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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (56 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Recordó las curiosas peripecias de ese viaje. Al principio había pensado aprovechar la estancia involuntaria en los territorios francos para ampliar sus conocimientos médicos. Había estudiado el ominoso tratamiento naturista del que hablaban tantos viajeros y había examinado nuevos medicamentos, desconocidos para él. Pero no había encontrado nada aprovechable.

En cambio, en este campamento a las puertas de Barbastro, del que no había esperado nada, había adquirido una experiencia que jamás habría conseguido en su consultorio de Sevilla. Aunque bajo terribles circunstancias, había adquirido una gran cantidad de conocimientos nuevos en el ámbito quirúrgico. Solo con el gran número de heridos y las incontables operaciones que había tenido que realizar, se había convertido en un experto cirujano. El primer día había operado aún con manos temblorosas, sintiéndose tan inseguro y temeroso como un estudiante. Pero con los días había ido ganando confianza, cada nuevo caso había incrementado su talento. Había aprendido a operar con rapidez, con una tosquedad de la que a veces él mismo se asustaba, pero que, como no tardó en comprender, era la única posibilidad de terminar con tan terribles heridas. Ahora era capaz de amputar una pierna con el escalpelo y el osteótomo en menos tiempo del que necesitaba para rezar el primer salmo.

Muchas cosas las había aprendido a costa de sus pacientes, y lo único que tranquilizaba su conciencia era el hecho de que, aparte de él, no había ni un solo médico con estudios capaz de librarlo de esa responsabilidad. Los príncipes cristianos habían marchado a la guerra con una inexplicable despreocupación. Había algunos médicos de cabecera, pero éstos sólo trataban a los señores importantes. Los simples soldados tenían que conformarse con dos o tres practicantes, cuyos conocimientos eran extremadamente limitados, y con las herbolarias que seguían a la tropa vendiendo sus medicamentos milagrosos, más o menos inocuos. No se tomaba ningún tipo de precauciones sanitarias; no había ni un solo médico para la tropa. Cosas que en las unidades andaluzas se consideraban evidentes, aquí no parecían existir. El que era herido, quedaba abandonado a su suerte.

Ésa era también la causa del gran prestigio del que gozaba Yunus en todos los campamentos que cercaban la ciudad. Los soldados lo adoraban como a un hacedor de milagros. Apenas lo veían llegar, corrían todos hacia él para intentar besarle las manos, hacerle algún pequeño obsequio o colmarlo de demostraciones de agradecimiento. Lo necesitaban, dependían de su ayuda. Yunus no podía abandonarlos. Y ésa era la segunda cosa curiosa de su viaje.

Desde hacía meses vivía con la esperanza de poder volver, por fin, a casa. Estaba enfermo de nostalgia. Ahora era libre, podía marcharse cuando quisiera y no tardaría más de un mes en estar en Sevilla. Y, sin embargo, se quedaba en el campamento, por su propia voluntad.

Dos semanas atrás, Yunus e Ibn Eh habían podido convencer por fin al sire de que los dejase marchar a cambio de un pago en efectivo. El día siguiente una unidad de caballería había llevado a Ibn Eh hasta Angúes, a mitad de camino de Huesca, y de allí a Zaragoza, donde podía agenciarse el dinero.

Pero antes de que Ibn Eh regresara, un legado del papa Alejandro había llegado con un decreto de su señor, en el que ordenaba a los comandantes del ejército cristiano en campaña contra los sarracenos no molestar a los judíos ni causarles daños físicos ni materiales. Por orden del legado, el conde Ebies de Roucy había tenido que devolver la silla de montar que le entregó el sire a cambio de los dos prisioneros. Así pues, estuvieron en libertad antes incluso de que Ibn Eh volviera de Zaragoza con el dinero para comprar esa libertad.

El legado era un hombre muy singular. Yunus ya lo había visto dos o tres veces y había oído sus sermones. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado, de mediana estatura, piel blanca, casi albina, y cabello cano; bizqueaba de un ojo y, en general, su aspecto exterior resultaba más bien repulsivo, pero era un gran orador, dueño de una potente voz, y un hombre de claro entendimiento. Se llamaba Hugo y llevaba el sobrenombre de Cándido. Era cardenal, y uno de los hombres de más confianza del obispo de Roma. Desde su llegada, visitaba a todos los comandantes del ejército de sitio instándolos a continuar la lucha.

Había llegado justo en el momento en que la mayoría estaba ya a punto de rendirse. Lo ocurrido once días atrás, ese baño intermitente en el éxito y el fracaso, en la victoria y la derrota, había hecho decaer el estado de ánimo en todos los campamentos. Por la mañana, las tropas del conde de Urgel habían conquistado el suburbio casi sin derramar sangre, y capturado un cuantioso botín y más de dos mil prisioneros. Poco después se había producido el ataque de los moros de la ciudad y la destrucción de la torre de asedio de los normandos, hechos que, vistos en retrospectiva, habían sido más bien un aviso, pues este primer ataque tampoco había ocasionado muchas bajas. Y después, al caer la noche, había sobrevenido la catástrofe: el contraataque emprendido por la gente de la ciudad, un ataque completamente inesperado, silencioso y amparado por la oscuridad, sobre los vencedores del mediodía, cómodamente instalados en el suburbio con su botín y las mujeres capturadas, agotados por el saqueo y medio dormidos por el abundante vino. Una terrible carnicería que se prolongó en la persecución de los fugitivos hasta el campamento del conde de Urgel, donde el propio conde resultó gravemente herido. Aquello había trastocado el gran optimismo inicial en todo lo contrario.

Yunus sabía cuántas víctimas había costado el ataque; conocía el desarrollo de los terribles acontecimientos por los relatos de los heridos a los que había tratado. Pero también los demás podían hacerse una idea. Para ello bastaba con ir a las dos puertas de la ciudad. De las torres de cada puerta colgaban guirnaldas hechas con unas doscientas cabezas: los hombres del conde de Urgel que habían perdido la vida en el ataque.

En estas circunstancias, que el legado hubiera convencido a los señores, en especial a los franceses, de continuar el sitio era algo que rayaba en el milagro y daba buena muestra de su extraordinaria elocuencia.

Yunus miró con ojos entornados la estera que le servía de toldo. Los rayos del sol se colaban por las junturas de las cañas, formando un centellante mosaico de diminutos puntos de luz. Cerró los ojos. A diferencia de Ibn Eh, Yunus no tenía el don de poder quedarse dormido en cualquier parte y a cualquier hora, pero esta vez lo venció el sueño. Estaba demasiado cansado.

Un violento intercambio de palabras lo despertó, sacándolo de un sueño pesado y confuso. Podía oír a Ibn Eh, pero las otras voces no las conocía; a juzgar por el dialecto, debían de ser hombres de las montañas, de Aragón o de Urgel. Se levantó y se dirigió a la parte delantera de la choza. Eran dos jinetes del conde de Urgel, que llevaban consigo un caballo extra ya ensillado. Yunus conocía a uno de los hombres y no necesitaba preguntar qué querían. Todo el día había estado esperando que fueran a buscarlo.

Era la segunda vez que Yunus era llamado por Ermengol de Urgel. El conde había sido herido la misma noche en que la gente de Barbastro aniquiló a sus hombres en el suburbio. Una tropa de jinetes de la ciudad había seguido a los fugitivos hasta su propio campamento. El conde y algunos de los hombres de su séquito habían salido a enfrentarse con los atacantes. Le habían puesto la armadura a toda prisa, sin abrocharle bien las hebillas. En la lucha cuerpo a cuerpo, la lanza de un enemigo se le había metido por la abertura lateral de la cota de mallas. La punta se le había clavado en la axila, se había abierto paso a través de dos costillas y había vuelto a salir, pasando entre la séptima vértebra y el omóplato. La lanza se había roto dos palmos por debajo de la punta, quedando ésta incrustada en el cuerpo del conde.

Sólo a la mañana siguiente pudo ir a atenderlo un médico, el médico de cabecera del rey de Aragón, un griego del sur de Italia que había estudiado en Salerno, un hombre joven, que bordeaba la treintena, muy seguro de sí mismo. Yunus lo había conocido en su primera visita al conde. El griego había empujado hacia atrás la punta de la lanza, había drenado el canal y lo había mantenido abierto unos días, para luego vendar muy correctamente los dos orificios de la herida. Su procedimiento había sido muy correcto, aunque Yunus, gracias a la experiencia recién adquirida, habría preferido cortar con una sierra el palo astillado de la lanza y terminar de sacar la punta, que ya asomaba dos dedos por la espalda, lo que sin duda hubiera abierto menos el canal de la herida.

Cuando Yunus visitó al conde por primera vez, hacía cuatro días, la herida ya estaba curada, los bordes ya habían cerrado y exteriormente todo indicaba un rápido restablecimiento del paciente, pero éste había empezado a mostrar unos síntomas que daban mucho que pensar: un fuerte latido bajo el omóplato, ataques de escalofríos e intensa fiebre.

Cuando Yunus entró en la tienda del conde, el médico griego estaba al pie del lecho del enfermo y, con él, el capellán del conde y algunos señores de su séquito. Todos, excepto el conde, tenían cara de preocupación. El conde parecía estar de buen humor y muy animado, o como mínimo intentaba dar esa impresión, aunque el esfuerzo de su voz y la rigidez de su cabeza delataban que sufría agudos dolores. Pero él se esforzaba por ocultar estos dolores a sus hombres.

El conde estiró el brazo sano hacia Yunus, como hacia un invitado de confianza, y lo instó a sentarse en el borde de su cama.

—Te he mandado llamar porque me gustaría conocer tu opinión sobre un experimento que nos ha propuesto este joven —dijo, señalando con la cabeza al médico griego—. Dice que deberíamos coger a uno de los prisioneros moros y clavarle una lanza con la misma punta de la que me alcanzó a mí y en el mismo sitio en que se me clavó a mí —dirigió al joven médico una mirada interrogante—. ¿Es así?

El griego confirmó sus palabras con una ligera inclinación.

En un primer momento, Yunus creyó que no había oído bien. ¿Ese médico pretendía herir intencionadamente a un hombre y luego matarlo para poder practicarle la autopsia? Quiso hacer una pregunta, pero el griego se le anticipó.

—Evidentemente, el hombre que elegiremos para el experimento tendrá que tener una estatura, constitución y edad lo más parecidas posible a las del conde. De lo contrario, no podríamos sacar ninguna conclusión útil. Pero, en caso de que demos con el hombre adecuado, confío en que encontremos indicios muy útiles del proceso de curación a lo largo de todo el canal, bajo los orificios ya cicatrizados de la herida. Además de información sobre el estado de las costillas rotas; por ejemplo, si los bordes astillados han causado alguna irritación o si los pulmones corren peligro. Y, por supuesto, también información sobre la mejor manera de tratar una tumefacción interna, en caso de que se haya formado alguna —hablaba con serena objetividad, parco y preciso como un jefe de clínica que explica un caso a sus alumnos a los pies del lecho de un enfermo. Sin duda, tenía pensado practicar la autopsia al hombre.

Yunus lo miraba con una mezcla de repulsión y curiosidad. Se preguntaba qué podía llevar a un médico joven y talentoso a considerar la posibilidad de realizar semejante experimento, que contravenía todos los preceptos del padre de la medicina. ¿Era una desenfrenada ansia de saber, un ímpetu investigador tan intenso que disipaba todas las emociones humanas? ¿O acaso el griego sólo estaba pensando en su carrera? ¿Quería impresionar a sus señores con una propuesta espectacular: el gran especialista de Salerno y sus novísimos métodos de tratamiento?

Yunus se volvió hacia el conde.

—Disculpadme, señor —dijo con forzada serenidad—. Tengo que hacer a mi colega algunas preguntas médicas para las cuales me faltan las palabras en vuestro idioma. Permitidme que hable brevemente con él en árabe.

El conde asintió, con una pizca de desconfianza en los ojos. Yunus se quedó sentado a su lado, volviendo sólo la cabeza hacia el griego.

—¿A qué viene ese absurdo experimento? —preguntó, dejando de lado toda cortesía, pero en el mismo tono sereno con que se había dirigido antes al conde—. Con eso no averiguaremos nada que pueda ayudar al conde. ¿Para qué, pues, esa locura?

El griego esbozó una sonrisa complaciente, que no llegó hasta sus ojos.

—No es eso lo que yo opino —dijo, sereno—. Y ya he indicado lo que espero obtener del experimento.

—No puede ser que hables en serio —replicó Yunus. Le resultaba difícil ocultar su rabia tras una voz dulce—. ¿Qué esperas averiguar en una herida once días más reciente que la del hombre al que quieres curar? Si dentro de once días haces la autopsia a tu víctima para averiguar cómo se ha desarrollado su herida, para entonces la herida del conde ya tendrá once días más. Es decir, que habrá muerto o estará en vías de recuperarse. En cualquiera de los dos casos, tu experimento no habrá servido de nada.

—Yo no creo que haga falta esperar once días para hacer la autopsia —dijo el griego sin dejarse convencer y con la misma sonrisa apagada que antes—. Me bastarán tres o cuatro días para determinar si dentro del canal de la herida hay alguna infección que pueda indicar la formación de una tumefacción. Esto confirmaría mi suposición de que hemos de contar con que ya se ha formado una tumefacción en el caso del conde.

—¡Tu suposición! ¡Tu suposición! —lo interrumpió Yunus con violencia apenas reprimida—. ¡No cabe la menor duda de que ya se ha formado una tumefacción! ¡No hace falta un experimento para demostrarlo! ¡Los síntomas son ya bastante claros!

—El experimento me daría la certeza, y podría mostrarme un camino para llegar al tumor.

—¿Quieres decir que piensas operar? ¿Un tumor bajo el omóplato?

—¿Por qué no? —dijo el griego, todavía sonriendo—. Si el experimento nos indica con certeza dónde se encuentra exactamente.

Yunus lo miró fijamente a la cara, buscando alguna señal de inseguridad o de duda. Pero no había el menor rastro de duda.

—¡Dios misericordioso! —dijo—. Creo que eres realmente capaz de poner a uno de esos miserables contra la pared y perforarle el hombro con una lanza. Ya lo creo que eres capaz de hacerlo. Dios te castigará por ello.

El griego no parecía en absoluto impresionado. Se volvió hacia los señores del séquito del conde y dijo en un suave español, teñido de italiano:

—El hakim judío piensa que es un crimen sacrificar a un prisionero para salvar la vida del conde. —Inclinándose sobre el enfermo, añadió—: También yo lo consideraría así si ese prisionero fuera cristiano. —Levantó el dedo índice—. Pero yo he propuesto elegir para este sacrificio a un sarraceno, a un enemigo de Nuestro Señor Jesucristo, a un maldito pagano. ¿Por qué no habría de morir uno de los diabólicos prosélitos del profeta Mahoma, si con su muerte puede salvarse la vida de un caballero cristiano?

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