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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (73 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Camino de Roma, Marco Aurelio.

—¿Qué decís...?

—Salió hacia Roma con su hijo sin pérdida de tiempo para llevar la noticia —respondió Meminio, sorprendido.

—¡Ah, claro! —exclamó cabizbajo Cota—. ¿Viaja por tierra?

—Claro, Marco Aurelio. Le facilité calesines de cuatro mulas de mis propios establos.

Cota se puso en pie animado por una nueva energía.

—Llevaré a Roma la noticia de Arausio —dijo—. Volaré si es necesario y llegaré antes que Quinto Servilio. ¡Lo juro! Marco Meminio, dadme el mejor caballo que podáis. Saldré para Massilia en cuanto amanezca.

Cabalgó al galope hasta Massilia, sin escolta, cambiando de caballo en Glanum y en Aquae Sextiae, llegando al mar siete horas después de salir de Arausio. En el gran puerto fundado por los griegos siglos antes nada se sabía de la gran batalla librada hacía cuatro días, pero Cota se encontró la ciudad —tan elegante y griega, blanca y luminosa— embargada por un ambiente de temor ante la llegada de los germanos.

La casa del etnarca destacaba entre las demás, y hacia ella se encaminó Cota con toda la arrogancia y premura de un magistrado curul romano que va a un negocio concreto. Como Massilia gozaba de amistosas relaciones con Roma sin someterse a la ley romana, Cota podría haber sido cortésmente despedido, pero no fue así, naturalmente. Sobre todo después de que el etnarca y algunos de sus consejeros que vivían cerca escucharon lo que les expuso.

—Quiero el barco más rápido de que dispongáis y los mejores marineros y remeros de Massilia —dijo—. Sin carga que disminuya su marcha, pero llevaré dos equipos de reserva de remeros pór si hay que remar contra el viento o en mala mar. ¡Porque os juro, etnarca Arístides, que estaré en Roma dentro de tres días, aunque sea necesario remar todo el día! No navegaremos costeando, sino en línea recta hasta Ostia, tal como sepa el mejor piloto de Massilia. ¿Cuándo es la próxima marea?

—Tendréis el barco y la tripulación al amanecer, Marco Aurelio, precisamente a la hora de la nueva marea —contestó el etnarca con amable voz—. ¿Quién paga? —añadió, tosiendo con gran delicadeza.

Un típico griego de Massilia, se dijo Cota para sus adentros.

—Hacedme una factura —contestó—. Paga el Senado y el pueblo de Roma.

Inmediatamente le hicieron la factura; Cota miró el precio astronómico y lanzó un gruñido.

—Es una tragedia que las malas noticias cuesten tanto como una nueva guerra contra los germanos —dijo, mirando al etnarca Arístides—. ¿No me rebajáis unas dracmas?

—Sí que es una tragedia —repitió el etnarca con voz pausada—, pero los negocios son los negocios. Ese es el precio, Marco Aurelio. Tomadlo o dejadlo.

—Lo tomo —respondió Cota.

 

Cepio y su hijo no se molestaron en dar un rodeo y hacer la obligada etapa en Massilia que habría efectuado cualquier viajero por carretera. Nadie sabía mejor que Cepio —que había estado un año en Narbo y otro en Hispania cuando era pretor— que los vientos siempre soplaban en sentido adverso en el Sinus Gallicus. Él seguiría la Vía Domicia por el valle del río Druentia, cruzaría la Galia itálica por el paso del Mons Genava y seguiría a la mayor velocidad posible por la Via Emilia y la Via Flaminia. Esperaba poder cubrir setenta millas diarias si obtenía buenos animales de refresco en las paradas y esperaba que su imperium proconsular se lo facilitase. Y así fue. Conforme transcurrían las millas, Cepio comenzó a sentirse seguro de que llegaría incluso antes que el correo senatorial. Había cruzado con tanta rapidez los Alpes, que los voconcios, siempre al acecho de viajeros romanos vulnerables que transitaban por la Via Domicia, no tuvieron ni tiempo de organizar un ataque contra los dos calesines al galope.

Cuando llegó a Ariminum, al final de la Via Emilia, estaba seguro de que cubriría la distancia entre Arausio y Roma en siete días, gracias a las buenas calzadas y numerosas mulas de refresco. Y comenzó a tranquilizarse. Podía estar exhausto y sufrir una cefalea fenomenal, pero sería su versión de lo que había sucedido en Arausio la primera que conocería Roma, y eso constituiría nueve décimas partes a su favor. Cuando aparecieron los Fanum Fortunae y los calesines tomaron por la Via Flaminia para cruzar los Apeninos y descender al valle del Tíber, Cepio se consideró vencedor. Su versión de la batalla de Arausio sería la que Roma tomaría por la verídica.

Pero la Fortuna tenía otro favorito. Marco Aurelio Cota cruzó el Sinus Gallicus desde Massilia a Ostia con vientos que oscilaron entre ideales y nulos; una travesía muchísimo mejor que la previsible. Cuando caía el viento, los remeros profesionales se sentaban a los portarremos, el hortator comenzaba a marcar el ritmo con el tambor y treinta musculosas espaldas se aplicaban a la tarea con tesón. Era un barco pequeño, construido para la navegación rápida más que para la mercante, y a Cota se le antojaba sospechosamente una nave de guerra massiliota, bien que no estaban permitidas sin previo consentimiento de Roma. Sus dos bancos de remos, quince por cada borda, estaban acoplados a los portarremos protegidos por unas cubiertas a las que fácilmente se habría podido adaptar una fila de fuertes escudos para convertirlas en plataformas de combate en un abrir y cerrar de ojos; y aquella grúa aparejada en la cubierta de popa era de una extraña construcción. ¿No iría allí alojada una fuerte catapulta?, se preguntaba Cota. La piratería era una provechosa industria que abundaba de un extremo a otro del Mediterráneo.

Sin embargo, no era hombre que pusiese objeciones a un regalo de la Fortuna. Así que se limitó a asentir con la cabeza sin gran convicción cuando el capitán le explicó que se dedicaba al transporte de pasajeros y que las cubiertas de los portarremos eran idóneas para que éstos estirasen las piernas, ya que los camarotes eran algo rudimentarios. Antes de zarpar, el capitán le había hecho ver que dos equipos de remeros de reserva era excesivo, dado que sus hombres eran los mejores de la profesión y sabrían mantener una buena velocidad con un solo equipo. Y Cota se alegraba de haber accedido, pues así llevaban menos peso y el viento permitía descansar a los remeros cuando parecían estar a punto de agotarse.

El barco había zarpado del magnífico puerto de Massilia al amanecer del día once de octubre y echaba el ancla en el paupérrimo puerto de Ostia el día anterior a los idus, tres días más tarde exactamente. A las tres horas, Cota entraba en casa del cónsul Publio Rutilio Rufo, espantando a los clientes como un zorro a las gallinas.

—¡Fuera! —gritó al que estaba sentado en la silla ante el escritorio de Rutilio Rufo, dejándose caer agotado en ella, mientras el cliente se apresuraba a salir del despacho.

 

A mediodía se había convocado al Senado a una reunión urgente en la curia hostilia; Cepio y su hijo trotaban en aquel momento por las últimas millas de la Via Emilia.

—Dejad las puertas abiertas —dijo Publio Rutilio Rufo al jefe de los empleados—. De esta reunión debe ser testigo el pueblo. Y que todo lo que se diga se tome palabra por palabra y quede transcrito.

Para la precipitación con que se había convocado, la asistencia fue multitudinaria, ya que, de acuerdo con ese modo inexplicable con que las noticias se difunden antes de darlas a la opinión, se había extendido ya el rumor por Roma de que había habido una gran derrota en la Galia frente a los germanos. La escalinata de la zona de comicios al pie de la curia hostilia se iba llenando rápidamente de gente, igual que las escalinatas y espacios cercanos.

Estando al corriente de las cartas de Cepio, protestando contra Malio Máximo y exigiendo suprema autoridad, y temiendo que volviera a suscitarse el debate, los padres conscriptos estaban nerviosos. Como hacía semanas que no tenían noticias de Cepio, el esforzado Marco Emilio Escauro estaba en situación de desventaja y lo sabía. Así, cuando el cónsul Rutilio Rufo mandó que las puertas de la cámara permanecieran abiertas, Escauro no osó impugnarlo y mandar cerrarlas. Ni tampoco Metelo el Numídico. Todas las miradas se centraban en Cota, a quien se había dado una silla cerca del estrado en el que presidía la silla curul de su cuñado Rutilio Rufo.

—Marco Aurelio Cota ha llegado a Ostia esta misma mañana —dijo Rutilio Rufo—. Hace tres días estaba en Massilia y el día anterior se encontraba en Arausio, cerca del punto de estacionamiento de nuestros ejércitos. Ruego a Marco Aurelio Cota que tome la palabra y advierto a la cámara que esta reunión quedará registrada palabra por palabra.

Naturalmente, Cota se había bañado y cambiado, pero eran evidentes las huellas del cansancio en su rostro habitualmente rubicundo, y la pesadez de gestos al ponerse en pie corroboraban su fatiga.

—Padres conscriptos, el día anterior al nones de octubre se entabló una batalla en Arausio —comenzó diciendo Cota, sin necesidad de elevar la voz dado el aplastante silencio de la cámara—. Los germanos nos aniquilaron. Han muerto ochenta mil soldados.

Ni una exclamación, ni un murmullo. Nadie se movía, los senadores permanecían sentados en profundo silencio, como si estuvieran en la cueva de la Sibila de Cumas.

—Digo ochenta mil soldados, y no sólo eso: los muertos de las tropas auxiliares son veinticuatro mil más, y no cuento los muertos de la caballería.

Con voz neutra e inexpresiva, Cota continuó explicando detalladamente al Senado lo que había sucedido desde el momento en que él y sus cinco compañeros habían llegado a Arausio, las infructuosas discusiones con Cepio, el ambiente de confusión y malestar creado por la sarcástica actitud de Cepio ante las órdenes de Malio Máximo y cómo algunos se habían puesto de su parte, como era el caso del propio hijo de Cepio; el aislamiento del procónsul Aurelio y su caballería para resultar militarmente eficaces.

—Los cinco mil soldados con sus auxiliares y todos los animales perecieron en el campamento de Aurelio. El legado Marco Aurelio Escauro fue hecho prisionero por los germanos y de él hicieron víctima ejemplar. Le quemaron vivo, padres conscriptos. Y según me ha dicho un testigo presencial, murió con gran entereza y valor.

Podían verse rostros demudados entre los senadores, porque la mayoría tenían hijos, hermanos, primos y sobrinos en uno de los dos ejércitos; lloraban en silencio, ahogando los sollozos en sus togas e inclinados en sus asientos, tapándose el rostro con las manos. Sólo Escauro, príncipe del Senado, se mantenía erguido, con dos rosas de rubor en las mejillas y la boca en un rictus inmóvil.

—Todos los que estáis presentes sois responsables —prosiguió Cota—, porque en la delegación que enviasteis no había ningún senador con categoría consular, y yo, un simple ex pretor, era el único magistrado curul de los seis. Como consecuencia, Quinto Servilio Cepio se negó a tratar con nosotros de igual a igual por linaje y alcurnia. Ni por experiencia. No, él interpretó nuestra insignificancia, nuestra poca influencia, como indicio de que el Senado le respaldaba en su desacato a Cneo Malio Máximo. ¡Y con toda la razón, padres conscriptos! ¡Si hubieseis querido que Quinto Servilio obedeciese la ley, subordinándose al cónsul del año, habríais enviado una delegación de categoría consular! Pero no lo hicisteis. Enviasteis deliberadamente cinco pedarii y un ex pretor a tratar con uno de los miembros de esta cámara más antiguos y más obstinadamente elitistas.

No se alzaba ninguna cabeza y cada vez había mayor número de ellas ocultas bajo la toga. Pero Escauro, príncipe del Senado, seguía erguido como un palo, sin quitar sus ojos de brasa del rostro de Cota.

—La rencilla entre Quinto Servilio Cepio y Cneo Malio Máximo impidió la unión de sus fuerzas y, en lugar de disponer de un sólido ejército de no menos de diecisiete legiones y más de cinco mil caballos, Roma puso en el campo de batalla dos ejércitos a veinte millas de distancia entre sí, con el más pequeño cerca del avance germano y alejado del cuerpo de caballería. Quinto Servilio Cepio me dijo en persona que no pensaba compartir su triunfo con Cneo Malio Máximo y que había situado expresamente su ejército demasiado al norte del de Cneo Malio para que éste no pudiera participar en el combate.

Cota cobró aliento de forma tan ruidosa en aquel silencio, que Rutilio Rufo tuvo un sobresalto. Escauro no. Junto a Escauro, Metelo el Numídico asomó despacio bajo la toga su rostro impertérrito.

—Aun dejando a un lado la desastrosa querella entre ambos, padres conscriptos, lo cierto es que ni Quinto Servilio ni Cneo Malio poseen suficiente talento militar para vencer a los germanos. No obstante, de los dos comandantes, es Quinto Servilio quien más reproches merece, pues no sólo fue tan deleznable general como Cneo Malio, sino que además despreció la ley. ¡Se puso por encima de la ley, la consideró un simple adminículo para inferiores! Un auténtico romano, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado —esto lo dijo dirigiéndose al portavoz de la cámara, que no se inmutó—, pone la ley por encima de todo, consciente de que bajo su imperio no existen diferencias sociales, sino un sistema de comprobaciones y equilibrios que hemos expresamente dispuesto para que nadie se considere por encima de sus semejantes. Pero Quinto Servilio Cepio se comportó como el primer hombre de Roma. ¡Pero según la ley, él no puede ser primer hombre de Roma! Así, yo os digo que Quinto Servilio transgredió la ley, mientras que Cneo Malio es simplemente un general inepto.

Nadie hablaba ni se movía, y Cota lanzó un suspiro.

—Arausio es un desastre peor que el de Cannas, colegas senadores. Ha perecido la flor y nata de Roma. Lo sé porque estaba allí. Puede que hayan sobrevivido trece mil soldados, y éstos, las tropas más bisoñas, huyeron sin orden ni concierto, abandonando armas y corazas en el campo para cruzar el Rhodanus a nado. Aún siguen desperdigados y errabundos por el margen occidental del río, y por algunos informes que he recibido, se hallan tan atemorizados por los germanos, que prefieren ocultarse a correr el riesgo de que los recuperen para volver a alistarlos en el ejército romano. Tratando de detener esa fuga masiva, el tribuno Sexto Julio César fue arrollado por sus propias tropas. Me complace informar que vive, pues yo mismo le hallé en el campo de batalla, donde había sido dado por muerto por los germanos. Yo y mis compañeros, un total de veintinueve, fuimos los únicos que pudimos socorrer a los heridos; durante casi tres días no nos ayudó nadie. Aunque la mayoría de los caídos en el campo de batalla eran cadáveres, no cabe duda de que han muerto algunos que podrían haber salvado la vida de haber habido alguien a mano que los auxiliase.

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