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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (32 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—A los jueces los consideran grandes hombres.

—Quienes no los conocen. Pero no a todos los consideran así. Recuerda a Coke, que atacó cobardemente al indefenso Raleigh durante el juicio y fue relevado del cargo cuando era presidente del Tribunal Supremo. Recuerda a todos los lores cancilleres que han sido expulsados de su puesto por corrupción. Recuerda al infame juez Jeffries.

—¡Dios mío! ¡Qué duro eres con los hombres de leyes, Stephen! Tiene que haber algunos buenos.

—Supongo que sí. Probablemente habrá hombres que sean inmunes a la corrupción, lo mismo que hay hombres que pueden caminar entre los que tienen la peste o la gripe sin contagiarse, pero ellos no me interesan. Lo que me interesa es minar tu confianza en que se administra justicia imparcialmente en los tribunales ingleses, y decirte que el juez y el fiscal encargados de tu caso son de esa clase. Lord Quinborough tiene fama de ser violento, autoritario, grosero y malhumorado. Además, es miembro del Consejo de Ministros, al cual tu padre y sus amigos se oponen más violentamente que los demás miembros de la oposición. El señor Pearce, que se encarga de la acusación, es inteligente y astuto, se destaca por el modo en que hace los interrogatorios para comprobar lo declarado, tiene tendencia a insultar a los testigos para que pierdan los estribos, está familiarizado con todos los subterfugios legales y es un sinvergüenza redomado. Te digo todo esto para que no estés tan seguro de que la verdad prevalecerá y de que la inocencia es un escudo perfecto, para que sigas el consejo de Lawrence y permitas que al menos sugiera que tu padre no fue discreto.

—Hablas como un amigo y te lo agradezco —dijo Jack en tono enfático—, pero olvidas una cosa: el jurado. No sé cómo es la justicia en Irlanda ni en otros países, pero en Inglaterra tenemos un jurado, y eso hace que nuestro sistema judicial sea el mejor del mundo. Es posible que los hombres de leyes sean tan malos como dices, pero me parece que si doce hombres corrientes oyen un relato verdadero, lo creerán. Y si por alguna razón se me echan encima, espero poder soportarlo. Dime, ¿te has acordado de las cuerdas de violín?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Stephen, registrándose el bolsillo—. Me parece que me olvidé por completo de ellas.

CAPÍTULO 8

Stephen Maturin escribió un diario durante muchos años, aunque no era conveniente que un espía tuviera el hábito de escribirlo. A pesar de que nunca se había descubierto el código que usaba, el diario le había causado dificultades cuando los norteamericanos le capturaron. Pero al igual que sintió la necesidad de volver al opio cuando Diana desapareció de su vida, sintió la de escribir sobre su regreso, dejarlo por escrito, y después de vencer sus escrúpulos, compró un libro de tapas verdes con hojas en blanco de tamaño cuarto, que quedaban completamente planas cuando se abría. En ese libro escribió muchas cosas sobre medicina, historia natural y asuntos personales, pues, si por casualidad caía en manos del enemigo, no comprometería a ningún otro agente secreto ni a ninguna red de espionaje y haría suponer que su autor no estaba relacionado con actividades de ese tipo. No obstante eso, lo que ponía en él era totalmente cierto, porque lo hacía con la intención de leerlo solamente él mismo. Escribía en catalán, una lengua que había aprendido en su juventud y que conocía tan bien como el inglés y mejor que el irlandés que había aprendido en su niñez. Ahora iba a empezar una nueva página y en ella escribió:

He cometido dos errores graves y de peligrosas consecuencias durante estos días. Dios quiera que no cometa el tercero en el asunto de la fragata. El primero fue ofrecer demasiado dinero como recompensa por la captura de Palmer. Ante la posibilidad de ganar esa suma, todos los investigadores, alguaciles y policías de Londres le buscaron por todas partes día y noche, y, naturalmente, eso llegó a oídos de los jefes de la operación, quienes inmediatamente eliminaron a Palmer para quedar así fuera de peligro, y a la vez dejaron a Jack sin cabo al que agarrarse. El segundo fue mi agresivo intento de manipular a Jack. Siempre han existido entre nosotros diferencias debidas a nuestras diferentes nacionalidades, pero nunca han salido a flote, y me temo que las he hecho salir con mis absurdos y reiterados comentarios sobre la justicia inglesa. Jack no tolera que un extranjero critique a su país, ni aunque esté justificado, y al fin y al cabo, yo soy un extranjero. Debía haberme dado cuenta de que no le gustaba el mensaje que encerraban mis palabras porque tamborileaba con los dedos y tenía una expresión molesta, pero continué y lo único que conseguí fue que ahora se muestre más firme que antes en su convicción. No sólo no le hice ningún bien sino que le causé mucho daño, y temo que pueda hacerle el mismo o aún más comprando la Surprise; aunque en este caso, al menos, tengo la ventaja de poder consultar a un hombre de buena voluntad que es inteligente y conoce bien este asunto y las circunstancias que lo rodean.

Cerró el libro, miró su reloj y, asintiendo, pensó que le quedaban cinco minutos. Miró la botella de láudano que estaba sobre la repisa de la chimenea, una botella de una pinta con el fondo cuadrado que antes contenía licor, y negó con la cabeza. «No hasta esta noche», se dijo. Pero para él escribir en el diario —lo que generalmente hacía por la noche— estaba tan estrechamente relacionado con tomar tintura de opio que cuando llegó a la puerta volvió hacia atrás con pasos rápidos, cogió una copa de su mesilla de noche, la llenó hasta la mitad con el líquido ambarino de agradable olor y se lo tomó en tres pequeños sorbos. Después bajó las escaleras y vio a sir Joseph entrando en el vestíbulo.

A esa hora de la tarde había pocas personas en el club, y ambos podían ocupar casi cualquier lugar en la larga sala frontal que daba a la calle Saint James.

—Sentémonos junto a la ventana del centro para observar a la humanidad como un par de dioses del Olimpo —dijo Blaine.

Cuando ya estaban sentados y miraban atentamente la calle por entre la gris llovizna, Blaine continuó:

—He pensado en su proyecto, estimado Maturin, y después de meditar mucho llegué a la conclusión de que es bueno. Pero he hecho tres suposiciones. La primera es que usted quiere comprar la fragata sea cual sea el resultado del juicio; es decir, tanto si la necesita para lograr lo que se ha propuesto como si no.

—Sí, así es, pues si Jack Aubrey es absuelto, seguramente me la comprará; y si no, que Dios no lo quiera, al menos le servirá de refugio. Además, también la compraría en parte por egoísmo, porque me podría ofrecer las grandes ventajas que usted mencionó cuando me habló de sir Joseph Banks. Yo también disfrutaría infinitamente viajando en un barco de guerra para estudiar las plantas, sobre todo en un barco de guerra que pudiera detener en ocasiones importantes.

—Digo esto porque la venta será el día antes del inicio del juicio y, por supuesto, tiene usted que tomar una decisión antes de conocer el veredicto. La segunda suposición es que usted no piensa llevar a cabo ninguna misión que le encargue el servicio secreto de la Armada, debido a las condiciones en que se encuentra actualmente.

—Ninguna en absoluto. Ninguna hasta que vuelvan a confiar plenamente en usted.

—La última es que usted tiene los fondos necesarios en Inglaterra, pues hace falta tener dinero en efectivo para hacer transacciones de esa clase. Si no…

—Supongo que sí. No sé cuánto cuesta comprar y armar un barco de guerra, pero tengo tres pagarés como éste para cobrar en el Banco del Espíritu Santo y el comercio de la calle Treadneedle —añadió, entregándole uno—. Y si no son suficientes, tendré que conseguir más.

—¡Dios mío! —exclamó sir Joseph—. Maturin, sólo con éste podría comprar, armar y dotar de una tripulación a una fragata de setenta y cuatro cañones, así que no hay duda de que podrá adquirir una anticuada y de tercera mano que hace tiempo cumplió la mayoría de edad.

—La
Surprise
navega a gran velocidad de… quiero decir, cuando se colocan de una manera especial las bolinas. Por otro lado, uno llega a sentir cariño por la falta de espacio, los techos bajos, la aglomeración de hombres y su tufo bajo la cubierta.

—Sería un excelente barco corsario. Hay pocos mercantes que puedan navegar más rápido o tengan cañones más potentes. Pero debe usted obtener patentes de corso, ¿sabe?, porque si no sería simplemente un pirata. Y cada patente debería autorizarle a hacer corso contra uno de los estados con los que estamos en guerra. Tengo un amigo que al principio de la guerra capturó un barco holandés, aunque sólo tenía una patente para hacer corso contra Francia. Poco después se encontró con un barco del rey y el capitán, después de examinar sus documentos, le quitó la presa y, para colmo, reclutó forzosamente a la mitad de su tripulación. Puesto que todavía ejerzo influencia en una parte remota del Almirantazgo, esta misma tarde tendrá usted patentes para hacer corso contra todas las naciones bajo el sol. Como le decía, la venta será el día antes del comienzo del juicio, así que
no
sé cómo le afectará eso.

—El capitán Pullings me lo dijo esta mañana, y después de reflexionar sobre ello, creo que es mejor que vaya allí. Lawrence me ha dicho que espera que el juicio dure tres días y, si viajo en una silla de posta, estaré de regreso el tercer día a primera hora. De momento no piensa llamarme como testigo, pues todo lo que yo puedo decir sobre las heridas de Jack Aubrey está explicado en los informes oficiales que hice al Comité de Ayuda a los Enfermos y Heridos y en los libros donde anotaba los casos que trataba en la enfermería, pero en caso de que me necesitara, sería el tercer día. Además, no me gustaría ver cómo atormentan a Jack en el juicio, y mucho menos cómo lo humillan. Creo que, en casos como éste, los amigos sólo deberían estar presentes cuando el triunfo fuera casi seguro. Volviendo al capitán Pullings…

—¿Thomas Pullings, el antiguo primer teniente del capitán Aubrey que recientemente fue ascendido a capitán?

—El mismo. ¿Cree usted que tiene razón al pensar que actualmente tiene pocas posibilidades de conseguir un barco y que tendrá muchas menos si condenan al capitán Aubrey?

—Me temo que sí. Un capitán que no tenga conexiones y que esté relacionado con un capitán de navío desacreditado, aunque sea injustamente, es probable que pase toda su vida en tierra, sean cuales sean sus méritos.

—Entonces no debo tener reparos en aceptar su oferta de acompañarme y supervisar el traslado de la fragata.

—No, no debe. ¡Qué buena acción! Pensaba proponerle la ayuda de otro hombre, porque debe dejar usted en la embarcación a un buen marino o de lo contrario los tripulantes le engañarán, saquearán la fragata, se llevarán las placas de cobre que recubren el casco y probablemente la cambiarán por una chalana. Pero Pullings es mejor, mucho mejor.

—Otra cosa que me preocupa es dotarla de una tripulación. Conozco a muchos capitanes que se han hecho a la mar con una tripulación reducida a pesar de haber conseguido muchos hombres gracias a los barcos, las brigadas reclutadoras y a cuadrillas que por orden suya reclutaban forzosamente a los hombres tanto en tierra como en la mar. ¿Cómo es posible encontrar un adecuado número de marineros eficientes?

—¿Cómo? Es un misterio para mí y para los que están más versados que yo en esa materia, pero los barcos corsarios tienen una tripulación numerosa y, además, muy buena. Por algún oscuro canal de comunicación, o tal vez por instinto, muchos marineros se enteran de los movimientos que hacen los que quieren reclutarles a la fuerza y se van secretamente a puertos pequeños, donde pasan a integrar la tripulación de barcos de guerra privados. Hay entre cincuenta y sesenta mil marineros a bordo de ellos, probablemente los más listos de ese grupo de seres anfibios, y no dudo de que el capitán Aubrey encontraría a muchos tripulantes en una ensenada retirada en caso de que los necesitara. Y es interesante ver cómo el grado de civismo de un hombre varía en función de la distancia a que se encuentre de su tierra; por ejemplo, los amables pescadores de Dover, que siempre están dispuestos a ayudar a los mercantes con problemas, se transforman poco menos que en piratas en el Caribe, algo que saben perfectamente cuando suben a bordo de un barco corsario.

En ese momento llegaron dos miembros del club y se sentaron junto a la ventana y sir Joseph agregó:

—Pero seguramente habrá pensado en esto docenas de veces. Quisiera decirle algo más, algo mucho más interesante, y puesto que la lluvia ha cesado, podríamos dar un paseo por Green Park. ¿Lleva zapatos resistentes? Charles nos prestará un paraguas por si vuelve a llover.

Volvió a llover, y cuando ambos estaban protegidos por aquella especie de cúpula sobre la que tamborileaba la lluvia, sir Joseph continuó hablando.

—Quisiera decirle algo, pero no de un modo demasiado explícito, pues no quiero causarle más preocupaciones de las que actualmente tiene, así que sólo haré un par de comentarios. En primer lugar, quiero recordarle que cuando vino a visitarme, después de llegar del Pacífico, le dije que me parecía que detrás de los cambios del departamento había motivos comunes o tal vez siniestros; pero eran siniestros, Maturin. Lo que parecía una lucha corriente y sin escrúpulos por el poder, la influencia, la capacidad de hacer favores políticos y el control del dinero del servicio secreto, ahora nos parece, a mí y a algunos de mis amigos, una traición, aunque eso no significa que vaya acompañada de fraude. Hace poco alguien trató de negociar en Estocolmo una de las obligaciones que usted recuperó en el
Danaë
, pero finalmente desistió. No voy a contarle los detalles, pero quiero que sepa que eso sirvió para confirmar mis suposiciones. Además, esa persona intentó llevar a cabo la transacción de manera que le eliminara a usted como sospechoso.

—Me alegro mucho.

—Yo también me alegro, porque hasta que eso no se supiera con certeza mis amigos no podían dar el siguiente paso. Cuando hablo de mis amigos me refiero a esos caballeros relacionados con otros servicios secretos que mencioné en otra ocasión. ¿Le importaría decirme qué opina de la independencia de Chile y Perú?

—Soy partidario de ambas. Como usted sabe, siempre he considerado que la forma en que los castellanos gobiernan Cataluña es una tiranía tan odiosa como la de Bonaparte, y creo que en Suramérica actúan aún peor, pues explotan y tratan con crueldad a la gente del lugar y se aprovechan de sus tierras y, además, tienen implantada una de las peores formas de esclavitud. Mientras antes rompan la cadena que los une, mejor.

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