—A ratos —reconoció Arturo, lentamente—. Luego me pregunto si no fue la magia de Merlín lo que nos encantó. Ahora todos mis caballeros han partido y nadie sabe si volverán. —Alzó la cara; Ginebra notó, como desde una gran distancia, que tenía las cejas completamente blancas y muy plateado el pelo rubio—. ¿Sabes que Morgana estuvo aquí?
—¿Morgana? —Ginebra negó con la cabeza—. No, no lo sabía. ¿Por qué no vino a saludarnos?
Arturo sonrió.
—¿Y lo preguntas? Abandonó esta corte después de darme un gran disgusto.
Una vez más buscó la empuñadura de
Escalibur
, como para asegurarse de que aún estaba allí, ahora enfundada en una vaina de cuero crudo, tosca y fea. Ginebra nunca se había atrevido a preguntarle qué había sido de la otra; en ese momento adivinó que estaba relacionada con la pelea.
—¿No sabías que se rebeló contra mí? —añadió Arturo—. Quería poner a su amante Accolon en mi trono.
Ginebra no se sentía capaz de encolerizarse contra ningún ser viviente, tras la gozosa visión de aquel día; lo que sintió fue pena por Morgana y por Arturo, que había amado y confiado en su hermana.
—¿Por qué no me lo dijiste? Nunca confié en ella.
—Por eso. —Arturo le apretó la mano—. Pero Morgana estuvo hoy aquí, disfrazada de anciana campesina. Parecía anciana, Ginebra: vieja, inofensiva y enferma. No creo que haya venido a hacer ningún mal; en todo caso, fue evitado por esa visión sagrada…
Y guardó silencio. Ginebra comprendió, con segura intuición, que no deseaba reconocer en voz alta su amor y su nostalgia por Morgana. Y pensó que el amor era la mayor verdad de la vida, y que no se podía pesar ni medir, porque era un flujo eterno e infinito, de modo que cuanto más se amaba, más amor se tenía para dar.
Incluso por el Merlín sentía ahora ese flujo de calidez y ternura.
—Mira cómo forcejea Kevin con su arpa. ¿Mando a alguien para que lo ayude, Arturo?
Su esposo respondió, sonriendo:
—No hace falta. Nimue lo está ayudando, ¿ves?
Y una vez más Ginebra sintió el torrente de amor, ahora por la hija de Lanzarote e Elaine. Su mano bajo el brazo de Merlín, como en la antigua leyenda de la doncella que se enamoraba de una bestia salvaje. Ah, pero hoy hasta Merlín podía inspirar amor. Y se alegró de que allí estuvieran las manos jóvenes y fuertes de Nimue para ayudarlo.
Y mientras pasaban los días en la corte de Camelot, casi desierta, Nimue se parecía más y más a la hija que nunca había tenido. Cuando hablaba, la muchacha la escuchaba con atención cortés, la halagaba sutilmente y se apresuraba a servirla. Sólo en una cosa disgustaba a Ginebra: dedicaba demasiado tiempo a escuchar al Merlín.
—Aunque ahora se diga cristiano, hija —le advirtió la reina—, en el fondo es un anciano pagano, consagrado según los ritos bárbaros de los druidas. Aún lleva las serpientes en las muñecas.
Nimue acarició sus muñecas satinadas.
—También las lleva Arturo —observó delicadamente—. Y yo habría hecho el mismo juramento si no hubiera visto la gran luz. Es un hombre sabio. Y en toda Britania nadie toca el arpa con tanta dulzura como él.
—Y allí está Avalón, como vínculo entre vosotros —apuntó Ginebra, en tono algo más áspero de lo que pensaba.
—No, no. Os lo ruego, prima: no se lo digáis. Nunca me vio allí. No quiero que me crea apóstata.
Parecía tan afligida que la reina le dijo con afecto:
—Bueno, no se lo diré. No he dicho a nadie, ni siquiera a Arturo, que viniste de Avalón.
—Me gusta tanto la música del arpa… ¿No puedo charlar con él? —suplicó Nimue.
Ginebra sonrió con indulgencia.
—Tu padre también era buen músico. Yo preferiría que Merlín se limitara a su arpa y no pretendiera aconsejar a Arturo. —Luego agregó, estremecida—: ¡Para mí ese hombre es un monstruo!
Nimue dijo, paciente:
—Lamento veros tan contraria a él, prima. No es culpa suya no ser tan hermoso como mi padre ni tan fuerte como Gareth. Las Sagradas Escrituras nos dicen que Dios hace sufrir a sus elegidos. Tal vez Kevin padece ese mal por algún pecado que cometió en otra vida.
—El obispo Patricio dice que es una idea pagana, eso de que nacemos una y otra vez. De lo contrario jamás podríamos ir al Cielo.
Nimue sonrió.
—Oh, no, prima, pues hasta las Santas Escrituras dicen que Cristo dijo: «Os digo que Elías ya ha venido a vosotros y no lo conocéis», y se refería a Juan, el Bautista. Y si el mismo Cristo creía que los hombres renacen, ¿cómo puede ser un error que lo creamos?
Ginebra se preguntó cómo podía saber Nimue tanto sobre la Biblia, si había vivido en Avalón. Luego recordó que también Morgana la conocía mejor que ella. La joven continuó:
—Tal vez los sacerdotes no quieren que pensemos en otras vidas por temor a que no nos esforcemos en alcanzar la perfección en ésta.
—Esa doctrina me parece peligrosa —objetó la reina—. Si la gente creyera que todos nos salvaremos finalmente en una u otra vida, ¿qué nos impediría cometer pecados en ésta?
—No creo que el miedo impida jamás a la humanidad cometer pecados —dijo Nimue—. Sólo la sabiduría acumulada vida tras vida.
—¡Oh, calla, niña! ¡Que nadie te oiga decir esas herejías! —Después de un momento agregó—: Sin embargo, después de Pascua, me parece que en el amor de Dios hay una infinita misericordia; quizás a Él no le interesan tanto los pecados… ¿Crees que Cristo volverá, Nimue?
«No —pensó la joven—; creo que los grandes iluminados, como Cristo, sólo vienen una vez, después de muchas existencias, y pasan para siempre a la eternidad. Pero los divinos envían a otros grandes maestros para que prediquen la verdad, aunque la humanidad los reciba siempre con la cruz, la hoguera y las piedras.»
—Lo que yo crea no importa, prima; lo que importa es la verdad. Algunos sacerdotes hablan de un Dios de amor y otros, de un Dios malo y vengativo. A veces pienso que ésos fueron enviados como castigo para la gente y no me parece del todo irrazonable que los druidas sean los buenos.
Ginebra se dijo que debía de haber algún error en ese razonamiento, pero no lo descubrió.
—Bueno, querida, puede que tengas razón. Pero aun así me inquieta verte con Merlín. Aunque Morgana tenía buena opinión de él. Hasta se rumoreaba que eran amantes. A menudo me he preguntado cómo pudo dejarse tocar por él, siendo tan remilgada.
Nimue, que ignoraba el dato, lo guardó en su mente como referencia. ¿Era así como Morgana había sabido lo de sus fortalezas mal defendidas? Pero se limitó a decir:
—De todo lo que aprendí en Avalón, lo que más me gustaba era la música. Y Kevin me ha prometido ayudarme a conseguir un arpa, pues salí de allí sin traer la mía. ¿Puedo mandar por él, prima?
Ginebra vaciló, pero no pudo resistir la dulce súplica de la sonriente joven:
—Sin duda, querida.
A
l rato llegó Merlín, seguido por un criado que llevaba a Mi señora. Caminaba con dos bastones, arrastrando el cuerpo torturado. Pero sonrió a las señoras, diciendo:
—Suponed, mi reina, señora Nimue, que mi espíritu os ha hecho la reverencia cortés que mi cuerpo rebelde ya no es capaz de hacer.
La joven susurró:
—Os lo ruego, prima, invitadle a tomar asiento; no puede pasar mucho tiempo de pie.
Ginebra lo autorizó con un gesto; por una vez se alegraba de la miopía que le impedía ver con claridad el cuerpo maltrecho. Nimue tuvo un momento de temor, pensando que el criado podía ser de Avalón y reconocerla, pero era sólo un criado de la corte. ¿Cómo era posible que Morgana o la anciana Cuervo hubieran visto tan lejos en el futuro para mantenerla en reclusión, a fin de que en Avalón hubiera una sacerdotisa bien preparada a quien Merlín no conociera?
Puso otro almohadón bajo el brazo de Merlín, cuyos huesos parecían asomar por la piel. Al rozarle el codo notó que sus articulaciones quemaban. Y tuvo un momento de piedad y rebelión.
«¡Es obvio que la Diosa ya se está vengando! Este hombre ya ha sufrido mucho. Si Cristo padeció un día en la cruz, éste ha pasado toda su vida crucificado en este cuerpo deforme.»
Pero otros habían sufrido por su credo sin doblegarse ni traicionar los Misterios, de modo que endureció su corazón para decir con dulzura:
—¿Tocaríais para mí, señor Merlín?
—Por vos, mi señora, me gustaría ser como aquel antiguo bardo que hacía bailar a los árboles con su música.
—¡Oh, no! —protestó Nimue, riendo—. Si vinieran a bailar aquí llenarían el salón de tierra. Dejad los árboles donde están, os lo ruego, y cantad.
Merlín acercó las manos al arpa y comenzó a tocar. Nimue sentada en el suelo junto a él, lo miraba con atención. Él la contemplaba como un perro observa a su amo: con humilde devoción e interés absoluto. Ginebra, que siempre había sido blanco de ese intenso homenaje a la belleza, se extrañó de que la joven pudiera permanecer tan cerca de aquella fealdad.
Algo en Nimue la intrigaba, como si su concentración no fuera lo que parecía. No era el deleite del músico por la obra ajena ni la admiración ingenua de una virgen por el hombre de mundo maduro. Tampoco se trataba de una pasión súbita, cosa que habría podido entender. ¿Lascivia, simplemente? Por parte de Kevin, podría haber sido, pues la niña era hermosa, pero Ginebra no podía creer que Nimue se dejara excitar por él, después de haberse mantenido fría e inalcanzable para los más apuestos caballeros de la corte.
Desde su sitio, a los pies de Merlín, Nimue percibió que Ginebra la observaba, pero no apartó la mirada de Kevin. «En cierto modo es como si le encantara», pensó. Para sus fines tenía que tenerlo por completo a su merced, esclavo y víctima. Y una vez más tuvo que ahogar un destello de piedad: ese hombre había entregado los Misterios a la profanación y traicionado su juramento. No, tenía que morir como un perro.
El arpa quedó en silencio. Kevin dijo:
—Tengo un arpa para vos, señora, si la aceptáis. La hice con mis manos en Avalón, cuando era joven, y la he llevado conmigo mucho tiempo. Si la queréis, es vuestra.
Pese a sus protestas de que el regalo era demasiado valioso, Nimue se regocijó: sería fácil atarlo a ella teniendo un objeto que él apreciaba tanto, que había hecho con sus manos. «Él mismo, voluntariamente, ha puesto su alma en mis manos», pensó con satisfacción.
Cuando llevaron el arpa la acarició; aunque era pequeña y tosca, la madera estaba pulida de tanto descansar contra el cuerpo de Kevin y sus manos habían tocado las cuerdas con amor. En ese mismo instante se demoraban tiernamente en ellas.
Nimue probó su musicalidad; en verdad, el tono era muy dulce. Y él la había fabricado siendo muy joven, con esas manos mutiladas… Volvió a sentir una oleada de piedad y dolor. «¿Por qué no se limitó a su música, en vez de entrometerse con cuestiones de Estado?»
—Sois demasiado bueno conmigo. —Dejó que su voz temblara, con la esperanza de que él lo interpretara como pasión y no como triunfo.
Pero aún era demasiado pronto. La luna estaba en cuarto creciente; una magia tan poderosa como aquella sólo se podía lograr en la luna nueva, ese momento en que la Dama no arroja su luz al mundo y hace conocer sus propósitos ocultos.
Para que el conjuro fuera pleno tenía que involucrar al mismo tiempo al hechizado y a la hechicera. Y Nimue supo, con un espasmo de terror, que el encantamiento actuaría también contra ella. No podía fingir pasión y deseo: era preciso que los sintiera también. El miedo le apretó el corazón al comprender que, así como Merlín estaría indefenso en sus manos, bien podía ser que ella quedara igualmente indefensa en las suyas. «¿Y yo, oh, Madre? Es un precio demasiado grande. Que no caiga sobre mí, no, no, tengo miedo…»
—Bueno, Nimue, querida —dijo Ginebra—, ahora que tienes el arpa en las manos, ¿No vas a tocar y a cantar para mí?
Nimue dejó que el cabello le cayera como una cortina sobre la cara, mirando tímidamente al Merlín:
—¿Tengo que hacerlo?
—Os lo ruego —dijo él—. Vuestra voz es melodiosa y percibo que vuestras manos arrancarán encantamientos a las cuerdas.
«Así será, si la Diosa me ayuda.» Nimue aplicó los dedos al instrumento, recordando que no tenía que tocar ninguna canción de Avalón que Kevin pudiera reconocer. Comenzó con algo que había oído en la corte: una canción de taberna, no muy decorosa para una doncella. Luego, un lamento aprendido de cierto arpista del norte: el lamento de un pescador que busca las luces de su casa desde el mar. Al terminar la canción se levantó tímidamente.
—Os agradezco que me prestarais el arpa. ¿Puedo pedírosla en otra ocasión, para no perder la práctica?
—Os la regalo —dijo Kevin—. Ahora que he oído vuestra música, no podría pertenecer a nadie más. Conservadla, os lo ruego. Tengo varias.
—Sois muy amable —murmuró Nimue—. Ahora que tengo con qué hacer música, os ruego que no me privéis de la vuestra.
—Tocaré para vos cuantas veces me lo pidáis —aseveró Kevin.
Y Nimue comprendió que lo decía con el corazón. Al inclinarse para recibir el instrumento se las compuso para rozarlo, murmurando por lo bajo:
—No bastan las palabras para expresar mi gratitud. Quizá llegue el momento en que pueda manifestárosla de manera más adecuada.
El bardo la miró deslumbrado. La joven se descubrió sosteniéndole la mirada con idéntica intensidad.
«Hechizo de doble filo, ciertamente. Yo también soy víctima.»
Cuando se fue, Nimue se sentó junto a Ginebra, obediente y trató de concentrarse en la tarea de hilar.
—Qué bien tocas, Nimue —comentó la reina—. No hace falta que te pregunte dónde aprendiste. Cierta vez Morgana cantó ese mismo lamento.
Nimue desvió los ojos.
—Contadme algo de Morgana. Ya no vivía en Avalón cuando llegué. Estaba casada con un rey… ¿El de Lothian?
—Gales del norte —corrigió Ginebra.
Nimue, que lo sabía perfectamente, no era del todo falsa. Para ella Morgana seguía siendo una incógnita y deseaba saber cómo la veían quienes la habían conocido en el mundo.
—Era una de mis damas —continuó la reina—. Arturo me la asignó el día que nos casamos. Se habían criado separados y él apenas la conocía.
Mientras escuchaba con atención, Nimue comprendió que había algo más bajo la antipatía de Ginebra: respeto, algo de temor y hasta ternura. «Si no fuera tan fanáticamente cristiana la habría amado», se dijo. Pero no pudo dedicar a su relato una atención plena: su mente era un torbellino.