El primer hombre de Roma (99 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Y no era de extrañar. Porque él mismo detestaba estar casado con una esposa tan poco satisfactoria como Julilla. Sin embargo, no habría sido buena política echarla, dado que no era ninguna Metela Calva que se refocilase indiscriminadamente con el pueblo bajo; ni con el pueblo alto. Quizá la fidelidad fuese su única virtud, y, desgraciadamente, su vicio de la bebida no había trascendido a tal extremo que en Roma se supiese que era una borracha porque Marcia había hecho lo imposible por ocultarlo. En consecuencia: quedaba descartado un divorcio por disfarreatio (aun en el caso de que hubiese estado dispuesto a enfrentarse al tremendo proceso).

No obstante, resultaba imposible vivir con ella. Sus exigencias fisicas en el dormitorio eran tan acuciantes y ásperas, que él lo único que sentía era una profunda turbación abrasadora y horrible; bastaba con mirarla para que todos sus tejidos eréctiles se retrayeran como los caracoles de Publio Vagienio. No le apetecía tocarla ni que ella le tocara.

Para una mujer era fácil fingir deseo sexual y placer, pero para un hombre ambas cosas resultan imposibles. Si los hombres eran por naturaleza más auténticos —pensaba Sila— era, sin duda, porque llevaban entre las piernas un fehaciente indicativo que regía todas las facetas del comportamiento masculino. Y si había algo que justificase la atracción mutua entre hombres era el hecho de que el acto erótico no requería ir acompañado de un acto de fe.

Todos aquellos razonamientos nada bueno presagiaban para Julilla, quien ignoraba lo que pensaba su esposo pero estaba desalentada por su evidente falta de motivación. Dos noches seguidas se vio rechazada, al tiempo que Sila perdía la paciencia y sus excusas se hacían más superficiales y menos convincentes. La tercera vez, Julilla se levantó por la mañana antes que el propio Sila para hacer un copioso desayuno con vino y su madre la sorprendió.

Aquello dio lugar a una discusión entre las dos, tan acerba y cáustica, que la muchacha lloró, los esclavos se escondieron y el propio Sila se encerró en el tablinum mascullando maldiciones contra todas las mujeres. Lo que colegía por las palabras que había oído, apuntaba a que se trataba de una discusión por algo que no era nuevo ni sucedía por primera vez. Los niños, gritaba Marcia con potencia suficiente para que se la oyera desde el templo de la Magna Mater, estaban completamente abandonados por la madre; Julilla replicaba, con chillidos susceptibles de oírse hasta en el Circo Máximo, que ella le había robado el cariño de sus hijos y que no se lo reprochase.

El enfrentamiento verbal fue tan violento y duró tanto, que a Sila no le quedó la menor duda de que el tema había sido debidamente debatido en anteriores ocasiones. Era como si repitiesen maquinalmente los reproches, que concluyeron en el atrium frente a la puerta de su despacho, momento en el que Marcia dijo a Julilla que se llevaba a los niños y a la niñera a dar un paseo y que no sabía cuándo volvería, pero que más le valía estar sobria a su regreso.

Con las manos en los oídos para no escuchar los patéticos sollozos y súplicas de los niños, mediando entre madre y abuela, Sila trató de concentrarse en la idea de lo maravillosos que eran los pequeños. Aún le duraba el placer de volver a verlos después de tanto tiempo; Cornelia Sila tenía algo más de cinco años y el pequeño Lucio Sila cuatro. Ya eran personitas con edad para sufrir, como él bien sabía por los recuerdos de su niñez que aún conservaba en algún rincón de la memoria. Si algún paliativo había en el abandono de sus dos hijos gemelos germanos, estribaba en el hecho de que cuando lo había hecho eran aún muy pequeños, unos seres de boquita balbuciente, que sólo balanceaban la cabeza y cuyo cuerpo, de pies a cabeza, era una masa regordeta. Le resultaría mucho más dificil dejar a sus hijos romanos, porque ya eran personas. Los compadecía profundamente, porque los amaba mucho; con un sentimiento muy distinto al que había sentido nunca por un hombre o una mujer. Desinteresado y puro, sin tacha y absoluto.

La puerta del despacho se abrió de golpe y Julilla entró en un revuelo de túnicas, con los puños cerrados y el rostro congestionado de furor. Y borracha.

—¿Lo has oído? —inquirió gesticulando.

—¿Cómo no iba a oírlo? —replicó Sila con voz cansada, dejando la pluma—. Se habrá oído en todo el Palatino.

—¡Esa vieja vaca, esa latosa! ¿Cómo Se atreve a decirme que descuido a mis hijos?

¿Lo hago o no lo hago?, se dijo Sila para sus adentros. ¿Por qué la aguanto? ¿Por qué no cojo mi cajita de polvos blancos de Pisa y se los echo en el vino hasta que se le caigan los dientes, la lengua se le consuma como una mecha y sus pechos se le inflen y exploten como cuescos de lobo? ¿Por qué no me busco una buena encina y cojo unas hermosas setas y se las doy hasta que sangre por todos sus orificios? ¿Por qué no le doy el beso que ansía y le retuerzo el asqueroso pescuezo igual que a Clitumna? ¿Cuántos hombres he matado con la espada, el puñal, el arco, el veneno, con piedras, hacha, palo, correa, con mis propias manos? ¿Por qué ella tiene que ser distinta? La respuesta le vino inmediatamente, por supuesto. Julilla había materializado sus sueños, le había dado suerte; y era una patricia romana, sangre de su sangre. Antes mataría a Germana.

Pese a todo, las palabras no matarían a aquella romana fuerte y nerviosa; así que podía usar palabras.

—Descuidas a los niños —dijo—. Por eso traje a tu madre para que viviese aquí.

Ella contuvo un grito, llevándose las manos a la garganta aparatosamente.

—¡Oh! ¿Pero cómo te atreves? ¡Nunca he descuidado a los niños!

—No digas tonterías. Siempre te han importado un bledo —replicó él con la misma voz cansada que había adoptado desde que había entrado en aquel hogar de infortunio—. A tí lo único que te preocupa, Julilla, es una jarra de vino.

—¿Y quién puede reprochármelo? —espetó ella bajando las manos—. ¿Quién puede honradamente reprochármelo? ¡Si estoy casada con un hombre que no me quiere, a quien no se le empina cuando estamos en la cama, aunque me la meta en la boca y la lama y la chupe hasta que se me desencajen las mandíbulas!

—Si vamos a ser tan explícitos, ¿quieres hacer el favor de cerrar la puerta? —dijo él.

—¿Por qué? ¿Para que los utilísimos sirvientes no lo oigan? ¡Qué asqueroso hipócrita eres, Sila! ¿Y de quién es la vergüenza, tuya o mía? ¿Por qué nunca es tuya? ¡Tu fama amatoria está lo bastante difundida en la ciudad para que esa lamentable carencia conmigo sea calificada de impotencia! ¡Sólo soy yo a quien no quieres! ¡A tu esposa! ¡Ni siquiera se me ha ocurrido mirar a otro hombre! ¿Y, en cambio, qué es lo que gano? ¡Te pasas dos años lejos y ni siquiera se te levanta cuando me convierto en irrumator! —Lo había escupido con sus grandes ojos amarillos y hundidos bañados en lágrimas—. ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué no me quieres? ¿Por qué no me deseas? ¡Oh, Sila, mírame con ojos amorosos, tócame con manos amorosas y no volveré a necesitar un trago de vino en mi vida! ¿Cómo voy a poder amarte como te amo si no recibo a cambio ni una chispa de amor?

—Quizá eso sea parte del problema —dijo él con distanciamiento clínico—. No me gusta que me amen con exceso. No está bien. En realidad, es insano.

—¡Pues dime qué debo hacer para dejar de amarte! —replicó ella llorando—. ¡Yo no lo sé. ¿Tú crees que puedo? ¡Dímelo, y en menos de lo que tarda una chispa en prender en la yesca dejaré de amarte! ¡Ojalá pudiera! ¡Ansío dejar de amarte! Pero no puedo. Te quiero más que a mí misma.

Sila lanzó un suspiro.

—Tal vez la solución esté en que seas mayor de una vez. Pareces una adolescente. Sigues teniendo dieciséis años fisica y mentalmente. Pero ya no los tienes, Julilla. Tienes veinticuatro años. Eres madre de una hija de cinco y de un niño de cuatro.

—Quizá a los dieciséis años fue la última vez en que fui feliz —replicó ella, restregándose las mojadas mejillas con la palma de la mano.

—Si no has sido feliz desde los dieciséis años, dificilmente me lo puedes reprochar a mí —dijo Sila.

—Tú nunca tienes la culpa de nada, ¿verdad?

—Eso es una verdad como un templo —replicó él con ínfulas de superioridad.

—¿Y con otras mujeres?

—¿Qué pasa con otras mujeres?

—Es muy posible que uno de los motivos para que no hayas mostrado ningún interés por mí desde que has vuelto sea que tienes una mujer escondida en la Galia...

—No es una mujer —replicó él sin alterar la voz—, es mi esposa. Y no está en la Galia, sino en Germania.

—¿Una esposa? —dijo ella, boquiabierta.

—Sí, eso es; con arreglo a las costumbres germanas. Y con unos mellizos de unos cuatro meses —añadió cerrando los ojos para que ella no advirtiese su pena—. Los echo mucho de menos. ¿No es curioso?

Julilla consiguió cerrar la boca y tragar saliva convulsivamente.

—¿Tan hermosa es? —inquirió en un susurro.

—¿Hermosa? —repitió Sila, abriendo los ojos, sorprendido—. ¿Germana? ¡No, en absoluto! Es regordeta y tiene treinta años. No es ni mucho menos tan hermosa como tú. Ni siquiera tan rubia, y ni siquiera es la hija de un jefe, y menos de un rey. Es una simple bárbara.

—¿Por qué has hecho eso?

—No sé —respondió Sila, meneando la cabeza—. Supongo que porque me gustaba mucho.

—¿Y qué tiene ella que no tenga yo?

—Un buen par de pechos —contestó Sila, encogiéndose de hombros—; aunque a mí no me enloquecen los pechos, así que no debe ser eso. Era muy trabajadora y nunca se quejaba; nunca esperaba nada de mi... No, no es eso; mejor digamos que nunca esperaba que fuese quien no soy —añadió, sonriendo complacido—. Sí, creo que debe de ser eso. Ella era muy suya y nunca me abrumaba con su persona. Tú eres un preso encadenado a mi cuello, y Germana era como dos cordeles atados a mis pies.

Sin decir palabra, Julilla le dio la espalda y salió del despacho. Sila se levantó, fue hasta la puerta y la cerró.

Pero no había transcurrido tiempo suficiente para que reanudara sus garabatos —ya que aquella mañana era incapaz de escribir con lógica—, cuando la puerta volvió a abrirse.

El criado asomó la cabeza, haciendo una magistral imitación de una figura inanimada.

—¿Qué hay?

—Un visitante, Lucio Cornelio. ¿Estais en casa?

—¿Quién es?

—Dominus, de saberlo os habría dicho su nombre —replicó el criado, hierático—, pero simplemente me ha dicho que os dijera lo siguiente: "Saludos de Scilax."

El rostro de Sila se iluminó, esbozando una sonrisa de complacencia. ¡Uno de los viejos tiempos! ¡Uno de los suyos, de los comediantes y actores que frecuentaba! ¡Estupendo! Aquel bobo de criado que había contratado Julilla no sabía nada, claro que no. Los esclavos de Clitumna no eran lo bastante buenos para ella.

—¡Hazle pasar!

Él sí que habría sabido de quién se trataba, en cualquier momento. Sin embargo, ¡cómo había cambiado! Se había hecho un hombre.

—Metrobio —dijo Sila, poniéndose en pie y mirando de reojo a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Pero las ventanas estaban abiertas; no importaba, porque en aquella casa existía la regla inflexible de que nadie se parase en la columnata en ningún sitio desde el que pudiera verse su despacho.

Debía de tener unos veintidós años, pensó Sila. Bastante alto para ser griego. Había cortado su larga melena de rizos, dejándose una escueta cofia varonil, y en las mejillas y mentón, otrora blancos como la leche, apuntaba una tonalidad azulada, indicio de una barba cerrada muy bien afeitada. Conservaba aquel perfil de Apolo praxiteliano y algo de aquella placidez ambigua; era como una vívida estatua de mármol pintado capaz de bajar del pedestal y echar a andar. Pero permanecía quieto, recogido, ensimismado y guardando el secreto de su misterio y sus orígenes.

Pero hubo un momento en que el marmóreo dominio de aquella belleza perfecta cedió: Metrobio miró a Sila lleno de amor y abrió sonriente los brazos.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Sila y un temblor movió su boca. Ni se dio cuenta de que su cadera tropezaba con el escritorio al dar la vuelta; se lanzó a los brazos de Metrobio como a una rada, hundiendo el rostro en su hombro y rodeándole a su vez. El beso que se produjo fue exquisito, un beso de corazones afines y adultos, un acto de fe innata, sin ningún matiz doloroso.

—¡Muchacho, mi hermoso muchacho! —exclamó Sila, llorando de gratitud porque algunas cosas no hubiesen cambiado.

 

Julilla permanecía junto a la ventana abierta del despacho de Sila, mirando cómo su esposo se echaba en brazos del joven; los vio besarse, oyó las amorosas palabras que se decían, vio cómo se dirigían al diván para sentarse e iniciar los escarceos íntimos de una antigua relación tan satisfactoria para ambos, que era como un ansiado regreso. No necesitaba que le explicasen que aquello era el motivo real del desdén de su esposo; y de su afición al vino y su inconsciente venganza desocupándose de sus hijos. Los hijos de su esposo.

Antes de que se desvistiesen ante sus ojos, Julilla se alejó con la cabeza muy alta y los ojos secos para entrar en el dormitorio que compartía con Lucio Cornelio Sila. Su esposo. Había detrás un reducido cubículo que usaban de vestidor, y ahora más lleno desde el regreso de Sila, pues su panoplia de gala estaba colocada sobre un caballete, el casco en un pedestal especial y su espada con empuñadura de marfil, adornada con una cabeza de águila, colgada de la pared en la vaina.

No le costó descolgar la espada, pero sí sacarla de la vaina y el correaje. Pero por fin lo consiguió, conteniendo la respiración cuando el filo le cortó la mano hasta el hueso de lo afilada que estaba. Experimentó cierta sorpresa al ver que sentía dolor fisico en aquel momento, pero hizo abstracción del dolor y la sorpresa y, sin vacilar, la empuñó por la marfileña cabeza de águila, la volvió hacia ella y se echó contra la pared.

Lo había hecho real. Se desplomó, entre un revuelo de telas ensangrentadas, al hundirse la espada en su vientre, con el corazón latiéndole velozmente y sintiendo el estertor de su propia respiración como el de alguien amenazador a sus espaldas dispuesto a arrebatarle la virtud o la vida. Pero ya no tenía virtud ni vida, ¿qué podía importar? Ahora sí sentía el horror de la agonía y aquel calor de su propia sangre regándole la piel. Pero ella era una Julio César y no iba a pedír socorro ni a lamentar su decisión en aquellos postreros instantes. Tampoco cruzó su mente el más mínimo pensamiento por sus hijitos: sólo pensaba en la insensatez de haber amado todos aquellos años a un hombre al que le gustaban los hombres.

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