El Reino del Caos (10 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino del Caos
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Estaba en unos baños públicos, en uno de los aposentos privados dispuestos con sofás para descansar. Ante mí se alzaba un nubio alto y delgado. Me miró. Sus ojos duros reflejaban inteligencia. Llevaba muchos collares de oro y pulseras. Hizo crujir el cuello de manera teatral y se acercó para examinarme más de cerca, mientras movía ostentosamente a mi alrededor su daga de oro dentada, como si yo fuera un esclavo que él se aprestara a comprar o destruir.

—¿Quién ha traído a esta persona a nuestra casa sin que nadie la invitara? —preguntó en voz baja.

El muchacho nubio estaba aterrorizado. Bajó la vista. El hombre alzó su barbilla, casi con ternura.

—Has cometido una equivocación, Dedu. Una grave equivocación. Nos has traicionado a todos. ¿Lo comprendes?

El chico asintió despacio. Su labio inferior temblaba.

—Por favor… —susurró.

—Por favor ¿qué? —preguntó el hombre.

—Por favor, mi señor. No me mates.

El hombre meditó; observaba al chico.

—Espera allí —dijo—. Piensa en tu error.

El chico asintió y ejecutó una reverencia con humildad. No tuve tiempo de sentir pena por él.

El jefe de la banda se volvió hacia mí.

—Por lo general, solo veo a agentes de los medjay de noche, tras concertar una cita. ¿Es una visita de negocios o de placer?

—Un poco de todo —contesté.

Lanzó una risita; jugaba con el cuchillo y ejecutaba complicados movimientos que había perfeccionado para darse aires e intimidar.

—Eres muy audaz al haberte presentado así. Ahora he de decidir si te mato o te escucho. Creo que te escucharé, y después te mataré. Más vale que tu historia sea buena. ¿Quién sabe? Tal vez podría prolongar tu vida… un rato.

Echó a los hombres que me habían acompañado y a las bonitas muchachas tumbadas en los sofás. Después, cuando todos se hubieron marchado, unos más deprisa que otros, y solo quedaban él, Dedu y dos guardaespaldas, me ofreció un taburete bajo con exagerada cortesía.

—Me quedaré de pie. He venido a hablar de esto.

Extendí el papiro. Lo miró con indiferencia.

—¿Y qué?

—Lo encontré en la boca de mi mejor amigo. Le habían separado la cabeza del cuerpo.

—Ah, tu mejor amigo. —Emitió un gruñido de compasión sarcástica—. Ay, la muerte está en todas partes. Sin duda, el dios Seth, señor del Caos y la Confusión, está recorriendo las calles de esta ciudad una vez más. Ni siquiera perdona a los aguerridos agentes de los medjay. ¿Adónde iremos a parar? ¿Y qué deseas de mí?

—Estoy seguro de que tú también conoces este símbolo. Ha sido encontrado en la boca de otros… Jóvenes traficantes muertos que, sin duda, estaban a tu servicio.

—¿Y?

—Y resulta que tenemos algo en común.

De pronto su cuchillo se hundió en la pared, a un centímetro de mi cara, cerca de mi ojo, y vibró un poco. Le miré impasible.

—Tú y yo no tenemos nada en común. Y aún no sé por qué estás aquí. Pienso, y no encuentro la respuesta. Será mejor que me eches una mano, y deprisa.

—Tú, imagino, quieres saber quién está matando a tus chicos y robándote el negocio.

—¿Y tú qué quieres?

—Quiero saber quién mató a mi amigo. Y quiero matarle.

Asintió, complacido por mis palabras.

—Ah, la venganza, tan hermosa —dijo—. Pero mi pregunta es esta: ¿qué puedes hacer por mí que yo no pueda hacer?

—Un trato. Beneficio mutuo. Compartamos nuestra información. Soy detective de los medjay. Eso me confiere autoridad y me facilita el acceso a lugares en los que tú nunca podrías entrar. Sin embargo, me respaldarás. Me dirás lo que sabes sobre esta nueva banda. Combinaremos nuestros recursos. Tú aportarás la fuerza, si se presenta el momento. Y después podrás vengarte. Pero la cláusula fundamental es esta: el asesino de mi amigo es mío, y haré con él lo que me plazca.

Se llevó las yemas de los dedos a los labios y sonrió.

—¿Crees que es divertido? —pregunté—. ¿Crees que he venido para divertirme?

Asintió, parecía impresionado por mi comportamiento imprudente.

—Estás realmente furioso, amigo mío, y admiro tu sed de venganza. Pero tal vez no te lo has pensado bien a la hora de venir aquí. Tal vez no pensaste en el respeto.

—Lo pensé con mucho detenimiento. Sabes quién soy. Podrías matarme con toda facilidad, si quisieras. De modo que, ¿me expondría a este peligro si no fuera… sincero?

Se rió de la palabra, y la repitió para sí como si fuera el remate de un chiste. Después cogió una jarra de vino y sirvió a cada uno una medida.

—Siéntate, mi sincero amigo —dijo en un tono más cordial—. Voy a hablarte de mí.

Y así fue cómo acabé escuchando a uno de los jefes de banda más famosos y despiadados de la ciudad. Descubrí que era un hombre de negocios avezado e inteligente, con una astuta tendencia teatral. Consideraba necesario para el buen funcionamiento de su negocio su majestuoso estilo de violencia. Era una expresión de poder, y una exigencia de respeto. Por supuesto, estaba dispuesto a utilizarla cuando le conviniera, lo cual sucedía con frecuencia, pero no era un psicópata. De hecho, se consideraba un benefactor, pues los hombres bajo su mando eran jóvenes, y desesperados, y creía que estaba modelando su criminalidad en vistas a fines más útiles. Consideraba los inmensos beneficios de su comercio una distribución razonable de la riqueza. Como cualquier hombre de negocios, estaba sacando tajada de un nuevo mercado de consumidores: la juventud acaudalada de Egipto, que podía permitirse el lujo del opio, y después, cuando el placer se transformaba en adicción, también podía mantenerla. Incluso había concebido un trato especial: la primera dosis era gratuita. A continuación, empezaban a comprar. Su bienestar le era indiferente. Según su moralidad, la responsabilidad era de ellos.

Empecé a darme cuenta de que aquel hombre creía que sus actos eran razonables y basados en principios. Consideraba a la banda su familia, o una especie de brigada, y sus normas no se basaban en la violencia, sino en la confianza. Casi todos los chicos que acudían a él eran huérfanos o procedían de hogares tan destrozados por la pobreza y la violencia, que estaban mejor lejos de ellos. Les daba algo que hacer, algo para definirse en contra, y una rutina estricta con recompensas tangibles. Lo más extraño era que se sentía orgulloso de la ciudad, y también de su posición.

Como ex agente de los medjay, yo estaba en el lado opuesto de todo cuanto él defendía y de todo cuanto decía. Y, no obstante, en ocasiones me descubría incapaz de contradecir la verdad de sus argumentaciones. En cualquier caso, no me interesaba interrogarle más a fondo sobre los aspectos menos estimulantes de su, en apariencia, bondadosa tiranía delictiva. Solo necesitaba saber qué podía decirme sobre la Banda de la Estrella Negra.

—Son un misterio, y un gran problema. El suministro de opio es limitado y difícil de obtener, y por tanto de gran valor. Por consiguiente, todas las bandas de Tebas se han peleado por él. Ha sido muy inestable. Llega de contrabando por el Gran Río, en barco. No es difícil sobornar a los hombres adecuados para entrar los cargamentos en el puerto. Y los capitanes aceptan su parte de buena gana. A veces las cantidades son excelentes, tres o más cargamentos en un mes. Pero a veces no llega nada. Algunos de nosotros intentamos organizar líneas de suministro mejores y más consistentes, pero fue imposible. Las distancias eran demasiado grandes. Los contactos eran poco claros. Las tinajas son pesadas, y es difícil transportar el zumo de opio. Ese mundo que hay más allá de nuestras fronteras es extraño, y casi ninguno de nuestros negociadores y traficantes regresa.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Ahora, de repente, la guerra de bandas ha vuelto a desencadenarse en la ciudad. Al principio todos sospechábamos de todos. Pero al cabo de poco hasta los más inflexibles de nuestros rivales reconocieron que esto era obra de un grupo diferente. No tienen nada que ver con nosotros.

—Dime lo que sabes.

Suspiró, y empezó a pasear de un lado a otro de la sala.

—Estos asesinos son como espíritus de muertos. Se desplazan en silencio. Destruyen todo. Van a donde quieren…, y nadie escapa ni sobrevive —se limitó a decir.

—Pero ¿cómo lo hacen?

Se encogió de hombros.

—Es su estilo. Es muy elegante. Y, al contrario que nosotros, no diversifican. Juego, prostitución, tráfico ilegal de artículos raros, secuestros… Todas estas son parcelas muy lucrativas. Pero, por lo que yo sé, no han demostrado el menor interés en nada de esto…

—¿Cómo distribuyen el opio? Una cosa es importarlo y destruir la competencia. Otra muy diferente es organizar un nuevo sistema de distribución de traficantes.

Abrió las manos para expresar su aprobación.

—No tengo ni idea. Y espero que tú me lo digas. Tal vez, cuando hayan eliminado al resto de la competencia, nos ofrezcan un acuerdo de distribución. Sin duda, las condiciones no serán muy aceptables.

Me miró, se reclinó en su silla y lanzó una carcajada.

—¿Sabes una cosa? Creo que casi me podrías caer bien. Has de tener redaños para venir aquí y hablarme así.

No le hice caso.

—¿Puedes decirme algo más? El detalle más ínfimo podría ser útil —dije.

Examinó el papiro y la estrella negra.

—En Tebas nos encontramos al final de un largo proceso, una larga travesía, una cadena de muchos negocios conectados. Nunca ha sido eficiente, pero siempre fue necesaria. Creo que esta banda habrá solucionado de alguna manera el problema. No sé cómo, pero creo que controlan todo el proceso, desde el suministro hasta la entrega. Tal vez deberías pensar en eso. Piensa en dónde empieza la cadena, y también en dónde termina.

—¿Y eso dónde está?

Sonrió.

—En el norte.

—Todo el mundo sabe que el opio se cosecha en las malas tierras que hay entre Egipto y el Imperio hitita. ¿Canaán, tal vez? ¿Amurru? ¿Qadesh? —dije mientras pensaba en los territorios que Egipto se había esforzado por controlar durante el largo punto muerto de las guerras hititas.

—Te repetiré una palabra que oigo como llegada de muy lejos.

Indicó con un gesto que me acercara más.

—Obsidiana. Es…

—Sé lo que es la obsidiana. Es el material de los espejos, y de nuestros cuchillos más afilados —interrumpí.

Entonces recordé la magistral tarea de las decapitaciones. ¿Y si el asesino utilizaba un cuchillo de obsidiana?

—Obsidiana es un nombre —dijo en voz queda.

Le miré con la esperanza de que añadiera algo más.

El hombre se levantó. Algo en su rostro demacrado había cambiado. Volvía a ser peligroso.

—Deberías marcharte. Pero te estaré vigilando. Así que no pienses que puedes salir de esta así como así. Cumple tu parte. O te demostraré que lo sucedido a nuestros chicos también podría pasarte a ti.

A continuación arrugó el papiro con la estrella negra, sonrió y se lo tragó. Y después se giró con celeridad y degolló a Dedu, el muchacho nubio que esperaba. Dedu se ahogó en su propia sangre y su cuerpo se desplomó a mis pies.

El nubio secó el cuchillo en mis mejillas y la sangre caliente se deslizó por ellas.

—Ahora ya tienes las manos manchadas de sangre. Recuérdalo.

11

Nunca había visto a Najt perder el don de la palabra. Yo acababa de narrar los hechos de la muerte de Jety. Me dio un leve abrazo y palmeó mi espalda, lo cual me sorprendió, pues no era propenso a exhibiciones emotivas y pocas veces toleraba el contacto físico. Nos quedamos así, vacilantes, durante un momento, y después nos apartamos con torpeza. Estábamos en la sala de recepciones del primer piso de la mansión. Daba al patio, donde sus pájaros enjaulados trinaban y el agua corría por los zigzagueantes canales de piedra que regaban las plantas.

—En los momentos en que más necesitamos el lenguaje para expresar nuestros sentimientos, nos falla —dijo.

—El silencio no me molesta —repliqué—. ¿Qué queda por decir?

Me miró, pero yo no estaba de humor para disculparme o modificar mi comportamiento. Se acercó a una bandeja y sirvió vino en dos hermosas copas. Me ofreció un espacio en el sofá taraceado y nos sentamos.

—Sospecho que estás decidido a llevar a cabo algún tipo de venganza, en respuesta a esta terrible tragedia.

—¿Y?

—Permite que te dé un consejo. En momentos como este, nos inclinamos a permitir que el aspecto animal de nuestra naturaleza asuma el control. Es una equivocación.

—¿Por qué?

—Porque la venganza puede destruir a un hombre tanto como la peste. Parece un dios, tan pura y verdadera, henchida de su sentido de la justicia y el derecho. Pero en verdad es un monstruo. Se nutre perpetuamente de su propio dolor y de cualquier dolor que pueda encontrar. Y no se siente satisfecha hasta que todo ha sido destruido por completo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté con brusquedad.

Se produjo un desagradable momento de silencio. Sus ojos color topacio me miraron, indiferentes. A veces discutir con él era como intentar golpear el agua. No existía diferencia. Y él sabía que yo deseaba pelear, y no me lo iba a permitir.

—La muerte nos vuelve ajenos a nosotros mismos —dijo a modo de reconciliación.

Se levantó y se asomó a la puerta para contemplar el hermoso mundo particular de su hogar.

—Tienes razón, por supuesto —prosiguió—. Sé poco del dolor. He sido afortunado en ese aspecto. El destino ha sido benigno conmigo. Pero no podemos fiarnos nunca. Todos somos vulnerables a la desgracia.

—Esto no ha sido una desgracia. Ha sido un crimen. Y voy a cazarlos, y después…

—Y después ¿qué? —interrumpió Najt, al tiempo que se sentaba de nuevo a mi lado—. Supongo que pensabas que iba a apoyar y alentar tu justa venganza, ¿no? Ahora que la tragedia te ha golpeado personalmente, olvidas en un instante todos tus valores y te refocilas en la barbarie de la sangre —continuó, con la vista clavada en mí, sin parpadear, con sus ojos de halcón.

Ya tenía suficiente. Apuré el vino, me levanté y caminé hacia la puerta con la intención de irme. Me siguió y apoyó con suavidad la mano sobre mi hombro para detenerme.

—Te ruego que te sientes, amigo mío. Lamento muchísimo tu pérdida. Lo comprendo. Estás intentando convertir su muerte en algo significativo. Eso es justo y apropiado. Pero has de concentrar mejor tu ira y tu dolor.

—¿Cómo? —pregunté desesperado.

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