—Bien, estas son las preguntas clave. ¿Quién es ella? ¿Por qué se parece tanto a la reina? ¿Por qué lleva puesta su ropa? ¿Y por qué la han mutilado de este modo?
Jety y Tjenry asintieron con perspicacia.
—¿Quién es el creador de las imágenes de la reina? ¿Quién es el autor de todas esas extrañas estatuas?
—Tutmosis —dijo Jety—. Su taller se encuentra en el barrio meridional.
—Bien. Quiero interrogarle.
—Por cierto, hay una recepción esta tarde en honor de los primeros dignatarios llegados para el festival.
—Pues tendremos que acudir. Detesto las fiestas, pero podría ser importante.
Le ordené a Tjenry que se quedase con el cadáver y que organizase la seguridad.
—Jety te relevará esta noche. —Me dedicó un desenfadado saludo.
Jety y yo nos alejamos de allí montados en el destartalado y vergonzante carro. Por encima del chirriar del metal y la piedra, dije:
—Cuéntame algo más de ese artista.
—Es famoso. No como los demás creadores de imágenes. Todo el mundo le conoce. Y es muy rico. —Me dedicó una significativa mirada.
—¿Qué te parecen sus trabajos?
Jety recapacitó unos segundos.
—Creo que son muy… modernos.
—Parece como si pensases que eso es malo.
—Oh no, son muy impresionantes. Lo que pasa… es que lo muestra todo. La gente tal como es, no como debería ser.
—¿Y eso no es mejor? ¿La veracidad?
—Supongo.
No pareció muy convencido.
El barrio meridional era residencial. Había muchas propiedades ocultas tras altos muros, casas de extensa planta rodeadas por lo que parecían jardines amurallados, graneros, establos y talleres. Había espacio entre cada una de las viviendas por cuestiones de privacidad, aunque la mayoría lo sobrepasaban con materiales de construcción o de desecho. Por encima de los muros podía echarse un vistazo a las plantas que crecían gracias a los pozos y a las canalizaciones de agua: sauces, palmeras enanas, perseas, vistosos granados coronados con sus rojos frutos y toda clase de arbustos. Y flores: amapolas, margaritas. Los edificios también hablaban a las claras de abundancia: frontispicios de piedra, la mayoría de ellos con el nombre del propietario grabado; pérgolas de madera cubiertas de viñas; amplios patios y jardines.
—Mahu tiene una casa en esta parte de la ciudad —apuntó Jety—. También el visir Ramose.
—¿Aquí es donde viven los miembros de la élite?
—Sí.
—¿Siempre es tan tranquilo? Parece un templo.
—A la gente de aquí no le gusta el ruido. «La ausencia de seres humanos era desconcertante, y el silencio resultaba embriagador, como si aquella fuese una ciudad de ricos fantasmas.
Jety llamó a la puerta de una casa tan próspera y silenciosa como el resto de las de aquella calle. Finalmente escucharon pasos y apareció un inmaculado sirviente que nos hizo pasar. Una vez dentro, sin embargo, fuimos testigos de un laborioso mundo oculto. Del otro lado del patio, decorado con árboles y bancos que rodeaban una balsa de agua redonda, llegaba el leve sonido de los cinceles trabajando sobre la piedra. También se intuía actividad en otras estancias; alguien pedía opinión o ayuda, alguien silbaba. El sirviente desapareció para anunciar nuestra presencia.
Al poco apareció por el pasillo un hombre voluminoso que caminaba hacia donde nos encontrábamos. Era un tipo grande en todos los sentidos. Su cara redonda parecía un plato con dos ojos azules y una escasa nube de cabello rojizo. Bostezó mientras nos conducía por la casa principal en dirección a un patio secundario. A lo ancho de todo el costado sur había una hilera de pequeños estudios y talleres; en todos ellos había gente ocupada, trabajando, repiqueteando, cincelando y pintando.
—Veo que dispone de un numeroso equipo.
—No es fácil encontrar los suficientes buenos artesanos para cumplir con los encargos. A la mayoría de ellos los he tenido que traer de Tebas, y con ellos a sus vulgares familias. El resto tuve que reclutarlos por los alrededores o traerlos de los pueblos del delta. A veces me siento como si tuviese que mantener a flote la economía de un pequeño país.
En el rincón noreste del solar había otro edificio que resultó ser su taller, formado por un amplio espacio abierto con habitaciones y pasillos que llevaban de una parte a otra. La luz entraba directamente por los lucernarios del techo. Pidió a sus estudiantes y aprendices que saliesen y estos se apresuraron obedientemente. Sobre largas mesas y atriles reposaban varios trabajos inacabados; de las piedras sobresalían partes reconocibles del cuerpo —dedos, manos, mejillas, brazos, torsos— cruzadas por gruesas marcas negras. Me sorprendió ver, colocadas sobre un estante que recorría todas las paredes de una punta a otra, infinidad de moldes de escayola blanca y gris con formas de cabezas —jóvenes, de mediana edad y viejos—, tan detallados, tan verosímiles que parecían vivos. Los tensos mentones, las delicadas pestañas de una muchacha, las verrugas y los lunares de una mujer mayor, las arrugas provocadas por el paso del tiempo, las líneas de carácter; todo estaba reproducido con absoluta perfección. Todas las cabezas tenían los ojos cerrados, como si juntas soñasen con otro mundo, un mundo lejano más allá del tiempo.
—Veo que te interesan mis cabezas.
—Parecen vivas. Uno se pregunta cuándo abrirán los ojos y empezarán a hablar. Sonrió.
—Tal vez pudiesen decir cosas muy interesantes.
Nos sentamos juntos en un banco dorado en un rincón del taller. Nos trajeron algo de beber. Tutmosis bebió con cuidado, lentamente, de su copa, yo bebí de la mía. Era un vino tinto, gustoso y profundo. Jety dejó su copa sobre la bandeja. Yo saboreé el vino, a pesar de lo temprano de la hora.
—¿Del oasis de Dajla?
Tutmosis giró la jarra y leyó las marcas.
—Muy bien. ¿Te importa si dibujo mientras hablamos? Mis manos solo se sienten a gusto cuando están trabajando.
Empezó a dibujar mientras su mirada recorría mi rostro; el pincel parecía moverse por voluntad propia, pues no examinaba los trazos que iba haciendo. En primer lugar le pregunté por su relación con la reina.
—No sé si podría denominarlo relación. Ella es mi cliente y, a veces, mi musa.
—¿Qué significa eso?
—Es mi inspiración. No puedo expresarlo de otro modo. Soy el creador de sus imágenes, que es como decir que tengo el honor de materializar su espíritu en piedra, madera y escayola.
—Creo que lo entiendo.
—¿En serio? Para mí es un completo misterio.
—Tal vez podrías explicar, en términos comprensibles para un lego, cómo funciona el proceso. El proceso creativo.
Tutmosis suspiró sin dejar de dibujar.
—La reina opina que hay que trabajar sobre la vida. En el pasado, los creadores se limitaron a materializar las virtudes y perfecciones de la muerte. ¿Por qué? Todos esos trabajos no son más que copias respetables, solo remotamente relacionadas con lo que, en la vida, las inspiró. Esas enormes estatuas, tan épicas, tan políticas, no resultan en absoluto inspiradoras; a menos que consideres que el sobrecogimiento es la única respuesta emocional válida para el arte. No hay duda de que son gruesas, insensibles y estúpidas como la gente normal, sin embargo, ¡tienen el físico propio de los dioses, todo músculos, salud y desdén! Seamos honestos, eso es muy limitado. ¿No crees?
Dejó a un lado el dibujo y, cambiando de postura, empezó otro. Acababa de convertirme en modelo para un artista. Empezaba a sentirme incómodo bajo su escrutinio. Pero, al mismo tiempo, sentía curiosidad por ver cómo me había retratado.
—Pero aquí no trabajas de ese modo, ¿verdad?
—No, no puedo. Esa forma de hacer convierte al creador de imágenes en poco más que en un sirviente social. El artista es totalmente anónimo. Su obra es formalista, genérica. Nefertiti tiene razón; son formas muertas del pasado. Verás, mi ambición no es describir una forma viva, sino crearla. Y estoy convencido de que en un inimaginable futuro, todos aquellos que adoren estas imágenes sabrán que este era él, que esta era ella y no otros. Cuando los tiempos acaben, los seres humanos, sean quienes sean, mirarán a Ajnatón y a Nefertiti y les conocerán por quienes fueron. Esa es ahora la vida eterna.
Me observó expectante, deseando que compartiese su entusiasmo. Bebí un poco de vino.
—¿Puedo preguntarte cómo procedes para crear una imagen de la reina? ¿Por dónde empiezas?
—Tenemos encuentros privados que duran horas, a lo largo de varias semanas. Ella se sienta ahí y yo trabajo directamente de la vida. Hago un estudio de la vida.
—¿Y charláis?
—No siempre. No doy por hecho que ella tenga ganas de hablar, y yo tampoco suelo hacerlo cuando trabajo. La concentración es intensa. Sé que suena pretencioso, pero apenas estoy en este mundo cuando trabajo. El tiempo pasa volando. La luz desaparece de repente, aumentan las canas de mi cabello, la reina me sonríe y bajo mis manos aparece algo. Una imagen. Una forma.
Había desplegado una inteligente estrategia para no responder a mi pregunta.
—Y la reina, ¿cómo pasa el rato?
—Pensando, soñando. Eso me encanta. Recrearla en el acto de pensar, el misterio de la mente en funcionamiento…
—Así pues, ¿no recuerdas de qué hablas con ella? Y la última vez que estuvo aquí sentada, ¿cómo se comportó?
—Estuvo callada.
—Eso no era del todo habitual, ¿no?
Me miró a los ojos.
—Tal vez.
—¿En qué estabas trabajando?
—Un busto espléndido. Mi mejor trabajo, según creo.
—¿Podría verlo?
Dejó de dibujar y reflexionó unos segundos sobre mi petición.
—¿Dispones de los permisos necesarios?
—Sí —dije—. Puedo enseñártelos si lo deseas.
—Nadie ha visto esa obra excepto la reina. No le gustaría que se viese en público. Es una pieza privada. Está recién acabada, por lo que ella no tuvo tiempo para mandar a buscarla, antes de…
—¿Sí?
—¿Qué crees que le ha ocurrido? Me temo lo peor. La gente comenta que ha muerto.
—No lo sé. Pero todo lo que puedas decirme será de ayuda. Cualquier cosa.
Le miré con detenimiento. Aprecié en su cara una repentina e intensa sombra de dolor.
—Me dio la impresión de que creía estar, de algún modo, en peligro.
—¿A qué te refieres?
Se detuvo y observó sus manos incansables como si fuesen dos animales adiestrados.
—Una mujer con su inteligencia, su poder, su hermosura, su posición… su popularidad.
—¿La popularidad es un problema?
—Sí lo es cuando llegas a ser más popular que tu marido.
Peligrosas palabras. Me miró, dando fe de la confianza que acababa de depositar en mí.
—Ha sido el propio Ajnatón quien me mandó llamar para que investigase la desaparición de la reina.
Me miró de medio lado, pero no dijo nada.
—Me ayudaría mucho poder ver ese último trabajo.
—¿En serio? Tal vez sí. Sí, quizá te ayude. Haré todo lo que esté en mi mano.
Nos adentramos en la casa. Allí hacía menos calor. Sombras permanentes caían sobre paredes y suelos. Se detuvo frente a la sencilla puerta de lo que parecía un modesto almacén, rompió el sello y desanudó la cuerda de los pernos. Abrió la puerta, encastada en un marco de piedra. Encendió una lámpara y entramos.
Las paredes de la estancia, construidas con bloques de piedra, estaban llenas de estantes de madera. El aire era seco, polvoriento. Más allá de la penumbra generada por la lámpara, la estancia estaba sumida en la más profunda oscuridad. Fue encendiendo palmatorias, una tras otra, y bajo la temblorosa luz, formas indefinidas —cubiertas por sábanas, algunas en los estantes, otras tan grandes como cuerpos humanos, niños o adultos— empezaron a poblar la habitación. Me sentí como si estuviese en el Otro Mundo. Tutmosis dejó la lámpara sobre un estante y sacó una de las formas. Con gran reverencia la colocó sobre una pequeña mesa circular. Hizo girar la mesa y nos mostró la escultura desde todos los ángulos, disfrutando con nuestro asombro.
La reconocí enseguida. El cabello suelto bajo una oscura corona azul. Eso le otorgaba una excepcional autoridad. El porte demostraba inteligencia, poder, control, así como un destacable equilibrio y también pureza. La piel parecía tener vida propia, como si fuese a cambiar de expresión, y estaba dotada de la pálida claridad de alguien que se mueve siempre bajo la opulenta protección de las sombras. Tenía las mejillas pronunciadas y una expresión en el rostro de gracia y sensibilidad. Los labios eran rojos, fuerte, intensos. Uno de los ojos era grande, complejo, perspicaz, orgulloso, tocado con un sutil sentido del humor que aparecía y desaparecía cuando se miraba. El otro ojo todavía no estaba pintado. Pero había algo más: se apreciaba un destello de dolor más allá del poder de la mirada. Una secreta tristeza, tal vez incluso sufrimiento, que parecía anidar en lo más profundo. ¿Acaso lo imaginé? ¿Podían la escayola, la pintura y la piedra revelar tantas cosas?
—¿Te sirve de ayuda? —preguntó Tutmosis.
—Sí. Ahora podría reconocerla en cualquier parte.
Me di cuenta de que la intensidad de mi reacción le había agradado.
—¿Lo vio ella terminado?
—No, faltaban los ojos. Tenía que posar para los ojos. Siempre dejo los ojos para el final.
El ojo. Me miraba, me atravesaba. La cautivadora sonrisa. Como si ya viviese en la eternidad. Esperaba que no fuese así. No sería capaz de llevarla de vuelta a su casa desde allí.
El escultor habló de nuevo:
—Tengo otros trabajos aquí. ¿Te gustaría verlos?
Asentí y él echó a andar por la habitación levantando telas para que apareciesen una tras otra las imágenes de la reina. La historia de una vida plasmada en piedra: una mujer joven, con el rostro menos completo, menos compuesto, pero viva gracias al hermoso e indeciso poder de la juventud; la joven madre sentada con el primero de sus hijos en los brazos; Nefertiti el día de su coronación, alcanzando el poder, alcanzando una nueva versión de sí misma; una pieza para acompañar a una estatua de su marido, su belleza natural en extraño contraste con las peculiares y alargadas proporciones de su rostro y sus extremidades. Me desplacé observando las imágenes, estudiándolas desde todos los ángulos, con una vela en la mano para apreciar los cambios de muchas de las caras en el sombrío mundo en el que estaban confinadas. Jety se quedó en la puerta, como si temiese caminar entre los muertos vivientes.