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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja

BOOK: Niebla roja
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La doctora Kay Scarpetta, reputada patóloga forense, directora del Centro Forense de Cambridge (Massachusetts) y colaboradora del Departamento de Defensa, se encuentra ante una difícil encrucijada: la resolución lógica de una serie de brutales asesinatos que está cometiendo una retorcida mente criminal en Savannah (Georgia) y su instinto de mujer, que le dicta normas que van más allá de las pruebas imputables y de la ciencia forense. Lejos de su laboratorio, Scarpetta deberá confiar más en su intuición que en las avanzadas técnicas forenses que habitualmente utiliza para esclarecer las más macabras e incomprensibles muertes que un ser humano pueda llegar a cometer. ¿Será capaz de resolver este nuevo caso aun cuando su reputación e incluso su vida también están en juego?

Patricia Cornwell

Niebla roja

Un caso de la doctora Kay Scarpetta

ePUB v1.1

Mezki
10.12.11

Editorial: RBA LIBROS

Lengua: CASTELLANO

Traducción: Alberto Coscarell

ISBN: 9788490061350

Año edicón: 2011

Plaza de edición: BARCELONA

Mi agradecimiento a la Armada y al Centro de Salud Pública del Cuerpo de Marines, y también a los doctores Marcella Fierro y Jamie Downs y los demás expertos que me ayudaron tanto en mi investigación.

Como siempre, le agradezco a la doctora Staci Gruber sus in­ creíbles capacidades técnicas y experiencia, su paciencia y aliento.

Este libro está dedicado a ti, Staci.

Oí una gran voz que decía desde el templo a los siete ángeles:

«Id y derramad sobre la Tierra las siete copas de la ira de Dios».

apocalipsis, 16,3

1

Los rieles de hierro de color pardo rojizo como la sangre vieja cruzan el pavimento agrietado de la carretera que se adentra en Lowcountry. Mientras atravieso las vías pienso que la prisión para mujeres de Georgia se encuentra en el lado equivocado y que tal vez debería tomármelo como otro aviso y dar la vuelta. Aún no son las cuatro de la tarde del jueves 30 de junio. Estoy a tiempo de coger el último vuelo a Boston, pero sé que no lo haré.

Esta parte de la costa de Georgia es un terreno sombrío de bosques lúgubres, cubiertos de musgo de Florida y marismas atravesadas por arroyos serpenteantes que dan paso a grandes planicies de hierba inundadas de luz. Las garcetas blancas como la nieve y las grandes garzas azules vuelan bajo sobre el agua salobre, arrastrando las patas, y luego el bosque se cierra de nuevo a ambos lados de la estrecha carretera asfaltada en la que ahora me encuentro. El kudzu estrangula la maleza y cubre las copas con capas oscuras de hojas escamosas, y los gigantescos cipreses con gruesas rodillas nudosas se elevan desde los pantanos como criaturas prehistóricas que chapotean al acecho. Aunque todavía no he visto un caimán o una serpiente, estoy segura de que están ahí, y son conscientes de mi gran máquina blanca que ruge, resopla y petardea.

No sé cómo he acabado metida en esta ratonera que se pasea por toda la carretera y huele a comida basura y cigarrillos con un toque a pescado podrido. No es lo que le pedí a Bryce, mi jefe de personal, que me alquilara: un seguro y confortable sedán de tamaño mediano, con preferencia un Volvo o un Camry, con airbags laterales y frontales y GPS. Cuando me encontré fuera de la terminal del aeropuerto con un joven, en una camioneta de carga blanca, sin aire acondicionado y ni siquiera un mapa, le dije que aquello era un error. Que me habían dado por equivocación el vehículo de otra persona. Me respondió que en el contrato figuraba mi nombre, Kate Scarpetta, y yo le dije que mi nombre es Kay no Kate y que no me importaba el nombre que apareciera en el papel. Una camioneta de carga no era lo que había pedido.

Lowcountry Concierge Connection lo lamentaba mucho, dijo el joven muy bronceado y vestido con una camiseta sin mangas, pantalones cortos de camuflaje y zapatos de pescador. No podía imaginar qué había pasado. Obviamente, un problema informático. Estaría encantado de conseguir otro vehículo, pero mucho más tarde, o lo más probable al día siguiente.

Hasta ahora nada va como había planeado e imagino a mi marido, Benton, diciéndome que él ya me lo había advertido. Le veo apoyado en la encimera de mármol travertino en la cocina, ayer por la noche, alto y delgado, con el pelo canoso, un rostro apuesto mirándome con una expresión sombría mientras discutíamos otra vez sobre mi venida aquí. Hace solo un rato que ha desaparecido el último vestigio de mi dolor de cabeza. No sé por qué una parte de mí todavía cree, contrariamente a la evidencia, que media botella de vino va a resolver nuestras diferencias. Podría haber sido más de la mitad. Era un Pinot Grigio muy bueno por el dinero que costó, luminoso y limpio, con un toque de manzana.

El aire que sopla a través de las ventanas abiertas es denso y caliente, y huelo el olor penetrante del azufre de las plantas en descomposición, de las marismas saladas y el lodo espeso. La camioneta vacila y se mueve a trompicones por una curva soleada donde los aura gallipavos devoran algo muerto. Estas aves, grandes y feas, con sus alas deshilachadas y sus cabezas peladas, remontan el vuelo con un lento batir de alas mientras esquivo la carcasa dura de un mapache, el aire sofocante cargado con un fuerte hedor pútrido que conozco demasiado bien. Animal o humano, no importa. Puedo reconocer la muerte a distancia y si saliese de la camioneta para mirar de cerca, probablemente podría determinar la causa exacta de la muerte de aquel mapache, cuándo ocurrió y también reconstruir la manera cómo lo golpearon y tal vez qué lo golpeó.

La mayoría de las personas se refieren a mí como examinadora médica, pero algunos creen que soy médico forense, y de vez en cuando me confunden con una médico de la policía. Para ser más precisos, soy médico con una especialidad en patología, y subespecialidades en patología forense, radiología tridimensional o el uso de escáneres de tomografía computarizada, TC, para ver el interior de un cadáver antes de tocarlo con un escalpelo. Soy licenciada en Derecho y tengo el rango de coronel reservista especial de la Fuerza Aérea, y, por lo tanto, una afiliación en el Departamento de Defensa, que el año pasado me designó para dirigir el Centro Forense de Cambridge, que han financiado, junto al estado de Massachusetts, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y Harvard.

Soy una experta en determinar el mecanismo de lo que mata o por qué algo no lo hace, ya se trate de una enfermedad, un veneno, una mala praxis médica, un acto divino, una pistola o un artefacto explosivo improvisado (AEI). Todas mis acciones tienen que tener una justificación legal correcta. Se espera que ayude al Gobierno de Estados Unidos en lo que sea necesario y en todo aquello que se me pida. Juro y testifico bajo juramento, y lo que todo esto significa es que, en realidad, no tengo derecho a vivir de la misma manera que la mayoría de la gente. No es una opción para mí no ser objetiva y clínica. En ningún caso debo tener opiniones personales o reacciones emocionales, no importa el horror o la crueldad. Aun cuando la violencia me ha impactado directamente, como el atentado contra mi vida de hace cuatro meses, debo mantenerme tan impasible como un poste de hierro o una piedra. Debo mantenerme firme en mi determinación, tranquila y fría.

«No me vendrás con el rollo del trastorno de estrés postraumático, ¿verdad?», me preguntó el jefe de los médicos forenses de las Fuerzas Armadas, el general John Briggs, después de que casi me asesinaran en mi propio garaje el pasado 10 de febrero. «Así es la vida, Kay. El mundo está lleno de pirados.»

«Sí, John. Así es la vida. Ha pasado antes y volverá a pasar», le contesté, como si todo estuviese bien y me lo hubiese tomado tal como venía, cuando sé que no es lo que siento por dentro. Tengo la intención de obtener tantos detalles como pueda sobre lo que salió mal en la vida de Jack Fielding y quiero que Dawn Kincaid pague el precio más alto. Cadena perpetua sin posibilidad de reducción de condena.

Echo un vistazo a mi reloj sin apartar las manos del volante de la maldita camioneta que sufre un caso agudo del mal de San Vito. Tal vez debería dar la vuelta. El último vuelo a Boston sale en menos de dos horas. Podría tomarlo, pero sé que no volaré en él. Para bien o para mal estoy comprometida, como si hubiese conectado el piloto automático, tal vez uno imprudente, lo más probable, uno vengativo. Sé que estoy furiosa. Como mi marido, psicólogo forense del FBI, dijo ayer por la noche, mientras yo preparaba la cena en nuestra histórica casa de Cambridge, que fue construida por un trascendentalista muy conocido: «Estás siendo engañada, Kay. Probablemente por otros, pero lo que más me preocupa es que te estés engañando a ti misma. Lo que percibes como tu deseo de ser proactiva y útil es, de hecho, tu necesidad de apaciguar tu culpa».

«Yo no soy la razón de que Jack esté muerto», le dije.

«Siempre te has sentido culpable por él. Tiendes a sentirte culpable por un montón de cosas que no tienen nada que ver contigo.»

«Ya veo. Cuando creo que puedo marcar una diferencia, nunca debo confiar en ella.» Utilicé un par de tijeras quirúrgicas para cortar las cáscaras de las gambas rojas gigantes. «Cuando decido que correr un riesgo puede generar una información útil y ayudar a la justicia, tengo, en realidad, un sentimiento de culpabilidad.»

«Crees que es tu responsabilidad arreglar las cosas. O prevenirlas. Siempre lo has creído. Es algo que se remonta a cuando eras una niña que cuidaba de su padre enfermo.»

«Desde luego, ahora no puedo evitar nada de nada.» Arrojé las cáscaras a la basura y eché sal en el agua que hervía en una olla de acero inoxidable sobre la placa de vitrocerámica por inducción, que es el centro neurálgico de mi cocina. «Abusaron sexualmente de Jack cuando era niño y no pude evitarlo. Y no pude evitar que echase su vida por la borda. Y ahora ha sido asesinado y tampoco pude evitarlo.» Cogí un cuchillo. «Si somos sinceros, a duras penas impedí mi propia muerte.» Piqué la cebolla y el ajo, la afilada hoja de acero golpeaba rítmicamente contra la plancha de polipropileno antibacteriano. «Es un accidente afortunado que todavía esté por aquí.»

«Tendrías que haberte mantenido bien lejos de Savannah», afirmó Benton, y yo le dije que hiciese el favor de abrir el vino y servir una copa para cada uno, bebimos y seguimos en desacuerdo. Picoteamos distraídos mi mangia bene, vivi felice cucina, o sea, come bien, vive y cocina feliz, y ninguno de nosotros fue feliz. Todo por culpa de ella.

Ha sido una existencia infernal, la de Kathleen Lawler. Actualmente cumple una condena de veinte años por homicidio involuntario (conducía borracha) y ha permanecido encerrada más tiempo del que ha vivido libre, ya desde la década de 1970, cuando fue declarada culpable de abusar sexualmente de un niño que creció para convertirse, con el tiempo, en mi jefe médico examinador delegado, Jack Fielding. Ahora él está muerto de un disparo en la cabeza realizado por el fruto de su amor, como llaman los medios de comunicación a Dawn Kincaid, dada en adopción al nacer, mientras su madre estaba en prisión por lo que hizo para concebirla. Es una historia muy larga. Me encuentro repitiéndolo a menudo estos días, y si he aprendido algo en la vida es que una cosa acaba siempre llevando a otra. La historia catastrófica de Kathleen Lawler es un ejemplo perfecto de lo que los científicos quieren decir cuando afirman que el batir de las alas de una mariposa en un lugar del mundo provoca un huracán en otra parte del planeta.

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