El primer hombre de Roma (92 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Vamos, Quinto Servilio —dijo Rutilio Rufo cogiéndole por el codo—, Marco Aurelio y yo te llevaremos a casa de Marco Livio.

Conforme se alejaban de la escalinata del Senado, Lucio Antistio Regino se apartó de Lucio Cota, Didio y Bebio, y enfrentó a Norbano, quien dio un paso atrás, adoptando una agresiva actitud de defensa.

—¡Oh, perded cuidado! —espetó Antistio—. ¡Yo no me ensucio las manos con canallas como vos! ¡Voy a la Lautumiae a liberar a Quinto Servilio. ¡Nadie en la historia de la república ha sido encarcelado en espera del exilio, y no voy a consentir que Quinto Servilio sea el primero! ¡Podéis impedírmelo si queréis, pero he mandado que me traigan la espada y, por Júpiter, Cayo Norbano, que si intentáis detenerme, os mataré!

—¡Oh, liberadle! —replicó Norbano riendo—. ¡Llevaos a Quinto Servilio a casa y enjugadle los ojos... y el culo! ¡Pero yo no me acercaría a su casa!

—¡No olvidéis cobrárselo bien! —añadió Saturnino en voz alta en dirección a Antistio que ya se alejaba—. ¡Puede pagaros bien en oro!

Antistio giró sobre sus talones para hacer un inequívoco gesto con los dedos de la mano derecha.

—¡Yo no! —gritó Glaucia, riéndose—. ¡Que vos seáis una reina no quiere decir que lo seamos nosotros!

—Vamos —dijo Cayo Norbano, perdiendo interés, a Glaucia y a Saturnino—, vayamos a casa a cenar.

Aunque se sentía francamente mal, Escauro habría preferido morir a permitirse vomitar en público, por lo que contuvo su revuelto estómago hasta que los tres jóvenes se alejaron, charlando animadamente y riéndose.

—Son unos lobos —dijo a Metelo el Numídico, cuya toga estaba manchada de sangre del propio Escauro—. ¡Miradlos! ¡Instrumentos de Cayo Mario!

—¿Podéis poneros en pie, Marco Emilio? —preguntó el Numídico.

—No, hasta que no logre dominar mi estómago.

—Veo que Publio Rutilio y Marco Aurelio se han llevado a casa a los dos jóvenes de Quinto Servilio —dijo el Numídico.

—Bien; les hace falta alguien que los vigile. Nunca he visto una turba tan sedienta de sangre noble, ni siquiera en los tiempos atroces de Cayo Graco —dijo Escauro entre profundos suspiros—. Tendremos que ser muy prudentes durante un tiempo, Quinto Cecilio, porque si apretamos, esos lobos apretarán más.

—¡Maldito Quinto Cecilio y su oro! —farfulló el Numídico.

Ya algo mejor, Escauro se puso en pie apoyándose en Metelo.

—¿Asi que creéis que se lo llevó?

—¡Bah, no os burléis de mí, Marco Emilio! —exclamó—. Le conocéis tan bien como yo. ¡Claro que se lo llevó! Y nunca se lo perdonaré, porque pertenecía al Erario.

—El inconveniente está —dijo Escauro, comenzando a andar como entre nubes— en que no disponemos de un método interno por el que nosotros mismos podamos castigar a nuestros iguales culpables de traición.

Metelo el Numídico se encogió de hombros.

—No puede haber tal método, y lo sabéis. Instituirlo equivaldría a admitir que los nuestros dejan a veces de cumplir con su deber. Y si mostramos nuestras debilidades en público estamos perdidos.

—Antes la muerte dijo Escauro.

—Lo mismo digo —añadió Metelo con un suspiro—. Lo único que espero es que los nuestros sientan lo mismo que nosotros.

—Eso que habéis dicho no está bien —replicó Escauro, irónico.

—¡Marco Emilio, vuestro hijo es muy joven! Yo, de verdad, no creo que esté maleado.

—¿Queréis que intercambiemos a nuestros hijos?

—No —contestó Metelo—, porque ese gesto sería el fin de vuestro hijo. Su peor obstáculo es que sabe que no aprobáis su conducta.

—Es un débil —replicó Escauro el fuerte.

—Quizá le vendría bien una buena esposa —añadió el Numídico.

—¡Esa sí que es una buena idea! —exclamó Escauro deteniéndose y mirando a su amigo—. Aún no le había designado ninguna porque es muy inmaduro. ¿Se os ocurre alguna?

—Mi sobrina; la hija de Dalmático, Metela Dalmática. Cumplirá dieciocho años dentro de dos, y yo soy su tutor ahora que ha muerto nuestro querido Dalmático. ¿Qué os parece, Marco Emilio?

—¡Trato hecho, Quinto Cecilio! ¡Trato hecho!

 

Druso había enviado a su mayordomo Cratipo y a todos los esclavos fisicamente aptos a la casa de Servilio Cepio en cuanto advirtió que iba a ser declarado culpable.

Inquieta por el juicio, y por lo poco que había conseguido oír de la conversación entre los Cepio padre e hijo, Livia Drusa se había sentado ante su telar por hacer algo; era incapaz de abstraerse en ningún libro, ni siquiera la poesía amorosa del procaz Meleagro. Como no esperaba aquella invasión de los sirvientes de su hermano, se alarmó al ver el gesto de contenido pánico en la cara de Cratipo.

—¡Rápido, dominilla, coged todo lo que deseéis llevaros! —dijo, mirando a su alrededor en la sala de estar—. Ya he mandado vuestra doncella recoger ropa y a la niñera que se encargue de la niña; decidme qué es lo que queréis llevaros de libros, papeles y telas.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? —dijo ella con los ojos muy abiertos, mirando al criado.

—Vuestro suegro, dominilla. Marco Livio dice que el tribunal va a condenarle —respondió Cratipo.

—¿Y qué tiene eso que ver para que yo abandone la casa? —inquirió ella, aterrada por la idea de tener que volver a la reclusión de la mansión fraterna después de haber descubierto la libertad.

—Toda Roma quiere su sangre, dominilla.

—¿Su sangre? —repitió, demudada—. ¿Es que van a matarlo?

—No, tanto no —respondió Cratipo—, sólo confiscarán sus propiedades, pero la multitud está tan irritada que vuestro hermano piensa que cuando acabe el juicio puede venir aquí para entregarse al pillaje.

En cuestión de una hora, la casa de Quinto Servilio Cepio quedó vacía y con las puertas externas bien cerradas y atrancadas; cuando Cratipo y Livia Drusa bajaban por el Clivus Palatinus, subía ya una brigada de lictores sin toga, sólo con la túnica y armados de palos en vez de los fasces, para montar guardia ante la casa y contener a la airada multitud. El Estado quería conservar intactas las propiedades de Cepio para inventariarlas y subastarlas.

Servilia Cepionis estaba en la puerta de casa de Druso para recibir a su cuñada, tan pálida como ésta.

—Pasa y verás —dijo, instándola a que entrara y llevándola por el jardín peristilo hasta el balcón que dominaba el Foro Romano.

Desde allí se veía perfectamente el final del juicio de Quinto Servilio Cepio. La hormigueante multitud se agrupaba en tribus para votar la sentencia del exilio y una fuerte multa; una serie de extrañas líneas sinuosas de gentes dispuestas en la zona de Comitia, que en contacto con la turba de curiosos se hacían caóticas. Los nudos señalaban los puntos en que se producían reyertas y los remolinos los sitios en que esas reyertas se convertían en algo parecido a núcleos de desórdenes; en la escalinata del Senado había un nutrido grupo y en la tribuna de los Espolones se veía a los tribunos de la plebe y una diminuta figura rodeada de lictores, que Livia Drusa imaginó era su suegro, el acusado.

Servilia Cepionis había roto a llorar en silencio, sin lanzar ningún gemido de lo anonadada que estaba. Livia Drusa se le acercó.

—Cratipo dice que la multitud quizá vaya a casa de mi padre a saquearla —dijo—. ¡Yo no lo sabía! ¡No me habían dicho nada!

Servilia Cepionis sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

—Hacía tiempo que Marco Livio se lo temía —dijo—. ¡Es por esa maldita historia del oro de Tolosa! Si no se hubiera difundido, todo habría ido de otra manera. ¡Pero parece que toda Roma había juzgado de antemano a mi padre antes de acudir al Foro... y por algo de lo que ni siquiera se le acusaba!

—Voy a ver dónde ha puesto Cratipo a la niña —dijo Livia Drusa, volviéndose.

Estas palabras provocaron otro raudal de lágrimas en Servilia Cepionis, que hasta la fecha no había conseguido quedar encinta y que deseaba desesperadamente tener un hijo.

—¿Por qué no habré concebido? —preguntó a su cuñada—. ¡Qué suerte tienes! ¡Marco Livio dice que vas a tener otro hijo, y yo ni siquiera he sido madre!

—Hay tiempo para todo —replicó Livia Drusa para consolarla—. Ten en cuenta que después de la boda ellos estuvieron fuera meses, y Marco Livio tiene más ocupaciones que Quinto Servilio. Suele decirse que cuanto más ocupado está el marido, más difícil es que la esposa conciba.

—No; soy estéril —musitó Servilia Cepionis—. Sé que soy estéril. ¡Lo noto! ¡Y Marco Livio es tan bueno! —Y rompió a llorar de nuevo.

—Vamos, vamos, no te pongas así —dijo Livia Drusa, llevando a su cuñada hasta el atrium y buscando con la mirada un criado—. El desesperarte no te ayudará a concebir, ¿sabes? A los niños les gustan los vientres acogedores.

En ese momento apareció Cratipo.

—¡Oh, gracias a los dioses! —exclamó Livia Drusa—. Cratipo, busca a la doncella de mi hermana. Y me indicas dónde voy a dormir y dónde has acomodado a la pequeña.

En aquella enorme casa no era problema alojar a varios huéspedes. Cratipo había dispuesto para Cepio hijo y su esposa unos aposentos que daban al jardín peristilo, otros para Cepio padre y a la niña la había alojado en el cuarto que había libre junto a la columnata.

—¿Cuándo pongo la cena? —preguntó el mayordomo a Livia Drusa, que había empezado a deshacer el equipaje de los huéspedes.

—¡Cuando diga mi hermana, Cratipo! No quiero usurparle su autoridad.

—Domínílla, está muy abatida y se ha echado.

—¡Ah! Bien, pues ten la cena lista para dentro de una hora... los hombres querrán comer. Pero a lo mejor tardamos más.

Se oyó un revuelo en el jardín; Livia Drusa salió a ver y se encontró con su hermano Druso, ayudando a Cepio hijo a caminar junto a la columnata.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió—. ¿En qué puedo ayudar? ¿Qué ha sucedido? —repitió, mirando a Druso.

—Han condenado a nuestro suegro Quinto Servilio al exilio a más de ochocientas millas de Roma, a una multa de quince mil talentos de oro, lo que implica la confiscación de la última mecha de lámpara que posea su familia, y a encarcelamiento en la Lautumiae hasta que se le deporte —contestó Druso.

—¡Pero si todo lo que él tiene no ascenderá a cien talentos de oro! —replicó Livia Drusa, atónita.

—Claro; por consiguiente, nunca más podrá volver a casa.

Llegó corriendo Servilia Cepionis, con aspecto de Casandra huyendo de los griegos —pensó Livia Drusa—, con el pelo revuelto, los ojos extraviados y llorosa y boquiabierta.

—¿Qué ha sucedido, qué ha sucedido? —gritaba.

Druso la sujetó firmemente, enjugó sus lágrimas, dejó qué reclinara la cabeza en el pecho de su hermano y así se calmó con milagrosa rapidez.

—Vamos a tu despacho, Marco Livio —dijo ella, echando a andar.

Livia Drusa dio un paso atrás, aterrada.

—¿Qué te pasa? —inquirió Servilia Cepionis.

—¡No podemos entrar en el despacho con los hombres!

—¡Claro que sí! —replicó Servilia Cepionis, inquieta—. No es momento para que las mujeres de la familia ignoren la situación, como bien sabe Marco Livio. Resistimos todos juntos o perecemos todos. Un hombre fuerte debe tener mujeres fuertes a su lado.

Atolondrada, Livia Drusa trataba de asimilar todos los cambios de ánimo que estaba experimentando y, finalmente, lo cobarde que había sido toda su vida. Druso esperaba que le recibiera una esposa fuera de si, pero también que se calmase y supiese actuar de un modo práctico y positivo; y era lo que había hecho Servilia Cepionis.

Livia Drusa, pues, siguió a Servilia Cepionis y a los hombres al despacho y logró dominarse para que no se le notara el horror al ver que Servilia servía vino puro para todos. Sentada, probando por primera vez en su vida vino sin agua, Livia ocultó el torbellino de sus pensamientos; y su indignación.

Al final de la hora décima, Lucio Antistio Regino trajo a Quinto Servilio Cepio a casa de Druso. Cepio venía exhausto, aunque más enojado que abatido.

—Le he sacado de la Lautumiae —dijo Antistio con los labios fruncidos—. ¡Mientras yo sea tribuno de la plebe no se encarcela a ningún romano de rango consular! Es una afrenta a Rómulo, a Quirino y a todos los dioses. ¡Cómo habrán osado!

—Han osado porque el pueblo los ha animado, igual que todos esos forasteros insolentes de los juegos —respondió Cepio, apurando la copa de vino de un trago—. Más —añadió, dirigiéndose a su hijo, que dio un salto para servirle, contento de que su padre estuviera a salvo—. Estoy acabado en Roma —siguió diciendo, mientras miraba con sus profundos ojos negros, primero a Druso y luego a su hijo—. A partir de ahora seréis los jóvenes quienes tendréis que defender el derecho de la familia a disfrutar de los antiguos privilegios de su preeminencia natural. Hasta el último aliento, si es necesario. Los Marios, los Saturninos y los Norbanos deben ser exterminados... con el puñal, si es el único modo posible, ¿entendéis?

Cepio hijo asentía sumiso con la cabeza, pero Druso permanecía sentado con la copa en la mano, con cara de palo.

—Os juro, padre, que nuestra familia nunca consentirá la pérdida de la dignítas mientras yo sea paterfamilias —dijo, solemne, Cepio hijo, quedándose más tranquilo.

Y Livia Drusa sintió que le aborrecía más que nunca y más que a su detestable padre. ¿Por qué le detestaré tanto? ¿Por qué me obligaría mi hermano a casarme con él?

Pero se olvidó de su condición al ver una expresión en el rostro de Druso que la fascinó y la confundió. No es que se mostrase disconforme con lo que decía su suegro, era más bien como si estuviese haciendo acopio de sus palabras para conservarlas en su mente junto a otras muchas cosas, algunas de las cuales no entendía. Y Livia Drusa comprendió de pronto que su hermano sentía una profunda repulsa por su suegro. ¡Oh, cómo había cambiado Druso! Cepio hijo, por el contrario, nunca cambiaría y cada vez sería más el que ya era.

—¿Qué pensáis hacer, padre? —inquirió Druso.

Una extraña sonrisa afloró al rostro de Cepio y la irritación desapareció de sus ojos, sustituida por un fulgor más complejo, mezcla de triunfo, astucia, dolor y odio.

—Oh, querido hijo, partir al exilio como ha dictaminado la Asamblea de la plebe —contestó.

—Pero ¿adónde, padre? —preguntó Cepio hijo—. No lo digo por mi... Marco Livio me ayudará... sino por vos. ¿Cómo vais a poder vivir debidamente en el exilio?

—Tengo dinero en Esmirna; más que de sobra para mis necesidades. Y, en cuanto a ti, hijo mío, no hay por qué preocuparse. Tu madre dejó una gran fortuna, que yo te he conservado y con la que podrás vivir más que decentemente —respondió Cepio.

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