El primer hombre de Roma (90 page)

Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
5.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los del centro del banco eran muy humildes tribunos de la plebe, y parecían pensar que su principal papel durante el año que tenían por delante iba a consistir en evitar que los dos extremos opuestos se degollasen mutuamente. Efectivamente, no existía mucho respeto reciproco entre los que Escauro vituperaba de demagogos y los que encomiaba por no perder de vista el hecho de que antes eran senadores que tribunos de la plebe.

No es que a Saturnino le importase. El había accedido al cargo con más votos que nadie, seguido de Cayo Norbano, lo que servía para que los conservadores se dieran cuenta de que no había disminuido el afecto del pueblo por Cayo Mario, y que éste había considerado que valía la pena gastar una buena suma de dinero en comprar votos para Saturnino y Norbano. Era preciso que ambos actuaran rápidamente, pues el interés por la Asamblea plebeya había disminuido notablemente en los tres últimos meses del año que acababa de expirar, debido en parte al aburrimiento del pueblo y también al hecho de que ningún tribuno de la plebe podía seguir aquel ritmo más de tres meses. Los tribunos de la plebe se cansaban pronto, como la liebre de Esopo, mientras que la senecta tortuga senatorial mantenía su ritmo.

—Sólo verán mi sombra —dijo Saturnino a Glaucia cuando se aproximaba el décimo día del mes de diciembre, fecha en que el nuevo colegio tribunicio asumía el cargo.

—¿Qué es lo primero? —inquirió indolente Glaucia, algo decepcionado porque, siendo mayor que Saturnino, aún no había tenido ocasión de que le eligieran tribuno de la plebe.

—Una modesta ley agraria —respondió Saturnino con sonrisa de lobo— para ayudar a mi amigo y benefactor Cayo Mario.

Con minuciosidad de planteamiento y mediante un magnífico discurso, Saturnino incluyó en la orden del día una ley para distribuir el ager Africanus insularum, reservado en dominio público el año anterior por Lucio Marcio Filipo; ahora se repartiría entre los soldados del censo por cabezas del ejército de Mario, según un promedio de cien iurera (por cabeza). ¡Ah, cómo se había divertido con los aullidos de aprobación del pueblo, los alaridos de indignación del Senado, los puños alzados de Lucio Cota y el firme e inocente discurso de Cayo Norbano en apoyo de la medida!

—Nunca había imaginado lo interesante que es ser tribuno de la plebe —dijo una vez disuelto el contio, mientras cenaba con Glaucia en casa de éste.

—Si, desde luego, tuviste a los padres de la patria a la defensiva —añadió Glaucia recordando la escena—. ¡Creí que a Metelo el Numídico le iba a estallar una vena!

—Lástima que no fuera así —dijo Saturnino, reclinándose con un suspiro de contento y divagando con la mirada por entre los dibujos que el hollín de lámparas y braseros había dejado en el techo, que necesitaba urgentemente remozar—. Es curiosa su forma de pensar, ¿no? Basta con que se susurre el término "ley agraria" para que comiencen a despotricar contra los Gracos, horrorizados por la idea de dar algo si no es a cambio de otra cosa. ¡Hasta el censo por cabezas repudia el hecho de conceder algo gratis!

—Bueno, es que es un concepto muy nuevo para todo romano bien pensante —replicó Glaucia.

—Y una vez aprobado, comenzaron a chillar por el gran tamaño de las parcelas... diez veces mayores que una pequeña propiedad de Campania, dijeron. Se diría que saben de antemano que una isla de la Sirte menor tiene un rendimiento diez veces inferior a la peor explotación de Campania y que la lluvia es la décima parte de previsible —dijo Saturnino.

—Sí, pero el debate realmente se centraba en los millares de nuevos clientes con que se hace Cayo Mario, ¿no? —inquirió Glaucia—. Ahí es donde realmente les duele. Todos los veteranos del ejército del censo por cabezas son clientes potenciales del general, y más cuando éste se ha tomado la molestia de asegurarles un trozo de tierra para la vejez. ¡Le quedan obligados! Lo que sucede es que no ven que el Estado es su único benefactor, ya que es el Estado quien tiene que encontrar la tierra. Pero ellos se lo agradecen a su general, se lo agradecen a Cayo Mario, y eso es lo que indigna a los padres de la patria.

—De acuerdo. Pero la solución no está en oponerse, Cayo Servilio, sino en aprobar una ley general aplicable a todos los ejércitos del censo por cabezas de una vez para siempre... diez iugera de buena tierra para cada hombre que acabe su plazo de servicio en las legiones; digamos quince años... veinte, si quieres. Y eso independientemente de los generales al mando de los cuales sirva o de las distintas campañas en que combata.

—¡Eso tiene demasiado sentido común, Lucio Apuleyo! —replicó Glaucia, riendo con ganas—. Y piensa en la oposición de todos los caballeros a los que una ley así afectaría... menos tierra para arriendo. ¡Y eso sin contar a nuestros estimados y bucólicos senadores!

—Si las tierras estuviesen en Italia, no digo que no —replicó Saturnino—. ¿Pero unas islas en la costa africana..? ¡Por favor, Cayo Servilio! ¿De qué les sirven a esos viejos perros guardianes de sus putrefactos huesos? ¡Compáralo con los millones de iugera que Cayo Mario ha dado en nombre de Roma en las riberas del Ubu y del Chelif y a orillas del lago Tritonis, y todo a esos mismos que ponen el grito en el cielo!

Glaucia puso en blanco sus ojos verde claro de largas pestañas, se tumbó de espaldas, dio una palmada y volvió a soltar una carcajada.

—De todos modos, a mí el discurso que más me gustó fue el de Escauro. Ese hombre es inteligente; los demás lo único que tienen es influencia. ¿Estás preparado para mañana en el Senado? —inquirió, alzando la cabeza y mirando a Saturnino.

—Creo que sí —respondió Saturnino, animado—. ¡Lucio Apuleyo vuelve al Senado! ¡Y esta vez no pueden echarme antes de que expire el cargo! Tendrían que movilizar a las treinta y cinco tribus, y eso no lo harían. Les guste o no a los padres de la patria, vuelvo a estar en su madriguera más irritado que una avispa.

 

Entró en el Senado como si fuese de él, con una majestuosa reverencia a Escauro y saludos con la mano derecha a ambos lados de la cámara, que se hallaba casi llena, indicio inequívoco de un fuerte debate. Se dijo que el resultado no importaba tanto, ya que el escenario en que se dirimiría el verdadero conflicto no era la curia hostilia, sino la zona de Comitia. Había llegado el día de defenderse con argumentos descarados y, además, con el cuestor de cereales caído en desgracia metamorfoseado como por encantamiento en tribuno de la plebe, una amarga sorpresa para los padres de la patria.

Con los padres conscriptos del Senado abordaría una nueva táctica, una táctica que pensaba aplicar luego a la Asamblea de la plebe. Iba a ser una prueba.

—Hace mucho tiempo que la esfera de influencia de Roma no se limita a Italia —comenzó diciendo—. Todos sabemos las contrariedades que Yugurta ha causado a Roma. Todos estamos eternamente agradecidos al estimado primer cónsul Cayo Mario por haber puesto fin tan admirablemente, y de forma tan definitiva, a la guerra en Africa. Pero ¿cómo puede Roma garantizar a las generaciónes futuras unas provincias pacificadas de las que puedan gozar sus frutos? Tenemos una tradición, vinculada a las tradiciones de los pueblos no romanos, por la que, aunque éstos vivan en nuestras provincias, son libres de continuar con sus ritos religiosos, sus costumbres comerciales, sus costumbres políticas. A condición de que ello no perjudique a Roma o suponga un peligro. Pero una de las consecuencias más deplorables de esta tradición de no injerencia es la ignorancia. Ninguna de nuestras provincias más allá de Italia, la Galia itálica y Sicilia está al corriente de las cosas de Roma como para que la población se sienta inclinada hacia la colaboración en detrimento de la resistencia. Si la población de Numidia nos hubiera conocido mejor, Yugurta jamás habría podido arrastrarla tras él si la población de Mauritania nos hubiera conocido mejor, jamás Yugurta habría convencido al rey Boco para que le apoyase.

Lanzó un carraspeo y comprobó que la cámara prestaba atención; pero tenía que llegar a la conclusión. Allá iba.

—Lo que nos lleva al asunto del ager Africanus insularum. Estas islas tienen poca importancia estratégica. Son pequeñas y esta cámara no las echará de menos. No hay oro, ni plata, ni hierro, ni especias exóticas. No son muy fértiles comparadas con los fabulosos graneros del río Bagradas, en el que muchos de los miembros de esta cámara tienen tierras, igual que muchos caballeros de la primera clase. Entonces, ¿por qué no dárselas a los soldados del censo por cabezas de Cayo Mario cuando se retiren? ¿Queremos realmente vivir abrumados con cuarenta mil veteranos proletarios en las tabernas y calles de Roma? Sin trabajo, sin nada que hacer, empobrecidos después de haberse gastado su pequeña parte del botín... ¿No es mejor para ellos, y para Roma, asentarlos en el Ager Africanus insularum? Porque, padres conscriptos, hay un trabajo que pueden hacer cuando se retiren. ¡Llevar Roma a la provincia de Africa! ¡Nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestros dioses, nuestro modelo de vida! A través de esos valientes y animosos expatriados, los pueblos de la provincia africana nos comprenderán mejor; porque esos valientes y animosos expatriados son gente del común; ni más rica, ni más inteligente, ni más privilegiada que la mayoría de los indígenas, y estarán en contacto diario con la población; algunos se casarán con mujeres indígenas, confraternizarán unos con otros y, en definitiva, habrá menos guerra y más paz.

Lo había expuesto con gran persuasión, razonando, sin ningún tipo de frases grandilocuentes ni gestos retóricos, y conforme se enardecía en la perorata comenzó a creer que podría conseguir que los tercos miembros de aquel organismo elitista fuesen capaces de ver las esperanzas que abrigaban para Roma los hombres como Cayo Mario, ¡y como él!

Mientras regresaba a su extremo del banco de los tribunos, no notó nada en el silencio que contradijera tal convencimiento. Pero no; es que esperaban. Esperaban que uno de los padres de la patria señalara el camino. Borregos, borregos, borregos. Maldito rebaño de borregos.

—Pido la palabra —dijo Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, al magistrado presidente, el segundo cónsul Cayo Flavio Fimbria.

—La tenéis, Lucio Cecilio —dijo Fimbria.

Metelo Dalmático se puso en pie; hasta ese momento había ocultado su indignación, pero ésta desbordó sus cauces como un fogonazo de yesca.

—¡Roma es única! —tronó de tal modo que algunos de los senadores se sobresaltaron—. ¿Cómo se atreve ningún romano perteneciente a esta cámara proponer un programa destinado a que el resto del mundo imite a Roma?

La habitual actitud de Dalmático de suprema altivez se había desvanecido; se crecía, congestionado, hinchadas las venas de su rostro mofletudo. Y temblaba; vibraba de ira casi como las alas de una polilla. Fascinados, atemorizados, todos los presentes contenían la respiración, escuchando a aquel Dalmático, pontífice máximo, de cuya existencia apenas se habían percatado.

—Veamos, padres conscriptos, todos conocemos la Roma que digo, ¿no es cierto? —vociferó—. ¡Lucio Apuleyo Saturnino es un ladrón, un aprovechado de la carestía de alimentos, un vulgar afeminado, un corruptor de niños que abriga lascivos deseos por su hermana y su hijita, un muñeco manipulado por el maestro de ceremonias de Arpinum ahora en la Galia Transalpina, una cucaracha del más inmundo lupanar de Roma, un proxeneta, un maricón, un pornógrafo, el producto que supura cada verpa de esta ciudad! ¿Qué sabe él de Roma, qué sabe de Roma el lerdo de su patrón de Arpinum? ¡Roma es única! ¡Roma no se puede tirar al mundo como excremento a las cloacas, como escupitajos al sumidero! ¿Es que vamos a consentir la disolución de nuestra raza con uniones híbridas con las mujerzuelas de cien pueblos? ¿Es que en el futuro vamos a viajar a lugares remotos para que hieran nuestros oídos romanos una jerga latina espúrea? ¡Que hablen griego! ¡Que adoren a Serapis del escroto o a Astarté del Ano! ¿A nosotros qué nos importa? ¿Pero es que vamos a entregarles a Quirino? ¿Quiénes son los quirites, los hijos de Quirino? ¡Nosotros! Porque ¿quién es Quirino? ¡Sólo un romano puede saberlo! ¡Quirino es el espíritu de la ciudadanía romana, Quirino es el dios de la asamblea de varones romanos, Quirino es el dios invencible, porque Roma jamás ha sido vencida... y nunca será vencida, compañeros quirites!

La cámara prorrumpió en vítores atronadores, mientras Dalmático, pontífice máximo, se dirigía vacilante hacia su asiento, en el que casi se derrumbó; los senadores lloraban, pateaban, aplaudían hasta cansarse las manos, se volvían unos hacia otros para abrazarse llorosos.

Pero toda aquella emoción contenida se diluyó como espuma de la mar sobre roca basáltica y, una vez secadas las lágrimas y los cuerpos serenados, los hombres del Senado de Roma se encontraron carentes de energía y arrastraron sus pesados pies hasta sus casas, con la ensoñación de ese momento mágico en que habían tenido la visión de un Quirino sin rostro que los cubría con su toga protectora como un padre a sus leales y amados hijos.

La cámara estaba casi vacía cuando Craso Orator, Quinto Mucio Escévola, Metelo el Numídico, Catulo César y Escauro, príncipe del Senado, cesaron en su eufórica conversación y optaron por seguir los pasos de los demás. Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, seguía sentado, erguido y con las manos cruzadas en el regazo en gesto tan impecable como una muchacha bien educada. Pero tenía la cabeza caída, con la barbilla sobre el pecho, y una leve brisa que entraba por las puertas movía su canoso cabello.

—¡Hermano, ha sido el mejor discurso que he oído en mi vida! —exclamó Metelo el Numídico, apretando con una mano el hombro de Dalmático.

Dalmático seguía sentado sin hablar ni moverse; sólo en ese momento vieron que estaba muerto.

—Un final digno —comentó Craso Orator—. Yo moriría feliz sabiendo que había hecho mi mejor discurso a las puertas de la muerte.

 

Pero ni el discurso de Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni la muerte de Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni la ira y poder del Senado pudieron impedir que la Asamblea de la plebe aprobase la ley agraria de Saturnino. Y, con ello, la carrera de tribuno de Lucio Apuleyo Saturnino tuvo un comienzo sonado, una curiosa mezcla de infamia y adulación.

—Me encanta —dijo Saturnino a Glaucia mientras cenaban la misma noche en que había sido aprobada la lex Appuleia. Cenaban juntos a menudo y habitualmente en casa de Glaucia, ya que la esposa de Saturnino no había acabado de sobreponerse a los terribles acontecimientos que se sucedieron tras la denuncia de Escauro cuando Saturnino era cuestor en Ostia—. Sí, me encanta. Imagínate, Cayo Servilio, habria tenido una carrera muy distinta de no haber sido por ese viejo mentula de Escauro.

Other books

The Cosmic Clues by Manjiri Prabhu
The Linz Tattoo by Nicholas Guild
Fennymore and the Brumella by Kirsten Reinhardt
Sweet Deception by Tara Bond
Nowhere to Go by Casey Watson
Wicked Cruel by Rich Wallace
Dying For a Cruise by Joyce Cato