Ese templo, sin embargo, no se parecía a ningún otro que yo hubiese visto. Los oscuros templos de piedra de Karnak eran laberintos iluminados por unos pocos puntos de luz blanca e intensa que llevaban a cámaras más oscuras incluso, asegurándose de ese modo que el dios se mantuviese perpetuamente oculto en la profundidad más sombría de su casa, apartado de la mundana luz y de los múltiples devotos temporales. Este templo estaba diseñado de modo exactamente opuesto: abierto por completo al aire y al sol. Los amplios muros estaban decorados con miles de imágenes formando paneles y secciones; por lo que pude ver, la mayoría de ellos retrataban a Ajnatón, a Nefertiti y a sus hijos adorando a Atón. Había un centenar de altares, colocados en hileras, alrededor de los muros. En la parte de atrás había capillas, también plagadas de altares. En el centro se elevaba un gran altar, rodeado por incensarios en forma de loto, y junto a ellos pilas de alimentos y flores traídos tanto del Alto como del Bajo Egipto. Era una muestra de inteligencia unir las ofrendas de las Dos Tierras en un solo altar, pero también era una muestra de ostentación habida cuenta de los turbulentos tiempos por los que estábamos pasando. Allí donde uno dirigiese la vista encontraba estatuas, de todos los tamaños, de Ajnatón y de Nefertiti, mirando hacia abajo, a sus súbditos. No lo hacían con la mirada distante y oficial del poder, sino con gesto vivo y humano, perfectamente tallados en piedra caliza, con las manos cruzadas o alzadas, ahuecadas, dispuestas a recibir los dones divinos del sol que, en aquella tarde, como todas las tardes, descendía del cielo real. La gente estaba quieta, con los ojos muy abiertos y en las manos ofrendas a la luz: flores, comida y, en algunos casos, bebés.
Bajé la vista para observar mis propias manos y vi que estaban bañadas por la cálida luz del atardecer.
—Dado que él proyecta sus rayos sobre mí, concediendo vida y dominio por siempre jamás, yo haré de Ajnatón representante de Atón, mi padre, en este lugar —recitó Jety y después sonrió—. El dios está en todas partes, siempre con nosotros.
—Excepto durante la noche.
—El dios surca la oscuridad del Otro Mundo, señor. Pero siempre regresa y nace de nuevo con el día.
—Por cierto, tendríamos que encaminarnos a la cita, ¿no es cierto? —dijo Tjenry, curiosamente aburrido por el espectáculo de aquella devoción.
Ellos iniciaron el paso y yo les seguí entre la multitud.
Aunque quizá no fuese la intención de la visita, me sentí desorientado por la experiencia de haber estado en aquel nuevo templo junto a los devotos. Sí, había oído hablar de la nueva religión, de cómo teníamos que adorar ahora al dios sol, alzando las manos. Sí, había discutido los pros y los contras. Sí, había tenido que considerar mi posición y mi futuro. Para algunos era cuestión de vida o muerte, en tanto que para la mayoría de nosotros era cuestión de hacer lo que se nos exigía y seguir adelante con nuestras vidas. Pero ahora no sabía qué pensar. Detenerse bajo el sol nunca ha sido una opción inteligente.
Salimos del templo, retomamos la vía Real y no tardamos en llegar al Gran Palacio. Un puente cubierto, con grandes arcos cuadrados en la base para permitir el tráfico por debajo del mismo, unía el complejo de edificios con la Casa del Rey. Y en el centro, sobre las masas, un gran balcón.
—La Ventana de las Comparecencias.
—Ah.
—Desde la que nuestro señor nos ofrece regalos.
—¿Has recibido algún regalo, Jety?
—Este collar, señor. Es de fina artesanía. Y los materiales son excelentes.
Tocó con los dedos las cuentas doradas y azul celeste. No tenía nada que ver con el que llevaba Mahu, pero en cualquier caso era una pieza bonita y digna.
—Debes de haber llevado a cabo grandes trabajos para merecer semejante regalo.
—El es un hombre de fiar, señor —dijo Tjenry, que no lucía collar alguno.
—Soy leal —dijo Jety.
Se miraron.
—Aquí estamos… El Gran Palacio —dijo Tjenry con un expansivo gesto de la mano, como si el palacio fuese suyo.
Atravesamos la puerta y nos adentramos en un enorme patio que se extendía en dirección al río. La visión del agua fluyendo tintada por los colores del atardecer, así como escuchar la femenina orquesta de los pájaros acuáticos, me reanimó. Por encima de mí, mirando hacia el río, se erigían más estatuas de Ajnatón y Nefertiti. Un hombre y una mujer tallados como si de dioses se tratase.
Giramos a la derecha y penetramos en un patio cerrado, después giramos otra vez a la derecha y llegamos a una antecámara. Bajo mis pies noté el pavimento, con curiosas escenas pintadas: hermosos cursos de agua con peces y flores, piedras y mariposas. Nos aproximábamos al mismo corazón del palacio, de ahí que nos fuésemos cruzando con más y más funcionarios, hombres de elevado estatus vestidos de lino blanco. Me examinaban a toda prisa, con curiosidad pero de forma desapasionada, fría, como a un extraño cualquiera. Sin lugar a dudas, se trataba de un lugar en el que todo el mundo se conocía sin llegar a entablar amistad.
Jety habló con uno de los funcionarios de la corte. Tjenry me hizo un fugaz e inapropiado gesto de ánimo; después me condujeron solo a un patio privado como si me llevasen a la jaula de un león. Era un patio exquisitamente bello. Paneles tallados con filigranas flanqueaban los límites hasta abrirse junto al río. Un chorro de agua cristalina jugueteaba en una cuenca en medio de un largo estanque. Había flores y helechos, que se mecían gentilmente. Bajo la fresca sombra, se perfilaba una figura humana que estaba de pie, enmarcada por los paneles, en un amplio balcón desde el que se tenía una espléndida panorámica del río y de la puesta de sol. Aparentemente, tenía la mirada perdida en el deslumbrante juego de luces y las danzas del agua que le rodeaban. Se volvió hacia mí.
En un principio no pude distinguir sus rasgos.
—Vida. Prosperidad. Salud —dije—. Me ofrezco a mi señor y a Ra. —Mantuve la vista bajada.
Finalmente, habló:
—Necesitamos tu ofrecimiento. —Su voz era clara y ligera—. Alza la mirada.
Me estuvo observando durante un rato. Después bajó lentamente los escalones y quedó expuesto a la rojiza luz del sol poniente.
Ahora pude verle bien. Se parecía y al mismo tiempo no se parecía a las imágenes que le representaban. Su rostro todavía conservaba cierta lozanía. Era alargado, esbelto y casi hermoso, con labios bien dibujados y una inteligente mirada que daba a entender todo su poder: si era difícil mirarle directamente, apartar la mirada resultaba imposible. Era un rostro vivo, dúctil, pero también cabía imaginarlo transformado por un repentino arranque de ira. El cuerpo quedaba oculto bajo sus ropas; llevaba una piel de leopardo sobre los hombros, pero a mí me dio la impresión de que su físico debía de ser refinado y apuesto. Sin duda alguna sus manos eran elegantes. Bajo el brazo derecho llevaba un bastón. Parecía frágil, como si un pequeño golpe pudiese reducirlo a polvo y, al mismo tiempo, inmensamente poderoso, como alguien a quien hubiesen dividido en partes que luego hubiesen vuelto a unir para dotarlas de mayor fuerza. Una rara criatura, no del todo de este mundo. Mitad bella y mitad bestia.
Ajnatón, Señor de las Dos Tierras, Señor del Mundo, sonrió. La apertura entre sus labios reveló unos dientes pequeños y muy separados. Y entonces su sonrisa desapareció. Se acercó a un trono, arrastrando ligeramente el pie derecho, y se sentó en él. Lanzó un muy humano suspiro de alivio.
—El esfuerzo que supone crear un nuevo mundo es todo un reto. Pero ese es el modo de retomar el camino de nuestros ancestros y llegar a la gran verdad. Ajtatón, la Ciudad del Gran Horizonte, es la puerta a la eternidad, y yo estoy reconstruyendo el camino.
Se detuvo unos segundos, esperando a que yo respondiese. No sabía qué decir.
—Es un gran trabajo, señor.
Consideró mis palabras.
—He oído decir cosas muy interesantes sobre ti. Tienes ideas nuevas. Puedes seguir el rastro de las pistas de un misterio hasta llegar a su fuente oculta. Eres capaz de convencer a un criminal para que confiese sin torturarlo. Conoces las oscuridades y los caminos sin salida de ese tortuoso laberinto que es el corazón humano.
—Me interesa el modo en que ocurren las cosas y el porqué de las mismas. Por eso intento fijarme en lo que tengo delante. Presto atención.
—Prestar atención. Me gusta eso. ¿Estás prestando atención ahora mismo?
—Sí, señor.
Hizo un gesto indicándome que me acercase un poco más, para no tener que alzar la voz.
—Entonces, escucha. Hay un misterio. Un misterio alarmante. La reina, mi Nefertiti, la Perfecta, ha desaparecido.
Esa era la peor noticia que podía darme. La confirmación de una insistente preocupación que fue tomando cuerpo desde que Ahmose se me acercó por primera vez. Me sentí extrañamente tranquilo para ser un hombre al que, sin previo aviso, han colocado al borde de un precipicio.
Esperó a que yo dijese algo.
—Permíteme una pregunta. ¿Cuándo ocurrió?
Esperó un momento hasta contestar:
—Hace cinco días.
No supe si creerle.
—He intentado mantener el secreto —prosiguió—, pero en esta ciudad de susurros y ecos no me ha sido posible. Su ausencia ha generado ya muchas especulaciones, principalmente por parte de aquellos que pretenden beneficiarse de la situación.
—Un motivo de peso —dije.
De repente me miró con preocupación.
—¿A qué te refieres?
—Lo que quiero decir es que tal vez haya sido… secuestrada por esas personas.
—Por supuesto. Hay fuerzas guiadas por la ignorancia que están contra nosotros, contra la iluminación. Su desaparición podría parecer una oportunidad para poner en cuestión todo lo que hemos hecho y generar la posibilidad de un regreso a la oscuridad de la superstición. El momento sería perfecto. Demasiado adecuado incluso.
En ese instante debí de parecerle demasiado indiferente.
—¿Los que te recomendaron cometieron un error grave?
—Perdóname, señor. Nadie me advirtió que tendría que enfrentarme a un misterio de semejante entidad. Únicamente me dijeron que deseabas hablar conmigo personalmente.
Reflexionó con celeridad sobre lo que iba a decir.
—Dentro de diez días tendrá lugar el festival de inauguración de la capital. He ordenado que estén presentes todos los reyes, gobernadores y jefes de las tribus, así como los embajadores y representantes de todo el imperio. Es la revelación del nuevo mundo. Es en lo que ella y yo llevamos tantos años trabajando, y no puede fallar ahora que estamos a punto de alcanzar la gloria. Tengo que traerla de vuelta. ¡Tengo que saber quién se la ha llevado y traerla de vuelta!
La ira parecía haberse apoderado de él, sin previo aviso; es más, parecía sentir más rabia contra los que se la habían llevado que por el hecho en sí. Golpeó con furia con su bastón sobre la mesa. Después sacudió la cabeza, se puso en pie tembloroso, se calmó un poco y apuntó hacia mi cara con el bastón dorado.
—¿Entiendes la confianza que estoy depositando en ti al hablar de este modo, revelándote semejantes asuntos? Asentí.
Caminó hacia la fuente y observó cómo chapoteaba el agua. De nuevo, se volvió hacia mí.
—Encuéntrala. Si está viva, rescátala y tráemela. Tráeme también a los responsables. Si está muerta, tráeme su cuerpo para que pueda otorgarle la eternidad. Dispones de diez días. Pide todo lo que necesites. Pero no confíes en nadie en esta ciudad. Aquí eres un extraño. No lo olvides.
—¿Puedo decir algo?
—Sí.
—Tendré que interrogar a todos los que tienen acceso a la reina. A todos los que la conocen, a los que trabajan para ella, a los que la cuidan o se encargan de sus asuntos. Es posible que eso incluya a los miembros de tu familia, señor.
Me miró fijamente, tomándose su tiempo. Su cara volvió a ensombrecerse.
—¿Estás dando a entender que esos motivos de los que hablabas también puede tenerlos alguien de mi propia familia?
—Debo tener en cuenta todas las posibilidades, por inaceptables o impensables que resulten.
No le hizo ninguna gracia.
—Haz lo que tengas que hacer, te autorizo a ello. Te daré todos los permisos que sean necesarios. Sin embargo, recuerda que semejante autoridad conlleva responsabilidades. Si traicionas esa responsabilidad en cualquier sentido haré que te ejecuten. Y si dentro de diez días no has logrado completar tu misión con éxito, tienes que saber esto: también mataré a tu familia.
Mi corazón se endureció como una piedra. Mis peores temores se veían confirmados. Y él lo sabía. Pude verlo en su rostro.
—Si yo fuese tú, quemaría todos los rollos de ese pequeño diario en el que dejas constancia de tus pensamientos. ¿«Algo a medio camino entre una mula y una suegra»? No me ha parecido muy halagador. Recuerda lo que tú mismo has dicho. Siempre atento.
Me apuntó con el bastón, me miró con crudeza y después fui alejado de su presencia.
En cuanto crucé la puerta vi que Jety me estaba esperando. Sin duda él pensó que yo estaba conmocionado. Me esperaba para hablarme.
—¿Dónde está Tjenry?
—Tuvo que irse. Mahu le mandó llamar. Se reunirá con nosotros mañana.
Asentí.
—Necesito beber algo. ¿Dónde puede ir un hombre sediento en una ciudad tan seca como esta?
Jety me llevó a un pabellón cerca del agua, separado del polvo del camino por una valla de madera y una curiosa puerta que no estaba conectada a nada por ninguno de sus dos lados. Podríamos haberla rodeado, pero dado que alguien se había molestado en diseñarla y construirla, cumplimos el trámite y la cruzamos. Una vez dentro, vi una amplia plataforma de madera que se extendía un poco por encima del agua, con mesas y sillas encima. Había un montón de gente sentada en grupos; las bebidas y sus rostros estaban iluminados por lámparas y linternas que pendían sobre sus cabezas. La mayoría de las caras se alzaron para observarme. Aprecié de nuevo que aquellas personas procedían de todos los rincones del imperio. Tal vez habían llegado ya por el festival.
Escogí una mesa a un lado, cerca del agua, y nos sentamos. La lista de vinos era extensa. Pedí una jarra de Hatti joven; lo bastante ligero para aquella hora del día y para tomar con un aperitivo. El criado regresó con un plato de higos e —¡increíble rareza!— almendras, un poco de pan y la jarra, en la que constaban la fecha, el origen, la variedad y el productor. Lo probé. Excelente. Diáfano como el sonido de una campana.