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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (10 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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El rostro de Khardan se puso rojo de ira.

—¿Por qué insistes en contradecirme, mujer…?

—¡Por favor! —intervino Mateo adelantándose y situándose entre los dos cónyuges—. ¡No…! —comenzó, y se tambaleó sobre sus pies—. No… —intentó hablar de nuevo, pero no podía respirar.

No podía nadar contra la ardiente marea. Cerrando los ojos, se dejó hundir en ella y sintió que se ahogaba en abrasadoras olas de calor.

Capítulo 3

Entre Zohra y Khardan llevaron a Mateo al abrigo de la tienda. Allí lo despojaron de los pesados hábitos negros que llevaba —Zohra mantenía sus ojos tímidamente bajados, como era propio cuando se está atendiendo a un enfermo, fingiendo no ver la frágil desnudez del joven— y le lavaron la cara y el pecho con la tibia agua salada del mar de Kurdin. Mientras trabajaban juntos sobre el joven paciente, ambos cónyuges estaban muy conscientes cada uno de la proximidad del otro. Cuando sus manos se tocaban por accidente, ambos se sobresaltaban y las apartaban rápidamente como si acabasen de rozar un carbón al rojo.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó malhumorado Khardan.

Viendo que ya no había nada más que él pudiera hacer por Mateo, se levantó y se retiró hasta la solapa abierta de la tienda.

—El calor, creo —respondió Zohra.

Mojando un pedazo de tela en agua, lo puso sobre la ardiente frente de Mateo.

—¿No puede curarlo tu magia? Si los djinn no regresaran…

Zohra lanzó una rápida mirada a Khardan.

Apartando sus ojos de aquella mirada acusadora, el califa se quedó mirando hacia afuera.

—… tendríamos que viajar esta noche —concluyó fríamente.

—Podríamos esperar aquí.

De hecho, era más una afirmación que una sugerencia.

Khardan negó con la cabeza.

—Tenemos agua para dos días, como máximo. Cuando eso se acabe…

No terminó la frase.

Cuando eso se acabara, morirían. Aunque no pronunciadas, las palabras resonaron a través de la tienda.

Khardan esperó tenso el ataque de su esposa. Pero éste no vino, y él se preguntó por qué. Tal vez ella consideraba suficiente que su pulla, una vez lanzada, se quedase doliendo en la carne de su enemigo. O, quizá, lamentaba ahora unas palabras dichas antes de pensar, tras haber tenido tiempo para reflexionar que Khardan había tomado la única decisión que podía. Cualquiera que fuese la razón, ella permaneció callada. Ninguno de los dos habló durante largos momentos. Khardan miraba con aire preocupado a través del
kavir
, observando cómo las ondas del calor se deslizaban sobre la arena como una falsa imitación del agua que ésta ansiaba. Zohra hizo a Mateo una manta rudimentaria con los hábitos negros que le habían quitado, para cubrir su blanquecino cuerpo.

—No puedo utilizar mi magia —dijo por fin Zohra—. No tengo talismán ni amuleto ninguno. ¿Adónde iremos entonces?

—Volveremos con nuestra gente. Al oeste. Pukah dijo algo sobre una ciudad, Serinda…

—¡Una ciudad de muerte! —exclamó Zohra; dándose cuenta de que aquello podía tener un doble y siniestro significado, se mordió el labio—. Todos conocen la historia —añadió sin convicción.

—Puede que haya vida para nosotros dentro de sus pozos de agua.

«Mejor será que la haya», añadieron en silencio hombre y mujer.

—Voy a salir a dar una ojeada alrededor antes de que se nos eche encima el calor de la tarde.

Cuando se disponía a retirar a un lado la solapa de la tienda, Khardan se detuvo. Con la punta de su bota tocó cautelosamente un objeto que yacía en el suelo: el cinturón de Mateo y una escarcela de cuero.

—El chico posee magia —comentó—. Yo lo vi hacerla.

—Es un brujo de gran talento y poder —dijo Zohra con orgullo, como si Mateo fuese su propia creación personal—. Me ha estado enseñando. Fue mediante su magia como vi la visión…

Ella no estaba mirando a Khardan, ni lo oyó hablar ni hacer sonido alguno. Pero, tan sensible era a su presencia física que sintió, aunque no pudiese verlo, la súbita tensión de su cuerpo y la rápida y ligera inhalación.

La visión. La razón, según afirmaba ella, de que se hubiesen llevado a Khardan, inconsciente, del campo de batalla, ocultándolo de las fuerzas del amir bajo un atuendo de mujer.

—Puesto que eres tan hábil con la magia, esposa —el sarcasmo de estas palabras golpeó a Zohra como un latigazo—, ¿no hay nada de
él
que puedas utilizar para ayudarlo?

—Nunca dije que yo fuese diestra en sus artes —respondió ella con un tono bajo y apasionado, sin mirarlo; sus ojos estaban fijos en la inmóvil figura de Mateo—. Acabo de decir que él me estaba enseñando a mí. ¡Y juro por Akhran —continuó, con la voz temblándole de fervor— que jamás volveré a emplear esa magia!

Estirando la mano, comenzó a retirar el húmedo pelo rojo de la frente del joven, pero sus dedos temblaban visiblemente y se apresuró a esconder las manos en su regazo. Sin razón aparente alguna, las lágrimas brotaron de sus ojos y corrieron por sus mejillas antes de que ella pudiera detenerlas. No quiso levantar una mano para enjugárselas pues eso le habría revelado su debilidad a él. Bajó la cabeza, su negra melena cayó hacia adelante y le veló la cara.

Pero no antes de que Khardan viese las gotas brillar sobre sus oscuras mejillas y deslizarse hasta perderse en sus curvos y temblorosos labios. La espantosa aventura que había vivido y la larga y peligrosa travesía que les esperaba si los djinn no regresaban eran suficientes para hacer flaquear al más fuerte. Khardan dio un paso hacia ella, estirando la mano…

Zohra se contrajo y se apartó con brusquedad.

—Debes salir de la tienda, esposo —dijo con dureza para disimular sus lágrimas y, poniéndose en pie, volvió la espalda a Khardan—. Ma-teo descansa cómodamente y yo voy a cambiarme de ropas.

Zohra se erguía tiesa; sus hombros estaban rectos, inamovibles. Cegado por las sombras después de mirar hacia la deslumbrante luz del sol, Khardan no pudo ver cómo los dedos de su esposa se cerraban con fuerza y se hundían en su propia carne. Tampoco notó cómo el largo pelo negro, que caía lacio y brillante hasta por debajo de su cintura, temblaba con la intensidad de la emoción reprimida. Para él, ella estaba fría y distante. Los montones de obsidiana esparcidos por el suelo del desierto desprendían más calidez que aquella mujer de carne y hueso.

Las palabras se amontonaron en los labios de Khardan, pero en tal atasco de furia e indignación que no pudo pronunciar nada coherente. Dándose la vuelta, salió con paso airado de la tienda y bajó la solapa tras él, casi echando abajo la tienda entera en su rabia.

Era imposible, él lo sabía, pues hacía meses que Zohra no tenía acceso a sus perfumes. Pero él habría jurado que olía a jazmín.

Rojo de ira, Khardan se alejó caminando a grandes pasos por la arena del desierto. ¡Aquella mujer volvía loco a cualquiera! ¡Un demonio con faldas, como bien había dicho aquel estevado hombrecillo de la barca! Khardan deseaba cogerla en sus brazos y… y… apretarla hasta que muriese de asfixia.

El sol ardía intensamente, pero no tan intensamente como su sangre. Una alta duna que se elevaba a cierta distancia de él prometía una vista panorámica de aquella tierra. Con aire decidido, se dirigió hacia ella a través del agrietado terreno.

Dentro de la tienda, sin miedo de ser vista, Zohra se dejó caer de rodillas y rompió a llorar.

Mateo pasó durmiendo el fuerte calor de la tarde y se despertó, fresco y reposado, poco antes de la puesta del sol.

—Los djinn… ¿han vuelto? —preguntó.

Nadie respondió. Sus palabras cayeron en un pozo de silencio tan profundo y oscuro que casi pudo oírlas rebotar en las paredes. «Algo ha ocurrido», pensó y, apresuradamente, se incorporó de medio cuerpo y miró a su alrededor. Khardan estaba estirado cuan largo era en un lado de la tienda. Apoyado sobre un codo, miraba con aire irritado hacia afuera, con la vista perdida. En el lado opuesto de la tienda, Zohra estaba empaquetando con maña la comida que los djinn les habían proporcionado y haciendo, al parecer, preparativos de viaje. Los inmortales no se veían por ninguna parte.

Mateo sintió una seca tirantez en la garganta. El
girba
descansaba cerca de él. Estirando el brazo, lo levantó y comenzó a beber; pero, captando la rápida y severa mirada de Khardan, tomó únicamente un sorbo a pesar de la sequedad de su garganta. Reteniendo el agua en la boca todo el tiempo que pudo, y esperando que esto lo ayudase a calmar la sed, tragó en diminutos sorbos el precioso líquido haciéndolo durar el mayor tiempo posible. Con cuidado, volvió a dejar el pellejo donde estaba y la oscura mirada de Khardan se apartó de él.

—Aún no se está poniendo el sol, después de todo —dijo Mateo inquieto, rechazando con un gesto la pequeña ración de comida que Zohra le ofrecía; demasiado calor para comer—. Pronto estarán de vuelta.

Khardan se movió.

—No podemos esperar —declaró con una voz tan fría y profunda como el pozo que había ahogado las palabras del joven brujo—. En cuanto haya desaparecido el sol, debemos empezar a caminar. Tenemos que llegar a Serinda antes de que amanezca —y, mirando a Mateo, dejó relajarse un poco su severo rostro—. No te asustes. No está lejos. Deberíamos hacerlo sin dificultad. Pueden verse las murallas de la ciudad desde las dunas.

Con rigidez, como si hubiese estado yaciendo en una misma postura durante largo tiempo, Khardan se puso de pie. Se había cambiado de ropa y llevaba ahora los pantalones largos, la túnica ceñida en torno a la cintura por un fajín y los largos hábitos del desierto. El
haik
, sostenido en su sitio por el
agal
, le cubría la cabeza; la tela facial colgaba caída por delante de su pecho. Unas zapatillas blandas, diseñadas para caminar sobre la escurridiza arena, calzaban sus pies. Zohra iba vestida con sueltos atuendos de mujer, un corpiño de manga larga y unos pantalones que se ajustaban cómodamente a sus tobillos. Un velo le cubría la cabeza y el rostro. Con una mirada de reojo a Mateo, y evitando cuidadosamente mirar a Khardan, salió en silencio de la tienda llevando la comida consigo.

—Vístete —ordenó Khardan señalando dos montones de ropa que había en el centro de la tienda.

Mateo reconoció los pliegues de seda de un
chador
de mujer en uno de ellos, mientras que el otro parecía contener similares atuendos a los que llevaba el califa. No sabiendo bien a qué sexo le apetecería al extraño loco pertenecer en aquella ocasión, Pukah, previsoramente, había dejado un atuendo de cada uno. Mateo estiró la mano hacia las ropas masculinas pero, de pronto, se detuvo. Ruborizándose, miró a Khardan.

—¿Se me permite? —preguntó.

Una fugaz sonrisa se dibujó en los labios del califa y dulcificó la expresión de sus oscuros ojos.

—Por el momento, Mateo, sí. Cuando regresemos al Tel, tendrás que reasumir tu papel de… esposa mía —terminó con un toque de amargura.

—No me importará —se apresuró a responder Mateo, con la intención de aliviar el dolor de Khardan.

Dándose cuenta, demasiado tarde, de cómo sus palabras se podían malinterpretar, el joven brujo se sonrojó todavía con más intensidad e intentó aclarar su significado. Pero, antes de que pudiese siquiera comenzar a balbucear, Khardan había abandonado la tienda respetando cortésmente su intimidad.

—¡Estúpido! —se maldijo a sí mismo Mateo mientras manoseaba los metros y metros de material—. ¡Por qué no voceas tus sentimientos a los cuatro vientos y terminas ya de una vez!

Cuando por fin se hubo vestido, salió de la tienda; Zohra y Khardan estaban de pie, a bastante distancia el uno del otro, con las espaldas ligeramente vueltas entre sí y la mirada fija en el oeste, donde el sol acababa de desaparecer por el horizonte. El aire comenzaba ya a refrescar, aunque el calor almacenado durante el día irradiaba del suelo y hacía a Mateo sentirse como si acabara de pisar en un horno de pan.

—Estoy listo —dijo, sorprendiéndose al oír su voz sonar apocada y tirante.

Khardan se volvió y, sin decir palabra, entró de nuevo en la tienda. Volvió a salir con el
girba
colgado del hombro y empezó a caminar hacia el oeste sin pararse a mirar atrás. Zohra lo siguió, teniendo cuidado, sin embargo, de no avanzar pisando sus huellas y abrir su propia vereda en la arena. Con esto y el porte altivo de sus hombros dejaba claro que, aunque viajase en la misma dirección, era por su propio albedrío y no por orden de él.

Suspirando, Mateo emprendió la marcha tras ella, caminando con torpeza sobre la movediza arena; sus tambaleantes pasos cruzaban de vez en cuando de un lado a otro e interconectaban los rastros separados que avanzaban a sus costados.

Capítulo 4

Mirando desde la cima de la duna hacia el cielo occidental, que se veía despejado, opresivo y de una tonalidad ocre, Mateo vio la ciudad de Serinda. Él conocía su historia; las leyendas sobre la ciudad muerta eran muy populares entre los nómadas.

Cien años atrás, o tal vez más, Serinda había sido una próspera metrópoli con una población de varios millares. Hasta que de pronto un día, según la leyenda, toda vida en la ciudad había tocado a su fin. Nadie conocía la causa. ¿Saqueadores del norte? ¿La peste? ¿Los venenosos humos del volcán Galos? Observando atentamente las murallas de la ciudad, un muro blanco grisáceo contra el cielo amarillo que era a la vez mezquita y minarete, Mateo sintió el hormigueo de la curiosidad y deseó con ansia entrar por aquellas puertas que ahora nunca estaban cerradas. Tal vez él pudiera resolver aquel misterio. Sin duda debería haber muchas pistas.

La ciudad parecía hallarse cerca de ellos, pensó Mateo, y eso le levantó la moral. Khardan estaba en lo cierto: una marcha de unas cuantas horas bastaría para atravesar aquel desierto. Estarían en Serinda antes de que se hiciese de día.

La intensa negrura azulada de la noche se desparramó por toda aquella tierra, y Mateo se deleitó con su frescor. Reanimado, y con el final de su viaje a la vista, comenzó a avanzar con tanta rapidez que Khardan se vio obligado a recordarle con brusquedad que tenían horas de camino por delante de ellos.

Aminorando dócilmente su paso, Mateo se puso a mirar a su alrededor en lugar de hacerlo hacia adelante y, una vez más, se maravilló ante la salvaje belleza de aquella tierra. No brillaba luna ninguna, pero podían ver claramente su camino a la luz radiante de las miríadas de estrellas que brillaban y chisporroteaban en el negro firmamento. Aunque Mateo sabía que eran las estrellas las que arrojaban aquel misterioso resplandor blanco sobre la arena, a él le parecía como si la tierra misma irradiara su propia luz del mismo modo que irradiaba el calor que había almacenado durante el día.

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