Read El Resucitador Online

Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (9 page)

BOOK: El Resucitador
11.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A Hawkwood empezó a dolerle la cabeza. Se le ocurrió que el coronel no era el único al que le daba vueltas el cerebro.

—¿Así que para el coronel ese momento de lucidez habría sido como una especie de… —buscó la palabra— revelación?

—Esa podría ser una definición tan válida como cualquier otra.

—¿Y fue esa revelación la que le dio la idea de fugarse?

—Veo que ha empezado a seguir el hilo de mi razonamiento.

—Así que, para nosotros, la muerte del pastor constituyó un asesinato a sangre fría, pero para el coronel tendría perfecto sentido.

—Sí.

—¿Seccionarle la cara al párroco tenía sentido?

—Para el coronel Hyde, sí.

—Por tanto, escapar tal vez no era su único objetivo; sería sólo el principio. Y si no descubrimos la naturaleza de esa… revelación, no sabremos en qué consiste su delirio ni lo que trama hacer ahora.

—Así es, hablando en términos generales —Locke se inclinó hacia delante, con el semblante serio. Si le había impresionado la aparente comprensión de la situación por parte de Hawkwood, no lo hizo ver—. Y naturalmente ese es el problema, pues el delirio del coronel es
su
realidad, y no la de los demás. El es el único que no se da cuenta de ello. ¿Recuerda lo que le conté sobre Matthews y su Telar Volador, ese artefacto que, según él, controla la mente de las personas?

Hawkwood asintió.

—Permítame que se lo enseñe.

El boticario Locke abrió un cajón de su escritorio y sacó un fajo de papeles. Empezó a examinarlos. Hawkwood se aproximó al escritorio para mirar por encima del hombro de Locke.

—Aquí está —dijo Locke.

Extrajo cuatro folios del montón y los esparció sobre el escritorio. Tres de ellos eran evidentemente dibujos arquitectónicos.

—Estos son los planos diseñados por Matthews para el nuevo hospital. Como puede ver, son de gran calidad. Y esto —dijo Locke, pasándole un cuarto folio—, es su telar volador.

Hawkwood le echó una ojeada al dibujo que tenía delante.

Parecía un mueble, una caja grande de cuya parte superior sobresalían cuatro grandes tubos de órgano. En el lado izquierdo, se ubicaban tres toneles conectados a la caja por medio de mangueras flexibles similares a los tentáculos de un extraño monstruo. Sentada delante de la maquinaria aparecía la figura de un hombre manipulando con los brazos dos enormes palancas. Había también otras tres figuras, una de ellas de pie, y las demás tumbadas. Todas ellas parecían completamente embelesadas por lo que parecía ser un haz de luz que emanaba de la máquina. El dibujo, como los otros dos, había sido trazado con gran destreza. Cada uno de los componentes de la máquina llevaba asignada una letra del abecedario. El significado de cada letra estaba escrito en una nítida caligrafía.

—¿Qué son estos? —preguntó Hawkwood, señalando unos rayos teñidos de un verde claro amarillento.

—Rayos magnéticos. Los controla el hombre que ve sentado a las palancas. Utiliza los rayos para controlar el pensamiento de sus víctimas.

—¿Y de verdad se cree todo esto?

Era completamente absurdo, pensó Hawkwood.

—Casi con toda certeza; y en cambio, es el mismo hombre que diseñó estos espléndidos dibujos arquitectónicos. Si no supiera nada de las circunstancias de Matthews y otra persona le hubiera enseñado estos planos, apostaría a que en ningún momento sospecharía que el artista no está en sus cabales. ¿Me equivoco?

Hawkwood miró los diseños. No podía hacer mucho aparte de darle la razón.

—¿Comprende lo que le estoy diciendo? —preguntó Locke.

—Creo que lo que pretende decirme —respondió Hawkwood—, es que, a menos que se conozcan los antecedentes del coronel, es imposible adivinar que está loco con tan sólo mirarlo.

Locke asintió.

—Básicamente, sí. Es capaz de formular ideas y argumentos, pero en su caso es… ¿cómo podría explicarlo? Como si sus pensamientos y sentimientos, incluso sus recuerdos, hubieran sido usurpados por una fuerza externa. Sería algo así como si al coronel le estuvieran metiendo a la fuerza mensajes en el cerebro.

Hawkwood vaciló, haciendo un intento por captar el significado de esas palabras.

—¿Mensajes? ¿Quiere decir que él cree que la gente le habla y le pide que haga cosas? Pero… ¿cómo? ¿Oyendo voces en su cabeza? —Incluso al formular la pregunta la idea le sonó ridícula pero, para su sorpresa, el boticario asintió—. ¿Y esas… voces… le dijeron que matara al párroco?

Locke puso cara de pocos amigos.

—Ya sé que se trata de una simplificación, pero, sí, creo de verdad que eso podría explicar sus actos. Como en el caso de Matthews y sus revolucionarios.

—Hábleme del párroco —dijo Hawkwood.

Al boticario pareció descomponérsele la cara. De repente parecía aparentar más años de los que en realidad tenía.

—Ahí me ha pillado. El reverendo Tombs estaba aquí porque
yo
elegí quebrantar las reglas del hospital —el boticario alzó la vista—. Irónico, ¿no le parece?

—¿Qué me está contando, doctor?

Locke suspiró.

—Hace muchísimos años, al director se le ocurrió que sería una buena idea introducir días de visita que permitieran al público interactuar con los pacientes. La idea tuvo mucha aceptación. La gente acudía en tropeles, los pacientes progresaron. Pero pronto empezaron a venir los mirones, y con ellos llegaron los vendedores ambulantes, los carteristas y los falsos predicadores, sin olvidar a las meretrices. ¡Venid a Bedlam, por dos peniques podréis ver a los lunáticos en plena acción! ¡Cuánta diversión! Así que Bedlam no tardó mucho en convertirse en un reclamo turístico más, como la Torre de Londres o la Abadía de Westminster. Por eso se suspendieron las visitas. Fue el fin de los turistas, los vendedores ambulantes y los predicadores. El director temía que sus sermones excitaran a los pacientes tanto como los apaciguaban.

—¿Pero usted no estaba de acuerdo?

Locke juntó las yemas de los dedos.

—Al contrario. Por aquel entonces, probablemente tenían razón. Ya es bastante complicado lograr que los pobres diablos permanezcan en silencio como para que aparezca un airado metodista wesleyano y se dedique a despotricar por los pasillos. Aunque hay predicadores y predicadores. No soy un hombre particularmente temeroso de Dios, agente Hawkwood, pero estoy bien dispuesto a creer en la eficacia de la oración y la contemplación como medios para calmar a las mentes febriles. No es que funcione en todos los casos, naturalmente, pero para algunos, dispensar consejo espiritual me parece una muy buena terapia. Después de todo, dicen que la confesión
es
beneficiosa para el alma, ¿no es así?

—También dirían que las diez de la noche es una hora un tanto extraña para oír la confesión de una persona.

El boticario extendió las palmas de las manos sobre el escritorio.

—La decisión de los directores sigue en vigor. Aunque yo personalmente no veía ningún perjuicio en las visitas del reverendo Tombs, creí aconsejable mantener una cierta discreción. A esas horas de la noche hay menos personal, menos ojos curiosos y menos bocas que difundan chismes inútiles. Si bien, tengo entendido que en esa ocasión el reverendo Tombs llegó algo más tarde de lo previsto. Le dijo al celador Leech que había estado atendiendo asuntos parroquiales. Un entierro, creo.

—Su iglesia parroquial es la de Saint Mary, ¿no?

El boticario asintió.

—Enviamos guardias a su casa —dijo Hawkwood—. Aunque, por lo que se ve, no ha servido de mucho, pues parece que les enviamos a buscar al maldito hombre equivocado —Hawkwood hizo una pausa para dejar que asimilara su observación—. Lo cual me lleva a preguntarle qué originó el acercamiento de los dos hombres. ¿Cómo se conocieron?

—Por pura casualidad. Recibimos una solicitud, hace más o menos año y medio, para ingresar a un paciente que padecía ataques tremendamente angustiosos y violentos. Su familia hizo los preparativos del ingreso, pues ya no podían más con su dolencia. Temían que el pobre diablo hiciera daño a sus hijos. Los inspectores aceptaron la solicitud y lo admitimos. Posteriormente fue derivado a nuestro departamento de pacientes incurables. Desgraciadamente, su estado continuó empeorando. Cuando se hizo evidente que no había más esperanza, la familia solicitó que se le permitiera recibir visitas del reverendo Tombs. El paciente había sido uno de sus feligreses y esperaban que, en sus últimos días, la presencia del religioso le ofreciera algo de alivio. Yo mismo me encargué de organizado todo para que el reverendo Tombs le visitara. Estoy convencido de que sirvió de ayuda. Hacia el final, hubo momentos en los que fue capaz de conversar en términos bastante lúcidos y despedirse de su familia. Fue un caso muy duro para todos los concernidos. Por cierto, el paciente era un antiguo soldado de infantería que combatió en la Península. Yo tenía la sospecha de que el origen de su dolencia también se remontaba a su experiencia en el campo de batalla. No es que pueda probarse, naturalmente; no obstante, el examen cerebral llevado a cabo por Crowther confirmó al menos que había sufrido lesiones patológicas.

—¿Usted examinó su
cerebro?

El boticario palideció y se apresuró a decir:

—Yo no, Crowther. Al menos podemos congratularnos de que el hombre estuviera sobrio en
aquel
momento. El…

—No me importa quién empuñara el condenado bisturí, doctor. ¿Me está diciendo que el hospital abre los cuerpos de los pacientes?

—Los de todos no.

«Los de todos no. ¡Dios santo!», pensó Hawkwood. «¿Qué tipo de lugar es este?»—Parece escandalizado, agente Hawkwood —dijo Locke, recuperando la compostura—. Las disecciones son un procedimiento necesario para avanzar en nuestros conocimientos. Como le comenté, creo que existe una correlación directa entre las enfermedades cerebrales y la locura. Mis propias investigaciones me han convencido, por ejemplo, de que los ventrículos laterales del cerebro son más grandes en los perturbados que en las personas cuerdas. Yo…

—Estoy seguro de que eso consolará a las afligidas viudas —bramó Hawkwood sin poder evitar el tono cáustico de su voz y sin tener ni la más mínima idea de lo que le estaba explicando el boticario—. Me estaba usted hablando del reverendo Tombs.

Por un instante, pareció como si el boticario estuviera a punto de intentar justificar aún más su argumento, pero la reacción de Hawkwood le hizo recapacitar. Era evidente que el
runner
no estaba de humor para enzarzarse en un acalorado debate sobre principios éticos.

—Cierto —dijo Locke—. Tengo entendido que el coronel se enteró de las visitas del reverendo Tombs por uno de los guardianes, quizá al comentarle casualmente que el paciente había sido militar, como él. Fueran cuales fueran las circunstancias, lo que sí recuerdo es que, después de meditarlo un poco, decidí que no sería un gran perjuicio que el reverendo Tombs accediera a atender la llamada de coronel Hyde. Eso habrá sido hace aproximadamente seis meses. Desde entonces, el reverendo ha visitado con regularidad sus dependencias, normalmente una vez a la semana.

—¿Así que el párroco
se encontraba
aquí para oír la confesión del coronel?

El boticario negó con la cabeza.

—Está malinterpretando la situación. Además, el reverendo Tombs era anglicano. No, aunque en esta última ocasión estaba aquí para jugar al ajedrez, estoy seguro de que sus conversaciones versaban sobre varios temas: medicina, filosofía, historia, la guerra… —El boticario frunció el ceño y añadió con sarcasmo—: No me quedaba escuchando detrás de la puerta.

—¿Le dijeron
alguna vez
de qué hablaban?

El boticario se encogió de hombros.

—Sólo de manera muy general.

—¿Y no le consta que hayan tenido ninguna disputa reciente?

Locke frunció los labios.

—No, en absoluto. Por lo que sé, siempre se despedían con toda cordialidad.

Muchos hombres terminan a golpes por un juego de azar, reflexionó Hawkwood. ¿Por qué no con el ajedrez? Pero desde el mismo momento en que se le ocurrió la idea la descartó inmediatamente como algo tan improbable que rozaba la ridiculez.

—¿Qué me dice del estado de ánimo del coronel? ¿Había notado algún cambio últimamente?

En el momento de hacer la pregunta, recordó que al coronel le habían diagnosticado locura incurable. Probablemente el hombre había sufrido más cambios de humor que pulgas tiene un perro. ¿Cómo iba a poder nadie, ni siquiera un loquero, distinguir entre uno y otro?

Pero Locke negó con la cabeza.

—Ninguno. No había nada en su comportamiento que sugiriera que su estado mental se hubiera… alterado de alguna forma. De todas formas, el coronel no era de los que exteriorizaban sus emociones. De hecho, esa era una de sus características. En muchos sentidos eso lo convertía en un paciente ideal. Su comportamiento era siempre sosegado, incluso se podría decir que sereno, como aceptando su sino, si lo prefiere. Usted ha visto su habitación. Era un lugar de orden, estudio y contemplación.

Hawkwood reflexionó sobre las implicaciones. Si no había existido ningún desacuerdo o riña evidente entre ambos, ni el coronel había mostrado cambios alarmantes, ¿qué… quedaba? Necesitaba más información; muchísima más.

—Quiero ver los partes de ingreso del coronel Hyde —dijo Hawkwood—; y necesito una descripción suya. Sabemos lo que llevaba puesto cuando se marchó, pero necesitamos saber todo lo demás (su altura, color de pelo, etcétera) si queremos atraparlo.

—Muy bien —el boticario hizo una pausa antes de continuar—. La información que puedo darle es que el coronel Hyde tiene cuarenta nueve años; tiene el pelo todavía oscuro, aunque con entradas y algunas canas en las sienes; es de constitución esbelta pero sin ser delgado y posee un porte militar que le hace parecer más alto. A decir verdad, su físico no es muy distinto al del desdichado reverendo Tombs.

«Qué a propósito», pensó Hawkwood.

—Aparte de su locura, ¿se encuentra bien… físicamente?

Locke parpadeó, como si no se esperara la pregunta.

—En efecto. El coronel disfruta de una salud excelente. De hecho, se jactaba de mantener su buena forma física mediante un programa de ejercicios diarios. Recuerdo que al personal le hacía bastante gracia.

Hawkwood frunció el ceño.

—¿Qué tipo de ejercicios?

—Me dijo una vez que los había aprendido del profesor de esgrima de su regimiento. Creo que durante su servicio militar consideraban al coronel un espada excelente.

BOOK: El Resucitador
11.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Midnight Dress by Karen Foxlee
The Lost Abbot by Susanna Gregory
All the Pretty Faces by Rita Herron
Passion in the Heart by Diane Thorne
Hearts at Home by Lori Copeland
The Coldest Blood by Jim Kelly