El retorno de los Dragones (26 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El retorno de los Dragones
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—¡Qué alguien le ponga fin! —gritó Tanis con una voz ronca y llena de ira—. ¡Ponedle fin! ¡Sturm...!

El caballero ya había desenvainado la espada y, besando la empuñadura, levantó la hoja hacia el cielo, plantándose ante el cuerpo de Riverwind. Cerrando los ojos, se retiró mentalmente a un mundo antiguo donde la muerte en el campo de batalla se consideraba gloriosa y honorable. Lenta y solemnemente, comenzó a recitar un antiguo cántico Solámnico a la muerte. Mientras pronunciaba las palabras que se harían cargo del alma del guerrero y lo transportaría a reinos de paz, sostuvo, con aplomo, la espada en vilo sobre el pecho de Riverwind.

Devolved a este hombre a los brazos de Huma

más allá de los salvajes e imparciales cielos.

Otorgadle el descanso del guerrero

y haced que la última chispa de sus ojos

se libere de las incandescentes nubes de la guerra,

y vuele hacia las titilantes estrellas.

Dejad que el último soplo de respiración

se refugie en el aire ondeante

más allá de los sueños de los cuervos, donde

sólo el halcón recuerda la muerte.

Dejad, pues, que su sombra se eleve hasta Huma,

más allá de los salvajes e imparciales cielos.

La voz del caballero fue apagándose. Tanis sintió que la paz de los dioses caía sobre él como agua fresca y purificante, menguando su dolor y sofocando el horror. Caramon, en pie junto a él, sollozaba silenciosamente. Mientras contemplaban la escena, la luz de Lunitari se reflejó sobre la hoja de la espada.

En aquel momento se escuchó con claridad una voz:

—¡Deteneos! ¡Traédmelo aquí!

Tanto Tanis como Caramon se apresuraron a ponerse delante del torturado cuerpo del bárbaro, convencidos de que Goldmoon no debía ver aquella terrible imagen. Sturm, sumido en la duda, regresó repentinamente a la realidad y contuvo su golpe mortal. Goldmoon estaba en pie, su silueta alta y esbelta se recortaba contra las doradas puertas del templo iluminadas por las lunas. Tanis comenzó a hablar pero, de pronto, sintió que la gélida mano del mago le tocaba el hombro. Temblando, se apartó del contacto de Raistlin.

—Haced lo que os ordena —siseó el mago—. Llevadle ante ella.

El rostro de Tanis se contrajo de rabia al ver la cara inexpresiva de Raistlin, su despreocupada mirada.

—Llevadlo ante ella —repitió el mago fríamente—. No es asunto nuestro el decidir sobre la muerte de este hombre. Son los dioses los que han de hacerlo.

16

Una decisión amarga.

El don supremo.

Tanis miró fijamente a Raistlin. Al mago no se le movía ni una sola pestaña, nada dejaba entrever sus sentimientos, si es que los tenía. Sus miradas se encontraron y, como siempre, Tanis sintió que el mago veía más allá de lo que a él mismo le era posible. En momentos como éste, Tanis odiaba a Raistlin; le odiaba con una intensidad que le sorprendía, le odiaba y le envidiaba al mismo tiempo, por ser capaz de no sentir tristeza.

—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Sturm con brusquedad—. ¡Riverwind no ha muerto y el dragón puede volver en cualquier momento!

—Muy bien —dijo Tanis hablando con dificultad—. Envolvedlo en una manta... pero dejadme unos instantes a solas con Goldmoon.

El semielfo cruzó el patio con lentitud. Cuando subió los escalones de mármol que conducían al porche de puertas doradas donde se hallaba Goldmoon, sus pisadas resonaron en la quietud de la noche. Echando una mirada hacia atrás, vio cómo sus amigos desempaquetaban mantas y las extendían sobre ramas para improvisar una camilla de campaña. El cuerpo de Riverwind era tan sólo una masa oscura y deforme.

—Traédmelo aquí, —repitió Goldmoon cuando el semielfo llegó junto a ella. Tanis le tomó la mano.

—Goldmoon, Riverwind está muy mal herido. Se está muriendo y no hay nada que tú puedas hacer, ni siquiera con la Vara...

—¡Silencio!

El semielfo calló, viéndola claramente por vez primera. Sorprendido, comprendió que la mujer bárbara estaba tranquila, sosegada, iluminada. Bajo la luz de las lunas, su rostro parecía el de un marinero que, en su pequeño bote, ha luchado contra mares tormentosos, consiguiendo al final conducirlo a aguas tranquilas.

—Entra en el templo, amigo mío —dijo Goldmoon mirando intensamente a Tanis con sus bellos ojos—. Tráeme a Riverwind y entra en el templo.

Goldmoon no había oído al dragón ni había visto cómo atacaba a Riverwind. Cuando llegaron al asolado patio de Xak Tsaroth, había sentido una fuerza extraña y poderosa que la conducía hacia el templo. Caminó entre los cascajos y subió los escalones, abstraída de todo lo que no fuesen aquellas doradas puertas que centelleaban bajo la luz roja y plateada de Lunitari y Solinari. Al llegar ante ellas se detuvo durante unos instantes, al escuchar la conmoción que se producía. Oyó a Riverwind pronunciando su nombre.

—Goldmoon... —Tuvo un momento de duda, pues no le quería abandonar (ni a él ni a los demás), intuyendo que un ser demoníaco estaba emergiendo del pozo.

—Entra, pequeña —le había dicho una voz cálida. Goldmoon alzó la cabeza y contempló las puertas. Sus ojos se llenaron de lágrimas; aquella voz era la de su madre, Tearsong, sacerdotisa de Que-shu, quien había muerto años atrás cuando ella era todavía una niña.

—¿Tearsong? —balbuceó Goldmoon—. Madre...

—Para ti los últimos años han sido tristes y difíciles, hija mía —más que oírla, sentía la voz de su madre en el corazón—, y temo que tu carga no se alivie pronto. Si continúas adelante, dejarás esta oscuridad tan sólo para penetrar en una oscuridad aún mayor. La verdad iluminará tu camino, a pesar de que su luz brille muy débilmente en la larga y terrible noche que te aguarda. No obstante, sin la verdad, todo estaría perdido, todo perecería. Entra en el templo conmigo, hija mía, y encontrarás lo que buscas.

—Pero, ¿y mis amigos?, ¿y Riverwind? —Goldmoon miró hacia el pozo y vio cómo Riverwind se tambaleaba sobre el trepidante empedrado—. No pueden luchar solos contra esta catástrofe, sin mí morirán. ¡La Vara podría ayudar! ¡No puedo dejarles! —Se disponía a regresar cuando, de pronto, la oscuridad lo envolvió todo.

—¡No puedo verles...! ¡Riverwind...! ¡Madre, ayúdame!

Pero no hubo respuesta

—¡No es justo! —gritó Goldmoon para sí, apretando los puños—. ¡Nunca quisimos esto! ¡Sólo deseábamos amarnos, y ahora puede que hasta eso perdamos! Hemos sacrificado tanto... y no nos ha servido para nada. ¡Tengo treinta años, madre! Treinta años y no tengo hijos. Se han llevado mi juventud, se han llevado a mi gente. Y a cambio, no me ha quedado nada. Nada, ¡excepto esto! —levantó la Vara—. y ahora se me vuelve a pedir que continúe la lucha.

Su rabia se calmó. ¿Había sentido rabia Riverwind durante los largos años que había deambulado buscando respuestas? Todo lo que había encontrado era la Vara, y eso sólo había reportado más preguntas. No, pensó, él no se había sentido furioso. Su fe era fuerte. La débil soy yo. Riverwind estaba dispuesto a morir por su fe y, por lo que parece, yo estoy dispuesta a vivir, incluso si vivir significa vivir sin él.

Goldmoon se apoyó contra las puertas doradas, cuya superficie metálica refrescó su piel. A regañadientes, tomó una amarga decisión: Seguiré adelante, madre, pero si Riverwind muere, mi corazón morirá también. Sólo pido una cosa: si él muere, hazle saber de alguna forma, que yo continuaré su búsqueda.

Apoyándose sobre la Vara, la Reina de los Que-shu empujó las doradas puertas y entró en el templo. Las puertas se cerraron tras ella en el mismo momento en que el dragón negro surgía del pozo.

Goldmoon dio unos pasos en la envolvente oscuridad; al principio no podía ver nada, pero el recuerdo de los cálidos brazos de su madre le hizo seguir adelante. De pronto, a su alrededor, comenzó a brillar una luz suave y pudo ver que se hallaba bajo una amplia y alta bóveda que se elevaba sobre un suelo de mosaicos incrustados. En el centro de la sala había una estatua de singular gracia y belleza. La débil luz que había en la habitación emanaba de la figura, y Goldmoon, aturdida, caminó hacia ella. Representaba una mujer vestida con ondeantes túnicas, cuyo rostro de mármol poseía una expresión de radiante esperanza con una mezcla de tristeza. Alrededor del cuello llevaba colgado un extraño amuleto.

—Esta es Mishakal, diosa de la curación, a quien yo sirvo —dijo la voz de su madre—.Escucha sus palabras, hija mía.

Goldmoon se detuvo frente a la estatua, maravillada por su belleza. No obstante, parecía inacabada, incompleta. Observó que a la efigie le faltaba algo; las manos de mármol, que estaban curvadas como si anteriormente hubiesen sostenido un báculo, estaban ahora vacías. Sin pensarlo dos veces, impulsada tan sólo por la necesidad de completar tal belleza, Goldmoon deslizó su vara entre las manos de mármol.

Comenzó a destellar una suave luz azulada, y Goldmoon, sobresaltada, retrocedió unos pasos. El destello fue aumentando de intensidad hasta volverse deslumbrante. La mujer bárbara se tapó los ojos, cayendo al suelo de rodillas. Una fuerza bondadosa e inmensa invadió su corazón y se arrepintió amargamente de la rabia que había sentido minutos antes.

—No te avergüences de tus dudas, ellas fueron las que te condujeron hasta nosotros, y es tu rabia la que te ayudará a superar las pruebas que te aguardan. Vienes buscando la verdad y la encontrarás.

Los dioses no han abandonado al hombre —es el hombre el que ha abandonado a los verdaderos dioses. Krynn está a punto de enfrentarse a una dura prueba. Sus hombres necesitarán la verdad más que nunca. Tú, debes devolverle al hombre la verdad y el poder de los verdaderos dioses. Ha llegado el momento de restablecer el equilibrio del universo. Ahora, la balanza se inclina hacia el lado del mal, pues así como los dioses del bien han regresado, también lo han hecho los dioses del mal, que luchan incansablemente para atraer las almas de los hombres. La Reina de la Oscuridad ha regresado a buscar, una vez más, aquello que le permita caminar libremente por el mundo. Los dragones, que habían desaparecido de Krynn, vuelven a rondar por los cielos y los caminos.

Dragones..., pensó Goldmoon como en sueños. Le resultaba difícil concentrarse y comprender aquellas palabras que penetraban en su mente. Sólo tiempo después comprendería completamente el mensaje. Entonces recordaría las palabras para siempre.

—Para conseguir el poder y derrotarlos, necesitarás la verdad de los dioses —éste es el sumo don del que os hablaron. Bajo el templo, en unas ruinas colmadas de grandezas pertenecientes a eras pasadas, están los Discos de Mishakal; son unos discos circulares hechos de reluciente platino. Cuando encuentres los discos, podrás invocar mi poder, pues yo soy Mishakal, diosa de la curación.

—El camino no será fácil. Los dioses del mal conocen y temen el gran poder de la verdad. El viejo y poderoso dragón negro Khisanth, llamado Onyx por los hombres, es el guardián de los discos. Tiene su cubil en la destruida ciudad de Xak Tsaroth. Si decides intentar recuperar los discos, te acecharán muchos peligros, por tanto, bendigo esta Vara. Llévala con orgullo, sin vacilación alguna, y vencerás.

La voz dejó de oírse y en aquel momento, Goldmoon oyó el agonizante grito de Riverwind.

Tanis entró en el templo y sintió como si estuviese retrocediendo en sus recuerdos. El sol se filtraba entre los árboles de Qualinost. El, Laurana y el hermano de ésta, Gilthanas, estaban tendidos a la orilla del río, riendo y compartiendo sueños después de un juego infantil. La infancia de Tanis no había sido feliz —pronto se había dado cuenta de que era diferente a los demás. Pero aquel día había sido un día de sol resplandeciente y de cálida amistad. El recuerdo de aquella paz invadió su alma, atenuando el miedo y la tristeza.

Se volvió hacia Goldmoon, quien se hallaba a su lado silenciosa.

—¿Qué lugar es éste?

—La respuesta a esta pregunta debe esperar —le respondió Goldmoon, conduciéndole a través del resplandeciente suelo de azulejos hasta la reluciente estatua de mármol de Mishakal. La Vara de Cristal Azul proyectaba en toda la sala una brillante claridad.

Cuando Tanis abrió la boca, maravillado, una sombra oscureció la habitación. Él y Goldmoon se giraron hacia la puerta, por donde entraban Caramon y Sturm llevando el cuerpo de Riverwind. A los lados de la improvisada camilla caminaban Flint y Tasslehoff, —el enano parecía muy viejo y cansado y el kender extrañamente apesadumbrado—, formando una peculiar guardia de honor. Tras ellos iba Raistlin, con la capucha sobre la cabeza y las manos enfundadas en la túnica; parecía el mismísimo espectro de la muerte.

Llevando la camilla cuidadosamente, caminaron sobre el suelo de mármol; al llegar ante Goldmoon y Tanis, se detuvieron. Tanis miró hacia el cuerpo yacente a los pies de Goldmoon y cerró los ojos. La sangre había traspasado la gruesa manta, extendiéndose por la tela y formando grandes manchas oscuras.

—Sacadle la manta —ordenó Goldmoon. Caramon miró a Tanis suplicante.

—Goldmoon... —comenzó a decir Tanis.

De pronto, antes de que nadie pudiese detenerlo, Raistlin se arrodilló y levantó la manta manchada de sangre.

Al ver el cuerpo torturado de Riverwind, Goldmoon ahogó un gemido y palideció de tal forma que Tanis le tendió una mano, temiendo que fuera a desmayarse. Pero Goldmoon era hija de una raza fuerte y orgullosa. Tragó saliva, respiró profundamente y girándose, caminó hacia la estatua de mármol. Tomó cuidadosamente la Vara de Cristal Azul de las manos de la diosa y volvió junto al cuerpo de Riverwind, arrodillándose junto a él.

—Kan-tokah
—dijo en voz baja—. Mi amado...—Alargando una mano temblorosa, tocó la frente del bárbaro agonizante. El rostro invidente se volvió hacia ella como si la hubiese oído, y una de las manos chamuscadas hizo un débil movimiento como si quisiese tocarla. Después de un tremendo escalofrío, se quedó totalmente quieto. Con las mejillas inundadas de lágrimas, Goldmoon posó la Vara sobre el cuerpo de Riverwind. Una suave luz azulada iluminó la habitación, relajándoles a todos en el acto. Dejaron de sentir la tensión y el agotamiento provocados por aquella dura jornada. El terror al ataque del dragón desapareció de sus, mentes como desaparece la noche cuando llega el día. Unos segundos más tarde, la luz proyectada por la Vara comenzó a disminuir hasta extinguirse. La noche invadió el templo, que una vez más, quedó iluminado tan sólo por la luz que emanaba de la estatua.

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