—¿Quién eres, niño?
—Soy el rey —respondió éste gravemente.
Las niñas se sobresaltaron de nuevo; abrieron desmesuradamente los ojos y quedáronse sin poder hablar palabra. Al fin, la curiosidad rompió el silencio:
—¿El rey? ¿Qué rey?
—El rey de Inglaterra.
Las niñas se miraron una a otra, luego le miraron a él y volvieron a mirarse entre sí, maravilladas y confusas. Después una de ellas dijo:
—¿Has oído, Margarita? Dice que es el rey. ¿Será verdad?
—¿Cómo puede no ser verdad, Prissy? ¿Iba a decir una mentira? Porque si no fuera verdad, Prissy, sería mentira. Claro que lo sería. Piénsalo bien. Porque todo lo que no es verdad, es mentira, y no se puede creer otra cosa.
Como éste era un argumento que no tenía vuelta de hoja, ni dejaba el menor resquicio para refutarlo, los reparos de Prissy no tuvieron ya en qué fundarse. Reflexionó un momento la niña y dijo después esta sencilla frase:
—Si eres de veras el rey, te creo.
—Soy de veras el rey.
El asunto quedó resuelto; la realeza de Su Majestad fue admitida sin más preguntas ni discusiones, y las dos niñas empezaron al instante a preguntar cómo había ido a parar donde estaba, y cómo estaba tan mal vestido, y adónde se dirigía, y una infinidad de preguntas más. Fue un gran consuelo para el reyecito desahogar sus congojas donde no serían objeto de burlas ni de dudas; y así contó su historia con gran calor, olvidando mientras hasta su hambre, su historia fue escuchada con la más profunda y tierna compasión por las dos niñas. Pero cuando les refirió sus últimas aventuras y aquéllas se dieron cuenta del tiempo que llevaba el rey sin comer, no quisieron saber más, y salieron corriendo del granero para buscarle el desayuno.
Sentíase el rey alegre y feliz, y se dijo:
—Cuando vuelva a recobrar mi dignidad he de honrar siempre a las niñas, porque me acordaré de que éstas han confiado en mí y me han creído en mis desventuras, mientras que los que tienen más años y se creen muy sabios, se han burlado de mí y me han tomado por embustero.
La madre de las niñas recibió bondadosamente al rey, y se mostró llena de compasión, porque su desamparo y su razón, al parecer perturbada, conmovieron su corazón de mujer. Era viuda y pobre, conocía las penas demasiado de cerca para no compadecerse de los infortunados. Pensó que el demente niño se había extraviado alejándose de sus amigos y deudos, y así quiso averiguar de dónde venía, para poder dar pasos encaminados a devolverlo; mas todas sus referencias a las aldeas y lugares vecinas, y todas sus preguntas en el mismo sentido, no dieron resultado, porque en la cara del niño y en sus respuestas bien se notaba, que las cosas a que se refería la buena mujer, no le eran familiares. El rey hablaba con gravedad y sencillez de asuntos de la corte, y más de una vez ahogaron su habla los sollozos al mencionar al difunto rey, su padre; pero siempre que la conversación cambiaba y versaba sobre materias menos elevadas, el niño perdía interés y permanecía en silencio.
La mujer se encontraba muy perpleja, pero no quiso renunciar a sus intenciones. Mientras seguía cocinando, discurría medios de atrapar al muchacho para que descubriera su verdadero secreto. Le habló de vacas y el niño no mostró interesarse; de las ovejas, y fue lo mismo. Por lo tanto, su suposición de que fuese un niño pastor era equivocada. Le habló de molinos, de tejedores, de caldereros, de herreros y de toda índole de industrias y oficios; le habló de Bedlam, de las cárceles y los asilos, pero en todo se veía frustrada, aunque no quería admitirlo, pensando que no le había hablado aún del servicio doméstico. Sí; ahora estaba segura de hallarse sobre la verdadera pista. El niño debía de ser un criado. Encaminó la conversación hacia este punto, pero el resultado fue desalentador. De cómo se barría, pareció fatigar al niño; el encender el fuego no le conmovió, y el fregar y frotar no despertó su entusiasmo. Al fin la mujer, perdida ya casi toda esperanza y más bien por aquello de cumplir, habló de la cocina. Con gran sorpresa suya y no menor deleite, el semblante del rey se iluminó al instante.
—¡Ah! —Pensó la mujer—: ¡Por fin lo he acorralado! —y se sentía orgullosa de la solapada astucia y del tacto con que lo había conseguido.
Su cansada lengua tuvo ahora oportunidad de descansar, porque la del rey, inspirada por el hambre que le atormentaba y por los tentadores olores que salían de las barboteantes ollas y sartenes, se soltó y se lanzó en una tan elocuente disertación sobre ciertos platos apetitosos, tanto, que al cabo de tres minutos se dijo la buena mujer:
—Sin duda he acertado. Ha sido pinche de cocina.
Habló después el niño de su comida con tanto juicio y entusiasmo, que la mujer se dijo:
—¡Dios mío! ¿Cómo puede saber acerca de tantos platos y tan exquisitos? Porque ésos no se comen más que en las mesas de los ricos y poderosos. ¡Ah! ya veo. A pesar de sus andrajos debe de haber servido en palacio antes de perder la razón. Sí; debe de haber sido pinche en la cocina del mismísimo rey. Voy a ponerlo a prueba.
Ansiosa de convencerse de su propia sagacidad, dijo al rey que se hiciera cargo por un momento de la cocina, diciéndole que podría hacer y añadir uno o dos platos si le parecía. Luego salió del aposento, haciendo una seña a las niñas para que la siguieran. El rey dijo entre dientes:
—Otro rey de Inglaterra tuvo una faena semejante a ésta, antaño… No va contra mi dignidad el encargarme de un oficio que el gran Alfredo no desdeñó ejercer. Pero voy a procurar desempeñarlo mejor que él, que dejó quemar los pasteles.
Buena era la intención, mas no fue igual al llevarla a la práctica, porque este rey, como el otro, no tardó en absorberse en sus propios asuntos, y de ello resultó el mismo percance: que los manjares se quemaron. La buena mujer volvió a tiempo de salvar el almuerzo de su total destrucción, y no tardó en alejar de sus sueños al rey con una animada y viva regañeta. Mas al ver cuán turbado estaba por haber desempeñado mal su encargo, se suavizó al punto, y fue toda bondad y gentileza para con él.
Hizo el niño una magnífica y satisfactoria comida, que le restauró y alegró en gran manera. Fue una comida que se significó por un detalle curioso: el de que ambas partes prescindieron de etiquetas, pero sin que ninguna de ellas se diera cuenta de haberlo hecho. La buena mujer se había propuesto dar de comer a aquel muchacho vagabundo con vituallas recalentadas, y en un rincón, como a cualquier otro, o como a un perro, pero sentía tal remordimiento por la regañada que le había echado, que hizo cuanto pudo para atenuarla, permitiéndole que se sentara a la mesa de la familia y comiera con sus superiores en aparentes términos de igualdad con ellos. Y el rey por su parte sentía tales remordimientos por haber desempeñado mal su cometido, después de haberse mostrado tan bondadosa con él la familia, que se propuso repararlo humillándose hasta el nivel de ésta, en vez de exigir a la mujer y a las niñas que se quedaran en pie y le sirviesen, mientras él ocupaba su mesa en el estrado solitario debido a su nacimiento y dignidad. Todos alguna vez prescindimos de la gravedad. La buena mujer estuvo feliz todo el día con los aplausos con que se gratificó a sí misma por su magnánima condescendencia con un vagabundo, y el rey se sintió no menos contento por su benigna humildad hacia una pobre aldeana.
Cuando terminó el desayuno, ésta dijo al rey que lavara los platos. Semejante orden dejó de una pieza un instante a Eduardo y lo puso al borde de la rebelión; pero en seguida se dijo:
—Alfredo el Grande cuidó de los pasteles, y sin duda habría lavado también los platos. Por consiguiente, he de probarlo.
Eso le salió bastante mal, con gran sorpresa suya, porque lavar las cucharas de palo y los cuchillos le había parecido fácil. Era una tarea tediosa y molesta, pero al fin la terminó. Empezaba a sentir impaciencia por proseguir su viaje; no obstante, no había que perder tan fácilmente la compañía de aquella generosa mujer. Ésta le procuró diferentes ocupaciones de poca monta, que el rey desempeñó con gran lentitud y con regular lucimiento. Luego lo puso en compañía de las niñas a mondar manzanas, pero el rey se mostró tan torpe que la mujer le dio, en cambio, a afilar una chaira de carnicero. Después lo tuvo cardando lana tanto rato que el niño empezó a sentir que había dejado muy por debajo al buen rey Alfredo en cuanto a heroísmos, que estarían muy en su punto en los libros de cuentos y de historias, y se sintió medio inclinado a renunciar. Y, en efecto, así lo hizo cuando después de la comida del medio día la buena mujer le dio una canasta con unos gatitos para que los ahogara. Finalmente estaba a punto de renunciar —porque se dijo que si había de encontrar el momento oportuno sería éste en que le ordenaban ahogar los gatos— cuando sobrevino una interrupción. ¡La tal interrupción eran Juan Canty, con una caja de buhonero a la espalda, y Hugo!
El rey descubrió a aquellos rufianes cuando se acercaban por la verja delantera, antes de que ellos pudieran verle; así, pues, no habló nada de su dimisión, sino que se apoderó de la canasta de los gatitos y salió por la puerta trasera sin decir oste ni moste; dejó a los animalitos en un pabellón anexo a la casa y salió corriendo por una angosta vereda.
El alto seto le ocultó muy pronto a la vista de la casa; y entonces, bajo la excitación de un terrible espanto, apeló el niño a todas sus fuerzas y se encaminó corriendo a un bosque lejano. No volvió atrás la vista hasta que casi hubo ganado el refugio del bosque, y entonces, divisó a lo lejos dos figuras. No necesitó más. No se detuvo el rey a examinarlas acuciosamente, sino que siguió corriendo, sin aminorar el paso hasta que estuvo muy adentro en la oscuridad crepuscular del bosque. Entonces se detuvo, persuadido de que estaba ya bastante seguro. Escucho atentamente, pero la calma era profunda y solemne… y hasta pavorosa y deprimente para el ánimo. Sus oídos en tensión percibían con largos intervalos algunos ruidos, pero tan remotos, tan huecos y tan misteriosos, que no parecían ser verdaderos sonidos, sino sólo espectros gemebundos y plañideros. Así resultaban más pavorosos todavía que el silencio que quebraban.
Al principio el propósito del rey era permanecer allí todo el resto del día, pero no tardó un escalofrío en invadir su cuerpo sudoroso, y para volver en calor verse obligado a seguir andando. Avanzó en derechura por medio del bosque, en espera de dar pronto con un camino, pero en esto se llevó un chasco. Siguió caminando, y cuanto más avanzaba más densa se tomaba la espesura. Empezó a apretarse lo tenebroso, y el rey comprendió que iba a cerrar la noche y se estremeció ante la idea de pasarla en ese lúgubre lugar.
Trató, pues, de andar más de prisa, pero avanzaba menos aún, porque como no veía lo bastante para ver dónde ponía los pies, no cesaba de tropezar con las raíces, ni de enredarse en zarzas y plantas rastreras.
¡Cuál fue su gozo cuándo al fin vio el destello de una luz! Acercose a ella cautelosamente, paso a paso, para mirar en torno y escuchar. La luz procedía de un hueco de ventana sin vidrios en una desvencijada choza. El niño oyó una voz y sintió ganas de correr y esconderse, pero cambió al momento de opinión, ya que, sin lugar a dudas, aquella voz estaba rezando. Deslizose el rey hasta la ventana, se puso de puntillas y echó una mirada al interior de la choza. La habitación era pequeña y su suelo de tierra apisonada por el uso. En un rincón se veía un lecho de juncos y una o dos mantas hechas jirones; cerca de él un cubo, una taza, una jofaina, y algunos cacharros y sartenes. Había un banco angosto y un escabel de tres patas; en la chimenea quedaba el rescoldo de un fuego de leña. Ante una hornacina, iluminada por una sola vela, se hallaba arrodillado un hombre de edad, a cuyo lado, en una caja vieja de madera, estaban un libro abierto y una calavera. El hombre, que era de cuerpo grande y huesudo, y de pelo y barba largos y blancos como la nieve, se cubría con unas pieles de cordero que le llegaban de la garganta a las rodillas.
—Un santo ermitaño —se dijo el rey—. Ahora tengo en verdad suerte.
Levantose el ermitaño y el rey llamó a la puerta. Una voz grave respondió:
—Entrad, pero dejad fuera el pecado, porque es santa la tierra que vais a pisar.
El rey entró y se detuvo. El ermitaño le dirigió una mirada viva e inquieta, y preguntó:
—¿Quién eres?
—Soy el rey —respondió el niño con plácida sencillez.
—¡Bienvenido, oh rey! —exclamó el ermitaño con entusiasmo. Y afanándose con febril actividad, y sin dejar de susurrar «bienvenido, bienvenido» arregló el banco, hizo sentar al rey junto al fuego, echó a éste algunos leños, y, finalmente, empezó a dar paseos con nervioso andar.
—Bienvenido. Muchos han buscado asilo aquí, mas no eran dignos de ello y han sido despedidos; pero un rey que desdeña su corona y los vanos esplendores de su oficio, y se viste de andrajos para dedicar su vida a la santidad y a la mortificación de la carne, ése sí que es digno, ése sí que, merece la bienvenida. Aquí morarás todos tus días hasta que te llegue la muerte.
El rey se apresuró a interrumpirle y a explicarle el caso, pero el ermitaño no le prestó atención ni le oyó en apariencia, sino que siguió con su charla, alzando la voz y con creciente fuerza:
—Y aquí estarás tranquilo. Nadie hallará tu refugio para abrumarte con súplicas de que vuelvas a esa vida vana y vacía de que Dios te ha movido a apartarte. Aquí rezaras, aquí estudiarás el Libro, aquí meditarás acerca de las locuras y desengaños de este mundo y sobre las sublimidades del mundo venidero. Te alimentaras de mendrugos y de hierbas y te azotarás a diario para purificar tu alma. Llevarás una camisa de estameña junto a la piel, beberás sólo agua, y estarás tranquilo. Sí, completamente tranquilo, porque los que vengan en tu busca, se irán decepcionados; no te encontrarán, no te molestarán.
El anciano, sin dejar de dar pasos de un lado a otro, terminó de hablar en voz alta y empezó a musitar. El rey aprovechó esta ocasión para exponer su caso, con una elocuencia inspirada por la inquietud y el temor, mas el ermitaño siguió hablando entre dientes y sin prestarle atención. De pronto se acercó al rey y le dijo con impresionante acento:
—¡Chis! Te diré un secreto.
Inclinose para contárselo, pero se contuvo y adoptó actitud de prestar oído. Al cabo de un instante se acercó de puntillas al hueco de la ventana, asomó la cabeza y miró en la oscuridad. En seguida volvió otra vez de puntillas, arrimó su rostro al del rey y cuchicheó: