El primer hombre de Roma (28 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No, prefiero entrar a verte, amor mio —respondió él, inclinándose a besarla en la frente, sobre la que le caían unos sedosos rizos. Notó con los labios que estaban húmedos, como la piel. ¡Pobrecilla!

—No será nada, Cayo Mario —dijo ella, soltándole las manos—. Procura no preocuparte. Sé que todo saldrá bien. ¿Está tata contigo?

—Sí.

Al girar sobre sus talones para salir, se dio de bruces con la fiera mirada de Marcia, que estaba con otras tres matronas. ¡Por los dioses, allí había alguien que no le perdonaría fácilmente que le hubiera hecho aquello a su hija!

—Cayo Mario —oyó que le llamaba Julia, cuando ya estaba en la puerta.

Mario volvió la cabeza.

—¿Está el astrólogo?

—Aún no, pero han ido a buscarle.

—¡Ah, bien! —dijo ella, más tranquila.

 

El hijo de Mario nació veinticuatro horas más tarde en un mar de sangre y casi le costó la vida a la madre. Pero sus deseos de supervivencia eran muy fuertes, y una vez que los médicos la taponaron bien con torundas y elevaron sus caderas, la hemorragia disminuyó y cesó por fin.

—Será un hombre famoso, dominus, y su vida estará llena de grandes acontecimientos y aventuras —dijo el astrólogo, omitiendo sagazmente los aspectos adversos, que los padres de un recién nacido no gustan de oír.

—Entonces, ¿vivirá? —se apresuró a preguntar César.

—Claro que vivirá, dominus —respondió el astrólogo, tapando con un dedo mugriento una gran línea de oposición—. Ostentará el cargo más alto del país; lo dice esta carta y cualquiera puede verlo —añadió, señalando con otro de sus dedos mugrientos un trígono.

—Mi hijo será cónsul —dijo Mario rebosante de satisfacción.

—Sin duda —asintió el astrólogo—, pero el quintil señala que no será tan gran hombre como su padre —añadió.

Lo cual complació aún más a Mario.

César sirvió dos copas del mejor vino de Falerno, sin agua, y entregó una a su yerno, radiante de orgullo.

—¡A la salud de vuestro hijo y mi nieto, Cayo Mario!

 

Así, cuando al final de marzo el cónsul Quinto Cecilio Metelo se embarcó para la provincia africana con Cayo Mario, Publio Rutilio Rufo, Sexto Julio César, César hijo y cuatro prometedoras legiones, Cayo Mario navegaba con el feliz convencimiento de que su mujer estaba fuera de peligro y de que su hijo medraba. ¡Hasta su suegra se había dignado volver a hablarle!

—Habla con Julilla —dijo a su esposa antes de partir—. Tu padre está muy preocupado por ella.

Sintiéndose más fuerte y rebosante de alegría porque su hijo era un bebé grande y sano, Julia sólo lamentaba una cosa: no estar su ficientemente restablecida para ir a pasar unos días con Mario a Campania antes de que dejara Italia.

—Supongo que te refieres a esa tontería de no comer —dijo Julia, acurrucándose más cómoda entre los brazos de Mario.

—Sólo sé lo que tu padre me ha contado, pero creo que se trata de eso —respondió él—. Perdóname, pero es que no me interesan las jovencitas.

Su esposa, que era joven, sonrió para sus adentros, porque sabía que él nunca pensaba en ella como tal, sino como una persona de su misma edad, madura e inteligente.

—Hablaré con ella —dijo Julia, alzando la cabeza para besarle—. —¡Oh, Cayo Mario, qué lástima que no esté en condiciones de intentar darle al pequeño Mario un hermanito o una hermanita!

 

Pero antes de que Julia tuviese ocasión de hablar con su macilenta hermana, llegó la noticia de que los germanos venían sobre Roma y el pánico cundió en toda la ciudad. Desde los tiempos de la invasión de Italia por los galos, tres siglos antes, en que casi derrotaron al naciente estado romano, la península había vivido bajo la amenaza de las incursiones de los bárbaros; para defenderse de ellas, los pueblos itálicos habían unido su destino a Roma con alianzas, y para contenerlos, Roma y sus aliados mantenían perpetuas guerras limítrofes a lo largo de miles de kilómetros de la frontera macedónica entre el mar Adriático y el Helesponto tracio. Precisamente para reforzar tal sistema defensivo había abierto Cneo Domicio Ahenobarbo una ruta entre la Galia itálica y los Pirineos apenas diez años antes, sometiendo a las tribus asentadas en las riberas del Rhodanus con el propósito de debilitarlas adaptándolas a las costumbres de Roma y poniéndolas bajo su protección militar.

Hasta cinco años atrás, eran los bárbaros galos y celtas quienes mayor temor causaban a Roma, pero después llegaron los germanos, y en comparación con ellos, galos y celtas resultaban civilizados y tratables. Como todas las pesadillas, tales temores tenían su origen no en lo que se conocía, sino, precisamente, en lo que se desconocía. Los germanos habían surgido de la nada (durante el consulado de Marco Emilio Escauro), y, tras infligir una denigrante derrota al bien entrenado ejército romano (durante el consulado de Cneo Papirio Carbo), desaparecieron de nuevo como si no hubieran existido. Misterioso e inexplicable y totalmente ajeno a las pautas de comportamiento de los pueblos que habitaban las riberas del Mediterráneo. ¿Por qué los germanos habían vuelto grupas y desaparecido, cuando aquella denigrante derrota habría puesto a sus pies a toda Italia como una mujer indefensa en una ciudad saqueada? ¡Era absurdo!

Pero el caso es que habían dado la vuelta y habían desaparecido. Y conforme transcurrieron los años desde la horrible derrota de Carbo, los germanos se convirtieron en poco menos que un coco para asustar a los niños. Aquel antiquísimo temor de una invasión de bárbaros volvió a recuperar su entidad normal y a ser una mezcla de estremecedora aprehensión y risueña incredulidad.

Y ahora, otra vez de la nada, volvían los germanos con sus hordas de cientos de miles diseminándose por la Galia y cruzando los Alpes por el punto en que el Rhodanus desembocaba en el lago Leman; y las tierras y tribus galas que pagaban tributo a Roma —los pueblos eduo y ambarre— se veían inundadas de germanos de tres metros de alto, de tez pálida, gigantes de leyenda, fantasmas salidos de un inframundo bárbaro nórdico. En el valle cálido y fértil del Rhodanus, los germanos se entregaban al pillaje, arrasándolo todo a su paso, hombres y ratones, bosques y cercados, tan indiferentes a las cosechas como a los pájaros del cielo.

La noticia llegó a Roma dos días demasiado tarde para haber hecho regresar al cónsul Quinto Cecilio Metelo, que ya había desembarcado con su ejército en la provincia de Africa. Por eso, el cónsul Marco Junio Silano, que por su ineptitud había sido relegado al gobierno de Roma, donde menos daño causaría, era la mejor figura que podía presentar el Senado, sometido al doble peso de la costumbre y la ley. Porque a un cónsul en funciones no se le podía pasar por alto en favor de otro comandante, si manifestába estar dispuesto a emprender la guerra. Y Silano manifestó complacido que quería emprender la guerra contra los germanos. Al igual que Cneo Papirio Carbo cinco años antes que él, Silano imaginó carros germanos llenos de oro y codició ese oro.

Después de que Carbo provocara a los germanos para que le atacasen, sufriendo una aplastante derrota, éstos no recogieron las armas y corazas que los vencidos dejaron sobre sus muertos en la huida, o que abandonaron para acelerarla, y la astuta Roma envió equipos para recuperar todo el armamento y equipo posible; tesoro militar que aún se conservaba en distintos almacenes de la ciudad, listo para su uso. Los limitados recursos de manufactura de armas y equipo al inicio de la campaña habían sido agotados por Metelo para su expedición africana, por lo que fue una suerte que las legiones que a toda prisa movilizó Silano pudieran ser equipadas con aquella reserva. Aunque, desde luego, los reclutas sin armas ni coraza; tuvieron que comprarlas al Estado, lo que significaba que éste obtenía un pequeño beneficio de las legiones de Silano.

Más difícil fue encontrar tropas para Silano. Los reclutadores trabajaron con tesón y con la prisa agobiante que imponían las circunstancias; muchas veces se hacía manga ancha respecto a los requerimientos estipulados, y hombres ansiosos por prestar servicio y que no reunían los requisitos fueron alistados apresuradamente, supliendo su falta de armamento con la reserva de Carbo, deduciendo su coste de su paga de compensación por ausentes. A los veteranos en retiro se les persuadió mañosamente para que abandonaran su bucólica vida, a la mayoría sin gran esfuerzo, ya que la vida bucólica no probaba a aquellos hombres que por haber superado la edad del servicio no podían ser incluidos en las levas.

Y, por fin, todo estuvo listo. Marco Junio Silano partió para la Galia Transalpina al mando de un magnífico ejército compuesto por siete legiones y con un numeroso cuerpo de caballería formado por tracios con galos de las regiones más pacificadas de la provincia romana de la Galia. Era fines de mayo, ocho semanas después de que llegase a Roma la noticia de la invasión germánica. En esos dos meses, Roma había reclutado, armado y entrenado someramente un ejército de 50.000 hombres, incluidos caballería y no combatientes. Sólo una pesadilla tan horrenda como los germanos podía haber provocado un esfuerzo tan heroico.

—De todos modos, eso demuestra lo que los romanos somos capaces de hacer cuando nos vemos obligados a ello —dijo Cayo Julio César a su esposa Marcia, mientras regresaban a casa de ver partir a las legiones por la Via Flaminia hacia la Galia itálica; espectáculo deslumbrante y enardecedor.

—Sí, con tal de que Silano esté a la altura de las circunstancias —respondió Marcia que, como buena esposa de senador, se interesaba por la política.

—Opinas que es un inepto —dijo César.

—Y tú también, lo que pasa es que no lo dices. De todos modos, al ver tantos soldados desfilando por el puente Mulviano me alegré mucho de que tengamos a Marco Emilio Escauro y a Marco Livio Druso de censores —dijo Marcia con un suspiro de satisfacción—. Marco Escauro tiene razón: el puente Mulviano está que se cae y no aguantará otra riada. ¿Qué haríamos, entonces, en caso de que nuestras tropas estuvieran al sur del Tíber y tuvieran que marchar precipitadamente hacia el Norte? Por eso me alegra que le hayan elegido; porque prometió reconstruir ese puente. ¡Es un hombre estupendo!

César sonrió con cierta amargura, pero trató de ser justo y dijo:

—¡Escauro se está convirtiendo en una institución, maldita sea! Es un actor, un embaucador y tres cuartos de impostor. No obstante, el cuarto que no es impostor vale tanto como cualquier otro hombre completo, y supongo que por eso le perdono. Además, tiene razón, necesitamos un nuevo plan de obras públicas, y no sólo por mantener los niveles de empleo. Todos esos tacaños minuciosos con rollo senatorial que hemos sufrido como censores estos últimos años apenas valen el precio del papel que gastan para el censo. Justo es decir que Escauro va a emprender algunas de las cosas que habían debido iniciarse hace ya años. Aunque yo no apruebo la desecación de los pantanos de Rávena ni su proyecto de canales y esclusas entre Parma y Mutina.

—¡Oh, vamos, Cayo Julio, sé generoso! —replicó Marcia, en tono algo hiriente—. Es fantástico que refrene el Po. ¡Si los germanos invaden la Galia Transalpina, no nos interesa que nuestros ejércitos queden aislados de los pasos alpinos si el Po se desborda!

—Ya te he dicho que admito que es una buena cosa —dijo César—, pero me parece curioso que, en general, haya mantenido su programa de obras públicas en las regiones en que tiene clientes a porrillo y cuenta con posibilidades de sextuplicarlos cuando estén terminadas —añadió con tesonera desaprobación—. La Via Emilia va desde Arimino, en el Adriático, hasta Taurasia, en las estribaciones de los Alpes occidentales... ¡Trescientas millas de clientes tan unidos como los adoquines de la Via!

—Pues bien, que tenga suerte —replicó Marcia, tan tozuda como él—. ¡Supongo que también encontrarás algo para criticar el que haya reparado y pavimentado la ruta de la costa occidental!

—Olvidas el ramal de Dertona que une la ruta de la costa a la Via Emilia —añadió César en son de mofa—. ¡Y pondrá su nombre a todo el conjunto! ¡Via Emilia Escaura! ¡Puf!

—¡Qué desabrido eres! —espetó Marcia.

—Y tú fanática —replicó César.

—Desde luego, hay veces en que desearía que no me gustases tanto —añadió ella.

—Hay ocasiones en que podría decir lo mismo —replicó César.

Y en aquel momento llegó Julilla. Estaba delgadísima, y llevaba así ya dos meses. Pues había descubierto un equilibrio por el que mostraba un aspecto deplorable sin llegar a poner en peligro su vida por enfermedad, cuando no por emaciación. La muerte no formaba parte del plan de la jovencita y no se sentía decaída.

Tenía dos objetivos: uno, obligar a Lucio Cornelio Sila a admitir que la amaba, y el otro, ablandar a sus padres para que cedieran, porque sólo dada esa circunstancia existía la posibilidad de que su padre consintiera en que se casase con Sila. Por muy joven y mimada que fuese, no cometió el error de sobreestimar su poder frente al de su padre. Sí que la quería hasta el límite de la tolerancia y le consentía todo cuanto sus recursos le permitían, pero en lo tocante al matrimonio, él cumpliría sus deseos y no los de ella. Ah, y si ella se avenía a aceptar el matrimonio con el hombre que él dispusiera, como había hecho Julia, se mostraría complacido y encantado, y, desde luego, no ignoraba ella que su padre buscaría a alguien que la cuidase, la amase y la tratase siempre bien y con respeto. ¿Pero Lucio Cornelio Sila por esposo? Jamás consentiría su padre en semejante matrimonio; y ni ella ni Sila podrían alegar motivo alguno que le hiciera cambiar de parecer. Podía llorar, suplicar, manifestar un ferviente amor, confesar todo lo que sentía; pero su padre se negaría a dar su consentimiento. Y menos ahora que tenía en el banco una dote de unos cuarenta talentos, un millón de sestercios, que hacían de ella un buen partido y obstaculizaban las posibilidades de que Sila lograra convencer a su padre de que únicamente quería casarse por amor. Eso si admitía que quería casarse con ella.

De niña, Julilla nunca había mostrado poseer tan enorme paciencia, pero ahora que la necesitaba, sabía emplearla. Paciente como un pájaro que empolla un huevo huero, Julilla se entregó a su proyecto convencida de que si conseguía lo que pretendía —casarse con Sila— tenía que desesperar y superar a todos los que conocía, desde su víctima Sila hasta su guardián Cayo Julio César. Era incluso consciente de algunos de los peligros que jalonaban el camino del éxito: Sila, por ejemplo, podía casarse con otra, marcharse de Roma o enfermar y morirse. Pero hizo cuanto pudo para evitar esas posibilidades, valiéndose principalmente de su fingida enfermedad como arma dirigida al corazón de un hombre del que sabía perfectamente que no aceptaría verla. ¿Cómo lo sabía? Porque ya había intentado muchas veces verle durante los primeros meses de su regreso a Roma y había cosechado fracaso tras fracaso, culminando en el día en que le había dicho —ocultos tras una columna del Porticus Margaritaria— que si no le dejaba en paz, se iría de Roma para no volver.

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