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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (125 page)

BOOK: El quinto día
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—¡Geerrraaad! —gritó Frost.

A la luz de los focos halógenos, Bohrmann vio que Frost golpeaba la cabeza del tiburón grande con la pinza libre. Luego, con un solo movimiento de cabeza, el tiburón arrancó de repente el brazo articulado del soporte del hombro y lo lanzó lejos. Por el hueco salió un torrente de grandes burbujas de oxígeno. Las mandíbulas se abrieron y se cerraron sobre el brazo desprotegido de Frost arrancándolo de la articulación del hombro.

Se expandió una nube de sangre oscura mezclada con burbujas. Una cantidad increíble de sangre que fue dispersada de inmediato por los coletazos del tiburón. Frost ya no profería palabra alguna, sólo sonidos inarticulados y chillones, que se convirtieron en un gorgoteo cuando el agua del mar entró a raudales en su traje y lo inundó. Luego, el americano enmudeció. Los tiburones más pequeños perdieron al instante interés por Bohrmann. Más allá de lo que los dirigía, la voracidad asumió brevemente el control de su comportamiento. Se precipitaron sobre el torbellino de espuma, atacaron el cuerpo sin vida del vulcanólogo sacudiéndolo para todos lados e intentaron atravesar su traje protector a dentelladas.

Oyó el grito de Van Maarten superpuesto con las interferencias.

Bohrmann no podía pensar. Sintió el
shock
paralizante. Sin embargo, la parte de su razón que seguía trabajando con claridad le dijo que no debía confiar en los instintos de los animales. Su fuerza y su voracidad estaban siendo manejadas, aunque no para devorar a su presa. El instinto se abría camino, pero la sustancia que debía de estar en sus cabezas tenía como único propósito matar a los seres humanos que habían llegado hasta allí.

Tenía que regresar a la ladera.

Con la pinza izquierda golpeó las teclas de la consola. Si tocaba el botón equivocado, se activaría la programación que lo llevaría al
Heerema
. Entonces estaría perdido, pues el POD ya no detendría a los tiburones. Pero pulsó la tecla correcta: la hélice comenzó a ronronear. Movió apresuradamente la palanca de mando para que el rastreador lo sacara de la isla en dirección a la ladera. Sintió la aceleración, pero a diferencia del descenso, cuando el pequeño robot le había parecido ágil y rápido, ahora avanzaba bamboleándose con una lentitud insoportable.

Bohrmann pataleó y se deslizó hacia las aguas azules en dirección a la terraza. No era mucho lo que podía hacerse en semejante situación, pero una de las reglas de los buceadores era que las rocas cubrían las espaldas. Bohrmann se dirigió a la pared de lava negra. Poco antes de llegar, se dio la vuelta y contempló la isla. La nube de sangre se había expandido; en su interior se agitaban colas y aletas entre torbellinos de espuma. Algunas partes del traje de Frost se iban hundiendo. Era una visión terrorífica, pero lo que realmente lo espantó no fue la carnicería en sí sino el hecho de que allí sólo había dos tiburones.

Faltaba el grande.

Lo invadió un miedo paralizante. Apagó la hélice y miró a su alrededor.

El gran tiburón martillo surgió de la nube de sedimentos, la boca muy abierta. Se deslizaba hacia él a una velocidad pasmosa. Esta vez su razón quedó paralizada. Empezó a preguntarse si debía volver a encender el rastreador o no, cuando de repente la cabeza con forma de cuña impactó violentamente contra él. Salió propulsado contra la pared y aterrizó sobre las rocas con un ruido hueco. El tiburón siguió nadando, describió una curva cerrada y regresó con la velocidad de un coche de carreras. Bohrmann comenzó a gritar. Las aguas se convirtieron en un abismo de fauces y dientes; luego su costado izquierdo, desde el hombro hasta la cadera, desapareció dentro de la enorme boca.

«Se acabó», pensó.

Sin detenerse, el tiburón se deslizó por la terraza y lo empujó por el agua. Por los auriculares se oían zumbidos y rugidos. Los dientes del animal rechinaban en el traje de titanio del exosuit. El tiburón se movía de un lado a otro, de modo que Bohrmann chocó varias veces con el casco contra la roca. Todo giraba. La aleación de titanio era lo suficientemente fuerte como para soportar esos golpes durante un tiempo, pero en su interior la cabeza de Bohrmann chocaba contra todas las paredes, de modo que ya no podía oír ni ver. Su impotencia era absoluta, su suerte estaba echada. Sería devorado y despedazado. Su vida ya no valía absolutamente nada.

Pero precisamente esa impotencia desencadenó su furia.

Seguía respirando.

Aún podía defenderse.

Sobre él se extendía el contorno recto del martillo. El ancho de la cabeza del tiburón abarcaba más de la cuarta parte de longitud de su cuerpo, así que había mucha distancia entre las protuberancias laterales. Bohrmann no podía ver el ojo ni el orificio nasal; sólo veía el borde. Empezó a golpearlo con la consola. El animal apenas reaccionó: seguía avanzando con él hacia el límite de la luz, donde antes habían esperado la explosión. Una vez que llegaran a las aguas negras no podría ver al animal.

No debían abandonar la luz.

La furia de Bohrmann creció enormemente. Alzó el brazo izquierdo, metido en las fauces, y le pegó en el paladar. En realidad había sido una suerte que el animal hubiera devorado todo su costado a la vez. Si sólo hubiera agarrado un brazo o una pierna, hacía tiempo que hubiera corrido la misma suerte que Frost, pero el blindaje de la zona media del cuerpo no tenía puntos débiles como los anillos que rodeaban las extremidades. Era demasiado grande y macizo como para atravesarlo a dentelladas, incluso para un coloso como aquél. También el tiburón parecía haberlo comprendido, pues sacudió la cabeza con más fuerza todavía. Bohrmann estaba a punto de perder la conciencia. Probablemente ya sufría varias fracturas de costillas, pero cuanto más violentas eran las sacudidas del animal, más furioso se ponía él. Dobló el brazo derecho hacia atrás, donde terminaba la cabeza de martillo, lo alzó y lo golpeó varias veces con la consola...

De pronto quedó libre.

El tiburón lo había soltado. Al parecer, le había dado en una zona sensible, bien en el ojo o bien en el orificio nasal. El cuerpo gigantesco pasó a su lado a toda velocidad y lo arrojó contra la roca. Por un momento, pareció realmente que el tiburón se daba a la fuga. Bohrmann pensó febrilmente cómo aprovechar la situación. No se hacía ilusiones con respecto al ascenso hacia el
Heerema
. De momento se había librado del animal, pero como mucho le quedaban unos segundos. Acercó apresuradamente el rastreador y se abrazó al torpedo.

No debía perderlo por nada del mundo.

El tiburón desapareció en la oscuridad y volvió a aparecer un poco más allá, como una sombra azul.

Acosado, Bohrmann miró hacia la pared.

¡Allí estaba la grieta!

A cierta distancia, el enorme cuerpo del tiburón bajaba hacia mar abierto. Bohrmann se deslizó por la pared hacia la grieta. Más abajo de la isla vio a los otros dos tiburones que seguían luchando por los restos de Frost. El grupo se hundía hacia un costado, más allá de la zona iluminada. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en abandonar el cuerpo hecho jirones y nadar en dirección hacia él. Luego ya no se preguntó nada más. En la penumbra, el tiburón grande giró con extraordinaria rapidez y regresó.

Bohrmann se introdujo en la grieta.

Había muy poco espacio. El traje llevaba botellas de oxígeno colgadas a la espalda, de modo que casi no cabía. Apretó los brazos contra los costados como si estuviera oprimido en un torno. Intentó avanzar hacia el interior de la cueva, pero volvió a aparecer el tiburón.

La placa de hueso de su martillo chocó contra los bordes de la roca. El animal rebotó. Tenía la cabeza demasiada ancha para entrar. Describió un círculo tan estrecho que pareció querer agarrarse la cola y avanzó una vez más.

En la entrada de la cueva se desprendieron fragmentos de lava y se formaron nubes que le enturbiaron la visión. Bohrmann aplastó aún más los brazos contra el cuerpo. No sabía hasta dónde llegaba la grieta de la roca. El tiburón nadaba enloquecido y levantaba sedimento y pedazos de piedra junto a él. La nube envolvió a Bohrmann en su cueva. La luz azul que llegaba de la isla desapareció casi por completo.

—¿Doctor Bohrmann?

Era Van Maarten. Su voz sonaba muy débil.

—¡Bohrmann! ¡Por Dios, conteste!

—Estoy aquí.

Van Maarten emitió un sonido, quizá un suspiro de alivio. Apenas se le entendía en medio del fragor que el tiburón provocaba fuera. Bajo el agua, el ruido era algo completamente diferente de lo que se oía en el aire; parecía un sonido sordo y cavernoso constituido por todo tipo de vibraciones que se superponían. Bohrmann comenzó a temblar; de golpe cesó el asalto. Siguió apretado en su cueva, ciego en la neblina de partículas negras. Apenas percibía la luz de la isla.

—Me he resguardado en una grieta de la roca —dijo.

—Vamos a bajar los robots —dijo Van Maarten—. Y dos hombres. Aún nos quedan dos trajes.

—Olvídelo. El POD no funciona.

—Lo sé. Vimos lo que le pasó a... —Se le quebró la voz—. De todos modos los hombres bajarán; tienen arpones con explosivos y...

—¿Explosivos? ¡Magnífica idea! —dijo Bohrmann con acritud.

—Frost estaba convencido de que no los necesitaban.

—No. Está claro.

Algo lo embistió de frente y lo empujó con violencia hacia el interior de la grieta. Estaba tan sorprendido que ni siquiera gritó. En la turbia luz residual vio el martillo. Había impactado en vertical contra él. El tiburón intentaba entrar en la cueva nadando de costado.

«Vaya, amiguito, eres listo, ¿eh? —Pensó rabioso; el corazón se le subió al cuello—. Lástima que vaya a sentarte mal».

Descargó una serie de golpes sobre el martillo, procurando no soltar el rastreador. Difusamente, vio las mandíbulas abriéndose y cerrándose más abajo. Los tiburones no podían nadar hacia atrás, de modo que la cabeza angular subía y bajaba, pero sus mandíbulas no lo alcanzaban. En el extremo superior, el ojo se movía enloquecido. Bohrmann alzó la pinza con la consola y la descargó sobre él.

El martillo retrocedió.

«Solo no podrá salir de aquí», pensó Bohrmann. Comenzó a empujar con todas sus fuerzas el rastreador contra el cráneo. El tiburón no podía haber penetrado tanto. ¿Hasta dónde llegaba el control de la gelatina? Dirigía el comportamiento de los animales, ¿pero también podía obligar a un tiburón a nadar hacia atrás?

Al parecer sí, ya que el martillo desapareció de la grieta.

Aquél era el animal grande.

Bohrmann esperó.

Algo volvió a salir de la nube. Un tiburón venía raudo en posición horizontal; era uno de los animales más pequeños. Su cabeza chocó contra el casco del traje. Sus mandíbulas se abrieron; varias hileras de dientes arañaron el cristal. El tiburón oscureció tanto la abertura de la grieta que Bohrmann apenas veía, pero por lo poco que veía le bastaba. Intentaba abrirse paso hacia el interior de la grieta cuando de golpe las paredes parecieron ceder. Cayó de espaldas a la nada.

Oscuridad.

Movió inquieto la pinza izquierda por la consola. El interruptor del foco del rastreador estaba sobre las teclas de programación. Si acababa de...

¿Dónde estaba la maldita tecla?

¡Ahí!

El reflector se encendió. Con el haz de luz comprobó que la grieta desembocaba en una cueva espaciosa. Enfocó la entrada y vio aparecer allí la cabeza del tiburón. El martillo giraba a un lado y a otro, pero el animal no avanzaba hacia el interior.

«¿Qué sucede?», pensó Bohrmann.

Luego comprendió.

El tiburón estaba atascado.

Alzó el brazo y golpeó como loco el cráneo en forma de caja. Probablemente, el animal ya había llegado a la mitad de la grieta. De pronto se dio cuenta de de que no era una buena idea golpear tanto al tiburón, pues podía empezar a sangrar, así que lo empujó con todo el peso de su cuerpo. Bajo el agua resultaba fácil. Se apartó y dejó caer su tórax, hombros y brazos sobre la cabeza que intentaba atraparlo; lo hizo una y otra vez hasta que el animal retrocedió lentamente. El foco del rastreador se movía hacia todos lados, iluminando la garganta rosa con los orificios palpitantes de las branquias.

«Tu maldito problema es cómo saldrás de aquí —pensó Bohrmann—. ¡Porque yo quiero que salgas! Ésta es mi cueva, de modo que ¡esfúmate!».

—¡He dicho que te esfumes!

—¿Doctor Bohrmann?

El tiburón siguió retrocediendo. Luego desapareció.

Bohrmann se dejó caer hacia atrás. Le temblaban los brazos. Sentía tal tensión que por un momento no supo qué hacer para calmarse. De pronto lo invadió un profundo agotamiento y cayó de rodillas.

—¿Doctor Bohrmann?

—No me fastidie, Van Maarten. —Tosió—. Haga algo para sacarme de aquí.

—Enviaremos los robots y los hombres en seguida.

—¿Para qué quiere los robots?

—Bajaremos todo lo que pueda atemorizar o distraer a los animales.

—Éstos no son animales, son sólo su piel. Saben lo que es un robot y saben perfectamente lo que hacemos aquí abajo.

—¿Los tiburones?

Al parecer, Frost no le había contado todo a Van Maarten.

—Sí, los tiburones. Tienen tan poco de tiburones como las ballenas de ballenas. Algo los maneja. Los hombres tienen que tomar precauciones. —Volvió a toser, esta vez más fuerte—. No veo nada en esta maldita cueva. ¿Qué pasa ahí afuera?

Van Maarten se mantuvo en silencio un momento.

—Dios mío —dijo.

—¡Eh! Contésteme.

—Han aparecido más animales. Docenas. ¡Cientos! Están haciendo pedazos los reflectores de la isla. Lo están destrozando todo.

«Por supuesto —pensó Bohrmann—. De eso se trata, de hacernos desistir de aspirar los gusanos. Sólo se trata de eso».

—Entonces olvídelo.

—¿Cómo?

—Olvide su operación de salvamento, Van Maarten.

Había tantos zumbidos en el casco que Van Maarten tuvo que repetir su respuesta.

—Pero los hombres están preparados.

—Dígales que aquí abajo los esperan seres inteligentes. Estos tiburones son inteligentes. La sustancia que tienen en la cabeza es inteligente. No podrán hacer nada con dos buzos y un acompañante de latón. Piense otra cosa. Yo tengo oxígeno para casi dos días.

Van Maarten vaciló.

—De acuerdo. Estudiaremos el asunto. Quizá los animales se retiren en las próximas horas. ¿Cree que está a salvo en su cueva?

—¿Y yo qué sé? Estoy a salvo de tiburones comunes, pero la riqueza de ocurrencias de nuestros amigos no conoce límites.

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