El quinto día (124 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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Bohrmann se resistía a salir de la relativa seguridad del área iluminada para aventurarse donde nada existía. Aliviado, escuchó que Frost no consideraba necesaria una mayor distancia de seguridad. Donde el azul se perdía en el color negro tinta descubrió los contornos de una grieta en la pared. Quizá hubiera una cueva detrás. Pensó en esas piedras volcánicas que tiempo atrás cayeron al rojo vivo hacia abajo como una masa consistente que poco a poco fue enfriándose y formando figuras extrañas al solidificarse. De repente sintió frío dentro de su equipo; sintió frío al imaginar que tuviera que quedarse allí abajo.

Alzó la vista hacia la isla. En torno a los focos blancos del varillaje sólo resplandecía una aura azul.

—Bien —dijo Frost—. Terminemos con esto.

Accionó el detonador.

Desde el centro de la cuña salió un gran chorro de burbujas de aire junto con piedras y polvo. En el casco de Bohrmann resonó un zumbido sordo. Se expandió un anillo oscuro, salieron más burbujas y los pedazos de roca se desparramaron por todos lados.

Bohrmann contuvo la respiración.

La parte superior de la cuña comenzó a inclinarse lentamente.

—¡Bravo! —Gritó Frost—. ¡El Señor es mi testigo!

La cuña se inclinaba cada vez más de prisa, arrastrada por su propio peso. Se partió por el centro, se desplomó sobre la mitad que aún estaba en pie y cayó junto a la manga, generando una nueva nube de sedimento mayor que la primera. Con su pesado traje, Frost logró dar unos saltos y agitar los brazos. Parecía Armstrong brincando por la Luna en honor de Estados Unidos.

—¡Aleluya! ¡Eh, Van Maarten!
Mijnheer
! Acabamos con esa mierda. Vamos, inténtalo ahora.

Bohrmann deseó con toda su alma que la trepidación no generara más desprendimientos. En el torbellino de lodo oyó ponerse en marcha los motores, y de pronto la manguera se movió inclinándose hacia un lado. Luego la garganta se irguió sobre la nube como la cabeza de un gusano gigante y ascendió lentamente. La boca giró primero en una dirección y luego en la opuesta, como si estuviera explorando su entorno. Si Bohrmann no hubiera sabido qué tenía ante él, hubiera creído que acabaría devorándolo.

—¡Funciona! —gritó Frost.

—Sois los mejores —observó Van Maarten secamente.

—Eso no es nada nuevo —le aseguró Frost—. Apágala antes de que nos devore a Gerraad y a mí. Volveremos a revisar el lugar en que estaba. Y después subiremos.

La manguera ascendió un trecho más, dejó caer su boca redonda y se bamboleó en la luz. Frost salió nadando. Bohrmann lo siguió. Su mirada se desplazó hacia la isla y volvió. Algo le molestaba, aunque no sabía qué era.

—Qué asunto tan turbio —opinó Frost al ver la nube—. Fíjate en si está todo bien, Gerraad. Tú eres capaz de reconocer más cosas que yo en este caldo.

Bohrmann encendió el foco de su rastreador. Luego lo pensó mejor y lo apagó.

¿Qué había ahí? ¿Acaso sus sentidos le estaban jugando una mala pasada?

Volvió a mirar hacia la isla. Esta vez se quedó mirando largo rato hacia arriba. Le pareció que los proyectores irradiaban una luz más intensa que antes, pero eso era imposible. En todo momento habían iluminado el lugar con su máxima potencia.

Pero no eran los proyectores sino el aura azul: se había agrandado.

—¿Lo ves? —Señaló la isla con el brazo. Frost siguió su señal con la mirada.

—No veo nada... —Se detuvo—. ¿A qué te refieres?

—La luz —dijo Bohrmann—. La luz azul.

—¡Por Ariel y Uriel! —Susurró Frost—. Tienes razón. Se está expandiendo.

En torno a la isla se había formado una gran aureola de color azul oscuro. Bajo el agua no resultaba fácil calcular las distancias, sobre todo porque debido al índice de refracción de la luz todo parecía un cuarto más cerca y un tercio más grande, pero estaba claro que la fuente de la luz azul se hallaba a cierta distancia, tras la isla. Pese a que los focos halógenos del varillaje lo deslumbraban, Bohrmann distinguió unos rayos. De pronto el color azul perdió intensidad, se hizo más débil y desapareció.

—Esto no me gusta —dijo Bohrmann—. Creo que tenemos que subir.

Frost no respondió. Seguía con la mirada clavada en la isla.

—¿Stan? ¿Me escuchas? Tenemos que...

—No vayas tan rápido —dijo Frost lentamente—. Acaban de llegar visitas.

Señaló el extremo superior de la isla. Dos figuras alargadas pasaron como flechas por arriba. Lomos iluminados de azul. Al instante desaparecieron.

—¿Qué era eso?

—Tranquilo, muchacho. Enciende tu POD.

Bohrmann presionó el sensor que llevaba en la cintura del
exosuit
.

—No quise intranquilizarte —dijo Frost—. Pensé que si te contaba para qué sirve te pondrías nervioso y que en todo momento intentarías...

No pudo decir ni una palabra más. De entre el varillaje salieron disparados dos cuerpos con forma de torpedo. Bohrmann vio cabezas de formas extrañas. Los animales avanzaban hacia ellos a una velocidad increíble, mostrando sus mandíbulas, las bocas bien abiertas. El miedo se cerró sobre su corazón como un puño de hielo. Se apartó, rodó hacia atrás y alzó los brazos para protegerse el casco. En realidad esas reacciones no tenían ningún sentido, pero los instintos prehistóricos acababan de triunfar sobre su intelecto civilizado, extremadamente tecnologizado. Le ordenaron gritar, y Bohrmann obedeció.

—No pueden hacerte nada —dijo Frost remarcando las palabras.

Cuando estaban prácticamente encima de ellos, los atacantes se dieron la vuelta. Bohrmann intentó respirar y luchó para dominar el pánico. Frost nadó con rápidos golpes de aletas y se colocó a su lado.

—Acabamos de probar el POD —dijo—. Funciona.

—Vale, ¿y qué diablos es el POD?

—Un
Protective Ocean Device
, la mejor protección contra los tiburones. El POD crea un campo electromagnético que te rodea como un muro protector, de modo que los animales permanecen siempre a cinco metros de ti.

Bohrmann jadeó e intentó reponerse del susto. Los animales habían desaparecido tras la isla describiendo un gran arco.

—Estuvieron a menos de cinco metros —dijo.

—Sólo la primera vez. Ahora ya han aprendido la lección, tranquilízate. Los tiburones tienen electrorreceptores sumamente sensibles. Cuando se acercan al campo electromagnético reciben estímulos que alteran su sistema nervioso. Sienten unos calambres musculares muy dolorosos. Probamos el POD con varios tiburones tigre y blancos a los que atrajimos con cebos, y no pudieron atravesar el campo.

—¿Doctor Bohrmann? ¿Stanley? —Era la voz de Van Maarten—. ¿Estáis bien?

—Todo en orden —dijo Frost.

—POD por aquí, POD por allá... Deberíais subir.

Los ojos de Bohrmann recorrieron nerviosos la isla. Gran parte de lo que Frost le había contado ya lo sabía. Los tiburones poseen en la región anterior de la cabeza unos pequeños hoyos, las llamadas «ampollas de Lorenzini». Gracias a ellas pueden percibir impulsos eléctricos muy débiles; por ejemplo, los que generan los movimientos musculares de otros animales. Pero no sabía que los POD podían alterar su sentido de la percepción.

—Ésos eran tiburones martillo —dijo.

—Tiburones martillo grandes, sí. Calculo que de unos cuatro metros cada uno.

—Mierda.

—Con los tiburones martillo el POD funciona particularmente bien. —Frost soltó una risita—. Fíjate en su cráneo cuadrado. Tienen más ampollas de Lorenzini que cualquier otro tiburón.

—¿Y ahora qué hacemos?

Percibió un movimiento en la oscuridad. Tras la isla volvieron a aparecer los dos tiburones. Bohrmann no se movió. Observó cómo pasaban los animales al ataque. Nadaban con determinación, sin los típicos movimientos pendulares de cabeza con que los tiburones detectaban olores en el agua; bajaron a gran velocidad, para detenerse repentinamente como si hubieran chocado contra una pared. Sus bocas se deformaron. Confundidos, nadaron un trecho en la dirección opuesta, luego regresaron y, nerviosos, comenzaron a rodear a cierta distancia a los buceadores.

El POD funcionaba.

Quizá Frost estuviera en lo cierto con su estimación. Cada uno de aquellos ejemplares debía de medir cuatro metros. Su cuerpo era el característico de los tiburones. Su cabeza, en cambio, tenía una forma muy peculiar, que era la que les había valido el nombre a los animales: de los costados salían unas aletas aplanadas en cuyos extremos se encontraban los ojos y los orificios nasales. La cara anterior del martillo era lisa y derecha como una hacha.

Poco a poco comenzó a sentirse mejor. Probablemente se había comportado como un idiota. Pensó que los animales ni siquiera podían causarle algún daño al
exosuit
.

No obstante, quería marcharse.

—¿Cuánto tardaremos en subir? —preguntó.

—Con el rastreador, unos pocos minutos. No más que en bajar. Nadaremos sobre la isla; luego activamos los robots y hacemos que nos suban.

—De acuerdo.

—No lo actives antes, ¿me oyes? Si lo haces, te arrastrará hacia la isla.

—Vale.

—¿Te encuentras bien?

—¡Sí, maldita sea! Todo perfecto. ¿Cuánto tiempo dura la protección?

—El POD se alimenta unas cuatro horas del acumulador.

Frost subió con golpes de aleta regulares, la consola del rastreador en la pinza de su brazo derecho. Bohrmann lo siguió.

—Bien, muchachos —dijo Frost—. Lamentablemente, tenemos que abandonaros.

Los tiburones iniciaron la persecución. Intentaron acercarse más, pero sus cuerpos se sacudieron y sus bocas se deformaron. Frost se rió y siguió pataleando en dirección a la isla. Su silueta parecía colgar, pequeña y azulada, ante la enorme superficie iluminada de contornos resplandecientes. Todo blanco y azul, los colores de las profundidades marinas.

Bohrmann pensó en la nube azul que habían visto a lo lejos.

¡Por supuesto!

De pronto la recordó. El terror le había hecho olvidar que se había formado precisamente antes de que aparecieran los tiburones. Ese mismo fenómeno había sido el responsable de la transformación de las ballenas y probablemente de toda una serie de anomalías y catástrofes. Si estaba en lo cierto, aquéllos no eran tiburones comunes.

¿Por qué estaban allí los animales? Los tiburones tenían un oído excelente; quizá los hubiera atraído el estallido. Pero ¿por qué atacaban? Ni Frost ni él exhalaban olor alguno. No entraban en su patrón de caza. Los ataques de tiburones a seres humanos en aguas profundas eran muy infrecuentes.

Se estaban acercando al borde superior de la isla.

—¿Stan? Hay algo raro en estos tiburones.

—No pueden hacerte nada.

—No importa.

Uno de los animales giró su cabeza chata y ancha y se alejó un trecho.

—Aunque... algo de razón tienes —caviló Frost—. Lo que me desconcierta es la profundidad. Los tiburones martillo grandes nunca han sido observados más allá de los ochenta metros. Me pregunto qué...

El tiburón giró. Se quedó un momento parado, la cabeza ligeramente alzada, el lomo combado hacia arriba: la clásica postura de amenaza. Luego sacudió violentamente la cola varias veces y se dirigió como una flecha hacia Frost. El vulcanólogo se sorprendió tanto que ni siquiera intentó defenderse. El animal se encabritó violentamente un instante, luego entró en el campo electromagnético y embistió a Frost de costado.

Frost giró sobre sí mismo dando un trompo, con las piernas y los brazos abiertos.

—¡Eh! —La consola se le cayó de la pinza—. ¿Qué diablos...?

Por encima del varillaje apareció de repente otro tiburón. Pasó velozmente sobre la hilera superior de reflectores con una elegancia increíble. Era de color oscuro, con una gran aleta dorsal y cabeza en forma de martillo.

—¡Stan! —gritó Bohrmann.

El recién llegado era enorme, mucho más grande que los otros dos tiburones. Su martillo se levantó cuando mostró las hileras de dientes al abrir sus enormes fauces. Atrapó el brazo derecho de Frost y empezó a tirar.

—¡Mierda! —Clamó Frost—. ¿Qué animal es éste? ¡Aborto del infierno! Suéltame...

El tiburón sacudía salvajemente la cabeza, grande y angular, mientras viraba con su aleta caudal. Debía de medir entre seis y siete metros. Agitaba a Frost para todos lados como una hoja. El brazo articulado del traje había desaparecido en la boca del tiburón.

—¡Vete! —gritó.

—¡Por Dios, Stan! —gritó Van Maarten—. Golpéalo en las branquias, intenta llegar a los ojos.

«Claro —pensó Bohrmann—. Arriba están mirando. ¡Lo ven todo!».

Alguna que otra vez se había preguntado qué sucedería si se encontraba con uno de estos gigantes, era atacado por él o veía cómo atacaba a otra persona. La realidad superó a la fantasía. Bohrmann no era ni especialmente valiente ni muy temeroso. Algunos consideraban que era un aventurero. Él se hubiera descrito como un hombre con coraje, como alguien que no temía los riesgos aunque tampoco los desafiaba. Pero cualquiera que hubiera sido su caracterización anterior, nada de eso le servía ante el colosal atacante.

Bohrmann no huyó sino que nadó hacia adelante.

Uno de los tiburones más pequeños se le acercó por un lado. Le bailaron los ojos; sus mandíbulas se hincharon en espasmos. Evidentemente, le costaba un gran esfuerzo pasar el campo electromagnético, pero aceleró y atropello a Bohrmann.

Fue como colisionar con un bólido.

Bohrmann salió despedido hacia un lado. Nadó hacia la isla. Su único pensamiento era que, pasara lo que pasase, no debía soltar la consola. El rastreador era su billete de vuelta. Sin la programación del rumbo vagaría en la oscuridad hasta que se le agotaran las reservas de oxígeno.

Si es que vivía lo suficiente.

De repente, la presión del agua lo empujó hacia el fondo. La cola del tiburón grande pasó restallando por encima. Bohrmann intentó retomar el control de sus movimientos y vio que los dos tiburones más pequeños se acercaban a la vez. Abrían y cerraban las mandíbulas. Ahora estaban tan cerca de la isla que su color natural era visible en el azul oceánico. Sobre la panza blancuzca se extendía un lomo de bronce. Las encías y el interior de las fauces relucían en un rosa anaranjado como la carne del salmón recién cortada; los característicos dientes triangulares asomaban en la mandíbula superior y colmillos más puntiagudos en la inferior. Cinco hileras duras como el acero, una detrás de la otra, dispuestas a triturar cuanto cayera entre ellas.

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