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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (13 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—En verdad, Kaug el Magnífico, viéndote ahora en toda tu gloria y majestad, lamento profundamente haber cedido a las viles amenazas del bruto de Sond y haberle permitido obligarme a apartarme de tu lado.

Atónitos y rabiosos, los djinn se volvieron y miraron a Pukah con cuchillos en los ojos. Sond se abalanzó furioso hacia él, pero se vio detenido al instante por la autoritaria voz del
'efreet
.

—¡Alto! Que nadie lo toque. Yo lo encuentro… muy divertido.

Y, agachándose, con su ingente masa arrojando una sombra negra como la noche sobre todo el jardín y su aliento quebrando los árboles, Kaug se situó delante de Pukah.

—De modo que quieres volver a mi servicio, ¿no es así, pequeño Pukah? Mejor que el Reino de los Muertos, ¿verdad que sí?

El
'efreet
lanzó una mirada significativa a todos los djinn y a las djinniyeh, que atisbaban a través de las ventanas, y se dio el gusto de verlos a todos encogerse y retroceder. Kaug sonrió de oreja a oreja.

—Sí, el Reino de los Muertos. Os acordáis de él, ¿verdad? Ya no más cuerpos humanos, ni más placeres ni sentimientos humanos, ni más retozos en la tierra ni batallas ni guerras, ni más comida ni bebida de hombres. —Un gemido ahogado provino desde debajo de uno de los arriates de flores—. Ni más djinn y djinniyeh. Anónimos e informes sirvientes de la Muerte: en eso os convertiréis una vez que haya terminado con vosotros. Cuando vean que vosotros ya no respondéis a sus plegarias, los humanos a quienes servís creerán que su dios los ha abandonado. Se convertirán a Quar, a un dios que los escucha, y a mí, un sirviente que sabe cómo satisfacer todas sus necesidades y deseos como…

—… como un buen amo hace por sus esclavos —intercaló Pukah.

Kaug lo miró irritado; ésa no era la más aduladora de las metáforas. Pero la expresión de Pukah era completamente inocente y sumisa, y su tono era de admiración cuando continuó hablando.

—Me parece que eso va a significar una tremenda cantidad de trabajo para ti, oh Kaug; y, aunque no dudo de que tus hombros son lo bastante grandes como para llevar la carga, no podrá evitarse que ello reduzca tu tiempo para… eeh… cualesquiera placeres a los que te guste entregarte.

Momentáneamente atascado, Pukah no tenía idea de cuáles podían ser esos placeres y, a decir verdad, prefería no pensar demasiado en ello.

—¡Mi placer es servir a Quar! —rugió Kaug irguiéndose cuan alto era y abriendo con la cabeza un agujero en el estrellado cielo.

—¡Oh sí, así debe ser, por supuesto! —balbuceó Pukah mientras el vendaval resultante lo arrojaba contra el suelo como un muñeco de paja—. Pero —continuó astutamente, poniéndose de nuevo en pie—, así no servirás a Quar, ¿no te parece? ¡Estarás sirviendo a humanos! Atendiendo a cada uno de sus caprichos: «¡Asegúrate de que mis doce hijas se casan con ricos maridos!». «¡Tráeme un baúl de oro y dos cofres de piedras preciosas!» «¡Cura a mi cabra del mal que padece!» «¡Convence a mi hijo para que acepte un empleo de vendedor de cacharros de hierro en el mercado!» «¡Constrúyeme una vivienda tan grande como la de mi vecino!» «¡Lleva…!»

—¡Basta! —murmuró Kaug.

Era evidente, por la encolerizada expresión del
'efreet
, que el disparo de Pukah había acertado en un punto vital. En su intento de librar una guerra en el cielo, esforzándose por fomentar la desconfianza y el odio entre las diversas facciones de inmortales, Kaug se estaba viendo obligado de continuo a dejar su importante trabajo para realizar las muy degradantes tareas que Pukah acababa de mencionar. Tan sólo hacía unos días, de hecho, que había tenido que abandonar una encarnizada batalla contra los diablos y demonios de Astafás y volver a la tierra para llevar a Meryem, la hurí, a una audiencia con el imán.

—Qué derroche sería —añadió con tristeza Pukah— ponernos a todos nosotros a guardar a los muertos quienes, después de todo, no es que necesiten de tanta guardia. Por no hablar de servir a la Muerte. Ella no posee ni la mitad de la responsabilidad que

llevas sobre tus espaldas, oh Kaug el Sobrecargado.

Pukah dejó que su voz se apagara lentamente, mientras veía cómo una mirada pensativa arrugaba los ojos del
'efreet
.

—Tal vez este intenso proceso mental provoque alguna ruptura —murmuró el djinn, esperanzado.

Viendo el ceño formado en las prominentes cejas de Kaug, Pukah se apresuró a anticipar lo que adivinaba sería el siguiente argumento del
'efreet
.

—Estoy seguro de que, después de haber agotado su propio suministro de inmortales (en una causa de lo más meritoria, sin duda alguna, pero dejándote, por desgracia, escaso de ayuda), Quar se mostrará de lo más complacido ante tu inventiva y tu ingeniosidad al ser capaz de proporcionar a tu Gran Dios ayuda adicional para el duro gobierno del mundo.

Kaug arrancó distraídamente uno o dos árboles mientras consideraba esta última proposición. Aprovechando la absorta preocupación del
'efreet
, Sond se situó más cerca de Pukah y le susurró por la comisura de la boca:

—¿Te has vuelto loco?

—¿Puedes ganar una pelea contra él? —preguntó Pukah con otro penetrante susurro.

—No —admitió Sond a regañadientes.

—¿Quieres ir a guardar el Reino de los Muertos?

—¡No!

—Entonces, calla y déjame…

Kaug clavó una acerada mirada en Pukah, y enseguida éste le prestó cortés y respetuosa atención.

—¿Estás diciendo, pequeño Pukah, que tú y tus hermanos vendríais a trabajar para mí en lugar de hacerlo para la Muerte?

Pukah inclinó la cabeza y juntó las manos en venerante actitud.

—Sería un honor…

—¡Sería una gaita! —empezó a gritar Sond, pero Pukah atizó un codazo al djinn en el plexo solar que dejó a éste sin aliento, sin voz y sin más ganas de desafiar, todo de un solo golpe.

Sin duda los otros djinn habrían levantado sus voces en protesta, de no ser porque el ojo amenazador del
'efreet
viró en redondo y miró con ferocidad a cada uno de ellos.

Pukah se deslizó con gracia hasta ponerse delante del jadeante Sond, pero dando la cara al
'efreet
.

—Muy Generoso Kaug, mis hermanos están, como puedes ver, abrumados por la oportunidad. Se hallan estupefactos y no pueden expresar su agradecimiento de una manera apropiada.

—¿Agradecimiento de qué? ¡Todavía no he hecho ninguna oferta!

—Ah —dijo Pukah mirando a Kaug desde el rabillo del ojo—, no te atreves a hacer nada sin consultar antes a Quar. Comprendo.

—¡Yo hago lo que me da la gana! —atronó el
'efreet
, rompiendo con su retumbo todos los cristales del plano inmortal de los djinn.

—Sin embargo, no desearíamos precipitar las cosas. Concédenos a mí y a mis hermanos setenta y dos horas de tiempo humano para considerar tus condiciones y decidir si aceptamos o no.

Los grandes ojos de Kaug parpadearon. El
'efreet
estaba algo confundido. Este era un sentimiento bastante poco habitual para el generalmente ingenioso Kaug, pero en los últimos tiempos había tenido demasiadas cosas en la cabeza. No recordaba las condiciones de la propuesta. ¿Las había habido? El
'efreet
sabía que, en alguna parte, había perdido el control de la situación y esto lo irritaba. Estuvo unos momentos considerando si aplastaba el castillo, el jardín y a aquellos odiosos djinn de un soplido para, después, tomar sus espíritus inmortales de las envolturas de sus cuerpos y enviarlos sin dilación a la Muerte. Pero, en aquel momento, Kaug oyó tres tañidos de gong.

Quar lo estaba llamando. Sin duda, algún humano necesitaba que cepillaran su burro.

—Siempre puedes volver y aplastarnos más tarde, si prefieres —sugirió Pukah con el más respetuoso de los tonos—. No nos vamos a ir a ninguna parte.

«Salvo a rescatar a nuestro amo del Yunque del Sol», añadió el djinn para sí mismo regocijándose de su propia sagacidad.

Setenta y dos horas. Kaug lo consideró. Sí, siempre podía volver y aplastarlos más tarde. Y, mientras tanto, setenta y dos horas sería tiempo suficiente para arrancar una espina de la carne de Quar.

«Pequeño y astuto Pukah —se dijo a sí mismo Kaug—, tienes tus setenta y dos horas para incubar el plan que está picoteando por salir de la cascara de tu mente. Setenta y dos horas serán la muerte del califa y pronto serán la muerte, o esclavitud, de todos vosotros».

—Setenta y dos horas —decretó Kaug en voz alta y, ante el insistente repiqueteo del gong, el
'efreet
comenzó a esfumarse.

Recordando algo, al parecer, en el último momento, Kaug volvió.

—Oh, y tienes toda la razón, pequeño Pukah —dijo sonriendo de oreja a oreja mientras dejaba caer una enorme jaula de hierro sobre el palacio y jardines del anciano djinn—.
No
vais a ir a ninguna parte.

Capítulo 7

Khardan se levantó sobresaltado de un agotado sueño que no se había propuesto echar. Estaba completamente despierto, alerta. Inconsciente como había estado, su mente le había advertido del peligro y ahora, acurrucándose en la exigua sombra ofrecida por una alta duna de arena, miraba a su alrededor para averiguar qué era lo que había acelerado los latidos de su corazón y le había producido un alfileteo en la piel.

No tuvo que mirar mucho ni muy lejos. El distante, siniestro y rechinante sonido vino hasta él al instante. Volviendo la cabeza hacia el oeste, la dirección en que estaban viajando, vio una gruesa nube en el horizonte. Era una extraña nube, pues venía de la tierra y no del cielo. Y tenía un color muy peculiar, un gris pálido teñido de ocre.

Desde encima de la nube, dos enormes ojos centellantes miraban fijamente a Khardan.

—Un
'efreet
—dijo en voz alta el califa, aunque nadie lo oyó.

A su lado, acurrucada en la arena, dormía Zohra y, al lado de ella, yacía Mateo tal vez dormido o tal vez muerto; Khardan no podía decirlo. El muchacho estaba tendido boca abajo, inconsciente, y no había nada que lo despertara.

Khardan apartó la mirada. Si el muchacho estaba muerto, era afortunado después de todo. Si no lo estaba, pronto lo estaría.

Serinda ya no se veía en el horizonte. Probablemente el
'efreet
se la había tragado, por cuanto Khardan sabía.

Mirando con expresión amenazadora al
'efreet
y a la tormenta de arena que éste generaba, Khardan apretó la mano sobre la empuñadura de la daga que llevaba en su fajín. Sus djinn le habían proporcionado aquella daga, del mismo modo que les habían provisto de ropas y agua. Habían pensado en todo.

Todo excepto la derrota.

Khardan se preguntaba dónde estaría Pukah. ¿Esclavizado? ¿Guardando el Reino de los Muertos?

—Si es así —murmuró Khardan—, ¡es posible que veas a tu amo muy pronto!

La muerte en el desierto es una muerte terrible. Es una muerte de lengua hinchada y labios agrietados, una muerte de dolor y sufrimiento y, al fin, de torturada locura. Khardan sacó la daga y se quedó mirando su afilada hoja curva. Le dio la vuelta en su mano. Todavía no oscurecido por la mortífera nube amarillenta, el sol resplandecía en el acero con un brillo cegador.

Zohra dormía el sueño de la fatiga y no se despertó cuando él la volvió con suavidad y la colocó boca arriba. Khardan se sentó y se quedó mirándola a la cara durante largos momentos. Estaba aturdido por el calor y, aunque la tormenta estaba todavía lejos, había un sabor terroso en el aire que comenzaba a dificultar la respiración.

Qué largas eran sus pestañas. Largas, tupidas y negras, proyectaban sombras sobre su lisa piel. Él las rozó con un dedo y, después, estirando la mano, con cuidado pero sin maña desabrochó el velo y se lo retiró de la cara.

La boca de Zohra estaba ligeramente abierta y su lengua asomaba a través de ella como si buscara algo que beber mientras dormía. Khardan levantó el
girba
y vertió el agua —el último resto de agua— sobre sus labios curvados. La mayor parte se derramó fuera; la arena la bebió con avidez y parecía sedienta de más.

Pronto probaría otro líquido más caliente y sustancioso.

Zohra sonrió, suspiró y tomó una profunda y relajada bocanada de aire. La expresión de orgullo feroz había desaparecido de su rostro, suavizada y calmada por el cansancio y el sufrimiento. Khardan encontró que la echaba en falta. Un viento abrasador se levantó delante del califa, agitando sus ropas en torno a él. Khardan levantó la mirada. A medida que el viento ganaba fuerza, la nube se hacía más grande, el rechinante sonido más alto y los malignos ojos de la nube se hallaban más próximos. Con resolución, Khardan volvió el rostro pacífico y sereno de la durmiente hacia el otro lado.

—Adiós, esposa —dijo en voz baja.

Se diría que debían de tener algo más que decirse entre ellos, pero a él no se le ocurrió ninguna otra cosa. Estaba demasiado cansado, demasiado aturdido por el calor. Tal vez, cuando volvieran a encontrarse en el más allá, él podría explicarle, podría contarle todo cuanto había habido en su corazón.

El califa colocó la punta de la daga sobre la piel, justo debajo de la oreja izquierda de Zohra.

Un sonido —un sonido vibrante, el tintineante sonido de campanillas que acompaña a los torpes y zancajosos pasos de un camello sobre la arena— detuvo el golpe mortal. Khardan se detuvo y levantó la cabeza, preguntándose si la locura del desierto ya se habría apoderado de él.

—¡Pukah! ¡Sond!

Había pretendido que fuese un grito, pero las palabras salieron de su garganta apenas como un doloroso graznido. No hubo respuesta, pero oyó claramente el campanilleo. Si aquello era locura, además tenía olor. El olor a camello resultaba inconfundible.

Guardándose la daga, Khardan se puso en pie de un salto y trepó con torpeza hasta la cresta de la duna.

Agachado sobre la cima, defendiéndose con los brazos del azote del viento, el califa miró hacia abajo y vio camellos, cuatro de ellos atados el uno al otro, avanzando pesadamente a través de la arena. Pero no había ningún djinn flotando con aire triunfal en el aire por encima de ellos. Sólo había un jinete. Envuelto de pies a cabeza en los negros y holgados atuendos del nómada, mantenía su cara cubierta contra la tormenta de arena. Sólo sus ojos quedaban visibles y, cuando el camellista se hallaba más cerca, éstos se clavaron en Khardan.

Al instante siguiente, Khardan vio la mano del extranjero irse rápidamente hacia el interior de sus ropas.

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