El primer día (31 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—No nos habremos visto mucho.

—Nadie tiene la culpa de que tengas que ir imperativamente al lago.

Escondí mi humor de perros lo mejor que pude y di las gracias a Keira por el coche. Me acompañó hasta el pueblo y fue a hablar con el jefe. Veinte minutos más tarde, volvíamos con él. Hacía mucho tiempo que no tenía la ocasión de visitar el lago Turkana; a su edad ya no podía hacer el viaje por el río y estaba encantado de aprovechar el vehículo. Prometió llevarme hasta la orilla enfrente del volcán. Una vez allí, encontraría fácilmente una piragua. En cuanto hiciera un par de recados, acompañaría a Keira a su campamento y nos pondríamos en marcha.

Keira bajó del 4 x 4 y lo rodeó para venir a apoyarse en mi ventanilla.

—No tardes mucho para que podamos pasar juntos un rato antes de que te vayas. Espero que encuentres lo que buscas.

Lo que había venido a buscar estaba justo ante mis ojos, pero necesitaría todavía un poco de tiempo antes de confesarlo.

Había llegado el momento de partir y me dispuse a remontar el caminito que unía la pista al campamento. La caja de cambios crujió y Keira me aconsejó que durante el viaje apretase fuerte el pedal del embrague. Cuando el coche empezó a recular, Keira se puso a correr y llegó a mi altura.

—¿Podrías retrasar tu salida unos minutos?

—Sí, claro, ¿por qué?

—Para que diga a Eric que se haga cargo de la dirección de la excavación hasta mañana y prepare una bolsa. Haces que haga cosas muy raras.

El jefe del pueblo se había adormilado en el asiento trasero y ni siquiera se dio cuenta de que Keira se nos había unido.

—¿Lo llevamos de todas maneras? —pregunté.

—Sería bastante grosero dejarlo ahora en la cuneta.

—Y además te servirá de carabina —añadí.

Keira me pegó en el hombro y me hizo una señal para ponernos en marcha.

No había exagerado, la pista era una sucesión interminable de baches. Me aferré al volante intentando controlar la dirección para no atascarme en uno de ellos. En una hora habíamos recorrido apenas diez kilómetros; a ese ritmo, no llegaríamos a nuestro destino ese día.

Una sacudida más fuerte que las otras despertó a nuestro pasajero. El jefe del pueblo se desperezó y nos señaló un sendero apenas visible en una curva; comprendí por sus gesticulaciones que quería aprovechar un atajo. Keira me incitó a seguir sus recomendaciones. La pista se había borrado totalmente y subíamos por la ladera de una colina. De repente, apareció ante nosotros una vasta llanura con reflejos dorados por el sol. Bajo nuestras ruedas, el suelo se había suavizado y pude por fin acelerar un poco. Cuatro horas más tarde, el jefe me pidió que parara. Bajó del coche y se alejó.

Keira y yo lo seguimos. Fuimos tras los pasos de nuestro guía hasta el borde de un pequeño farallón. El anciano nos mostró el delta del río; abajo, el majestuoso lago Turkana se extendía por más de doscientos kilómetros. De sus tres islotes volcánicos, sólo era visible el situado al norte, por lo que tendríamos todavía que viajar un buen rato antes de alcanzar nuestro destino.

En la orilla keniana, colonias de flamencos rosas volaban formando largas y gráciles curvas en el cielo. Las lagunas de yeso daban a las aguas del lago un tinte ámbar que, más lejos, viraba al verde. Ahora comprendía mejor por qué le llamaban el lago de Jade.

Tras volver a subir al 4 x 4, cogimos un sendero de guijarros para alcanzar la parte septentrional del lago.

Aparte de un rebaño de antílopes, el lugar estaba desierto. Recorrimos kilómetros y kilómetros sin cruzarnos con ninguna alma viviente. En algunos sitios, las tierras blanqueadas por las salinas reflejaban la luz, hasta el punto de deslumbrarnos. Por otra parte, una especie de vegetación se había adentrado en el desierto; en un paisaje de altas hierbas, se alzó la cabeza de una cría de búfalo extraviada.

Un cartel plantado en medio de la llanura nos indicó que habíamos entrado en Kenia. Atravesamos un pueblo de nómadas, en el que algunas casas de adobe daban testimonio de que algunos de ellos se habían sedentarizado. Para rodear un macizo rocoso, la pista se alejaba de la orilla y, durante un tiempo, perdimos el lago de vista; aquella pista árida parecía no acabar nunca.

—Pronto llegaremos a Koobi Fora —dijo Keira.

Koobi Fora era un enclave arqueológico descubierto por Richard Leakey, un antropólogo cuyo trabajo Keira admiraba mucho. Había sacado a la luz centenares de fósiles, entre los que se contaban esqueletos de australopitecus así como muchas herramientas de piedra. Pero el descubrimiento más importante había sido el de los restos de un
Homo habilis
, el ancestro más directo del hombre, que vivió hace unos dos millones de años. Cuando pasábamos por el terreno de excavaciones, Keira volvió la cabeza, y adiviné que soñaba en un momento en que algunos viajeros pasarían ante un lugar marcado por uno de sus descubrimientos.

Una hora más tarde, llegamos casi al término del viaje.

Algunos pescadores estaban al borde del lago. El jefe habló con ellos y, como nos había prometido, consiguió que nos dejaran embarcar en una canoa a motor. Él prefirió quedarse en la orilla. Había hecho aquel largo viaje para contemplar ese mágico paisaje por última vez en su vida.

Mientras nos alejábamos de la costa, vi una polvareda en la lejanía, un coche sin duda, pero mi mirada se desvió hacia la isla del centro, a la que también llamaban la isla de la cara rara, porque tres de sus cráteres formaban el dibujo de un par de ojos y una boca. El islote contaba en total con doce cráteres. Cada uno de los tres principales albergaba en su centro un pequeño lago. Apenas desembarcados en una playa de arena negra, Keira me hizo escalar una pared abrupta. La tierra de basalto se pulverizaba bajo nuestros pies. Necesitamos casi una hora para alcanzar la cima del volcán. A trescientos metros de altitud, la vista panorámica era impresionante. No podía dejar de imaginar que bajo aquellas tranquilas aguas dormitaba un monstruo de una incalculable potencia devastadora.

Para tranquilizarme, Keira me informó de que la última manifestación volcánica se remontaba a tiempos muy lejanos, pero añadió, con aire burlón, que en 1974 el cráter había conocido violentos espasmos, no una erupción propiamente dicha, pero sacudidas lo suficientemente intensas como para que grandes nubes de vapor de azufre fueran visibles desde las orillas del gran lago. ¿Eran esos sobresaltos los que habían hecho resurgir de las entrañas de la Tierra el colgante que ella llevaba alrededor del cuello? Y si ése era el caso, ¿desde hacía cuánto tiempo reposaba allí?

—Aquí es donde Harry lo encontró —me dijo Keira—. ¿Eso te ayuda?

Saqué de mi mochila el GPS que había llevado y observé la posición que indicaba. Nos encontrábamos a 3º 29' al norte del ecuador y a 36° 04' de longitud este.

—¿Has encontrado lo que buscabas?

—Todavía no —le respondí—, cuando vuelva a Londres tendré que hacer toda una serie de cálculos.

—¿Para qué?

—Para verificar la correspondencia entre la cúpula celeste que podemos observar desde aquí y la que nos ha desvelado tu colgante. Quizá obtenga así preciosas informaciones.

—¿Y no podías encontrar estas coordenadas en un mapa?

—Sí, pero no es como estar sobre el terreno.

—¿Qué tiene de diferente?

—No es lo mismo, eso es todo.

Al decir eso, enrojecí como un imbécil. «Qué torpe eres», me hubiera dicho Walter de haber estado allí.

El sol descendía, teníamos que volver a bajar a la playa de arena negra y recuperar nuestra embarcación. Aquella noche dormiríamos en el pueblo nómada que nos habíamos cruzado al venir.

Al acercarnos a la orilla, Keira y yo notamos que algo no iba bien. Las puertas del 4 x 4 estaban abiertas y el jefe del pueblo había desaparecido.

—Debe estar descansando en el interior —dijo Keira para tranquilizarse, pero ambos estábamos inquietos.

Los pescadores nos dejaron en la orilla y se fueron en seguida lago adentro para llegar a su casa antes de la caída de la noche. Keira se precipitó hacia el coche y la seguí para constatar que había pasado lo peor.

El jefe del pueblo estaba tendido en el suelo, con la cara contra la tierra. Un delgado hilillo de sangre ya ennegrecida salía de su cabeza y desaparecía entre las piedras. Keira se inclinó sobre él y lo giró con mil precauciones, pero sus ojos vidriosos no dejaban albergar ninguna duda sobre su suerte. Keira se arrodilló y la vi llorar por vez primera.

—Sin duda ha tenido un mareo y se ha caído, no tendríamos que haberlo dejado solo —dijo sollozando.

La cogí entre mis brazos y permanecimos así, velando el cuerpo de aquel hombre cuya muerte me afectaba extrañamente.

La noche, de un azul profundo, resplandecía sobre nosotros y sobre el último sueño de un anciano jefe de tribu. Yo confiaba en que aquella noche luciera una estrella más en el cielo.

—Mañana por la mañana habrá que avisar a las autoridades.

—No, eso sí que no —me dijo Keira—, aquí estamos en territorio keniano, si la policía se mezcla, se quedarán con el cuerpo mientras hacen una investigación. Si le hacen la autopsia, sería un ultraje terrible para la tribu. Tenemos que llevarlo con los suyos, tiene que ser enterrado antes de veinticuatro horas. Su pueblo querrá honrarlo como es debido, es un personaje importante para ellos, su guía, por su prudencia y su sabiduría. No hay que infringir sus ritos. El mero hecho de que haya muerto en tierra extraña será ya un drama. Muchos verán en ello una forma de maldición.

Lo cubrimos con una manta y cuando nos instalamos en la parte trasera del 4 x 4, noté unas huellas de neumático al lado de nuestro vehículo. Volví a pensar en la polvareda que había visto unas horas antes, cuando íbamos hacia la isla del centro. ¿Podía ser que la muerte del anciano jefe no fuera el resultado de un mareo y una mala caída? ¿Qué había pasado realmente en nuestra ausencia? Mientras Keira se acostaba, estudié el suelo con la ayuda de una linterna que había encontrado en la guantera. Había marcas de suelas alrededor del coche y eran demasiadas para que fueran las nuestras. ¿Eran las de los pescadores que nos habían acompañado? No recordaba que se hubieran alejado de su embarcación y estaba casi seguro de que éramos nosotros los que habíamos ido a su encuentro. Preferí no comentarlo con Keira; ya estaba bastante triste y no quería inquietarla con sospechas que no tenían otro fundamento que algunas marcas de goma y de zapatos en el polvoriento suelo de la orilla del lago.

Dormimos unas horas directamente en el suelo.

Al alba, Keira se puso al volante. Subíamos hacia el Valle del Omo cuando murmuró:

—Mi padre murió de la misma forma. Yo había salido a hacer unas compras y, cuando volví, lo encontré tirado en la escalera de casa.

—Lo siento —farfullé torpemente.

—¿Sabes?, lo más terrible no fue verlo allí, sobre los peldaños, cabeza abajo, y con los pies delante de la puerta; no, lo peor vino después. Cuando se llevaron su cuerpo, volví a su habitación y vi las sábanas arrugadas. Adiviné los gestos que había hecho aquella mañana, sus últimos pasos tras levantarse de la cama. Lo imaginé yendo hacia la cortina, que había entreabierto para ver el tiempo que hacía. Para él, era un ritual que le importaba más que todas las noticias que pudiera leer en el periódico. Encontré su taza de café en el fregadero de la cocina, la mantequilla estaba todavía en la mesa junto a un trozo de pan medió mordisqueado.

Mirando los objetos cotidianos, como un cuchillo para la mantequilla, es cuando uno se da cuenta de que alguien se ha ido y no volverá más; un estúpido cuchillo que corta para siempre rodajas de soledad en nuestra vida.

Escuchando a Keira, me di cuenta de por qué había llevado su collar a Grecia, por qué no había salido de mi bolsillo desde el día en que lo dejó sobre mi mesilla antes de irse.

Llegamos al pueblo a última hora de la tarde. Cuando Keira salió del coche, los mursis comprendieron que había pasado algo grave. Los que estaban en la plaza central se quedaron inmóviles. Keira los miraba, llorando, pero ninguno se acercó para consolarla. Abrí la puerta trasera y cogí el cuerpo del viejo jefe en mis brazos. Lo deposité en el suelo e incliné la cabeza en señal de recogimiento. Un largo lamento recorrió la asamblea; las mujeres levantaron los brazos al cielo y se pusieron a gritar. Los hombres se habían acercado al cuerpo de su jefe. Su hijo levantó la manta y acarició lentamente la frente de su padre. Con el rostro demudado, se enderezó y nos miró con dureza. Comprendí por su mirada que no éramos bienvenidos. Para ellos, daba lo mismo lo que hubiera pasado, su viejo jefe había partido con nosotros vivo y se lo devolvíamos muerto. Sentía que la hostilidad hacia nosotros iba creciendo a cada instante. Cogí a Keira por el brazo y la guié hacia el coche.

—No te vuelvas —le dije.

Cuando entramos en el 4 x 4, los aldeanos se arremolinaron a nuestro alrededor, rodeando el vehículo. Una lanza rebotó en el capó, una segunda arrancó el retrovisor, y Keira tuvo el tiempo justo para gritarme que me agachara cuando una tercera destrozó el parabrisas. Puse la marcha atrás, el coche dio un salto, lo enderecé, conseguí dar media vuelta y huimos fuera del pueblo.

La encolerizada horda no nos siguió. Diez minutos después, llegábamos al campamento. Al ver el estado del 4 x 4 y la palidez de Keira, Eric se inquietó y le relaté nuestras desgracias. Todo el equipo de arqueólogos se reunió alrededor del fuego para decidir qué conducta seguir.

Todo el mundo estaba de acuerdo en predecir que el futuro del grupo estaba comprometido. Me ofrecí para ir por la mañana al poblado, hablar «entre caballeros» con el hijo del jefe y explicarle que nosotros no teníamos nada que ver con el triste fallecimiento de su padre.

Mis palabras encolerizaron a Eric y demostraron hasta qué punto yo no era consciente de la gravedad de la situación. No estábamos en Londres, vociferó, la ira de los campesinos no se apaciguaría entorno a una taza de té. El hijo del jefe querría un culpable y no pasaría mucho tiempo sin que el campamento fuera objeto de represalias.

—Vosotros dos tenéis que poneros a salvo —dijo Eric—. Tenéis que iros.

Keira se levantó y se excusó ante sus colegas, no se sentía bien. Al pasar por delante de mí, me pidió que fuera a dormir a otro sitio, necesitaba estar sola. Yo dejé la asamblea para seguirla.

—Puedes estar orgulloso de ti, acabas de mandarlo todo a paseo —me dijo sin aminorar el paso.

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