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Authors: Nicolás Maquiavelo

Tags: #Clásico, Filosofía, Política

El Príncipe (11 page)

BOOK: El Príncipe
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Capítulo XXIV
Por qué los príncipes de Italia perdieron sus estados

L
as reglas que acabo de exponer, llevadas a la práctica con prudencia, hacen parecer antiguo a un príncipe nuevo y lo consolidan y afianzan en seguida en el Estado como si fuese un príncipe hereditario. Por la razón de que se observa mucho más celosamente la conducta de un príncipe nuevo que la de uno hereditario, si los hombres la encuentran virtuosa, se sienten más agradecidos y se apegan mas a él que a uno de linaje antiguo. Porque los hombres se ganan mucho mejor con las cosas presentes que con las pasadas, y cuando en las presentes hallan provecho, las gozan sin inquirir nada; y mientras el príncipe no se desmerezca en las otras cosas, estarán siempre dispuestos a defenderlo. Así, el príncipe tendrá la doble gloria de haber creado un principado nuevo y de haberlo mejorado y fortificado con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos. Del mismo modo que será doble la deshonra del que, habiendo nacido príncipe, pierde el trono por su falta de prudencia.

Si se examina el comportamiento de los príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se advertirá, en primer lugar, en lo que se refiere a las armas, una falta común a todos: la de haberse apartado de las reglas antes expuestas. Después se verá que unos tuvieron al pueblo por enemigo, y que el que lo tuvo por amigo no supo asegurarse de los nobles. Porque sin estas faltas no se pierden los Estados que tienen recursos suficientes para permitir levantar un ejército de campaña.

Filipo de Macedonia, no el padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, disponía de un ejército reducido en comparación con el de los griegos y los romanos, que lo atacaron juntos; sin embargo, como era guerrero y había sabido congraciarse con el pueblo y contener a los nobles, pudo resistir una lucha de muchos años; y si al fin perdió algunas ciudades, conservó, en cambio el reino.

Por consiguiente, estos príncipes nuestros que ocupaban el poder desde hacía muchos años no acusen a la fortuna por haberlo perdido, sino a su ineptitud. Como en épocas de paz nunca pensaron que podrían cambiar las cosas (es defecto común de los hombres no preocuparse por la tempestad durante la bonanza), cuando se presentaron tiempos adversos, atinaron a huir y no a defenderse, y esperaron que el pueblo, cansado de los ultrajes de los vencedores, volviese a llamarlos. Partido que es bueno cuando no hay otros; pero está muy mal dejar los otros por ése, pues no debernos dejarnos caer por el simple hecho de creer que habrá alguien que nos recoja. Porque no lo hay; y si lo hay y acude, no es para salvación nuestra, dado que la defensa ha sido indigna y no ha dependido de nosotros. Y las únicas defensas buenas, seguras y durables son las que dependen de uno mismo y de sus virtudes.

Capítulo XXV
Del poder de la fortuna de las cosas humanas y de los medios para oponérsele

N
o ignoro que muchos creen y han creído que las cosas del mundo están regidas por la fortuna y por Dios, de tal modo que los hombres más prudentes no pueden modificarlas; y, más aún, que no tienen remedio alguno contra ellas. De lo cual podrían deducir que no vale la pena fatigarse mucho en las cosas, y que es mejor dejarse gobernar por la suerte. Esta opinion ha gozado de mayor crédito en nuestros tiempos por los cambios extraordinarios, fuera de toda conjetura humana, que se han visto y se ven todos los días.

Y yo, pensando alguna vez en ello, me he sentido algo inclinado a compartir el mismo parecer. Sin embargo, y a fin de que no se desvanezca nuestro libre albedrío, acepto por cierto que la fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones, pero que nos deja gobernar la otra mitad, o poco menos. Y la comparo con uno de esos ríos antiguos que cuando se embravecen, inundan las llanuras, derriban los árboles y las casas y arrastran la tierra de un sitio para llevarla a otro; todo el mundo huye delante de ellos, todo el mundo cede a su furor. Y aunque esto sea inevitable, no obsta para que los hombres, en las épocas en que no hay nada que temer, tomen sus precauciones con diques y reparos, de manera que si río crece otra vez, o tenga que deslizarse por un canal o su fuerza no sea tan desenfrenada ni tan perjudicial. Así sucede con la fortuna, que se manifiesta con todo su poder allí donde no hay virtud preparada para resistirle y dirige sus ímpetus allí donde sabe que no se han hecho diques ni reparos para contenerla. Y si ahora contemplamos a Italia, teatro de estos cambios y punto que los ha engendrado, veremos que es una llanura sin diques ni reparos de ninguna clase; y que si hubiese estado defendida por la virtud necesaria, como lo están Alemania, España y Francia, o esta inundación no habría provocado las grandes transformaciones que ha provocado, o no se habría producido. Y que lo dicho sea suficiente sobre la necesidad general de oponerse a la fortuna.

Pero ciñéndome más a los detalles me pregunto por qué un príncipe que hoy vive en la prosperidad, mañana se encuentra en la desgracia, sin que se haya operado ningún cambio en su carácter ni en su conducta. A mi juicio, esto se debe, en primer lugar, a las razones que expuse con detenimiento en otra parte, es decir, a que el príncipe que confía ciegamente en la fortuna perece en cuanto en cuanto ella cambia. Creo también que es feliz el que concilia su manera de obrar con la índole de las circunstancias, y que del mismo modo es desdichado el que no logra armonizar una cosa con la otra. Pues se ve que los hombres, para llegar al fin que se proponen, esto es, a la gloria y las riquezas, proceden en forma distinta: uno con cautela, el otro con ímpetu; uno por la violencia, el otro por la astucia; uno con paciencia, el otro con su contrario; y todos pueden triunfar por medios tan dispares. Se observa también que, de dos hombres cautos, el uno consigue su propósito y el otro no, y que tienen igual fortuna dos que han seguido caminos encontrados, procediendo el uno con cautela y el otro con ímpetu: lo cual no se debe sino a la índole de las circunstancias, que concilia o no con la forma de comportarse. De aquí resulta lo que he dicho: que dos que actúan de distinta manera obtienen el mismo resultado; y que de dos que actúan de igual manera, uno alcanza su objeto y el otro no. De esto depende asimismo el éxito, pues si las circunstancias y los acontecimientos se presentan de tal modo que el príncipe que es cauto y paciente se ve favorecido, su gobierno será bueno y él será feliz; mas si cambian, está perdido, porque no cambia al mismo tiempo su proceder. Pero no existe hombre lo suficientemente dúctil como para adaptarse a todas las circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que la naturaleza lo inclina, ya porque no puede resignarse a abandonar un camino que siempre le ha sido próspero. El hombre cauto fracasa cada vez que es preciso ser impetuoso. Que si cambiase de conducta junto con las circunstancias, no cambiaría su fortuna.

El papa Julio II se condujo impetuosamente en todas sus acciones, y las circunstancias se presentaron tan de acuerdo con su modo de obrar que siempre tuvo éxito. Considérese su primera empresa contra Bolonia, cuando aún vivía Juan Bentivoglio. Los venecianos lo veían con desagrado, y el rey de España deliberaba con el de Francia sobre las medidas por tomar; pero Julio II, llevado por su ardor y su ímpetu, inició la expedición poniéndose él mismo al frente de las tropas. Semejante paso dejó suspensos a España y a los venecianos; y éstos por miedo, y aquélla con la esperanza de recobrar todo el reino de Nápoles, no se movieron; por otra parte, el rey de Francia se puso de su lado, pues al ver que Julio II había iniciado la compañía, y como quería ganarse su amistad para humillar a los venecianos, juzgó no poder negarle sus tropas sin ofenderlo en forma manifiesta. Así, pues, Julio II, con su impetuoso ataque, hizo lo que ningún pontífice hubiera logrado con toda la prudencia humana; porque si él hubiera esperado para partir de Roma a tener todas las precauciones tomadas y ultimados todos los detalles, como cualquier otro pontífice hubiese hecho, jamás habría triunfado, porque el rey de Francia hubiera tenido mil pretextos y los otros amenazado con mil represalias. Prefiero pasar por alto sus demás acciones, todas iguales a aquélla y todas premiadas por el éxito, pues la brevedad de su vida no le permitió conocer lo contrario. Que, a sobrevenir circunstancias en las que fuera preciso conducirse con prudencia, corriera a su ruina, pues nunca se hubiese apartado de aquel modo de obrar al cual lo inclinaba su naturaleza.

Se concluye entonces que, como la fortuna varía y los hombres se obstinan en proceder de un mismo modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero que es preferible ser impetuoso y no cauto, porque la fortuna es mujer y se hace preciso, si se la quiere tener sumisa, golpearla y zaherirla. Y se ve que se deja dominar por éstos antes que por los que actúan con tibieza. Y, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos prudentes y más fogosos y se imponen con más audacia.

Capítulo XXVI
Exhortación a liberar Italia de los bárbaros

D
espués de meditar en todo lo expuesto, me preguntaba si en Italia, en la actualidad, las circunstancias son propicias para que un nuevo príncipe pueda adquirir gloría, esto es necesario a un hombre prudente y virtuoso para instaurar una nueva forma de gobierno, por la cual, honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad de los italianos. Y no puede menos que responderme que eran tantas las circunstancias que concurrían en favor de un príncipe nuevo, que difícilmente podría hallarse momento más adecuado. Y si, como he dicho, fue preciso para que Moisés pusiera de manifiesto sus virtudes que el pueblo de Israel estuviese esclavizado en Egipto, y para conocer la grandeza de Ciro que los persas fuesen oprimidos por los medas, y la excelencia de Teseo que los atenienses se dispersaran, del mismo modo, para conocer la virtud de un espíritu italiano, era necesario que Italia se viese llevada al extremo en que yace hoy, y que estuviese más esclavizada que los hebreos, más oprimida que los persas y más desorganizada que los atenienses; que careciera de jefe y de leyes, que se viera castigada, despojada, escarnecida e invadida, y que soportara toda clase de vejaciones. Y aunque hasta ahora se haya notado en este o en aquel hombre algún destello de genio como para creer que había sido enviado por Dios para redimir estas tierras, no tardó en advertirse que la fortuna lo abandonaba en lo más alto de su carrera. De modo que, casi sin un soplo de vida, espera Italia al que debe curarla de sus heridas, poner fin a los saqueos de Lombardía y a las contribuciones del Reame y de Toscana y cauterizar sus llagas desde tanto tiempo gangrenadas.

Vedla cómo ruega a Dios que le envíe a alguien que la redima de esa crueldad e insolencia de los bárbaros. Vedla pronta y dispuesta a seguir una bandera mientras haya quien la empuña. Y no se ve en la actualidad en quien uno pueda confiar más que en vuestra ilustre casa, para que con su fortuna y virtud, preferida de Dios y de la Iglesia, de la cual es ahora príncipe, pueda hacerse jefe de esta redención. Y esto no os parecerá difícil si tenéis presentes la vida y acciones de los príncipes mencionados. Y aunque aquéllos fueron hombres raros y maravillosos, no dejaron de ser hombres; y no tuvo ninguno ocasión tan favorable como la presente; porque sus empresas no fueron más justas ni más fáciles que ésta, ni Dios les fue más benigno de lo que lo es con vos. Que es justicia grande:
iustum enim est bellum quibus necessarium, et pia arma ubi nulla nisi in armis spes est
.
[5]
Aquí hay disposición favorable; y donde hay disposición favorable no puede haber grandes dificultades, y sólo falta que vuestra casa se inspire en los ejemplos de los hombres que he propuesto por modelos. Además, se ven aquí acontecimientos extraordinarios, sin precedentes, ejecutados por voluntad divina: las aguas del mar se han separado, una nube os ha mostrado el camino, ha brotado agua de la piedra y ha llovido maná; todo concurre a vuestro engrandecimiento. A vos os toca lo demás. Dios no quiere hacerlo todo para no quitarnos el libre albedrío ni la parte de gloria que nos corresponde.

No es asombroso que ninguno de los italianos a quien he citado haya podido hacer lo que es de esperar que haga vuestra ilustre casa, ni es extraño que después de tantas revoluciones y revueltas guerreras parezca extinguido el valor militar de nuestros compatriotas. Pero se debe a que la antigua organización militar no era buena y a que nadie ha sabido modificarla. Nada honra tanto a un hombre que se acaba de elevar al poder como las nuevas leyes y las nuevas instituciones ideadas por él, que si están bien cimentadas y llevan algo grande en sí mismas, lo hacen digno de respeto y admiración. E Italia no carece de arcilla modelable. Que si falta valor en los jefes, sóbrales a los soldados. Fijaos en los duelos y en las riñas, y advertid cuán superiores son los italianos en fuerza, destreza y astucia. Pero en las batallas, y por culpa exclusive de la debilidad de los jefes, su papel no es nada brillante; porque los capaces no son obedecidos; y todos se creen capaces, pero hasta ahora no hubo nadie que supiese imponerse por su valor y su fortuna, y que hiciese ceder a los demás. A esto hay que atribuir el que, en tantas guerras habidas durante los últimos veinte años, los ejércitos italianos siempre hayan fracasado, como lo demuestran Taro, Alejandría, Capua, Génova, Vailá, Bolonia y Mestri.

Si vuestra ilustre casa quiere emular a aquellos eminentes varones que libertaron a sus países, es preciso, ante todo, y como preparativo indispensable a toda empresa, que se rodee de armas propias; porque no puede haber soldados más fieles, sinceros y mejores que los de uno. Y si cada uno de ellos es bueno, todos juntos, cuando vean que quien los dirige, los honra y los trata paternalmente es un príncipe en persona, serán mejores. Es, pues, necesario organizar estas tropas para defenderse, con el valor italiano, de los extranjeros. Y aunque las infanterías suiza y española tienen fama de temibles, ambas adolecen de defectos, de manera que un tercer orden podría no sólo contenerlas, sino vencerlas. Porque los españoles no resisten a la caballería, y los suizos tienen miedo de la infantería que se muestra tan porfiada como ellos en la batalla. De aquí que se haya visto y volverá a verse que los españoles no pueden hacer frente a la caballería francesa, y que los suizos se desmoronan ante la infantería española. Y por más que de esto último no tengamos una prueba definitiva, podemos darnos una idea por lo sucedido en la batalla de Ravena, donde la infantería española dio la cara a los batallones alemanes, que siguen la misma táctica que los suizos; pues los españoles, ágiles de cuerpo, con la ayuda de sus broqueles habían penetrado por entre las picas de los alemanes y los acuchillaban sin riesgo y sin que éstos tuviesen defensa, y a no haber embestido la caballería, no hubiese quedado alemán con vida. Por lo tanto, conociendo los defectos de una y otra infantería, es posible crear una tercera que resista a la caballería y a la que no asusten los soldados de a pie, lo cual puede conseguirse con nuevas armas y nueva disposición de los combatientes. Y no ha de olvidarse que son estas cosas las que dan autoridad y gloria a un príncipe nuevo.

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