El prisionero en el roble (14 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: El prisionero en el roble
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«De algún modo su mente le avisó», pensó Morgana consternada. Arturo también tenía el don de la videncia; aun' que no se pareciera al pueblo moreno de Britania, descendía de la antigua estirpe real de Avalón y había podido llegar a sus pensamientos. Morgana comprendió que, si intentaba coger la espada, él despertaría… para matarla. No se hacía ilusiones al respecto. Aunque se creyera buen cristiano, por alguna mística razón,
Escalibur
se había enredado con el espíritu mismo de su reinado. De otro modo no habría tenido inconveniente en devolverla a Avalón y hacerse fabricar otra mejor. Pero
Escalibur
se había convertido para él en el símbolo visible y último de lo que él era como rey.

Morgana posó la mano en su daga; tenía filo de navaja. Si era preciso, podía moverse con tanta velocidad como una serpiente al ataque. Si cortaba la gran arteria del cuello, Arturo moriría antes de poder lanzar un grito.

No sería la primera vez que matara. Había enviado a Avalloch a la muerte sin vacilación. Apenas tres días antes había acabado con el inofensivo niño que llevaba en el vientre. El que dormía ante ella era, sin duda, el peor traidor. Un solo golpe, silencioso y veloz… Ah, pero ése era el niño que Igraine le había puesto en los brazos, su primer amor, el padre de su hijo, el Astado, el rey…

«¡Ataca, necia! ¡Para eso has venido!»

«No. Basta de muerte. Nacimos de un mismo vientre. No podría enfrentarme a mi madre en el Más Allá manchada con la sangre de mi hermano.» Por un momento, sabiendo que estaba en el límite mismo de la locura, oyó la voz impaciente de Igraine: «¡Te dije que cuidaras del niño, Morgana!»

Arturo pareció moverse en sueños, como si también hubiera oído aquella voz. Morgana envainó nuevamente la daga y alargó la mano hacia la vaina. A ella tenía derecho: la había bordado con sus propias manos, suyos eran los hechizos bordados en ella.

Escondió la vaina bajo su capa y salió deprisa hacia la barca. Mientras el hombre la llevaba a remo, sintió un escozor en la piel y creyó ver, como una sombra, la barca de Avalón. En la orilla opuesta la rodearon los tripulantes de la barca de Avalón. Deprisa, deprisa, tenía que llegar a Avalón… Pero estaba amaneciendo y la sombra de la iglesia se extendía sobre el agua. De pronto el sol inundó el paisaje y el resonar de las campanas llegó a todas partes. Morgana quedo paralizada; en medio de ese clamor no podía convocar las brumas ni pronunciar el ensalmo.

—¿Podéis llevarme a Avalón? —preguntó a uno de los hombres—. ¡Pronto!

—No puedo, señora. Cada vez se hace más difícil sin una sacerdotisa que pronuncie el conjuro. Y aun así, al amanecer, al mediodía y al ocaso, cuando las campanas llaman a oración, no hay manera de cruzar las brumas. Ahora no. A estas horas el hechizo ya no abre el camino; pero si esperamos a que las campanas callen tal vez podamos regresar.

Morgana se preguntó por qué sucedía aquello. Estaba relacionado con el hecho de que el mundo fuera como los hombres creían que era. Año tras año, a lo largo de tres o cuatro generaciones, las mentes humanas se habían encallecido en la creencia de que había un solo Dios, un solo mundo, una sola manera de describir la realidad, de que cuanto se opusiera a esa singularidad tema que ser malo, demoníaco, y de que el sonido de sus campanas y la sombra de sus iglesias mantendría lejos ese mar. Y cuanto más gente lo creía, más era así. Y Avalón se reducía a un sueño a la deriva en otro mundo, casi inaccesible.

Oh, sí, aún podía convocar las brumas… pero no bajo esa sombra, con el tañido de las campanas. Estaban atrapados en la orilla del lago. Y entonces vio que de la isla de los Sacerdotes partía una barca en su busca. Arturo había descubierto la falta de su vaina. Ahora la perseguirían.

Bien, que la siguieran. Había otros modos de entrar en Avalón pese a la sombra de la iglesia. Montó rápidamente para cabalgar por la orilla del lago, describiendo un círculo; así llegaría a un lugar por donde se podían cruzar las brumas, al menos en verano, por detrás del Tozal.

Sabía que los hombrecillos morenos corrían detrás de su caballo; eran capaces de hacerlo durante medio día, en caso necesario. Pero ya se oía el golpeteo de los cascos. Arturo llegaba pisándole los talones con caballeros armados. Clavó los talones a su caballo, pero era un palafrén, no apto para la carrera.

Bajó de la silla, con la vaina en la mano.

—Dispersaos —susurró a los hombres.

Uno por uno parecieron fundirse con los árboles y las nieblas; nadie les vería si ellos no querían ser hallados. Morgana aferró la vaina y echó a correr por la orilla del lago. En la mente oía la voz de Arturo, percibía su cólera.

Él tenía
Escalibur
: su mente la percibía como un gran fulgor la prenda sagrada de Avalón. Pero jamás recuperaría la vaina. La cogió con ambas manos para hacerla girar sobre su cabeza y la arrojó con todas sus fuerzas lago adentro: allí la vio hundirse en las aguas profundas, insondables. Ninguna mano humana podría recobrarla; allí quedaría hasta que se pudriera el material, hasta que el último de los hechizos bordados en ella desapareciera.

Arturo la perseguía a caballo, desnuda la
Escalibur
en la mano… Pero ella y su escolta habían desaparecido. Morgana se recogió en silencio, fundiéndose con las sombras y los árboles; mientras permaneciera inmóvil, cubierta por el silencio de la sacerdotisa, ningún mortal podría ver siquiera su sombra.

Arturo gritó su nombre.

—¡Morgana! ¡Morgana!

La llamó por tercera vez, pero hasta las sombras permanecieron quietas. Por fin se cansó de andar en círculos, confundido, y llamó a su escolta. Lo encontraron tambaleándose en la montura, con los vendajes empapándose lentamente de sangre, y se lo llevaron por donde habían llegado.

Entonces Morgana levantó la mano y una vez más regresaron al mundo los sonidos normales del viento, las aves y los árboles.

HABLA MORGANA…

E
n años posteriores oí contar que robé la vaina por medio de brujerías, que Arturo me persiguió con cien jinetes y que yo también iba rodeada por un centenar de caballeros del pueblo de las hadas, y cuando Arturo iba a alcanzarme me convertí en un círculo de piedras, junto con mis hombres. Algún día, sin duda, añadirán que después pedí mi carro tirado por dragones alados para volar al reino de las hadas.

Pero no fue así. No fue más que eso: la gente pequeña sabe esconderse en los bosques, confundiéndose con los árboles y las sombras, y aquel día yo era uno de ellos, como me habían enseñado en Avalón. Cuando los caballeros se llevaron a Arturo, casi desvanecido por la larga persecución y el frío sufrido en la herida, me despedí de los hombres de Avalón y continué hasta Tintagel. Pero al llegar ya no me importaba lo que hicieran en Camelot, pues estaba muy enferma.

Aún ignoro qué me aquejaba; sólo sé que se fue el verano y que las hojas empezaron a caer mientras yacía en mi cama, atendida por las criadas que había encontrado allí, sin que me interesara volver a levantarme. Tenía un poco de fiebre, un cansancio tan grande que no me decidía a incorporarme ni a comer, una pesadez de ánimo tal que poco me importaba vivir o morir. Mis criadas (a una o dos las recordaba de mi infancia) creían que estaba hechizada. Y bien pudiera ser.

Marco de Cornualles me rindió tributo. «La estrella de Arturo va en ascenso —pensé—; sin duda cree que he venido por mandato suyo y no quiere enemistarse con él, ni siquiera por estas tierras que considera suyas. Hace un año quizá le habría prometido una parte, a cambio de que mandara a un grupo de insurrectos contra Arturo.» Pero muerto Accolon ya nada importaba.
Escalibur
seguía en poder de Arturo. Si la Diosa deseaba otra cosa tendría que quitársela ella misma, pues yo había fracasado y ya no era su sacerdotisa.

Creo que era lo que más dolía: haber fracasado sin que ella me hubiera tendido una mano para ayudarme a imponer su voluntad. Arturo, los curas y el traidor Kevin habían sido más fuertes que la magia de Avalón. Ya no quedaba nadie.

Ya no quedaba nadie, nadie. Lloraba sin cesar por Accolon y por el niño cuya vida había cesado al comenzar. Lloraba también por Arturo, convertido en mi enemigo e, inexplicablemente, también por Uriens y por mi vida en Gales, la única paz que había conocido.

Había perdido o entregado a la muerte a todos mis seres amados: Igraine, Viviana, Accolon, Arturo. Lanzarote y Ginebra me temían y me odiaban, y también Uwaine, que había sido como un hijo. A nadie le importaba que yo viviera o muriera. Tampoco a mí.

Ya había caído la última hoja, se iniciaban las temibles tempestades del invierno, cuando una de mis mujeres vino a decir que un hombre deseaba verme.

—¿En esta época del año? —Miré por la ventana, la lluvia incesante que caía del cielo, tan gris y lóbrego como el interior de mi mente. ¿Qué viajero osaba venir con aquel tiempo, luchando con las tormentas y la oscuridad? Quienquiera que fuese, no me interesaba—. Dile que la duquesa de Cornualles no recibe a nadie. Que se vaya.

—¿Con la lluvia y en una noche como ésta, señora?

Me sorprendió que la mujer protestara; casi todas me temían, creyéndome hechicera, y yo se lo dejaba creer. Pero la mujer tenía razón: Tintagel nunca había negado su hospitalidad.

—Dale la hospitalidad que corresponda a su rango —dije—, comida y lecho. Pero dile que estoy enferma y que no puedo recibirlo.

La criada se fue. Mientras contemplaba la tormenta, traté de regresar al apacible vacío donde ahora me sentía más a gusto. Pero muy poco después la puerta volvió a abrirse. Me incorporé sobresaltada, trémula de ira, la primera emoción que me permitía sentir en varias semanas.

—No te he llamado ni te ordené que regresaras —dije a la mujer—. ¿Qué atrevimiento es éste?

—Se me ha dado un mensaje para vos, señora —replicó—. Y no osé negarme, viniendo de quien venía. Él dijo: «No apelo a la duquesa de Cornualles, sino a la Dama de Avalón, que no puede negar audiencia al Merlín, si éste pide audiencia y consejo. »

Contra mi voluntad, aquello me intrigó. ¿Merlín? ¿Acaso Kevin no se había aliado con Arturo y los cristianos, traicionando a Avalón ? Pero tal vez era otro hombre el que ahora ostentaba ese cargo… Y entonces pensé en mi hijo Gwydion, o Mordret… Quizás era él quien lo ocupaba, pues sólo él podía considerarme todavía Dama de Avalón. Tras un largo silencio resolví:

—Dile que le recibiré… Pero así no. Manda a alguien para que me vista.

Sabía que estaba demasiado débil para hacerlo sola, pero no quería recibir a nadie de aquel modo, enferma, débil y en mi alcoba. La sacerdotisa de Avalón se las compondría para estar ante Merlín, aunque trajera la sentencia de muerte por todos mis fracasos. ¡Seguía siendo Morgana!

Logré levantarme para que me pusieran el vestido y los zapatos, me trenzaran el pelo y lo cubrieran con el velo de sacerdotisa. Hasta repinté el símbolo de la luna en mi frente: me temblaban las manos y estaba tan débil que me arrastré por la empinada escalera aferrada del brazo de la mujer. Pero Merlín no tenía que ver mi fragilidad.

En el salón habían encendido el fuego; humeaba un poco, como siempre en días de lluvia. A través del humo sólo pude ver una silueta de hombre sentada junto al hogar, de espaldas a mi, envuelta en un manto gris. Pero a su lado se erguía un arpa inconfundible: por Mi señora reconocí al dueño. Kevin tenia el pelo completamente blanco, pero cuando entré irguió el cuerpo giboso.

—Conque os hacéis llamar Merlín de Britania, aunque sólo servís a Arturo y desafiáis la voluntad de Avalón —dije.

—Ya no sé qué título darme —replicó Kevin en voz baja—, salvo el de criado de quienes sirven a los dioses, que son todos Uno.

—¿Y a qué venís?

—Tampoco lo sé —dijo la voz melodiosa que yo tanto había amado—, como no sea a pagar una deuda contraída cuando estas colinas aún no existían, querida.

Y entonces levantó la voz para llamar a la criada:

—¡Tu señora está enferma! ¡Llévala a un asiento!

Una bruma gris parecía ondular en torno a mí. Cuando se despejó me encontré sentada junto al fuego, frente a Kevin. La mujer había desaparecido.

—Pobre Morgana, pobre niña —dijo.

Y por primera vez desde que la muerte de Accolon me convirtiera en piedra sentí que podía llorar. Y apreté los dientes para contener el llanto, pues si derramaba una sola lágrima no podría cesar hasta fundirme en un lago.

—No soy una niña, arpista Kevin —dije, apretando los dientes—, y por falsedad habéis llegado a mi presencia. Decid lo que tengáis para decir y seguid vuestro camino.

—Dama de Avalón…

—No lo soy. —En nuestro último encuentro había apartado de mía ese hombre, gritándole que era un traidor. Ya no parecía importar, puesto que yo también había traicionado a Avalón.

¿Cómo podía juzgarlo?

—¿Qué sois, pues? —inquirió en voz baja—. Cuervo es ya anciana y lleva años en silencio. Niniana jamás tendrá poder para gobernar. Allí se os necesita.

—La última vez que hablamos —le interrumpí— dijisteis que los días de Avalón habían terminado. ¿Por qué sentar a alguien en el sitial de Viviana, salvo a una criatura mal preparada para ese alto cargo, a la espera del día en que Avalón se esfume para siempre entre las brumas? —Sentía en la garganta una ardiente amargura—. Puesto que habéis cambiado Avalón por el estandarte de Arturo, ¿no será más fácil vuestra tarea si nadie reina allí, salvo una vetusta profetisa y una joven sin poder?

—Niniana es el amor de, Gwydion y creación suya —observó Kevin—. Y se me ocurre que allí necesitan vuestra voz y vuestras manos. Aunque Avalón esté condenado a desaparecer en la niebla, ¿os negaríais a ir con ella? Nunca os tuve por cobarde, Morgana. —Y clavó sus ojos en los míos—. En este exilio moriréis de dolor.

Aparté la cara, diciendo:

—Para eso vine. —Y por primera vez comprendí que, en verdad, había ido hasta allí para morir—. Todo lo que he intentado está en ruinas. He fallado, he fallado. Vuestro es el triunfo Merlín: Arturo ha vencido.

Kevin negó con la cabeza.

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