—Lo siento —dijo Kip. Fijó la mirada en sus uñas, estropeadas a causa de la luxina—. No es justo. Mi madre tenía… problemas. Supongo que quería tenderte una encerrona presentándose conmigo. —Kip no era capaz de mirar a Gavin a los ojos. Lo abrumaba la vergüenza. ¿Cómo pudiste ser tan estúpida, madre? ¿Tan mezquina?—. No te mereces esto. Me salvaste la vida, y he sido… un ingrato. —Parpadeó, pero no consiguió detener por completo las lágrimas—. Puedes abandonarme en cualquier sitio… bueno, menos en una isla desierta, a ser posible.
Gavin sonrió brevemente antes de ponerse serio de nuevo.
—Kip, tu madre y yo hicimos lo que hicimos. Te agradezco que intentes protegerme de las consecuencias de mis actos, pero no supones ninguna carga para mí. Que hable la gente. Me trae sin cuidado. ¿Entendido? —Exhaló un suspiro—. Además, el único daño que me preocupaba ya está hecho.
Kip tardó un segundo en comprenderlo. ¿Que el daño ya estaba hecho? Nadie sabía siquiera de su existencia.
Excepto Karris. A eso se refería Gavin. Kip había provocado una ruptura con la única persona en el mundo que le importaba a Gavin. Lo que pretendía tranquilizar la conciencia de Kip lo golpeó en su punto más débil. Su madre le había hecho sentir culpable por el mero hecho de existir durante más tiempo del que podía recordar. Había arruinado su vida al nacer. Había arruinado su vida con sus exigencias. Había conseguido que la gente la mirara por encima del hombro. La había apartado de todas las cosas que podría haber hecho. Intentó bloquear las palabras que resonaban dentro de su cabeza. No lo decía en serio. Quería a Kip, aunque nunca lo expresara con palabras. No sabía cuánto daño le hacía.
Pero Gavin era un buen hombre. No se merecía esto.
—Kip. ¡Kip! —Gavin esperó hasta que Kip levantó la cabeza—. No te abandonaré.
Visiones de un armario cerrado con llave, gritando, desgañitándose, sin obtener ninguna respuesta.
—¿Hay algo de comer? —preguntó Kip, pestañeando—. Me siento como si llevara una semana sin probar bocado. —Se palpó el pecho. Podía sentir cómo sobresalían las costillas.
Gavin sacó una ristra de salchichas de su petate, cortó una (¿solo una?) y se la lanzó a Kip.
—Mañana empezarás en la Cromería.
—¿Oomowwow? —repuso Kip, con la boca llena.
—Voy a compartir un secreto contigo —dijo Gavin—. Puedo viajar más deprisa de lo que nadie sospecha.
—¿Puedes desaparecer y materializarte en otro lugar? ¡Lo sabía!
—Hum, no. Pero puedo hacer que una barca vaya realmente deprisa.
—Oh, eso es… asombroso. Una barca.
Gavin parecía desconcertado.
—La cuestión es que no quiero que nadie sepa lo rápido que soy. Se avecina una guerra, y si quiero sacarla a la luz, tendré que hacerlo por sorpresa. ¿Entendido?
—Desde luego —respondió Kip.
—Entonces necesito que me digas qué quieres. Me encargaré de unos cuantos asuntos durante tu iniciación.
—¿Mi iniciación?
—Unas pruebas sin importancia que determinarán el resto de tu vida. Llegas tarde, no obstante, los demás alumnos ya han empezado, así que tendremos que prescindir de ceremonias. Después de la iniciación podrás quedarte y recibir tu formación.
A Kip se le formó un nudo en la garganta. ¿Abandonado en una isla desierta, sin conocer a nadie y sin apenas tiempo para prepararse para una prueba que habría de determinar el resto de su vida? Por otro lado, la Cromería era donde aprendería la magia que necesitaba para matar al rey Garadul.
—¿Cuál es la otra opción?
—Acompañarme.
Era la luz al final de un túnel. El corazón de Kip dio un vuelco en su pecho.
—¿Y qué vas a hacer?
—Lo que mejor se me da, Kip. —Gavin fijó la mirada en el firmamento; sus iris eran espirales arco iris. Esbozó una sonrisa que no se reflejó en sus ojos. Cuando habló, su voz era tan fría y distante como la luna—. La guerra.
Kip tragó saliva con dificultad. A veces, al observar a Gavin, tenía la impresión de estar mirando entre los árboles, atisbando fragmentos de un gigante que cruzaba el bosque con grandes zancadas, arrollándolo todo a su paso.
Los ojos de Gavin se posaron en Kip una vez más. Sus facciones se suavizaron.
—Lo que básicamente consiste en organizar tediosas reuniones para convencer a unos cobardes de que se gasten el dinero en algo más que fiestas y trapos bonitos. —Sonrió de oreja a oreja—. Me temo que es posible que ya me hayas visto realizar más magia que la mayoría de mis soldados en toda su vida. —Se le empañó la mirada—. Bueno, eso no es del todo cierto. Pareces desconcertado.
—No tiene mucho que ver con lo que acabas de decir, pero… —Kip dejó la frase en el aire. Ahora que la pregunta ya casi había escapado de sus labios, se le antojaba tremendamente ofensiva—. ¿A qué te dedicas?
—¿Como Prisma?
—Sí. Hum, señor. Quiero decir, sé que eres el emperador, pero no parece…
—¿Que nadie me haga caso? —Gavin se rió—. A mí también me da esa impresión. La verdad sin tapujos es que los Prismas vienen y van. Generalmente cada siete años. Los Prismas adolecen de los mismos defectos que el común de los mortales, y los grandes cambios de poder cada septenio pueden tener efectos devastadores. Si un Prisma lo arregla de tal modo que los miembros de su familia gobiernen todas las satrapías, y el siguiente Prisma intenta hacer lo mismo, la sangre puede llegar al río muy pronto. Los Colores, en cambio, los siete miembros del Espectro, a menudo ostentan sus cargos durante décadas. Y por regla general son muy inteligentes, así que los Prismas han pasado a delegar sus tareas cada vez más con el paso del tiempo, entregándose a labores religiosas para ocupar su tiempo. El Espectro y los sátrapas gobiernan juntos. Cada satrapía posee un Color del Espectro, y cada Color supuestamente obedece las órdenes de su sátrapa. En la práctica, los Colores a menudo se convierten en cosátrapas extraoficiales. Las maniobras entre el Color y el sátrapa, y entre todos los Colores y la Blanca, y entre todos los Colores y la Blanca contra el Prisma, contribuyen a mantener el orden. Todas las satrapías pueden hacer lo que les plazca en su casa, siempre y cuando no haga enfadar a otra satrapía y mantenga el tráfico comercial activo, por lo que todo el mundo procura que los demás no se desmanden. En realidad no es tan simple, claro está, pero basta para hacerse una idea.
Parecía suficientemente complicado.
—¿Pero durante la guerra…?
—Fui designado prómaco. Mi autoridad era absoluta en tiempo de guerra. La posibilidad de que el prómaco decida que la «guerra» dure eternamente es algo que pone nerviosos a todos.
—Pero ¿abdicaste? —Kip se dio cuenta de que era una pregunta absurda.
Gavin, sin embargo, esbozó una sonrisa.
—Y para pasmo de todos, aún no me han asesinado. La Guardia Negra no protege solo a los Prismas, Kip. También protege al mundo de nosotros.
Por Orholam. El mundo de Gavin sonaba más peligroso que el que Kip acababa de dejar atrás.
—Entonces, ¿me enseñarás a trazar? —preguntó. Era todo cuanto se podía pedir. Aprendería lo que necesitaba aprender y no estaría solo en ninguna isla desconocida. Además, ¿quién más indicado para enseñar a trazar que el mismísimo Prisma?
—Por supuesto. Pero antes tenemos que ocuparnos de un par de asuntos.
Kip dirigió una mirada cargada de anhelo a la ristra de salchichas que Gavin sostenía aún en la mano.
—Espero que comer bien sea uno de ellos.
Al mediodía siguiente, Kip se había tragado ya por completo sus palabras acerca de la barca. Volaban sobre las olas a una velocidad de vértigo; Gavin había trazado un armazón cerrado mientras mascullaba algo acerca de las mujeres y sus ideas, de modo que ahora, a pesar del viento huracanado que los envolvía, podían hablar.
—Así que has usado el verde —dijo Gavin, como si para él fuera lo más normal del mundo estar inclinado hacia delante, con la piel roja en su totalidad, sujetos con correas los pies, engarfiados los dedos de las manos en torno a dos postes azules traslúcidos, arrojando grandes tapones de luxina roja al agua, sudando profusamente, con los músculos agarrotados—. Es un buen color. Todo el mundo necesita trazadores verdes.
—Creo que también puedo ver el calor. Y maese Danavis decía que soy un supercromado.
—¿Cómo?
—Maese Danavis era el tintorero de la ciudad. A veces le echaba una mano. Le costaba encontrar los rojos que le gustaban al marido de la alcaldesa.
—¿Corvan Danavis? ¿Corvan Danavis vivía en Rekton?
—S-sí.
—¿Delgado, de unos cuarenta años, bigote con cuentas ensartadas, pecoso, algo pelirrojo?
—No tenía bigote —respondió Kip—. Pero por lo demás, sí.
Gavin maldijo entre dientes.
—¿Conoces a nuestro tintorero? —preguntó con incredulidad Kip.
—Por así decirlo. Luchó contra mí en la guerra. Siento más curiosidad por tu habilidad para ver el calor. Dime cómo lo haces.
—Maese Danavis me enseñó a percibir lo que acecha en la periferia del campo visual. A veces, cuando lo hago, la gente brilla. Sobre todo la piel que está al descubierto, las axilas y… ya sabes.
—¿La entrepierna?
—Eso. —Kip carraspeó.
—Que me cieguen —dijo Gavin. Soltó una risita.
—¿Qué? ¿Qué significa eso?
—Lo averiguaremos más adelante.
—¿Más adelante? ¿Cuándo, dentro de uno o dos años? ¿Por qué me hablan todos los adultos como si fuera un estúpido?
—Tienes razón. A menos que seas un bicho realmente raro, lo más probable es que seas un bicromo discontiguo.
Kip parpadeó. ¿Un qué de qué?
—He dicho que no soy estúpido. Otra cosa es que sea un ignorante.
—Y me refería a más adelante, hoy mismo.
—Ah.
—Se dan dos casos especiales en el trazo… bueno, en realidad hay un montón de casos especiales. Condenado Orholam… nunca he intentado enseñar lo básico. ¿Alguna vez te has preguntado si eres la única persona real en el mundo, si todo y todos los demás solo existen en tu imaginación?
Kip se ruborizó. En su hogar, había llegado a intentar incluso dejar de imaginar a Ram, con la esperanza de que el muchacho desapareciera como por arte de magia.
—Supongo que sí.
—Pues bien, es uno de los primeros coqueteos con el egoísmo de una mente pueril. Con perdón.
—Perdonado. —Puesto que no tengo ni idea de qué acabas de decir.
—Se trata de una idea atractiva porque valida tu importancia, te permite hacer lo que te salga de las narices y no se puede refutar. Enseñar a trazar se topa con el mismo problema. Partiré de la base de que aceptas que las demás personas existen.
—Vale. No me gusta darme sermones a mí mismo —dijo Kip. Sonrió.
Gavin entornó los párpados en dirección al horizonte. Había improvisado dos lentes separadas por un brazo de distancia, montadas en el dosel de luxina, que le permitían escudriñar las aguas. Debía de haber visto algo, porque de improviso viró el deslizador a la izquierda… ¡a babor! Viró el deslizador a babor.
Cuando retomó el hilo de la conversación, parecía haberse perdido la pulla de Kip.
—En fin, ¿por dónde íbamos? Ah. Enseñar a trazar tiene el inconveniente de que el color existe, es algo ajeno a nosotros, pero solo lo conocemos gracias a nuestra experiencia con él. Nadie sabe por qué, pero algunas personas, los subcromados, son incapaces de distinguir el rojo del verde. Otros subcromados no pueden diferenciar entre el azul y el amarillo. Evidentemente, cuando informas a alguien de que no puede ver un color que no ha visto nunca, es posible que no te crea. Todos los que le aseguran que el rojo y el verde son colores distintos podrían haberse confabulado para gastarle una broma cruel. O deberá aceptar la existencia de algo que no verá jamás. Te ahorraré las implicaciones teológicas. En pocas palabras, si existen hombres con deficiencias cromáticas… casi siempre son hombres, dicho sea de paso… ¿por qué no habría de haber quienes sean excepcionalmente sensibles al color, supercromados? Y resulta que los hay. Pero se trata de mujeres, en su mayoría. De hecho, aproximadamente la mitad de las mujeres son capaces de percibir una gama de colores extraordinaria. En el caso de los varones, solo uno de cada diez mil puede presumir de lo mismo.
—Espera, entonces, ¿los hombres llevan siempre las de perder? ¿Ciegos a los colores en mayor proporción y realmente buenos en verlos con menos frecuencia? No es justo.
—Pero podemos levantar más peso.
—Ya —refunfuñó Kip—, y mear de pie, ¿no?
—Muy útil si se está rodeado de hiedra venenosa. Recuerdo una misión en la que me acompañó Karris… —Gavin soltó un silbido.
—No —dijo Kip, horrorizado.
—¿Crees que estaba enfadada conmigo cuando la viste en el río? De alguna manera, también aquella vez tuve yo la culpa. —Gavin esbozó una sonrisa traviesa—. En cualquier caso, volviendo al tema que nos ocupaba, la mayoría de nosotros podemos percibir la gama de colores normal. Hummm, menuda tautología.
—¿Qué?
—Quizá haya llevado la digresión demasiado lejos. Ver un color no equivale a ser capaz de trazarlo. Pero si no puedes ver un color, lo trazarás mal. Así que los hombres no son tan precisos trazando ciertos colores como las mujeres supercromadas, que son la mitad de ellas. La fuerza de voluntad puede subsanar muchos errores, pero lo ideal es reducirlos al mínimo. Esto es de vital importancia si te propones construir un edificio de luxina que no quieras que se desplome sobre tu cabeza.
—¿Se pueden construir edificios de luxina?
Gavin hizo oídos sordos a la pregunta de Kip.
—Los casos especiales a los que me refería al principio son el subrojo y el supervioleta. Si puedes ver el calor, Kip, es muy probable que también puedas trazarlo.
—¿Insinúas que puedo conjurar llamas así, como… ¡fuoosh!? —Kip barrió el aire con un ademán grandilocuente.
—Pero tienes que decir «¡fuoosh!» cuando lo intentes —se rió Gavin.
Kip volvió a sonrojarse, aunque el Prisma no pretendía zaherirlo con sus carcajadas. Se sentía tan solo ridículo, más que como un imbécil. El Prisma resultaba temible en ocasiones, igual que ocurría con maese Danavis, pero ninguno de los dos parecía mezquino. Ninguno de los dos parecía malo.
—Y eso sería muy extraño —continuó Gavin—, porque has trazado verde. —Por su expresión, parecía que estuviera esforzándose por dilucidar la forma más adecuada de explicar algo—. ¿Alguna vez has visto un arco iris?