El primer día (28 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—¡Vaya cara que tienes! —dijo, y se sentó en el sillón que había dejado libre el extraño Ivory—. He estado pensando mucho esta noche —prosiguió—, así que está muy bien que te haya encontrado aquí, es absolutamente necesario que hable —contigo.

—Te escucho.

—¿Buscabas un pretexto para volver a ver a tu amiga? Sí, sí, no discutas, ¡buscabas un pretexto para volver a ver a tu amiga! Creo que no sería ninguna tontería que fueras a preguntarle las verdaderas razones por las que abandonó su colgante en tu mesilla. ¡El azar juega muchas pasadas, pero no hasta ese punto!

Hay días hechos de pequeñas conversaciones que acaban por llevarte a tomar ciertas decisiones.

—Por supuesto, me gustaría acompañarte a Etiopía —prosiguió Walter—, ¡pero no iré!

—¿He dicho yo que voy a ir a Etiopía?

—No, pero igualmente vas a ir.

—No sin ti.

—Imposible. Hydra se ha tragado todos mis ahorros.

—Si sólo es por eso, te regalo el billete.

—Y porque te digo que está fuera de discusión. Tu generosidad te honra, pero no me pongas en una situación delicada.

—No es generosidad, ¿debo recordarte lo que me hubiera pasado en Heraklion sin ti?

—No me digas que quieres contratarme como guardaespaldas, que me lo tomaré muy mal. No soy un saco de músculos, ¡tengo un diploma de contabilidad superior y de dirección de recursos humanos!

—¡Walter, no te hagas de rogar, ven!

—Es una malísima idea, y por varias razones.

—¡Dame una sola y dejo de darte la lata!

—Bueno, entonces imagínate la siguiente postal. Paisaje: Valle del Omo. Hora: de buena mañana o al mediodía, como prefieras. Según lo que me has dicho, el paisaje es espléndido. Decoración: unas excavaciones arqueológicas. Personajes: Adrián y la arqueóloga a cargo del enclave. Ahora, atiende al guión, ya verás, es delicioso. Nuestro Adrián llega en un
jeep
, está un poco polvoriento, pero mantiene su buena planta. La arqueóloga oye el coche, deja su paleta y su martillito, se quita las gafas…

—¡No creo que lleve!

—… No se quita las gafas, pero se pone de pie para descubrir que el inesperado visitante no es otro que el hombre que ella dejó en Londres, no sin tristeza. La emoción es visible en su rostro.

—Ya he comprendido el cuadro, ¿adónde quieres llegar?

—¡Calla y déjame terminar! La arqueóloga y su visitante van uno hacia el otro, ninguno sabe qué va a decir. Pero, cáspita, nadie ha prestado atención a lo que pasaba en segundo plano. Cerca del
jeep
, el bueno de Walter, con
short
de franela y gorra a cuadros, y que está hasta la coronilla de achicharrarse al sol mientras los dos tórtolos se besan a cámara lenta, pregunta a quien quiera hacerle algo de caso qué hay que hacer con el equipaje. ¿No encuentras que eso arruina por completo la escena? Y ahora, ¿ya estás resuelto a irte solo o quieres que te dibuje otra estampa?

Walter acabó por convencerme de que hiciera el viaje, aunque creo que ya había tomado la decisión.

En cuanto obtuve un visado y organicé mi llegada, embarqué en Heathrow para aterrizar diez horas después en Adís Abeba.

El mismo día, un tal Ivory, que no era ajeno a ese viaje, llegaba a París.

A los miembros de la comisión,

Nuestro sujeto ha volado hoy, camino de Adís Abeba. Inútil insistir en lo que eso supone. Sin asociarnos con nuestros amigos chinos, que conservan un cierto número de intereses en Etiopía, nos será difícil proseguir nuestra vigilancia. Propongo que nos reunamos mañana.

Cordialmente,

Amsterdam

Jan Vackeers apartó el teclado de su ordenador y se volvió a inclinar sobre el informe que le había remitido uno de sus colaboradores. Miró por enésima vez la foto tomada desde fuera de un café londinense y en la que se veía a Ivory desayunando en compañía de Adrián.

Vackeers encendió su mechero, puso la fotografía en un cenicero y le prendió fuego. Cuando acabó de consumirse, cerró el informe y murmuró:

—No sé por cuánto tiempo podré ocultar a nuestros colegas la partida que estás jugando en solitario. ¡Qué Dios te guarde!

Ivory esperaba pacientemente en la cola de los taxis del aeropuerto de Orly.

Cuando llegó su turno, se instaló en la parte trasera de un coche y dio un pequeño trozo de papel al chófer. En él figuraba la dirección de una imprenta que se encontraba cerca del bulevar de Sebastopol. La circulación era fluida, estaría allí en una media hora.

En su despacho de Roma, Lorenzo leyó el correo de Vackeers, descolgó el teléfono y pidió a su secretaria que viniera.

—¿Tenemos todavía contactos activos en Etiopía?

—Sí, señor, dos personas sobre el terreno. Justamente acabo de reactualizar el dossier africano para su reunión en el gabinete de Asuntos Exteriores la semana que viene.

Lorenzo tendió a su secretaria una fotografía y un horario garabateado en una hoja de papel.

—Contacte con ellos. Que me informen de los desplazamientos, encuentros y conversaciones de este hombre, que aterrizará en Adís Abeba en un vuelo procedente de Londres mañana por la mañana. Es un súbdito británico, así que es necesario mantener discreción. Diga a nuestros hombres que renuncien a la vigilancia antes que ser descubiertos. No mencione esta investigación en ningún informe, desearía que por ahora fuera lo más confidencial posible.

La secretaria cogió los documentos que Lorenzo le presentaba y se retiró.

Etiopía

La escala en el aeropuerto de Adís Abeba no duró más que una hora. En cuanto me sellaron el pasaporte y recuperé mi equipaje, embarqué a bordo de un pequeño avión en dirección al aeródromo de Jinka.

Las alas de aquel viejo cacharro estaban tan oxidadas que me preguntaba cómo podía seguir volando todavía. La ventanilla de la cabina estaba manchada de aceite. Con excepción de la brújula, cuya aguja pataleaba, todos los cuadrantes del tablero de mando parecían inertes. El piloto no parecía preocuparse demasiado. Cuando el motor resoplaba, se contentaba con tirar o empujar la manecilla del gas, buscando el nivel que le parecía más adecuado. Tenía la capacidad para volar tanto con la vista como con el oído.

Pero bajo las alas ajadas de aquel viejo armatoste desfilaban en impresionante barahúnda los paisajes más bellos de África.

Las ruedas rebotaron al aterrizar, antes de que nos inmovilizáramos en medio de una espesa nube de polvo. Unos cuantos chavales se precipitaron hacia nosotros y temí que alguno de ellos fuera enganchado por la hélice. El piloto se inclinó hacia mí para abrir mi portezuela, lanzó mi bolsa fuera y comprendí que nuestros caminos se separaban allí.

Apenas había puesto pie en tierra cuando su avión dio media vuelta. Tuve el tiempo justo para volverme y ver cómo se alejaba por encima de los eucaliptos.

Me encontré solo en medio de ninguna parte y lamenté amargamente no haber conseguido convencer a Walter para que me acompañase. Sentado sobre un viejo bidón de aceite, con la bolsa a mis pies, miré la naturaleza salvaje que me rodeaba, el sol poniente, y me di cuenta de que no tenía la menor idea de dónde pasaría la noche.

Un hombre con una camiseta deshilachada vino a mi encuentro y me ofreció su ayuda, o al menos eso es lo que creí comprender. Explicarle que estaba buscando a una arqueóloga que trabajaba no lejos de allí me exigió proezas de inventiva. Me acordé del juego que disfrutábamos en familia y en el que, mediante gestos, tenías que hacer que los otros adivinaran una situación o simplemente una palabra. ¡Nunca gané a ese juego! Me puse a hacer algo parecido a cavar la tierra y a entusiasmarme ante un trozo de madera como si hubiera descubierto un tesoro, pero mi interlocutor parecía tan afligido que acabé por renunciar. El hombre se encogió de hombros y se fue.

Reapareció diez minutos después con un muchacho que me habló primero en francés, después en inglés y por último mezclando un poco ambas lenguas. Me explicó que tres equipos de arqueólogos estaban trabajando en la región. Uno, a sesenta kilómetros al norte de donde estábamos, un segundo en el Valle del Rift, en Kenia, y un tercero, llegado hacía poco, había instalado un campamento a unos cien kilómetros al nordeste del lago Turkana. Por fin había localizado a Keira, ya sólo me quedaba encontrar la manera de reunirme con ella.

El joven me indicó que lo siguiera. El hombre que había venido a recibirme se ofrecía a albergarme por la noche. No sabía cómo agradecérselo y lo seguí, confesándome que si un etíope, perdido en las calles de Londres como yo lo estaba allí aquella tarde, me hubiera pedido cómo seguir su camino, probablemente yo no hubiera tenido la generosidad de ofrecerle mi techo. Fuera diferencia de costumbres o prejuicios, en cualquier caso me sentí muy estúpido.

Mi anfitrión compartió su cena conmigo y el muchacho se quedó en nuestra compañía. No dejaba de mirarme fijamente. Yo había puesto mi chaqueta sobre un taburete y, sin ningún reparo, se entretuvo rebuscando en los bolsillos. Encontró el colgante de Keira y lo volvió a poner rápidamente en su sitio. Tuve de repente la impresión de que mi presencia ya no le gustaba y, sin decir nada, dejó la choza.

Dormí sobre una estera y me desperté al alba. Tras haber degustado uno de los mejores cafés que haya tomado en mi vida, me fui a dar una vuelta hasta la pequeña pista de aviación, buscando el medio de proseguir mi viaje. El sitio tenía mucho encanto, pero no se trataba de eternizarme allí.

Oí un ruido de motor a lo lejos. Una nube de polvo rodeaba un gran 4 x 4 que venía en mi dirección. El vehículo todo-terreno paró en la pista y bajaron dos hombres. Eran italianos. La suerte me sonreía, porque hablaban un inglés bastante aceptable y tenían un aspecto simpático. No muy asombrados por verme allí, me preguntaron adónde iba. Les mostré con el dedo un punto en el mapa que habían desplegado sobre el capó de su coche y rápidamente se ofrecieron a acercarme a mi destino.

Su presencia, más aún que la mía, parecía disgustar al joven. ¿Era un resabio del período en el que Etiopía estuvo colonizada por Italia? Yo no lo sabía, pero mis milagrosos guías, decididamente no le gustaban.

Después de haber dado las gracias calurosamente por la hospitalidad, subí a bordo del 4 x 4. Durante todo el trayecto, mis dos italianos me preguntaron mil y una cosas sobre mi trabajo, sobre mi vida tanto en Atacama como en Londres y sobre las razones de mi viaje a Etiopía. Yo no tenía ningunas ganas de hablar sobre este último punto y me contenté con decirles que venía a encontrarme con una mujer, lo que para dos romanos justificaba ir hasta el fin del mundo. A mi vez, les pregunté sobre su presencia allí. Exportaban tejidos, dirigían una sociedad en Adís Abeba y, enamorados como estaban de Etiopía, exploraban el país en cuanto tenían ocasión.

Era difícil localizar de manera precisa el sitio al que quería ir y nada garantizaba que se pudiera acceder a él por carretera. El chófer propuso dejarme en un pueblo de pescadores a orillas del Omo; desde allí me sería fácil pagar una plaza en una embarcación que bajara por el río. Tendría así más posibilidades de encontrar el campamento arqueológico que buscaba. Parecían conocer bien la región, así que me encomendé a ellos y seguí su consejo. El que no conducía me ofreció sus servicios como traductor. En el tiempo que llevaba en el país, había adquirido algunos rudimentos en la práctica de los dialectos etíopes y estaba seguro de encontrar un pescador que aceptara llevarme a bordo de su piragua.

A media tarde dije adiós a mis acompañantes, y la frágil embarcación en la que acababan de subirme se alejó de la orilla y se dejó llevar por la corriente.

Encontrar a Keira no era tan sencillo como mis amigos italianos habían supuesto. El río Omo se divide en muchos brazos y cada vez que la piragua escogía una vía navegable en detrimento de otra, me preguntaba si no íbamos a pasar el campamento sin darnos cuenta.

Hubiera querido apreciar el esplendor de los paisajes que iba descubriendo a cada meandro, pero mi mente estaba ocupada buscando las palabras que diría a Keira si lograba dar con ella, y en cómo le explicaría el objetivo de mi visita, del que ni yo mismo estaba seguro.

El río se hundía entre farallones de tierra pardusca que prohibían cualquier descuido en la navegación. El piragüista cuidaba de mantenernos en medio del curso del río. Un nuevo Valle se abrió ante nosotros, y vi por fin en la cima de una pequeña colina el campamento que tanto ansiaba descubrir.

Atracamos en una playita de arena y barro. Cogí mi bolsa, me despedí del pescador que me había llevado hasta allí y me interné por un pequeño sendero abierto entre las altas hierbas. Me crucé con un francés que se extrañó de mi presencia. Le pregunté si una tal Keira trabajaba por allí, señaló con el dedo hacia el norte y siguió con sus ocupaciones.

Un poco más arriba atravesé un campamento de tiendas y llegué a la vera del terreno de excavaciones arqueológicas.

Habían cavado la tierra por cuadrados y los bordes de cada agujero estaban delimitados por estacas y cordeles. Los dos primeros que observé estaban vacíos, pero vi a dos hombres que trabajaban en un tercero. Un poco más lejos, otros cepillaban cuidadosamente el suelo con unos pinceles. Desde donde me encontraba se hubiera podido creer que lo estaban peinando. Nadie me prestaba atención y yo continué avanzando por el sendero que formaban los taludes entre una y otra excavación, al menos hasta que a mis espaldas una andanada de injurias me detuvo en seco. Uno de mis compatriotas (su inglés era perfecto) preguntó gritando quién era el imbécil que se estaba paseando por en medio de las excavaciones. Una rápida ojeada al horizonte me bastó para percatarme de que el imbécil en cuestión no podía ser otro más que yo.

Es difícil imaginar un mejor preámbulo para un reencuentro que ya me tenía sobre ascuas. Ser tratado de cretino en medio de ninguna parte no
está
al alcance de cualquier recién llegado. Una decena de cabezas surgieron de los agujeros, como una tribu de suricatas emergiendo de sus madrigueras cuando se anuncia un peligro. Un hombre muy corpulento me conminó, esta vez en alemán, a que me largara inmediatamente.

No controlo mucho el alemán, pero bastaba muy poco vocabulario para comprender que no estaba bromeando. Y de repente, en medio de todas esas miradas acusadoras, apareció la de Keira, que se había puesto de pie a su vez…

… ¡Y nada se desarrolló como Walter había predicho!

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