El primer hombre de Roma (108 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Nada de suerte! —terció enérgicamente Publio Rutilio Rufo, que estaba a la escucha—. ¡Hay que saber reconocer sus méritos!

 

Y ya no pudieron decir nada más (escribió Rutilio Rufo a Cayo Mario). Como bien sabes, no apruebo todos esos consulados consecutivos ni a algunos de tus voraces amigos, pero confieso que me exaspera extraordinariamente ver esa envidia y desprecio en hombres que deberían tener la suficiente entereza para ser ecuánimes. Esopo los calificaba acertadamente de uvas agrias. ¿Has visto mayor insensatez que atribuir tus éxitos y sus fracasos a la suerte? La verdad es que un hombre es factor de su propia suerte. Me dan ganas de escupir cuando los oigo denigrar tu estupenda victoria.

Se acabó ese tema, porque me va a dar una apoplejía. Y hablando de esos voraces amigos tuyos, Cayo Servilio Glaucia, que asumió su cargo de tribuno de la plebe hace una semana, está ya levantando un buen revuelo en el Foro. Ha convocado su primer contio para discutir un nuevo proyecto de ley que piensa promulgar con idea de deshacer la faena del héroe de Tolosa, Quinto Servilio Cepio, en caso de que su exilio en Esmirna dure toda la vida. ¡No me gusta ese hombre y nunca me gustó! Glaucia va a devolver el tribunal de extorsiones a los caballeros, con todas las atribuciones subsidiarias. Si se aprueba la ley —y yo creo que sí—, a partir de ahora el Estado podrá recuperarse de daños o de propiedades ilícitamente enajenadas, o de fondos especulados, directamente de sus últimos beneficiarios o de los primeros responsables. De este modo, antes de que un gobernador rapaz pueda poner sus mal adquiridos bienes a nombre de su tía Lucia o del tata de su esposa, o de alguien tan allegado como su hijo, con la ley de Glaucia también éstos tendrán que rascarse la bolsa.

Supongo que esto es de justicia, pero, ¿adónde nos conducirá una legislación como ésta, Cayo Mario? ¡Da al Estado demasiado poder, y no digamos dinero! ¡Fomenta los demagogos y los burócratas! Hay algo terriblemente alentador de meterse a la política para enriquecerse. Es normal, es humano; es perdonable. Comprensible. A los que hay que vigilar es a los que se dedican a la política para cambiar el mundo. Esos son el verdadero mal: los del poder por el poder y los altruistas. No es sano pensar anticipadamente sobre el fúturo. Hay gente que no lo merece. ¿Te dije que era escéptico? Pues sí, lo soy. Aunque a veces —sólo a veces— me pregunto si no me estoy volviendo bastante cínico.

He oído que dentro de poco estarás en Roma. ¡Estoy deseándolo! Quiero ver la cara que pone el Meneítos nada más verte. Catulo César ha sido nombrado procónsul de la Galia itálica, como seguramente tú imaginabas, y ya se ha reincorporado a su ejército en Placentia. Ten cuidado porque intentará atribuirse el mérito de la próxima victoria si le dejas. Espero que Lucio Cornelio Sila siga siendo tan leal como antes, aunque haya muerto Julilla.

En el aspecto diplomático, Bataces y sus sacerdotes se han decidido finalmente a regresar a su país. Hasta Brundisium llegan los lamentos de varias damas de alto linaje. Ahora somos anfitriones de una embajada menos imponente y amenazadora. Viene en nombre nada menos que del joven rey que ha conseguido anexionarse la mayor parte del territorio en torno al mar Euxino, Mitrídates del Ponto. Quiere un tratado de amistad y alianza, pero Escauro no está a favor de ello. No sé por qué. ¿Tendrá, acaso, algo que ver con la fuerte influencia de los agentes del rey Nicomedes de nuestra aliada Bitinia? Edepol, edepol, ¡de nuevo esa horrible vena escéptica! No, Cayo Mario, no es una vena cínica. Al menos, por ahora.

Para terminar, algo de chismorreo y noticias privadas. El padre conscripto Marco Calpurnio Bibulo es padre de un hijo y heredero, lo que ha causado gratas expresiones de júbilo por parte de los Domitios Ahenobarbos y Servilios Cepios, aunque he advertido que los Calpurnios Pisones han mantenido su aire de indiferencia. Aunque parece ser el destino de algunos ancianos venerables casarse con colegialas, es más habitual en ellos acabar en brazos de la muerte. Ha muerto Cayo Lucilio, nuestro, nunca mejor dicho, gigante. De verdad que lo siento bastante. ¡Era un plomo en la vida real, pero por escrito era brillantísimo! También lamento, esta vez muy sinceramente, la muerte de tu anciana Marta la siria. Ya sé que lo sabes porque te escribió Julia, pero yo echaré de menos a la vieja bruja. El Meneítos echaba espumarajos cuando la veía por Roma en su llamativa litera púrpura. Tu querida Julia también lamenta su muerte. Por cierto, espero que sepas apreciar a la joya con quien estás casado. No conozco muchas esposas que sientan pena por la muerte de un huésped que llegó para estar un mes y se quedó para siempre, y más un huésped que se tomaba como etiqueta escupir en el suelo y mear en el estanque.

Acabo repitiendo tus propias palabras. "¡Viva Roma!" ¿Cómo has podido, Cayo Mario? ¡Qué engreimiento!

El décimo año (101 a. JC.)
EN EL CONSULADO DE CAYO MARIO (V) Y MANIO AQUILIO
El undécimo año (100 a. JC.)
EN EL CONSULADO DE CAYO MARIO (VI) Y LUCIO VALERIO FLACO

 

S
ila tenía razón. Los cimbros no tenían interés alguno en cruzar el Padus. Como vacas sueltas en un gran prado, se dedicaron a dispersarse plácidamente por la mitad oriental de la Galia itálica más allá del río, unas tierras feraces y ubérrimas para el pastoreo, sin atender a las exhortaciones de su rey. Sólo a Boiorix le preocupaba su actitud y sólo a Boiorix le invadió una profunda depresión al llegar la noticia de la derrota teutona en Aquae Sextiae. Después, cuando llegó la noticia de que el contingente de tigurinos, marcomanos y queruscos se habían desanimado y volvían a su patria de origen, Boiorix sintió desesperación. Su gran estrategia se venía abajo por la conjunción de la superioridad militar romana y la irreflexión germana; y ahora comenzaba a dudar de su capacidad para controlar a su propio pueblo, los cimbros.

Seguía convencido de que el contingente más numeroso podía conquistar por sí solo Italia, aunque únicamente si lograba inculcarles la inapreciable lección de la unidad y la autodisciplina.

Durante el invierno siguiente a la batalla de Aquae Sextiae no confió a nadie sus pensamientos, consciente de que nada podía llevar a cabo hasta que su pueblo se cansase de aquel lugar o acabara con los recursos. Como no eran agricultores, era más probable la segunda posibilidad; pero en ninguna de las migraciones había visto Boiorix tierras tan fértiles y tales posibilidades de alimentación. No era de extrañar que los romanos fueran tan poderosos, teniendo aquellas tierras. A diferencia de la Galia Cabelluda, allí no quedaban grandes bosques, pero si que había encinares bien cuidados que daban una gran cosecha de bellotas para los millares de cerdos que en invierno andaban sueltos y las comían. El resto de la región estaba destinada al cultivo; con mijo en las zonas en que el Padus discurría por terrenos pantanosos, y trigo en los que eran secos, además de garbanzos, lentejas, altramuces y judías en todo tipo de terrenos. Incluso, cuando en primavera los labradores veían sus tierras inundadas o temían sembrar, los cultivos crecían debido a la cantidad de semillas que había en la tierra.

Lo que Boiorix no entendía era la estructura física de Italia; pues de haberla entendido, habría optado por declarar la Galia itálica la nueva patria del pueblo cimbro y a Roma le habría parecido aceptable, ya que la Galia más allá del Padus no era considerada de vital importancia y su población era básicamente celta. Y es que la estructura fisica de Italia impedía en gran medida que las riquezas del valle del Padus las aprovechase la propia península, porque en ella todos los ríos discurrían de este a oeste y viceversa, y la imponente cordillera de los Apeninos la dividía en dos desde la costa ligur de la Galia allende el Padus hasta la costa adriática. Y así, la Galia allende el Padus quedaba aislada, constituyendo un país aparte dividido por el gran río en sus dos regiones norte y sur.

Pero, dada su ignorancia, Boiorix volvió a su propósito al llegar el verano y observarse los primeros signos de tierras esquilmadas. Sí que habían crecido los cultivos, pero eran ralos, sin vainas ni yemas; los cerdos, dotados del instinto de conservación, habían desaparecido y el medio millón de cabezas de ganado que los propios cimbros habían traído se había consumido con el resto de las plantas.

Había llegado el momento de ponerse en marcha. Cuando Boiorix fue a ver a los jefes para estimularlos, éstos se dedicaron a recorrer las tribus para mover a la gente; y así, a primeros de junio recogieron el ganado, trabaron los caballos y cargaron los carros. Los cimbros, formando otra vez una ingente masa, se dirigieron hacia el oeste, río arriba por la orilla norte del Padus, camino de las regiones más romanizadas próximas a la ciudad de Placentia.

 

En Placentia estaba el ejército romano de cincuenta y cuatro mil hombres. Mario había cedido dos de sus legiones a Manio Aquilio, que había marchado a primeros de año a Sicilia para enfrentarse al rey de los esclavos Atenión. Los teutones habían sido derrotados tan aplastantemente, que no era necesario dejar mas tropas de guarnición en la Galia Transalpina.

La situación presentaba un paralelismo con las discrepancias de mando en Arausio: el comandante en jefe volvía a ser un hombre nuevo y el segundo, un rancio aristócrata. Pero la diferencia entre Cayo Mario y Cneo Malio Máximo era enorme; el hombre nuevo Mario no era persona que aceptase necedades del aristócrata Catulo César. A Catulo César se le había especificado taxativamente lo que debía hacer, dónde tenía que ir y los motivos correspondientes. No le quedaba más remedio que obedecer, y sabía perfectamente qué le sucedería si no obedecía, porque Cayo Mario se había tomado la molestia de decírselo con toda franqueza.

—Digamos que os he trazado una línea límite, Quinto Lutacio. Cruzadla un solo paso y os envío automáticamente a Roma. ¡A mí no se me hace ninguna jugarreta al estilo de Cepio! —dijo Mario—. De hecho, prefiero poneros a Lucio Cornelio entre los pies para que os pare si os desviáis de esa línea. ¿Entendido?

—No soy un subalterno, Cayo Mario, y me ofende verme tratado así —replicó Catulo César, con las mejillas coloradas.

—Escuchad, Quinto Lutacio, no me importa cómo os sintáis —contestó Mario con exagerada paciencia—. Lo único que me importa es lo que hagáis. Y lo que hagáis será lo que yo os diga. Nada más.

—No preveo ninguna dificultad en cumplir vuestras órdenes, Cayo Mario. Son concretas y minuciosas —replicó Catulo César, dominando su malhumor—. Pero os repito que no hay necesidad de que me habléis como si fuese un oficial bisoño. ¡Soy vuestro lugarteniente!

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