El primer hombre de Roma (85 page)

Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
13.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

El general estaba solo, escribiendo concienzudamente.

—Cayo Mario, ¿tendrías una hora para dedicarme? Quisiera que me acompañases a dar un paseo —dijo Sila, manteniendo abierto el faldón que separaba la tienda del toldo de piel que protegía al oficial de guardia. Un rayo de luz caía sobre su espalda, confiriéndole un aura de oro líquido, del que destacaban su cabeza y los hombros bañados por los largos rizos de su cabellera.

Mario alzó la cabeza y contempló el encuadre con desagrado.

—Necesitas cortarte el pelo —dijo sin preámbulos—. Unos centímetros más y parecerás una bailarina.

—¡Extraordinario! —exclamó Sila, sin moverse.

—Desidia, diría yo —replicó Mario.

—Lo extraordinario es que no lo hayas advertido durante meses, y justo ahora que venía a hablarte de ello, lo adviertes. No lees en la mente de la gente, Cayo Mario, pero creo que sintonizas con el pensamiento de tus colaboradores.

—Lo que dices también parece propio de una bailarina —respondió Mario—. ¿Por qué quieres que te acompañe a pasear?

—Porque quiero hablarte en privado, Cayo Mario, en algún sitio seguro en el que las paredes no oigan. Un paseo será lo mejor.

Mario dejó la pluma, enrolló el papel y se puso en pie.

—Prefiero pasear a escribir, Lucio Cornelio. Vamos.

Cruzaron el campamento a buen paso sin hablar ni fijarse en las curiosas miradas que suscitaban por parte de centuriones, soldados y cadetes; al cabo de tres años de campañas con Cayo Mario y Lucio Cornelio, los legionarios habían adquirido un conocimiento tan certero de sus comandantes, que sabían cuándo tramaban algo importante. Y aquel día notaban que algo se traían entre manos.

Estaba ya muy avanzado el día para tratar de ascender al altozano, así que se detuvieron en un sitio en el que el viento se llevaba sus palabras.

—Bien, ¿de qué se trata? —inquirió Mario.

—Comencé a dejarme crecer el pelo en Roma —dijo Sila.

—No me había fijado hasta ahora. Supongo que el pelo tiene que ver con lo que quieres decirme.

—Voy a convertirme en galo —dijo Sila.

—¡Oh! Cuéntame, Lucio Cornelio —dijo Mario con aire de prevención.

—El aspecto más frustrante de esta campaña contra los germanos es nuestra más absoluta falta de información sobre ellos —respondió Sila—. Desde el principio, cuando los táuricos nos enviaron su primera petición de ayuda y supimos que los germanos iniciaban una migración, nos hemos tropezado con el inconveniente de que no sabemos nada sobre ellos. No sabemos quiénes son, de dónde vienen, qué dioses adoran, y menos por qué migran de sus paises de origen, qué clase de organización social tienen y cómo se gobiernan. Y lo más importante, no sabemos por qué nos derrotan y luego se alejan de Italia.

Hablaba con la vista apartada de Mario, los últimos rayos de sol los envolvían y éste sentía un extraño temor; raras veces le causaba impresión una faceta oculta de Sila, esa faceta que él denominaba inhumana, en un sentido muy distinto del habitual. No, se trataba de que, simplemente, parecía que Sila de pronto descorriera un velo y apareciese distinto a un ser humano, y tampoco es que apareciese como un dios; se transformaba en un ser distinto a ningún mortal. Y en aquel momento, aquella faceta cobraba mayor relieve y era como si tuviese un sol interno en la mirada.

—Continúa —dijo Mario.

—Antes de salir de Roma me compré dos esclavos. Han viajado conmigo y los tengo aquí. Uno es un galo de Carnutes, la tribu depositaria de la religión celta. Es una fe extraña; creen que los árboles son seres animados, que tienen espíritu o algo parecido; es muy difícil establecer una comparación con nuestras creencias. El otro es un germano de los cimbros, capturado en Noricum cuando la derrota de Carbo. Los tengo a los dos separados y ninguno sabe de la existencia del otro.

—¿Y no te has enterado de cosas de los germanos por tu esclavo? —inquirió Mario.

—Nada. Pretende no saber nada de quiénes son ni de dónde proceden. Por mis averiguaciones he llegado a la conclusión de que su ignorancia es un rasgo común a todos los germanos que hemos capturado y tenemos como esclavos, aunque dudo mucho que haya ningún amo romano que haya intentado obtener información. Eso, ahora, da igual. Mi propósito al comprar ese germano era obtener información, pero viendo que era tan recalcitrante, y no tiene objeto torturar a un individuo que parece un buey, se me ocurrió otra idea. La información, Cayo Mario, suele ser de segunda mano, y, para nuestros propósitos, inadecuada.

—Cierto —dijo Mario, que sabía adónde quería ir a parar Sila, pero no deseaba presionarle.

—Así que empecé a pensar que si no era inminente la guerra con los germanos, nos interesaba tratar de obtener información de primera mano —continuó Sila—. Mis dos esclavos han estado al servicio de romanos bastante tiempo y hablan latín, aunque en el caso del germano, un latín rudimentario. Lo curioso es que, por el galo, he sabido que entre sus compatriotas de pelo largo la segunda lengua es el latín, no el griego. Bueno, no es que vaya a suponer que los galos vayan por ahí contando chistes en latín, pero gracias a los contactos que mantenemos con las tribus asentadas, como son los eduos, a través de soldados y comerciantes, hay galos que tienen conocimientos de latín y han aprendido a leerlo y escribirlo, y, como su lengua no se escribe, cuando leen y escriben lo hacen en latín. No en griego. Es fascinante, ¿verdad? Estamos tan acostumbrados a pensar que el griego es la lengua universal que resulta gracioso que haya una parte del mundo en la que se prefiera el latín.

—No siendo erudito ni filósofo, Lucio Cornelio, debo confesarte que no es algo que me subyugue. No obstante —añadió Mario con una tímida sonrisa—, sí que tengo sumo ínterés en saber datos sobre los germanos.

—¡Tocado, Cayo Mario! —exclamó Sila alzando las manos, como rindiéndose—. Muy bien. Veamos: hace casi cinco meses que vengo aprendiendo la lengua de los carnutos del centro de la Galia y el idioma de los cimbros germánicos. Mi maestro de carnuto siente mayor entusiasmo por el plan que mi maestro de germano, pero también hay que decir que es más despierto. —Sila hizo una pausa para reflexionar sobre tal afirmación y no acabó de complacerle—. Mi impresión de que el germano es más cerrado de mollera quizá no sea correcta; quizá sea porque la añoranza de los suyos es más fuerte que en el caso del galo y le produce un distanciamiento mental de su actual desgracia. O, dado la suerte de la sisa y el hecho de que fue lo bastante tonto para dejarse capturar en una guerra que ganaron los suyos, quizá si que sea un germano tonto.

—Lucio Cornelio, mi paciencia no es inagotable —dijo Mario, más bien en tono de resignación—. ¡Pareces un peripatético especialmente peripatético!

—Perdona —replicó Sila con una sonrisa, volviéndose a mirarle a la cara. El fulgor en sus ojos cesó y de nuevo pareció un ser mortal—. Con mi pelo, mi tez y mis ojos —prosiguió animado—, puedo hacerme pasar fácilmente por galo. Voy a convertirme en galo y viajar a zonas en que los romanos no se arriesgarían a aventurarse. Concretamente, pienso seguir a los germanos en su marcha hacia Hispania, lo que, tengo entendido, incluye a los cimbros y seguramente a los otros pueblos. Sé suficiente címbrico para entender al menos lo que dicen, y por eso me centraré en los cimbros. —Lanzó una carcajada—. En realidad, mi pelo tendría que ser más largo que el de una bailarina, pero, de momento, valdrá; si me preguntan por qué es tan corto diré que tuve una enfermedad en el cráneo y tuve que cortármelo. Suerte que me crece rápido.

No dijo más. Durante un buen rato Mario tampoco dijo nada; se limitó a poner el pie en un tronco, a apoyar el codo en la rodilla y la barbilla en el puño. La verdad es que no sabía qué decir. Llevaba meses preocupado porque iba a perder a Lucio Cornelio en los placeres de Roma porque la campaña iba a ser demasiado aburrida, y todo aquel tiempo Lucio Cornelio había estado elaborando pacientemente un plan que nada tenía de aburrido. ¡Menudo plan! ¡Vaya hombre! Ulises era el primer espía conocido de la historia en su disfraz de troyano, infiltrándose dentro de Ilión para recoger toda la información posible, y uno de los temas preferidos que los grammaticus imponían a los alumnos era si Calcas se pasó a los aqueos porque estaba realmente harto de los troyanos, porque quería espiar por cuenta del rey Príamo, o porque quería sembrar la discordia entre los reyes de Grecia.

Ulises también tenía el pelo rojo y también era de alta cuna. Sin embargo, a Mario le resultaba imposible pensar en Sila como un Ulises redivivo. Era un hombre suyo en todos los aspectos y tenía un plan perfecto. Era un hombre sin miedo que veía aquella fantástica misión con perspectiva práctica y... y de un modo irrebatible. En otras palabras, lo enfocaba como el aristócrata romano que era, y no albergaba dudas ante un posible fracaso, porque sabía que era mejor que los demás mortales.

Bajó el puño, el codo y la pierna, lanzó un suspiro e inquirió:

—¿Crees sinceramente que puedes conseguirlo, Lucio Cornelio? ¡Qué romano más extraordinario eres! Siento enorme admiración por ti y por tu magnífico plan, pero tendrás que desprenderte de todo vestigio de romano, y no sé yo si un romano es capaz de eso. Nuestra cultura es tan profunda que deja marcas indelebles. Tendrás que vivir una farsa.

—¡Oh, Cayo Mario, toda mi vida he vivido una clase u otra de mentira! —replicó Sila enarcando una de sus rubias cejas y esbozando una mueca con las comisuras de los labios.

—¿Incluso ahora?

—Incluso ahora.

Reemprendieron el camino.

—¿Piensas ir solo, Lucio Cornelio? —inquirió Mario—. ¿O crees que será mejor ir acompañado? ¿Y si necesitas enviarme un mensaje urgente y no puedes hacerlo tú? ¿No te sería útil tener un compañero para que os sirváis mutuamente de espejo?

—He pensado en eso —respondió Sila—, y quisiera ir con Quinto Sertorio.

De entrada, Mario pareció encantado, pero luego puso ceño.

—Su tez es demasiado oscura; no pasaría por galo, y menos por germano.

—Cierto. Pero podría ser un griego con sangre celtibérica —dijo Sila con un carraspeo—. En realidad, cuando salimos de Roma le regalé un esclavo, un celtíbero de los ilergetes. No le expliqué lo que tramaba, pero le dije que aprendiese a hablar celtíbero.

—Está muy bien pensado —dijo Mario mirándole—. Lo apruebo.

—Entonces, ¿puedo llevarme a Quinto Sertorio?

—Claro. Aunque sigo pensando que es de tez demasiado oscura y eso podría delatarte.

—No, no pasará nada. Quinto Sertorio me servirá admirablemente y su color de piel creo que será positivo. Mira, Quinto Sertorio tiene magia animal y los hombres con magia animal tienen un gran ascendiente entre los pueblos bárbaros. Ese color de piel realzará sus poderes chamánicos.

—¿Magia animal? ¿Qué es eso?

—Quinto Sertorio tiene poder para someter a las fieras. Lo descubrí en Africa un dia que silbó a un gatopardo y lo acarició. Y, apenas estaba yo pensando un papel para él en esta misión cuando amaestró a un aguilucho al que había estado curando, aunque sin extirparle el instinto natural de ser libre y volar. El ave vive ahora como debe según su naturaleza, pero sigue siendo amiga suya, viene a verle, se le posa en el brazo y le da besos. Los soldados le guardan reverencia. Es un buen presagio.

—Lo sé —dijo Mario—. El águila es la insignia de las legiones y Quinto Sertorio la refuerza.

Permanecieron mirando un lugar en que estaban clavando en el suelo seis águilas de plata en astas también de plata, adornadas con coronas, phalerae y torcas; ante ellas ardía un fuego en un trípode, había una guardia firme y un sacerdote togado con la cabeza cubierta echaba incienso en las brasas del trípode mientras recitaba las plegarias del atardecer.

—¿Cual es exactamente la importancia de esa magia con los animales? —inquirió Mario.

—Los galos son muy supersticiosos en relación con los espíritus que habitan los animales salvajes, y tengo entendido que también los cimbros y germanos. Quinto Sertorio personificará perfectamente a un chamán de una tribu hispánica tan remota, que ni las tribus de los Pirineos sabrán de su existencia —dijo Sila.

—¿Cuándo piensas ponerte en marcha?

—Muy pronto. Pero preferiría que se lo dijeras tú a Quinto Sertorio —dijo Sila—. El querrá venir, pero es absolutamente leal a tu persona; así que es mejor que se lo digas tú. No debe saberlo nadie —añadió con un resoplido—. ¡Nadie!

—Estoy totalmente de acuerdo —respondió Mario—. Pero hay tres esclavos que saben algo, ya que han estado dando clases de idiomas. ¿Quieres que los vendamos y los enviemos a ultramar?

—¿A qué tantas complicaciones? —replicó Sila, sorprendido—. Pienso matarlos.

—Excelente idea. Pero perderás dinero.

—No es una fortuna. Digamos que es mi contribución al éxito de la campaña contra los germanos —respondió Sila sin inmutarse.

—Haré que los maten en cuanto salgáis.

—No —replicó Sila meneando la cabeza—, yo mismo haré el trabajo sucio. Y en seguida. A Quinto Sertorio le han enseñado todo lo que pueden. Mañana los enviaré a Massilia con una encomienda. —Se estiró y bostezó voluptuosamente—. Tiro muy bien con arco, Cayo Mario, y los marjales de las salinas están desiertos. Todos pensarán que han escapado. Incluso Quinto Sertorio.

Me siento muy apegado a la tierra, pensó Mario. No es que me importe mandar a hombres a la muerte a sangre fría; forma parte de la vida, lo sabemos y no ofende a los dioses, pero él es un patricio romano de vieja alcurnia, claro. Muy por encima de la tierra. Un semidiós. Y Mario se encontró pensando en las palabras de la adivina Marta, que en aquel instante se hallaba lujosamente instalada en su casa de Roma como huésped de honor. Un romano mucho más grande que él, también un Cayo, pero un Julio, no un Mario... ¿Era eso lo que hacía falta? ¿Una gota semidivina de sangre patricia?

 

* * *

 

En una carta fechada a finales de septiembre, decía Rutilio Rufo a Cayo Mario:

 

Publio Licinio Nerva se ha decidido por fin a escribir al Senado con absoluto candor a propósito de la situación en Sicilia. Como primer cónsul que eres, te envían los despachos, desde luego, pero sabrás mi versión primero, porque sé que optarás por leer antes mi carta que los aburridos despachos, y mi carta va en la bolsa del correo oficial.

Pero antes de hablarte de Sicilia, es preciso retroceder a primeros de año, cuando, como sabes, la cámara recomendó a las tribus del pueblo que redactaran una ley poniendo en libertad en todo el mundo a los esclavos procedentes de los pueblos itálicos aliados. Pero no sabrás que tuvo una repercusión imprevista: los esclavos de otras nacionalidades, en particular los de naciones oficialmente denominadas amigas y aliadas del pueblo romano, o asumieron la ley como si los afectase a ellos o se sintieron muy ofendidos porque no los incluyese. Esto es sobre todo notorio entre los esclavos griegos, que constituyen la mayoría de la mano de obra que se utiliza en el granero de Sicilia y la mayoría de los esclavos de todo tipo en Campania.

En febrero, el hijo de un caballero de Campania y ciudadano romano, llamado Tito Vetio, de veinte años, se volvió loco, al parecer. La causa de la locura fueron las deudas; se había comprometido a pagar siete talentos de plata por —¡figúrate!— una esclava escita. Pero como Tito Vetio padre es un cicatero de mucho cuidado, y demasiado viejo, además, para ser padre de un muchacho de veinte años, el joven pidió el dinero prestado a un interés exorbitante, dando como aval su herencia. Naturalmente, se vio más indefenso que un pollo en manos de los usureros, que le exigieron el pago en un plazo de treinta días. Como al pobre le era imposible, consiguió una prórroga de otros treinta días. Pero como no tenía posibilidades de pagarles, los usureros fueron a exigírselo al padre con un interés exorbitante. El padre se negó y repudió al hijo, que se volvió loco.

A continuación, el joven Tito Vetio se revistió de una toga púrpura con diadema y se proclamó rey de Campania, sublevando a todos los esclavos de la región. Me apresuro a decirte que el padre es un importante granjero al estilo tradicional, que trata bien a sus esclavos y no tiene ninguno de origen itálico. Pero cerca de su casa había uno de esos granjeros recién enriquecidos, un hombre horrendo que compra esclavos de los más baratos sin hacer preguntas sobre su origen, los encadena para el trabajo y los encierra en un ergastulum para dormir. Este despreciable individuo se llamaba Marco Macrino Mactator y resulta que era gran amigo de tu joven colega de consulado, nuestro recto y honrado Cayo Flavio Fimbria.

El día en que el joven Tito Vetio se volvió loco, armó a sus esclavos comprando quinientos equipos de panoplias antiguas de exposición que una escuela de gladiadores tenía a la venta y con su pequeño ejército se dirigió a casa de Marco Macrino Mactator, torturó y mató a éste y a su familia y liberó a gran número de esclavos, muchos de los cuales resultaron ser itálicos y, por lo tanto, ilegales.

En cuestión de nada, Tito Vetio, rey de Campania, contaba con un ejército de más de cuatro mil esclavos y se había hecho fuerte en el campamento de un promontorio. ¡Y los reclutas-esclavos seguían llegando! Capua cerró sus puertas, convocó a todas las escuelas de gladiadores y pidió ayuda al Senado de Roma.

Fimbria habló largo y tendido sobre el asunto y lamentó la pérdida de su amigo Mactator el Carnicero, hasta que los padres conscriptos, hartos, delegaron en el praetor peregrinus, Lucio Licinio Lúculo, para que organizase un ejército y aplastase la rebelión. Pues bien, ya sabes qué engreido aristócrata es Lucio Licinio Lúculo, y no le gustó nada que una cucaracha como Fimbria le ordenase limpiar Campania.

Y valga una pequeña digresión. Supongo que sabes que Lúculo está casado con la hermana de Metelo, Metela Calva. Tienen dos hijos de catorce y doce años, de los que se dice que prometen mucho, y dado que el hijo de Metelo es incapaz de decir dos palabras seguidas, toda la familia tiene depositadas sus esperanzas en los jóvenes Lucio y Marco Lúculo. ¡Basta ya, Cayo Mario, se te oye refunfuñar desde Roma! Todo esto es importante, por increíble que te parezca. ¿Cómo vas a desenvolverte dignamente en medio del laberinto de la vida social romana si no te molestas en saber todas las ramificaciones familiares y chismorreos? La mujer de Lúculo, que es hermana de Metelo, tiene fama por su inmoralidad. Para empezar, lleva sus historias amorosas a plena luz del día con absoluto descaro, sin ahorrar escenas de histeria delante de conocidas tiendas de joyeros y hasta ha llegado a tratar de suicidarse desnudándose para arrojarse al Tíber. Pero es que, además, Metela Calva no corteja a hombres de su clase y eso es lo que más le duele a Metelo. Y no hablemos del altivo Lúculo. Sí, a Metela Calva le gustan los esclavos hermosos y los trabajadores fornidos que recoge en los muelles del puerto de Roma. Por eso es una insufrible carga para Metelo y Lúculo, aunque creo que es una madre sin igual para sus hijos.

Se acabó la digresión. Lo mencioné para dar un poco de pimienta a esta lamentable historia, y para hacerte comprender por qué Lúculo fue a Campania resentido por recibir órdenes de precisamente la clase de hombre a quien Metela Calva le habría gustado dar sus favores. Por cierto, hay un asunto turbio en relación con Fimbria. Se ha hecho amigo de Cayo Memio, figúrate, los dos son ahora uña y carne y hay mucho movimiento de dinero, aunque no se sabe claramente con qué objetivo.

En fin, Lúculo limpió rápidamente Campania y el joven Tito Vetio fue ejecutado con sus oficiales y su ejército de esclavos. Se le encomendó la tarea a Lúculo y éste presidió el tribunal en sitios como Reate.

¿No te dije ya hace tiempo, el año pasado, que eran previsibles esas revueltas de esclavos en Campania? ¡Pues ahora tenemos una auténtica guerra de esclavos en Sicilia!

Siempre he pensado que Públio Licinio Nerva parecía y actuaba como un ratón de biblioteca, pero ¿quién iba a imaginarse que resultaría tan peligroso enviarle a Sicilia de pretor-gobernador? Siendo tan puntilloso, el cargo habría debido cuadrarle perfectamente. No para de un sitio para otro, prepara sus cuarteles de invierno y escribe prolijos informes de todo lo que hace.

Claro, todo habría ido bien de no haber sido por esa maldita ley de libertad para los esclavos de origen itálico. El pretor-gobernador se aprestó a marchar a Sicilia y empezó a manumitir esclavos itálicos, que son aproximadamente la cuarta parte de todos los que trabajan en el abastecimiento de cereal. Comenzó por Siracusa, mientras que su cuestor empezaba por el otro extremo de la isla, en Lilybaeum. Se fue haciendo despacio y con todo detalle, sabiendo cómo es Nerva, y, por cierto, implantó un excelente método para descubrir a los esclavos que alegaban ser itálicos sin serlo, haciéndoles un examen en osco de la geografía regional de la península. El decreto, sin embargo, lo publicó en latín, con el propósito de eliminar a los posibles impostores; pero los que sólo leen griego tuvieron que recurrir a otros para la traducción y el lío que se organizó fue colosal...

En las dos últimas semanas de mayo, Nerva había liberado a unos ochocientos esclavos itálicos de Siracusa, mientras que su cuestor en Lilybaeum mataba el tiempo en espera de órdenes. En éstas, se presentó en Siracusa una airada comisión de cultivadores de trigo, amenazando con entrar en acción —con medidas que iban desde la castración hasta la querella— si seguía manumitiendo a sus esclavos. A Nerva le entró pánico y cerró inmediatamente el tribunal. Ya no se liberaba a más esclavos. Pero, desgraciadamente, la directriz llegó demasiado tarde en Lilibaeum al cuestor, que ya estaba harto de esperar y había montado el tribunal en la plaza del mercado, y que cuando apenas había comenzado, se veía obligado a cerrar; y los esclavos congregados en la plaza del mercado se volvieron locos de rabia y se disolvieron con ánimos asesinos.

El resultado fue que estalló una sublevación en el extremo occidental de la isla. Comenzó con el asesinato de una partida de acaudalados hermanos, propietarios de una gran finca cerca de Haliciae y se fue extendiendo. Por toda Sicilia cientos de esclavos, que en seguida fueron miles, abandonaron las granjas, en algunos casos después de asesinar a capataces y a propietarios, y se reunieron en el bosque de los Palici, que creo se encuentra a unas cuarenta millas al sudoeste del monte Etna. Nerva convocó a la milicia y creo que ha aplastado la revuelta tomando por asalto una antigua fortaleza llena de esclavos. Acto seguido, disolvió la milicia y la envió a casa.

Pero aquello no era más que el principio de la revuelta, que volvió a estallar cerca de Heracleia Minoa; y cuando Nerva trató de volver a reunir la milicia, todos hicieron oídos sordos, y se vio obligado a recurrir a una cohorte de tropas auxiliares acantonada en Enna, localidad muy distante de Heracleia Minoa, pero era la única tropa disponible. En esta ocasión Nerva fue derrotado, la cohorte quedó aniquilada y los esclavos se hicieron con armas.

Entretanto, los itálicos nombraron un jefe, presumiblemente un itálico que no había sido manumitido antes de que Nerva clausurase los tribunales. Se llama Salvio y es un marso; parece que cuando era hombre libre tenía la profesión de encantador de serpientes, y fue esclavizado porque le sorprendieron tocando la flauta ante un grupo de mujeres entregadas a esos cultos dionisiacos que tanto preocuparon al Senado hace años. Ahora, Salvio se ha proclamado rey, pero como es itálico, lleva su dignidad al estilo romano, no al helénico, y viste la toga praetexta en vez de diadema, haciéndose preceder de lictores con los fasces y las hachas.

En el extremo de Sicilia, cerca de Lilybaeum, ha aparecido otro rey de esclavos, éste griego, llamado Atenión, quien también ha reunido un ejército. Tanto Salvio como Atenión se juntaron en el bosque de los Palici y celebraron un cónclave. Como consecuencia, Salvio (que ahora se hace llamar rey Trifón) es el jefe máximo y ha elegido como cuartel general una plaza inexpugnable llamada Triocala, en la falda de las montañas que dominan la costa vecina a Africa, a medio camino entre Agrigentum y Lilybaeum.

En estos momentos, Sicilia es una Iliada de infortunios. La cosecha está por recoger, salvo lo que los esclavos han cogido para alimentarse, y este año Roma no tendrá trigo de la isla. Sus ciudades protestan por la afluencia de refugiados que han buscado abrigo entre sus murallas y el hambre y las enfermedades campan por las calles. Un ejército de sesenta mil esclavos bien armados con una caballería de cinco mil hace de las suyas de un lado para otro de la isla, y cuando se ve en peligro se retira a esa fortaleza inexpugnable de Triocala. Han atacado Murgantia y se han apoderado de ella, y menos mal que no lograron hacerse con Lilybaeum, que debió su salvación a un contingente de veteranos que supieron de la revuelta y llegaron en su ayuda por mar desde Africa.

Y ahora te cuento lo más indignante. Roma no sólo sufre una gran carencia de trigo, sino que además parece que alguien ha intentado manipular los acontecimientos de Sicilia fomentando la escasez de grano. La revuelta de esclavos ha provocado no una escasez pasajera, sino una carestía drástica; pero nuestro estimado Escauro, príncipe del Senado, sigue una pista que espera que le conduzca al culpable supremo. Yo me malicio que sospecha del despreciable cónsul Fimbria y de Cayo Memio. ¿Por qué un hombre recto y decente como Memio se alía con un individuo como Fimbria? Bueno, sí, creo que podría contestar a la pregunta. Él habría debido ser pretor hace años, pero sólo ahora lo ha conseguido, y necesita dinero para ser cónsul. Y cuando la falta de dinero impide que un hombre ocupe la silla que cree que le corresponde, es capaz de cometer muchas imprudencias.

Other books

One Week in Maine by Ryan, Shayna
Acknowledgments by Martin Edwards
Now and Forever--Let's Make Love by Joan Elizabeth Lloyd
The Devil's Light by Richard North Patterson
Sorcerer of the North by John Flanagan
Shadow Bones by Colleen Rhoads
Lucky Break by April Angel
The Alpha's Mate by Jacqueline Rhoades