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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (12 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No —contestó Mario.

—Su madrastra vive en la casa de al lado. Es una mujer horrible, insensata y de baja cuna, pero muy rica. No obstante, tiene un pariente de su sangre que heredará la fortuna; un sobrino, creo. ¿Que cómo sé estos detalles? La servidumbre de ser su vecino y la coincidencia de ser senador. La mujer me acosó para que le redactase el testamento y no paró de hablar. Su hijastro, Lucio Cornelio Sila, vive en la casa; según ella, porque no tiene donde caerse muerto. Imaginaos: un Cornelio patricio, con edad para ocupar un puesto en el Senado, sin la menor esperanza de poder acceder a él. ¡Es un indigente! Su rama familiar hace tiempo que está en la ruina, el padre era prácticamente un don nadie. Y para colmo de males, el progenitor de Lucio Cornelio cayó en las garras del vino y lo poco que le quedaba hace años que se lo gastó en el vicio. El padre fue quien se casó con mi vecina, la cual tiene bajo su techo al hijastro desde que murió el marido, pero no está dispuesta a hacer nada por él. Vos, Cayo Mario, habéis tenido infinitamente más suerte que Lucio Cornelio Sila, ya que al menos vuestra familia era lo bastante acomodada para daros la propiedad y las rentas propias de un senador cuando os llegó la oportunidad; vuestra condición de hombre nuevo no os impidió el acceso al Senado cuando se presentó la ocasión, mientras que si no hubieseis tenido los medios, eso os habría estado vedado. Lucio Cornelio Sila es de un linaje impecable por parte de padre y de madre, pero su penuria le ha impedido acceder a un puesto al que habría tenido perfecto derecho en la jerarquía vigente. Y creo que me preocupa enormemente el bienestar de mi hijo menor para dejarle abocado a él, a sus hijos o a los hijos de sus hijos a las circunstancias de Lucio Cornelio Sila —concluyó César, apasionado.

—El nacimiento es un accidente —replicó Mario con idéntica pasión—. ¿Por qué ha de tener el poder de determinar el curso de una vida?

—¿Y por qué ha de hacerlo el dinero? —arguyó César—. Vamos, Cayo Mario, admitid que todo el mundo en todos los países aprecia el nacimiento y el dinero. Yo encuentro que, en realidad, la sociedad romana es la más flexible de todas; si la comparamos con el reino de los partos, Roma es tan ideal como la hipotética república de Platón. En Roma se han dado casos en que un individuo ha ascendido de la nada. Aunque os advierto que yo nunca he admirado a ninguno de los que lo hicieron —añadió César, pensativo— porque el esfuerzo los destruye como personas.

—En ese caso, quizá sea preferible que Lucio Cornelio Sila siga donde está —dijo Mario.

—¡Ni mucho menos! —replicó César con firmeza—. Yo admito que en vuestro caso ser un hombre nuevo os haya puesto en una situación injusta, Cayo Mario, pero haciendo honor a la clase a la que pertenezco, no tengo más remedio que deplorar el destino de Lucio Cornelio Sila —añadió, adoptando un gesto de decisión comercial—. No obstante, lo que me preocupa ahora es el futuro de mis hijos. Mis hijas, Cayo Mario, no tienen dote, y no puedo procurarles ninguna renta, porque de hacerlo dejaría en la miseria a mis hijos. Eso significa que mis hijas no tienen posibilidad alguna de casarse con hombres de su clase. Perdonadme, Cayo Mario, si estimáis que mis palabras os ofenden, pero no me refiero a hombres de vuestra condición. Me refiero... —hizo un gesto, agitando las manos—. Volveré a decirlo. Me refiero a que tendré que casar a mis hijas con hombres que no me gustan, que no admiro, que nada tienen en común con vos. ¡Tampoco las casaría con hombres de su propia clase si tampoco me gustaran! Lo que yo deseo es un hombre decente y honrado, pero ya no tendré ocasión de encontrarlo. Los que soliciten la mano de mis hijas serán los presuntuosos ingratos a quienes antes mostraría la punta de la bota que la palma de la mano. La situación es semejante a la que se da con una viuda rica: los hombres decentes no la solicitan por temor a ser considerados unos cazadotes y la única opción que a ella le queda es elegir un cazadotes.

César se rebulló en la camilla y se sentó en el borde con las piernas colgando.

—¿Os importaría dar un paseo por el jardín, Cayo Mario? Ya sé que hace frío, pero os daré algo para que os abriguéis. Ha sido una larga velada, difícil para mí, y empiezo a sentir el cansancio.

Sin decir palabra, Mario se agachó, cogió los zapatos de César, le ayudó a calzarlos y se los anudó con habilidad y rapidez. Luego hizo lo propio con los suyos, se puso en pie y prestó apoyo con la mano al antebrazo de César.

—Por eso me complacéis —dijo éste—, por vuestra sensatez y sencillez.

Era un peristilo no muy grande, pero tenía un encanto poco habitual en los jardines urbanos. A pesar de la época del año en que estaban, crecían hierbas aromáticas que difundían deliciosos olores y la mayoría de las plantas eran de hoja perenne. Los Julios César se resistían a abandonar las costumbres rurales, advirtió Mario con un estremecimiento de cálida satisfacción. Bajo los aleros, para que les diera el sol sin mojarse, colgaban cientos de ramitos de hierba pulguera puesta a secar, igual que en casa de su padre en Arpinum. A finales de enero las pondrían en todos los arcones de ropa y por los rincones de la casa para ahuyentar pulgas, lepismas y todo tipo de insectos. Aquella hierba se cortaba en el solsticio de invierno para secarla, y Mario no se imaginaba que hubiese una casa en Roma en que la conociesen.

Como había habido un invitado a cenar, los candelabros que colgaban del techo de la columnata que rodeaba el peristilo ardían débilmente y las lamparitas de bronce que alumbraban los caminos del jardín proyectaban una tenue luz ámbar a través de los delgadísimos cilindros de mármol que las recubrían. Había cesado la lluvia, pero gruesas gotas de agua cubrían matas y arbustos y el aire era frío y nebuloso.

Ninguno de los dos lo advertía. Con las cabezas juntas (eran los dos altos y resultaba cómodo inclinar juntos la cabeza), paseaban despacio por los caminos y, finalmente, se detuvieron junto a la fuente con estanque en medio del jardín, en la que un cuarteto de ninfas sostenía unas antorchas en alto. Como era invierno, el estanque estaba vacío y no corría la fuente.

Esto sí que es real pensó Cayo Mario (cuya fuente y estanque funcionaban todo el año gracias a un sistema de calefacción). Ninguno de mis tritones, delfines y cascadas me emocionan tanto como esta deliciosa fuente antigua.

—¿Os interesa casaros con una de mis hijas? —inquirió César muy tranquilo, aunque parecía angustiado.

—Sí, Cayo julio, me interesa —dijo Mario, decidido.

—¿Os dolerá divorciaros de vuestra esposa?

—En absoluto —contestó Mario con un carraspeo—. ¿Qué deseáis que haga, Cayo julio, a cambio del regalo de emparentar con vuestro apellido?

—Mucho, en realidad —dijo César—. Ya que entraréis en la familia a guisa de un segundo padre más que como yerno, ¡privilegios de la edad!, espero que dotéis a mi otra hija y contribuyáis al bienestar de mis dos hijos. En el caso de la hija desafortunada y de mi hijo menor, dinero y propiedades constituyen necesariamente parte de ello. Pero debéis estar dispuesto a hacer valer vuestra influencia con mis dos hijos para que entren en el Senado y puedan iniciar la carrera hacia el consulado, ¿entendéis? Mi hijo Sexto tiene un año más que el mayor de los dos varones que mi hermano Sexto acogió, así que él es el primero de esta generación de Julios César con edad para aspirar al consulado. Quiero que sea cónsul en el año que le corresponde, doce después de entrar en el Senado, en su cuarenta y dos aniversario. ¡Quiero esa distinción! Después, Lucio, el hijo de mi hermano Sexto, será el primer cónsul juliano al año siguiente.

Haciendo una pausa para contemplar el rostro de Mario en penumbra, César efectuó un ademán tranquilizador.

—Oh, no creáis que ha habido ningún roce entre mi hermano y yo mientras vivía, ni lo hay ahora entre yo, mis hijos y los dos suyos. Pero es que un hombre debe ser cónsul en el año que le corresponde. Es mucho mejor.

—Vuestro hermano Sexto adoptó a su hijo mayor, ¿verdad? —inquírió Mario, esforzándose por recordar un hecho que nadie ignoraba en la sociedad romana.

—Sí, hace mucho tiempo. También se llamaba Sexto, que es el nombre que damos a los primogénitos.

—¡Claro! ¡Quinto Lutacio Catulo! Lo habría recordado si hubiese usado el César en su nombre, pero no lo hace, ¿verdad? Será sin duda el primer César que alcance el consulado, porque es mucho mayor que todos los otros.

—No —replicó César, meneando enfáticamente la cabeza—. Ya no es un César, sino un Lutacio Catulo.

—Tengo entendido que el viejo Catulo pagó bastante por la adopción —dijo Mario—. En cualquier caso, la familia de vuestro hermano parece tener bastante dinero.

—Sí, pagó mucho dinero. Igual que vos haréis por vuestra nueva esposa, Cayo Mario.

—Julia. Quiero que sea Julia —dijo Mario.

—¿La pequeña no? —inquirió César con tono de sorpresa—. Bien, admito que me alegra, aunque sólo sea por el hecho de que considero que una muchacha no debe casarse antes de cumplir dieciocho años, y a Julilla aún le falta año y medio para eso. Creo que habéis elegido bien. Sin embargo, yo siempre he pensado que Julilla es la más atractiva e interesante de las dos.

—Es natural, siendo su padre —replicó Mario, sonriente—. No, Cayo julio, vuestra hija pequeña no me atrae en absoluto. Si no está locamente enamorada del hombre con quien se case, creo que le dará pesares. Yo soy demasiado mayor para los caprichos de una jovencita, y Julia me parece que tiene igual sentido común que atractivo físico. Me gusta todo en ella.

—Será una excelente esposa para un cónsul.

—¿Creéis de verdad que lograré ser cónsul?

—¡Desde luego! —contestó César, asintiendo con la cabeza—. Pero no de inmediato. Casaos primero con Julia, y luego dejad que las cosas, y las personas, vayan calmándose. Procurad encontrar una buena guerra un par de años, pues será de gran ayuda que contéis con un triunfo militar reciente. Ofreced vuestros servicios a alguien como legado mayor. Y al cabo de dos o tres años presentaos candidato al consulado.

—Pero tendré cincuenta años —adujo Mario, entristecido—, y no se suele elegir a quienes han rebasado tanto la edad habitual.

—Ya sois demasiado mayor. ¿Qué pueden importar otros dos o tres años? Os servirán de mucho si sabéis emplearlos. No parecéis tan mayor, Cayo Mario; y eso es un detalle importante. Si tuvierais aspecto avejentado sería muy distinto. Por el contrario, encarnáis la auténtica imagen de la salud y el vigor, y sois un hombre alto, lo cual siempre impresiona a los electores de las centurias. De hecho, hombre nuevo o no, si no hubieseis incurrido en la enemistad de los Cecilios Metelos habríais sido un buen candidato al consulado hace tres años, cuando teníais la edad adecuada. Si fueseis un individuo bajito con un brazo derecho débil, ni siquiera Julia os valdría de mucho. Pero con vuestro físico, seréis cónsul. Perded cuidado.

—¿Qué deseáis exactamente que haga por vuestros hijos?

—¿En cuanto a propiedades?

—Sí —respondió Mario, olvidándose de su lujoso atuendo y sentándose en un banco de mármol blanco sin pulimentar.

Como permaneció sentado en él un rato y estaba húmedo, al levantarse dejó una mancha rosada de aspecto curiosamente natural. El tinte tirio del traje había impregnado la porosidad del mármol, con lo que el banco, a su debido tiempo, transcurrido un par de generaciones, se convirtió en una de las piezas más preciadas que otro Cayo julio César donaría al domus publicus del pontífice máximo. Pero para el Cayo julio César que concertó el matrimonio de Cayo Mario, el banco sería un presagio; un maravilloso presagio. Cuando el esclavo fue por la mañana a comunicarle el milagro y lo vio con sus propios ojos (el esclavo sintió un respeto reverencial más que espanto, porque nadie ignoraba el significado del color rojo), lanzó un suspiro de satisfacción. Aquel banco manchado de rojo era presagio de que, con aquel matrimonio de intereses, su familia se encaminaba hacia la púrpura del cargo más alto en Roma. Y el detalle se incorporó a aquella extraña premonición: sí, Cayo Mario tendría una intervención en los destinos de Roma como nadie podía soñar. César quitó el banco del jardín y lo situó en el atriun; pero nunca dijo a nadie cómo de la noche a la mañana había aparecido aquella delicada mancha entreverada roja y rosa. ¡Un presagio!

—Para mi hijo Cayo necesito suficiente tierra para asegurarle un escaño en el Senado —dijo César a su invitado, sentado en el banco—. En este momento se da la circunstancia de que hay en venta seiscientas yugadas de excelentes tierras junto a mi propiedad de quinientas en las colinas albanas.

—¿A qué precio?

—Tremendo, por su calidad y por estar tan cerca de Roma. Desgraciadamente es el vendedor quien fija el precio —dijo César con un profundo suspiro—. Cuatro millones de sestercios... un millón de denarios —añadió con un esfuerzo.

—De acuerdo —respondió Mario, como si César hubiese hablado de cuatro mil sestercios en lugar de cuatro millones—. Sin embargo, creo que sería prudente que mantengamos este trato en secreto, de momento.

—¡Oh, por supuesto! —asintió César, vehemente.

—Mañana, yo mismo os traeré el dinero en metálico —dijo,Mario sonriendo—. ¿Qué más deseáis?

—Espero que antes de que mi hijo mayor entre en el Senado ya seáis cónsul y tengáis influencia y poder, por el cargo y por vuestro matrimonio con Julia; y, en consecuencia, utilicéis este poder e influencia para que mis hijos consigan diversos cargos. De hecho, si obtenéis ese legado militar durante dos o tres años, deseo que llevéis con vos a mis dos hijos a la guerra. Tienen experiencia; los dos han sido cadetes y suboficiales, pero necesitan más servicio militar que favorezca sus carreras, y será idóneo que sirvan a vuestras órdenes.

Personalmente, Mario no creía que ninguno de los dos jóvenes tuviese grandes dotes de comandante, pero consideraba que sí podrían llegar a ser buenos oficiales, y se limitó a decir:

—Los llevaré muy complacido, Cayo julio.

—En cuanto a su carrera política —prosiguió César—, tienen el inconveniente de ser patricios, y, como bien sabéis, eso significa que no pueden aspirar al cargo de tribunos de la plebe, y destacar como tribuno de la plebe es con mucho el mejor sistema para ganarse buena fama política. Mis hijos tendrán que optar por la carísima magistratura curul. Así que espero que tanto en el caso de Sexto como en el de Cayo les aseguréis la elección de ediles curules, con fondos suficientes para que celebren juegos y espectáculos que hagan que el pueblo les recuerde con simpatía cuando se presenten a las elecciones de pretor. Y si les hiciera falta comprar votos, espero que les procuréis lo necesario.

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