El retorno de los Dragones (24 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El retorno de los Dragones
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—¡Suéltame! —rugió el enano con tanta furia que Sturm le obedeció sorprendido. Flint siguió corriendo en dirección al incandescente dragón. Sturm lanzó un suspiro y corrió tras él con los ojos llorosos a causa del humo.

—¡Tasslehoff Burrfoot! —gritó Flint—. ¡Eh, estúpido kender! ¿Dónde estás?

No hubo respuesta.

—¡Tasslehoff! Si esta huida fracasa por tu culpa, ¡te asesinaré! ¡Ayúdame...! —por sus mejillas corrían lágrimas de frustración, pena y rabia.

El calor era irresistible, secaba los pulmones. Sturm sabía que no podían respirar ese aire mucho tiempo más o perecerían. Agarró al enano con firmeza, pensando en dejarlo sin sentido si era necesario, cuando, de repente, vio que algo se movía en un extremo de la fogata. Se frotó los ojos y miró de nuevo.

El dragón estaba tendido en el suelo con la cabeza aún unida al llameante cuerpo por un largo cuello de mimbre. La cabeza no había prendido, pero las llamas estaban comenzando a devorar el cuello y pronto ardería por completo. Sturm volvió a ver que algo se movía.

—¡Flint, mira! —Sturm, seguido torpemente por el enano, corrió hacia la cabeza de la criatura. De la boca del dragón salían dos pequeñas piernas, enfundadas en unas medias de lana de color azul brillante, que pataleaban débilmente.

—¡Es Tas! ¡Sal de ahí! ¡La cabeza va a comenzar a arder de un momento a otro!

—¡No puedo, estoy atascado! —dijo una voz ahogada.

Sturm, desesperado, examinaba la cabeza del dragón, intentando encontrar una forma de liberar al kender, mientras que Flint agarraba al kender por las piernas y comenzaba a tirar de él.

—¡Aayyyy! ¡Detente! —gritó Tas.

—Es inútil—. Está totalmente atascado.

Las llamas comenzaban a subir por el cuello del dragón. Sturm desenvainó su espada.

—Puede que le corte la cabeza —murmuró—, pero es su única oportunidad. Calculando la estatura del kender, imaginando por donde estaría su cabeza y esperando que no tuviese los brazos extendidos, Sturm colocó la espada sobre el pescuezo del dragón. Flint cerró los ojos. El caballero respiró profundamente y cercenó la cabeza del dragón con la espada. Se oyó un alarido del kender proveniente del interior; Sturm no sabía si era de dolor o de sorpresa.

—¡Estira! —le gritó al enano.

Flint agarró la cabeza de mimbre y comenzó a tirar para separarla del cuello. De pronto, en medio de una nube de humo, apareció una figura alta y oscura. Sturm se volvió con la espada desenvainada y vio que se trataba de Riverwind.

—¿Qué estáis hacien...? —el hombre de las llanuras contempló la cabeza del dragón pensando que Flint y Sturm se habían vuelto locos.

—¡El kender está ahí dentro, atascado! —gritó Sturm—. No podemos sacar la cabeza de aquí, rodeados de draconianos. Tenemos que...

Sus palabras se perdieron entre los rugidos de las llamas, pero Riverwind, finalmente, vio que de la boca del dragón colgaban unas piernas azules. Metiendo las manos en una de las cuencas de los ojos, agarró la cabeza del dragón por un extremo. Sturm la agarró por el otro y ambos levantaron la cabeza —con el kender dentro— y echaron a correr por el campamento. Los pocos draconianos que se les cruzaban, echaban un vistazo a la terrorífica aparición y huían despavoridos.

—Vamos, Raistlin —dijo solícitamente Caramon poniéndole el brazo sobre los hombros a su hermano—. Debes intentar mantenerte en pie, hemos de seguir adelante. ¿Cómo te encuentras?

—¿Cómo suelo encontrarme? Ayúdame a levantarme. Así. Ahora déjame en paz un rato. —Se apoyó contra un árbol estremeciéndose, pero sosteniéndose en pie.

—Está bien, Raistlin —respondió dolido Caramon, retirándose. Goldmoon observó enojada al mago, no sólo recordando la congoja que había sentido Caramon cuando su hermano había estado a punto de morir, sino también porque, después de sus propios esfuerzos por curarle, Raistlin no se había dignado pronunciar ni una sola palabra de agradecimiento. Goldmoon se dio la vuelta dispuesta a buscar a los demás, intentando ver a través del espeso humo.

Tanis apareció primero, corriendo a tal velocidad que se abalanzó sobre Caramon. El guerrero lo recogió en sus inmensos brazos, frenando el impulso que llevaba el semielfo y ayudándolo a mantenerse sobre sus pies.

—Gracias —jadeó Tanis doblándose hacia adelante con las manos sobre las rodillas para recuperar la respiración—. ¿ Dónde están los demás?

—¿No estaban contigo?

—Nos separamos —Tanis tragaba grandes bocanadas de aire mezcladas con humo, que al llegar a sus pulmones, le hacían toser.

—¡Su Torakh!
—interrumpió Goldmoon en tono de asombro. Tanis y Caramon se giraron asombrados. Vieron una grotesca imagen saliendo de la serpenteante humareda. Una cabeza de dragón, de azulada lengua bífida, se abalanzaba sobre ellos. Tanis parpadeó incrédulo y, entonces, escuchó detrás suyo un sonido que casi le hizo trepar a un árbol a causa del terror que le produjo. Se giró con el corazón encogido y la espada en la mano. Raistlin se estaba riendo. Tanis nunca había oído reír al mago —ni siquiera cuando éste era niño— y esperaba no volver a oírlo nunca más. Era una risa extraña, burlona y estridente. Caramon y Goldmoon contemplaban atónitos al hechicero; al final, el sonido de aquella risa se fue apagando, y el mago siguió riendo en silencio. En sus dorados ojos se reflejaba el resplandor de las llamas del campamento de draconianos.

Tanis se estremeció y volvió a girarse, descubriendo que Sturm y Riverwind eran los que transportaban la cabeza del dragón. Flint corría delante de ellos ataviado con un casco de draconiano. Tanis corrió hacia ellos.

—¿Qué diablos...?

—El kender está ahí dentro atascado —dijo Sturm. Respirando con dificultad, él y Riverwind dejaron la cabeza en el suelo—. Hemos de sacarle de ahí —Sturm miró a Raistlin con cautela, pues el mago seguía riendo—. ¿Qué le ocurre? ¿Aún le dura el efecto del veneno?

—No, está mejor —contestó Tanis, al tiempo que examinaba la cabeza de dragón.

—¡Qué pena! —murmuró el caballero arrodillándose al lado del semielfo.

—Tas, ¿estás bien? —le gritó Tanis abriendo la inmensa boca del dragón para poder mirarlo por dentro.

—¡Creo que Sturm me ha cortado la coleta!

—Tienes suerte de que no te haya cortado la cabeza —resopló Flint.

—¿Qué es lo que le sujeta? —Riverwind se agachó para mirar por la boca del dragón.

—No estoy seguro —dijo Tanis —. No puedo ver en medio de esta maldita humareda. —Se puso en pie suspirando de frustración—. ¡Tenemos que largamos de aquí! Los draconianos pronto se habrán reorganizado. Caramon, acércate. Intenta rasgarlo por este extremo.

El guerrero se aproximó a la cabeza del dragón y la sujetó por las cuencas de los ojos. Entornando los párpados, respiró profundamente y, tras un gruñido, comenzó a tirar. Durante un minuto no pasó nada. Tanis observaba las protuberancias de los brazos del guerrero, viendo cómo sus músculos se tensaban por el esfuerzo y la sangre le subía al rostro. De pronto se escuchó el sonido crujiente de madera desgarrada. El extremo de la cabeza del dragón cedió y Caramon cayó hacia atrás, soltando la mitad superior de la cabeza.

Tanis se acercó y, agarrando a Tas por una mano, le ayudó a salir.

—¿Estás bien? —le preguntó. El kender se tambaleaba pero su sonrisa era tan amplia como de costumbre.

—Estoy perfectamente. Sólo un poco chamuscado —de pronto su expresión se ensombreció—. Tanis —dijo arrugando el rostro con preocupación y tocándose su larga coleta—: ¿Y mi cabello?

—Está todo en su sitio.

Tas suspiró aliviado y comenzó a hablar:

—Tanis, ha sido tan maravilloso, volar así, la expresión del rostro de Caramon....

—La explicación tendrá que esperar. Tenemos que marchamos de aquí. Caramon, ¿crees que tú y tu hermano podréis continuar?

—Sí, vamos.

Raistlin comenzó a caminar, aceptando la ayuda de su hermano. El mago miró atrás, hacia la cabeza partida del dragón, agitando los hombros en silencio y riendo siniestramente.

15

La fuga.

El pozo.

La muerte de negras alas.

El humo del incendio del campamento de draconianos flotaba aún sobre el terreno sombrío y cenagoso, evitando que el grupo pudiese ser descubierto por aquellas extrañas y demoníacas criaturas. El humo fluctuaba fantasmagóricamente por los pantanos, envolviendo a Solinari y oscureciendo las estrellas. Los compañeros no se arriesgaron a encender luz alguna —ni siquiera la del bastón de Raistlin—, ya que aún podían oír el sonido de los cuernos de los draconianos intentando restablecer el orden.

Riverwind los guiaba, pues aunque Tanis siempre se había sentido orgulloso de su habilidad para orientarse en los bosques, aquella oscura niebla cenagosa le había hecho perder por completo el sentido de la orientación. Con una rápida mirada a las estrellas, en un momento en que el humo se despejó, supo que estaban caminando en dirección norte.

No habían ido muy lejos cuando Riverwind comenzó a hundirse en el fango hasta las rodillas. Tanis y Caramon consiguieron sacarle del agua y Tasslehoff tomó el primer lugar, tanteando el suelo con su vara jupak, que se hundía a cada paso.

—No nos queda otra salida, tendremos que vadear —dijo Riverwind con sequedad.

Tomando un sendero en el que el agua parecía menos profunda, los amigos dejaron la tierra firme y se metieron en el lodo. Al principio sólo les llegaba hasta el tobillo, luego hasta las rodillas y al poco rato se hundieron todavía más; Tanis se vio obligado a llevar a Tasslehoff, quien, agarrado a su cuello, no dejaba de reír. Flint se negó rotundamente a aceptar cualquier propuesta de ayuda, incluso cuando el lodo le llegó a la punta de la barba. Momentos después, desapareció. Caramon, que iba tras él, lo pescó del agua y se lo echó al hombro como si se tratase de un saco mojado; el enano estaba tan cansado y asustado que ni siquiera refunfuñó. Raistlin se arrastraba por el agua entre toses. Enfermo y agotado todavía, a causa del veneno, el mago se desplomó finalmente. Sujetándole, Sturm lo arrastró por el cenagal.

Después de avanzar con torpeza por aquellas heladas aguas, alcanzaron tierra firme y se tomaron un pequeño descanso.

Comenzó a soplar un cortante viento del norte, los árboles comenzaron a crujir y a gemir, y sus ramas se doblaban. El viento hizo que la niebla se disipase, formando alargados jirones. Raistlin, tendido sobre la hierba, miró hacia el cielo y, conteniendo la respiración, se incorporó alarmado.

—Nubes tormentosas —dijo con voz ahogada, tosiendo y haciendo un esfuerzo para hablar—. Vienen del norte, no tenemos tiempo. ¡No hay tiempo! Debemos llegar a Xak Tsaroth. ¡Rápido! ¡Antes de que se ponga la luna!

Todos miraron al cielo. Por el norte se aproximaba una masa negruzca que devoraba las estrellas. Tanis sintió la misma urgencia que el mago y, aunque también estaba agotado, se puso en pie. Sin decir una sola palabra, los demás lo imitaron y comenzaron a caminar detrás de Riverwind que los guiaba, pero una vez más, encontraron que el camino estaba bloqueado por oscuras aguas pantanosas.

—¡Otra vez no! —gimió Flint.

—No, no tenemos que vadear de nuevo. Venid, mirad —dijo Riverwind llevándolos hasta la orilla. Allí, entre unas ruinas que sobresalían, había un obelisco que, por azar o colocado a propósito, formaba un puente hasta la otra orilla del pantano.

—Yo iré primero —se ofreció Tas, saltando enérgicamente sobre la alargada piedra—.¡Eh! Aquí hay algo escrito, parecen runas.

—¡He de verlo! —susurró Raistlin. Corrió hacia el obelisco y formuló con autoridad la palabra
Shirak,
el cristal del pomo de su bastón se iluminó.

—¡Apresúrate! —gruñó Sturm—. Con esta luz, cualquier ser a veinte millas a la redonda nos puede localizar.

Pero Raistlin no quería apresurarse; sosteniendo la luz sobre las runas, las estudió detenidamente. Tanis y los otros treparon al obelisco reuniéndose con el mago.

El kender se agachó, repasando las runas con su pequeña mano.

—¿Qué dicen, Raistlin? ¿Sabes leerlo? La escritura parece muy antigua.

—Y lo es. Data de antes del Cataclismo. Dice: «La Gran Ciudad de Xak Tsaroth, cuya belleza os rodea, habla de la bondad de sus gentes y de sus generosas hazañas. Que los dioses nos recompensen por la gracia de nuestro hogar».

—¡Qué horrible! —Goldmoon se estremeció al observar las ruinas y la desolación que reinaba a su alrededor.

—Desde luego fueron recompensados por los dioses —dijo Raistlin sonriendo cínicamente. Nadie habló, el mago susurró
Dulak,
y la luz se apagó. De pronto la noche pareció más negra.

—Debemos continuar. Seguramente habrá más de un monumento derruido que indique lo que en su día fue este lugar.

Cruzaron sobre el obelisco y llegaron a una frondosa espesura. Al principio parecía que no había ningún camino, pero luego Riverwind, afortunadamente, encontró un sendero entre los árboles y las enredaderas. Se agachó para examinarlo y se incorporó con expresión ceñuda.

—¿Draconianos? —preguntó Tanis.

—Sí, hay muchas huellas de pies con garras y todas se dirigen hacia el norte, en dirección a la ciudad.

Bajando el tono, Tanis le preguntó:

—¿Es ésta la ciudad destruida donde te fue entregada la Vara.

—Y donde la muerte tiene negras alas —añadió Riverwind cerrando los ojos y pasándose la mano por la cara.

Después de un suspiro hondo y desgarrado, dijo:

—No lo sé, no puedo recordarlo pero tengo miedo, y no sé por qué.

Tanis posó su mano sobre el brazo de Riverwind.

—Los elfos tienen un dicho: Los únicos que no tienen miedo son los muertos.

De repente Riverwind, para sorpresa de Tanis, tomó sus manos y le dijo:

—Nunca había conocido a un elfo. Mi gente no confía en ellos, pues dicen que a los elfos no les importan ni Krynn ni los humanos. Creo que pueden estar equivocados. Estoy contento de haberte conocido, Tanis de Qualinost, te considero un amigo.

Tanis conocía lo suficiente la tradición de las Llanuras para darse cuenta de que con estas palabras, Riverwind se declaraba dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso la vida, por él. Para los hombres de las Llanuras, un voto de amistad era una promesa solemne.

—Tú también eres mi amigo Riverwind. Tú y Goldmoon sois amigos míos.

El bárbaro volvió su mirada hacia Goldmoon, que se hallaba cerca de ellos apoyada sobre la Vara con los ojos cerrados y el rostro marcado por el cansancio y el dolor. Al mirarla, la expresión de Riverwind se ablandó. Momentos después, el orgullo hizo que la impenetrable máscara apareciese de nuevo en su rostro.

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