En los primeros años del siglo XIX proliferan por Londres los resucitadores, ladrones de cadáveres que surten de género a las escuelas de anatomía. Matthew Hawkwood, un runner de Bow Street —el cuerpo de policía que acabará convirtiéndose en Scotland Yard—, ha servido de enlace con los guerrilleros españoles durante la guerra contra Napoleón, pero su nueva misión se desarrollará en un escenario más tétrico que un país en guerra: los cementerios de Londres y el tristemente famoso manicomio de Bedlam.
Cuando se producen las primeras muertes, Hawkwood tratará de dar caza a los asesinos, pero pronto aparece una presa especialmente escurridiza. El coronel Hyde, un cirujano demente, cuya locura solo puede comparase a su brillantez, se ha escapado del manicomio de Bedlam, y su genio incomprendido tiene algo que demostrar… lo que sin duda significará mas trabajo para los enterradores.
James McGee
El Resucitador
ePUB v1.0
Creepy22.08.12
Título original:
Resurrectionist
James McGee, 2007.
Traducción: María Elena Toro Benítez; Cristina Fernández Orellana
Editor original: Creepy
ePub base v2.0
Cuando escuchó los sollozos, el primer pensamiento del celador Mordecai Leech fue que probablemente sería el viento tratando de abrirse camino bajo el alero. En una noche como ésta, con la lluvia azotando las ventanas cual metralla, no era una reflexión aventurada; el enorme edificio estaba viejo y lleno de corrientes, y lo habían declarado en ruina hacía años. Fue al doblar la esquina al pie de la amplia escalera que llevaba al primer piso, cuando Leech, vela en alto, se percató de que los llantos no provenían del exterior del edificio sino de una de las galerías del rellano de arriba.
Las galerías eran largas, de altos techos abovedados; el sonido tendía a viajar a través de ellas, por lo que resultaba difícil determinar la procedencia exacta de la queja, o incluso si el afligido era hombre o mujer.
A buen seguro se trataba del maldito americano, Norris, pensó Leech, al tiempo que otro débil gemido se deslizaba por el hueco de la escalera. Le siguió un aullido interminable, como el de un perro pequeño. A juzgar por la intensidad del ululato, el pobre bastardo parecía estar soportando un tormento espantoso, inmerso en otra de sus habituales pesadillas. Entonces, Leech, en un raro momento de compasión, se dijo: «si me tuvieran encadenado a la maldita pared por el cuello y los tobillos, posiblemente también yo tendría pesadillas».
El aullido dejó paso a un lamento penetrante y Leech maldijo entre dientes. Más pronto o más tarde, el jaleo acabaría molestando al resto de ocupantes del ala; una vez captaran el alboroto y se unieran a él, aquello sonaría como el zoológico de la Torre de Londres a la hora de la comida de las bestias, lo cual garantizaba que nadie pegaría ojo. ¡Dios quiera que ese loco cabrón se pudra!
De mala gana, Leech se disponía a subir las escaleras, cuando le sobresaltó el violento tintineo de una campana. De pronto recordó que ése era el motivo por el que había bajado: para responder a la llamada de alguien de fuera, que solicitaba entrar. Leech se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y miró el reloj. Eran poco más de las diez. No necesitaba mirar por la mirilla para saber quién era.
Mientras alcanzaba con la mano los cerrojos del interior de la puerta, Leech se dio cuenta de que los quejidos habían cesado. Parecía que el sonido de la campana hubiese hecho el silencio. Suspiró aliviado. Tal vez sería una noche tranquila después de todo.
La puerta se abrió hacia dentro y descubrió a una delgada figura ataviada con una capa negra empapada de agua y un sombrero de ala ancha goteando. La bufanda de lana que el visitante llevaba enrollada al cuello y la cabeza agachada para protegerse contra las inclemencias del tiempo ocultaban sus rasgos.
Leech se echó a un lado y dejó paso al hombre.
—Buenas noches, reverendo —susurró—, me preguntaba si esta jodida lluvia le impediría venir. Perdone usted —se apresuró a añadir aún en voz baja, como si temiera poder ser escuchado. Los miembros del clero no eran bienvenidos aquí. Esas eran las normas, por orden de los directores.
El clérigo se quitó la bufanda, dejando al descubierto el alzacuello, y alzó la cabeza.
—Me retrasé; el funeral de uno de mis feligreses y un sinfín de otras obligaciones, lo lamento.
Al levantar la cabeza y elevarse así el ala del sombrero, el rostro del clérigo quedó expuesto. No era ni joven ni viejo. Sin embargo, su semblante reflejaba sabiduría, la había en sus ojos y patas de gallo, y en las profundas arrugas grabadas en mejillas y frente. También se veían varias cicatrices repartidas por la mandíbula: pequeña, redonda y con marcas que sugerían un antiguo encuentro con algún tipo de viruela. Lo que tenía el sospechoso aspecto de una herida por corte, le había creado un surco superficial que recorría la parte superior del pómulo derecho.
Leech había pensado a menudo en la cicatriz y en el pasado del sacerdote, pero había sido cauteloso y se había abstenido de preguntarle directamente al reverendo. Nadie a quien se lo había comentado sabía cómo se había producido la desfiguración; o, si lo sabían, habían preferido no compartir información sobre el asunto. Así que Leech seguía sin saber nada y con algo más que una pizca de curiosidad.
El sacerdote se quitó el sombrero y la capa y los sacudió para descargarlos de agua.
—¿Cómo se encuentra?
Leech se encogió de hombros.
—No sabría decirle, reverendo. No tengo mucho trato con él. Posiblemente usted sepa más de él que yo. Me aseguro de que su puerta tiene el cerrojo echado y de que tenga comida; esa es toda la relación que tengo con él. Con eso me sobra y me basta. Para cualquier otra cosa, es mejor que le pregunte al boticario. ¿Hace cuánto que no le ve?
—Jugamos por última vez hace una semana. Me dio una buena paliza, he de decir. Su dominio de la estrategia es formidable y, lamentablemente, fui un adversario bastante débil. No obstante, se mostró sumamente magnánimo en la victoria —el sacerdote dio unas palmadas a Leech en el brazo—. Esperemos que la contienda de esta noche resulte más gratificante.
Otro gemido llegó vagando desde arriba y el celador se puso tenso.
—¡Joder! Esto… disculpe, reverendo.
Desde lo más profundo del edificio, el portazo de una puerta metálica resonó por el ala en penumbra. Le siguió el sonido de unos pasos firmes y una advertencia rellena de irritación.
—¡Maldita sea, Norris! ¡Si no te callas, entraré a apretarte los putos tornillos!
Como en respuesta a una señal concreta, la amenaza fue seguida de un coro policorde de voces con diversos grados de alteración, seguido, sin apenas transición, por una algarabía de gritos agudos, un repique de histéricas carcajadas y, con algo de incongruencia, lo que parecía el canto de apertura de una exultación religiosa.
—¡Por todos los demonios! —profirió Leech—. Ya se ha armado la gorda.
El sacerdote sacudió la cabeza.
—Pobres almas dementes.
«Pobres almas, y una mierda», farfulló Leech entre dientes. A continuación, dijo en voz alta:
—Vamos, reverendo, le llevaré con él. Dese prisa, manténgase pegado a mí. Me haría un favor si se vuelve a poner el sombrero y liarse la bufanda. No querría que alguna mirada indiscreta viera su alzacuello. No me gustaría que ninguno de los dos se metiese en problemas —el celador señaló al piso superior con el pulgar—. Después iré a ayudar con esos de arriba.
Oteando con cautela en derredor, Leech se giró y encabezó el camino a lo largo del corredor iluminado por una tenue luz. El sacerdote apresuró el paso. El sonido procedente de la primera planta disminuyó poco a poco conforme dejaban atrás las escaleras.
No era la primera vez que al sacerdote le sorprendía la rapidez con la que el deterioro se propagaba por el edificio. Había dilatadas grietas en las aristas del techo. El agua de la lluvia bajaba por las paredes a chorros. Muchos de los marcos de las ventanas estaban tan desencajados que ponían de manifiesto que algunas secciones del techo abovedado pesaban demasiado para las paredes. El edificio entero se desmoronaba.
Leech dobló la esquina. Delante de ellos un largo corredor se adentraba en una oscuridad estigia. Un golpe de lluvia salpicó con fuerza una ventana cercana. El sonido vino acompañado de un gemido, como el de un animal sufriendo de dolor.
Leech sonrió ante la expresión asustada del sacerdote.
—No se preocupe, reverendo, son sólo las vigas. Estuve un tiempo en la marina —agregó el celador—. Entiendo algo de construcción de barcos. Hay que dejar espacio entre las costillas para que respiren. Lo mismo pasa con este lugar. Claro que, esos desgraciados fueron a construirlo encima del foso de la ciudad, los muy imbéciles. ¿Sabe sobre qué nos apoyamos? Sobre casi un palmo de escombro, y debajo de eso no hay más que tierra. No es sólo que tengamos filtraciones, es que también nos hundimos, ¡maldita sea! —Leech miró hacia arriba—. Bueno, al menos ya hemos llegado.
Se encontraban frente a una puerta de madera maciza con una pequeña reja tic unos quince centímetros cuadrados a la altura de los ojos, parecida a la ventana de un confesionario. En la base de la puerta había un hueco, con el ancho justo para dejar pasar una bandeja de comida. Tanto la reja como el hueco estaban ribeteados por el amarillo resplandor de luz de vela que emanaba del interior de la habitación.
Leech se llevó la mano a la gran anilla de llaves colgada a su cintura.
—Usted sabe lo que tiene que hacer, reverendo. Tire de la campanilla como de costumbre. Sonará en la habitación de los guardianes. Yo termino a medianoche, a no ser que los desgraciados de arriba sigan despiertos, aunque el viejo Grubb estará de turno. Esperará para abrirle la puerta y acompañarle a la salida.
El sacerdote asintió con la cabeza.
Leech miró la puerta con recelo.
—¿Estará bien?
El sacerdote sonrió.
—Estaré totalmente seguro, señor Leech, pero gracias por el interés».
Leech golpeteó la puerta con el llavero y pegó la boca a la reja metálica.
—Tienes una visita. El reverendo está aquí.
Leech esperó.
—Puede pasar.
Era la voz de un hombre. Las suaves palabras fueron pronunciadas con mesura y precisión. Había algo de seductor en el tono de la invitación que hizo que a Mordecai Leech se le erizaran los pelos de la nuca causándole desasosiego. El celador, un poco desconcertado por la sensación, aunque sin saber muy bien por qué, abrió la puerta, la empujó para abrirla y retrocedió.
De la esquina de la habitación emergió una misteriosa figura que se fue acercando lentamente hacia la luz.
El sacerdote cruzó el umbral de la puerta. Leech cerró con llave, tras lo cual esperó, con la cabeza ladeada, escuchando.
—Buenas noches, coronel —era la voz del sacerdote—. ¿Cómo se encuentra esta noche?
La respuesta, cuando llegó, se oyó débil e imprecisa. Leech acercó un poco más la oreja a la puerta, pero la conversación se fue desvaneciendo a medida que los ocupantes se adentraban en la habitación.
El celador se quedó escuchando varios segundos, si bien, al darse cuenta de que era en vano, giró sobre sus talones y se marchó por el corredor. Conforme se acercaba a la escalera empezó a captar los sonidos de un canto disonante y refunfuñó. Parecía que seguían con lo mismo. Iba a ser una noche larga.