforzaba por respirar—. Puedo sentir una pierna. Parece como si tuviera el hueso fuera.
Hatch lo enfocó con su luz, pero no vio más que la tela retorcida del pantalón, empapada en sangre.
—Kerry, estoy viendo su mano izquierda. Trate de mover los dedos.
La mano, que tenía un extraño tinte azulado y estaba inflamada, permaneció un instante inmóvil. Después el índice y el dedo corazón se movieron suavemente.
Hatch suspiró aliviado.
El sistema nervioso central está bien, pensó. Si conseguimos sacarle de encima esa roca, aún podría recuperarse.
Hubo otro temblor bajo sus pies y cayó un poco más de tierra. Wopner se quejó con un sonido agudo, inhumano.
—Mon dieu, ¿qué ha sido eso? —preguntó Bonterre mirando al techo.
—Creo que será mejor que te marches —susurró Hatch.
—No, de ninguna manera.
—¿Kerry? —Hatch miró con ansiedad dentro del estrecho espacio entre la roca y el muro—. ¿Me oye, Kerry?
Wopner lo miró fijamente y un gemido bajo y ronco escapó de sus labios. Su respiración era ahora un estertor.
Hatch oyó el ruido que hacía la maquinaria fuera del túnel cuando Neidelman cogió el cable que les lanzaban desde arriba. El joven aspiró con desesperación el aire, y comenzó a sentir un extraño silbido en la cabeza.
—No puedo respirar —consiguió decir Wopner con ojos vidriosos.
—Lo está haciendo muy bien, Kerry. Aguante un poco.
Kerry jadeó y volvió a toser. De la boca le brotó un hilo de sangre que le corrió por la barbilla.
Se oyó a alguien que se acercaba deprisa, y apareció Neidelman. Dejó dos gatos hidráulicos en el suelo, seguidos por la bombona portátil de oxígeno. Hatch cogió la máscara y empezó a atornillar la boquilla al regulador. Después hizo girar el dial en la parte de arriba de la bombona y se oyó el tranquilizador zumbido del oxígeno.
Neidelman y Bonterre trabajaban con prisa febril, quitando las coberturas de plástico y montando los gatos. Hubo otro temblor de tierra, y Hatch sintió que la roca se movía bajo su mano, acercándose inexorablemente al muro.
—¡Deprisa! —Gritó, abrió el oxígeno al máximo y metió la máscara en la hendidura entre las dos rocas—. Kerry, voy a ponerle esta máscara en la cara —dijo casi sin aliento, intentando aspirar más aire para poder seguir hablando—. Quiero que respire pausadamente, aspiraciones cortas, sin esforzarse. ¿De acuerdo? Enseguida le quitaremos esa roca que lo aprisiona.
Después procedió a colocar la máscara sobre la cara de Kerry; intentó meterla por debajo del casco deformado del programador, y tuvo que adaptarla con los dedos para ajustaría a la destrozada nariz y la boca del hombre. Sólo entonces advirtió las mínimas dimensiones del espacio donde Wopner estaba apretado como una cuña. Los ojos llenos de lágrimas del joven lo miraron implorantes.
Neidelman y Bonterre trabajaban en silencio, concentrados en montar el gato hidráulico.
Hatch estiró el cuello para mirar mejor el espacio que se hacía cada vez más pequeño, y vio que la cara de Wopner estaba extrañamente alargada y tenía la boca abierta a causa de la presión. El borde del casco se le había hundido en las mejillas, que sangraban. El joven ya no podía hablar, ni gemir. Retorcía espasmódicamente la mano izquierda, acariciando la roca con las amoratadas yemas de los dedos. Un sonido leve, de aire que escapaba, salió de su boca y sus fosas nasales. Hatch sabía que la presión de la roca hacía que le fuera casi imposible respirar.
—Aquí está —dijo Neidelman, y le dio el gato; Hatch trató de meterlo en la hendidura entre las rocas, a cada instante más angosta.
—¡Es demasiado ancho! —dijo, devolviéndoselo—. ¡Achíquelo!
Hatch regresó junto a Wopner.
—Ahora, Kerry, quiero que respire conmigo. Yo contaré con usted, ¿de acuerdo? Uno… dos…
Con un violento temblor del suelo y un sonido chirriante, la gran placa de piedra se apretó aún más a la pared; Hatch sintió de repente su propia mano apretada entre las rocas. Wopner se estremeció con fuerza y su garganta hizo un ruido estertoroso. Hatch contempló horrorizado —la luz de la lámpara de su casco iluminaba el estrecho espacio con una claridad implacable— cómo los ojos del programador, que parecían a punto de salírsele de las cuencas, se volvían primero rosados, luego rojos, y finalmente negros. Se oyó romperse algo, y el casco se quebró a lo largo de la unión central. Las gotas de sudor que cubrían las mejillas y la frente de Wopner se tiñeron de rosa cuando la losa de piedra lo apretó aún más contra el muro. De uno de los oídos brotó un chorro de sangre, y también sangraron las yemas de los dedos. La mandíbula se le desencajó, cayendo hacia un lado, y la lengua le colgaba dentro de la máscara de oxígeno.