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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (81 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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¡Oh, qué altas eran las casas! El desfile enfilaba velozmente por el Vicus Tuscus del Velabrum, una zona de la ciudad llena de insulae, que parecían querer tocarse por encima de las estrechas callejas. Caras en todas las ventanas, caras alborozadas, y lo sorprendente es que se alegraban también por su presencia, le conminaban a morir con palabras de ánimo y buenos deseos.

Luego, el cortejo circundó el mercado de la carne, el Forum Boarium, en donde la estatua desnuda del Hercules Triumphalis lucía los atavíos de general victorioso, la toga picta púrpura y oro, la tunica palmata púrpura bordada con palmas, la rama de laurel en una mano y el cetro de marfil con cabeza de águila en la otra, y el rostro pintado de minim rojo intenso. Estaba suspendida la venta de carne, pues en los magníficos templos que jalonaban la vía no se veían puestos ni tenderetes. ¡Ahí estaba el templo de Ceres! El templo más hermoso de la ciudad; era hermoso pero chillón, pintado de rojo y azul, verde y amarillo, sobre un alto podio como todos los templos romanos. Yugurta sabía que era la sede de la orden plebeya; allí guardaban los registros y tenían sus ediles.

El desfile desembocaba en el interior del Circo Máximo, la mayor edificación que había visto Yugurta en su vida. Ocupaba toda la longitud del Palatino y tenía capacidad para ciento cincuenta mil personas. Todas las gradas estaban llenas de gente enfebrecida que había acudido a ver el desfile triunfal de Cayo Mario; desde su puesto en la marcha, no lejos de Mario, Yugurta oía los vítores transformarse en gritos de adulación para el general. A nadie le importaba aquel paso acelerado, pues Mario había encomendado a sus agentes y clientes que difundiesen que el motivo de ello era que le preocupaba Roma y quería apresurarse a marchar lo antes posible a la Galia Transalpina a enfrentarse a los germanos.

Los espacios arbolados y magníficas mansiones del Palatino también estaban llenos de espectadores; por encima del nivel de la muchedumbre, a salvo de ser acosadas y robadas, se veían mujeres, doncellas, niñas y niños; de buena familia, le habían dicho. Salieron del Circo Máximo y tomaron por la Via Triumphalis, que rodeaba el Palatino por su extremo y tenía rocas y parques sobre ella, a la izquierda, y, a la derecha, apiñado al pie de la colina Celia, otro barrio de altas casas de viviendas. Luego estaba el Palus Ceroliae, el marjal a los pies de la Carinae y el Fagutal; finalmente, doblaron hacia la Velia, cuesta abajo hacia el Foro Romano, por las gastadas losas de la antigua vía sagrada, la Via Sacra.

Por fin podía contemplarlo: el centro del mundo. Igual que en su época lo había sido la Acrópolis. Ahora lo tenía ante sus ojos, el Foro Romano, pero le decepcionó enormemente. Sus edificios eran pequeños y viejos y no estaban distribuidos de una manera lógica; todos se veían desviados hacia el norte, porque el Foro discurría de noroeste a sudeste; el efecto general era descuidado y todo tenía aspecto ruinoso. Incluso los edificios más nuevos, que sí estaban bien orientados hacia el Foro, se veían descuidados. Realmente eran mucho más impresionantes los edificios que había visto antes, y los templos mucho mayores, lujosos e imponentes. Las casas de los sacerdotes tenían capas recientes de pintura, y el pequeño templo redondo de Vesta era bonito, pero sólo el grandioso templo de Cástor y Pólux y la magnífica austeridad dórica del templo de Saturno llamaban la atención como ejemplares admirables. El Foro era un lugar triste y monótono, situado en una hondonada húmeda y fea.

Frente al templo de Saturno, en cuyo podio los funcionarios del Tesoro contemplaban el desfile, Yugurta, sus hijos, los nobles con sus esposas y todos los cautivos, fueron apartados del cortejo y situados a un lado; vieron llegar los lictores del general, los danzarines, los músicos, los portadores de incensarios, los timbaleros y trompeteros, los legados y, finalmente, el general en su carro, lejano e irreconocible en aquel boato de insignias y con el rostro pintado de rojo por el minim. Se dirigieron todos a la colina en que se alzaba el gran templo de Júpiter Optimus Maximus, cuya columnata lateral daba al Foro, pues también su eje discurría de norte a sur. Su fachada miraba al sur. El sur de Numidia.

Yugurta miró a sus hijos.

—Vivid largos años, y bien —les dijo; iban a vivir bajo custodia en remotas ciudades romanas, mientras los nobles y sus esposas regresaban a Numidia.

La guardia de lictores que rodeaba al rey tiró un poco de las cadenas y éste avanzó hacia el mar de banderas del bajo Foro, por debajo de los árboles del estanque de Curtius y de la estatua del sátiro Marsias tocando la flauta, para bordear la amplia zona en que se reunían las tribus y dirigirse al Clivus Argentarius. Tenía sobre su cabeza el Arx del Capitolio y el templo de Juno Moneta en que se acuñaba la moneda. Y allí estaba el viejo y destartalado edificio del Senado, al otro lado del área de Comicios, detrás de la pequeña y deslucida basílica Porcia, construida por Catón el Censor.

Pero allí concluía su paseo por Roma. Ante sus ojos tenía el Tullianum, en la falda del Arx capitolino, justo detrás de la escalinata de Gemonia, un modesto edificio gris de construcción a base de grandes piedras sin mortero, conocida en todo el orbe con el apelativo de ciclópea; no tenía más que una planta y una única abertura sin puerta entre los bloques. Creyéndose demasiado alto, Yugurta agachó la cabeza para entrar, pero pasó sin dificultad, pues era de altura más que suficiente para cualquier mortal.

Los lictores le despojaron de las vestiduras, las joyas, la diadema y las entregaron a los funcionarios del Tesoro que estaban esperándolas, con un certificado en el que se recogía aquel cambio de mano de las propiedades del Estado. Yugurta quedó tan sólo con el taparrabos de lino que Metelo el Numídico le había aconsejado ponerse, ya que él conocía el rito. Con las partes más germinativas de su ser decentemente tapadas, un hombre podía aprestarse a morir decentemente.

La única luz entraba por una abertura a sus espaldas y con ella podía ver Yugurta el agujero redondo en el centro del piso. Allí iban a meterle. Si hubieran optado por el lazo, el estrangulador le habría acompañado hasta el calabozo con suficientes ayudantes para sujetarle; una vez efectuada su tarea, habrían arrojado su cadáver por uno de los desagües a las cloacas, para a continuación regresar por medio de una escalera a la luz de Roma.

Pero Sila debía de habérselas arreglado para anular el procedimiento normal, porque no había ningún estrangulador. Trajeron una escala, pero Yugurta la rechazó, se aproximó al agujero y se dejó caer adentro sin lanzar exclamación alguna. El sonido sordo de la caída fue inmediato porque la celda no era muy profunda. Después de oírlo, la escolta dio media vuelta en silencio y abandonó el lugar. Nadie tapó el agujero ni cerró la entrada, porque nadie salía de aquel horrendo pozo del Tullianum.

 

Dos bueyes blancos y un toro blanco fueron los animales que Mario sacrificó aquel día, pero sólo los bueyes formaban parte del triunfo. Dejó su cuadriga al pie de la escalinata del templo de Júpiter Optimus Maximus y subió a solas. Ya dentro de la nave del templo, depositó las coronas de laurel al pie de la estatua del dios y a continuación entraron sus lictores a ofrecer igualmente coronas de laurel.

Era mediodía. Nunca había habido un desfile triunfal tan rápido; pero el resto del cortejo, que era el más numeroso, procedía a paso más lento para que la muchedumbre tuviese tiempo de ver danzarines, músicos, carrozas, botín, trofeos y soldados. Ahora venía lo importante de aquella jornada para Mario. Descendió la escalinata hacia los senadores, con el rostro pintado de rojo, la toga oro y púrpura, la túnica bordada con hojas de palma y en la mano derecha el cetro de marfil. Caminaba rápido, pensando en terminar cuanto antes la ceremonia de investidura, aguantando aquel suntuoso atavío como mal menor.

—¡Bien, comencemos! —ordenó impaciente.

Un silencio glacial acogió sus palabras. Nadie se movía, nadie intuía lo que pensaba por la expresión del rostro. Ni siquiera el colega de Mario, Cayo Flavio Fimbría, y el cónsul saliente Publio Rutilio Rufo (Cneo Malio Máximo había enviado recado diciendo que se hallaba enfermo) se movían de su sitio.

—¿Qué os sucede? —inquirió Mario, enojado.

Sila se destacó de la concurrencia, ya sin el aire marcial que le diera la coraza de plata, sino vistiendo la toga. Iluminaba su rostro una gran sonrisa y extendía el brazo, animado por la actitud del cuestor, solícito y atento.

—¡Cayo Mario, no seas olvidadizo! —dijo en voz alta acercándose a él y obligándole a girar sobre sus talones con inusitada fuerza—. ¡Vete a casa a cambiarte! —añadió en un susurro.

Mario abrió la boca, decidido a replicar, pero en ese momento advirtió el gesto de oculta fruición de Metelo el Numídico y con un regio ademán se llevó la mano al rostro y miró su palma enrojecida.

—¡Por los dioses! —exclamó en cómica mueca—. Excusadme, padres conscriptos —añadió, aproximándose de nuevo al grupo—. ¡Cierto que tengo prisa por ir a por los germanos, pero esto es absurdo! Os ruego me excuséis. Volveré lo antes posible. Con atuendo de general, por triunfal que sea, no se puede asistir a una reunión del Senado en el pomerium —y cruzó el Asylum camino del Arx—. ¡Gracias, Lucio Cornelio! —gritó por encima del hombro mientras se alejaba.

Sila se apartó de los silenciosos espectadores y echó a correr tras él, en un arranque poco adecuado para un hombre con toga, pero en él no resultó raro y hasta pareció natural.

—Te lo agradezco —dijo Mario cuando Sila le alcanzó—. Pero, en realidad, ¿qué demonios importa? Ahora tienen todos que esperar una hora bajo el viento frío mientras yo me lavo la cara y me pongo la toga praetexta.

—A ellos sí les importa —respondió Sila—. Y creo que a mí también —añadió caminando más aprisa que Mario, a pesar de no tener las piernas tan largas—. Vas a necesitar a los senadores, Cayo Mario, así que haz el favor de no buscar más enfrentamientos. Para empezar, no les ha complacido verse obligados a compartir la investidura con tu triunfo. Así que no les toques más las narices.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo Mario, resignado, subiendo de tres en tres los escalones que conducían desde el Arx a la puerta trasera de su casa e irrumpiendo con tal ímpetu que el portero cayó de bruces y comenzó a chillar horrorizado—. ¡Calla hombre, que no son los galos y estamos en la Roma actual, no trescientos años atrás! —exclamó, al tiempo que comenzaba a llamar a gritos a su ayuda de cámara, a su esposa y al criado del baño.

—Está todo preparado —contestó la maravillosa Julia, sonriéndole apaciblemente—. Me imaginé que llegarías con prisas, como siempre, y tienes el baño caliente esperándote y todo listo, Cayo Mario. Bien venido, hermano —añadió volviéndose hacia Sila con su dulce sonrisa—. El tiempo se ha vuelto frío, ¿no es cierto? Ven a mi sala de estar y caliéntate al brasero mientras te preparo vino caliente.

—Tienes razón, hace frío —dijo Sila, cogiendo la copa que le trajo su cuñada—. Acostumbrado a Africa, a la carrera detrás del "gran hombre", pensaba que hacía calor, pero estoy muerto de frío.

Julia se sentó frente a él, adelantando la cabeza, inquisitiva.

—¿Qué ha pasado? —inquirió.

—Oh, no te pongas en el papel de esposa —replicó Sila, cediendo a su enfado.

—Luego me lo reprocharás, Lucio Cornelio —replicó ella—, pero ahora dime qué ha sucedido.

Sila sonrió irónico, moviendo la cabeza.

—Julia, sabes que quiero a este hombre como a nadie, pero hay veces en que se lo dejaría al estrangulador del Tullianum como al peor enemigo.

—Y yo —dijo ella con voz queda, conteniendo la risa—. Es normal, ¿sabes? Es el "gran hombre" y se hace difícil aguantarle. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Quiso asistir a la investidura con el atavío triunfal —contestó Sila.

—¡Oh, mi querido hermano! Me imagino que haría una escena, alegando las prisas, y que discutiría con todos...

—Afortunadamente me di cuenta de lo que pensaba hacer, a pesar de toda esa pintura roja —dijo Sila, sonriente—. Es por las cejas. Al cabo de tres años con Cayo Mario, cualquiera que no sea tonto puede leer su pensamiento según como mueva las cejas. Le serpentean y le tiemblan con arreglo a un código... bueno, tú, que nó eres tonta, lo sabrás bien.

—Sí, lo sé —contestó Julia, sonriente.

—Bueno, menos mal que me acerqué a tiempo y no sé qué le grité para advertirle que se había olvidado. Pero contuve un instante la respiración porque estuvo a punto de mandarme arrojar al Tíber. Gracias que en ese momento él se percató de que Quinto Cecilio el Numídico le miraba y cambió de idea. ¡Qué comediante! Imagino que todos menos Publio Rutilio Rufo creyeron de verdad que se le había olvidado cambiarse.

—¡Oh, te doy las gracias, Lucio Cornelio! —dijo Julia.

—No tienes por qué —respondió Sila con toda sinceridad.

—¿Quieres más vino caliente?

—Pues si, gracias.

Al poco regresaba con una bandeja de bollos calientes.

—Toma, acaban de sacarlos de la sartén. Llevan levadura y están rellenos de carne picada. Son estupendos. Los hace el cocinero para el pequeño Mario, que ahora está en esa fase horrenda en que no quiere comer nada de lo que debería.

—Los míos comen de todo —dijo Sila, iluminándosele el rostro—. ¡Oh, Julia, son encantadores! Nunca pensé que unas criaturitas pudieran ser tan... tan ideales.

—A mí también me gustan mucho —dijo Julia en su papel de tía.

—Ojalá fuera también así con Julilla —añadió Sila con rostro sombrío.

—Sí, claro —añadió Julia con voz queda, pensando en su hermana.

—¿Qué es lo que le sucede? ¿Puedes explicármelo?

—Creo que la hemos mimado demasiado. No sé si sabes que mis padres no querían más hijos. Tenían dos varones, y cuando yo nací no les importó que hubiese una niña en la familia. Pero lo de Julilla fue una sorpresa. Y éramos pobres; por eso, conforme fue creciendo, a todos nos daba lástima, me imagino. Sobre todo a mis padres, porque no contaban con ella, pero se le dejaba pasar todo, y si había un sestercio de más era para ella, que lo despilfarraba sin que nadie la reprendiera. Supongo que ése fue el error, pero nosotros no hicimos nada por evitarlo; en vez de enseñarle a tener paciencia y a ser moderada, nada hicimos, y Julilla creció creyéndose que era la persona más importante del mundo, convirtiéndose así en una egoísta que siempre se salía con la suya. Los que más culpa tenemos somos nosotros, pero la pobre Julilla es la que sufre las consecuencias.

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