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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (24 page)

BOOK: El rey del invierno
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No me ponía ninguno en la derecha para evitar impedimentos a la hora de empuñar la espada o la lanza, pero lucía cuatro en la izquierda.

—Dan suerte —dije a titulo de explicación.

—No, no dan suerte. —Levantó la mano izquierda y me enseñó la cicatriz—. Cuando peleas, yo peleo contigo. Vas a ser un gran guerrero, y lo vas a necesitar.

—¿De verdad?

Tembló. El cielo estaba gris como una espada sucia, excepto unas pinceladas de color amarillo limón que teñían el horizonte occidental. Los árboles tenían un negro invernal, la hierba aparecía sombría y oscura y el humo de las hogueras del burgo se pegaba al suelo como si temiera el frío vacio del cielo.

—¿Sabes por qué se marchó Merlín de Ynys Wydryn? —me preguntó de pronto, sorprendiéndome de veras.

—Para buscar la sabiduría de Britania —respondí, con las mismas palabras que pronunciara ella en el Gran Consejo de Glevum.

—Pero ¿por qué ahora y no hace diez años? —me preguntó otra vez, y ella misma respondió—. Se ha ido ahora, Derfel, porque llegan tiempos malos. Todo lo bueno se convertirá en malo, todo lo malo será peor. Todos en Britania reúnen sus fuerzas porque saben que se acerca la gran lucha. A veces creo que los dioses están jugando con nosotros. Ponen en juego todas las piezas a la vez para ver cómo termina la partida. Los sajones se hacen fuertes y pronto atacarán en hordas, no en pequeñas bandas. Los cristianos —escupió al río para ahuyentar el mal— dicen que pronto se cumplirán quinientos inviernos del nacimiento de su abyecto dios y que con ello se producirá el advenimiento del triunfo del cristianismo. —Volvió a escupir—. ¿Qué nos espera a los britanos? Luchamos unos contra otros, nos robamos unos a otros, nos dedicamos a levantar castillos para celebrar festines cuando deberíamos estar forjando espadas y lanzas. Seremos puestos a prueba, Derfel, por eso Merlín está reuniendo fuerzas, porque sí no nos salvan los reyes, Merlín tendrá que convencer a los dioses de que acudan en nuestro auxilio. —Se detuvo ante una poza del río y se quedó mirando las negras aguas, que tenían la gélida tersura que precede a la helada. El agua acumulada en las huellas del ganado a la orilla de la poza ya estaba helada.

—¿Y Arturo? —pregunté—. ¿No va a salvarnos?

Me obsequió con el esbozo de una sonrisa.

—Arturo es a Merlín lo que tú eres a mí. Arturo es la espada de Merlín, pero no ejercemos control sobre vosotros. Os dimos poder —tocó el pomo desnudo de mi espada con la mano de la cicatriz— y os dejamos partir. Tenemos que confiar en que hagáis lo que sea menester.

—En mí puedes confiar —le dije.

Suspiró como hacía siempre que yo hacía afirmaciones semejantes, y después sacudió la cabeza negativamente.

—Cuando llegue la hora de la verdad para Britania, Derfel, y llegará, nadie sabe cuán fuerte será su espada.

Se volvió a mirar las murallas de Caer Cadarn, engalanadas con las enseñas de todos los señores y caciques llegados para presenciar como testigos la aclamación de Mordred, que se celebraría por la mañana.

—Insensatos —dijo amargamente—. Insensatos.

Arturo llegó al día siguiente, poco después del amanecer. Venia cabalgando con Morgana desde Ynys Wydryn. Sólo lo acompañaban dos guerreros y los tres hombres montaban en grandes corceles, aunque no traían armadura ni escudo, únicamente espada y lanza. Ni siquiera trajo Arturo consigo su enseña. Mostrábase relajado, como si la ceremonia no tuviera para él más interés que una mera curiosidad. Agrícola, comandante de las tropas de Tewdric, acudió en representación de su señor, que se hallaba enfermo de fiebres, y también Agrícola parecía mantenerse al margen de la ceremonia; por lo demás, percibíase en Caer Cadarn una tensión, una preocupación por el cariz que tomarían los augurios del día. Allí se encontraba el príncipe Cadwy de Isca, con las mejillas tatuadas de azul. El príncipe Gereint, señor de las Piedras, llegó desde la frontera sajona, y el rey Melwas desde la decadente Venta. Todos los nobles de Dumnonia, más de cien hombres, aguardaban en la fortaleza. El aguanieve que había caído durante la noche sobre Caer Cadarn había dejado el terreno resbaladizo y embarrado, pero las primeras luces trajeron un viento fresco del oeste, y cuando Owain salió del interior con el regio infante el sol lucía sobre las colinas que rodeaban el acceso oriental a Caer Cadarn.

La hora de la ceremonia fue fijada por Morgana según augurios de fuego, agua y tierra. Seguramente se celebraría por la mañana, pues nada bueno acarrean los esfuerzos emprendidos

con el sol en declive, pero la gente hubo de esperar hasta que Morgana encontró el momento propicio para dar comienzo a los preparativos en el circulo de piedras que coronaba la cima de Caer Cadarn. Las piedras no eran muy grandes, no había ninguna mayor que un niño acuclillado, y en su centro, donde Morgana tomó posición a la pálida luz del sol, se asentaba la piedra real de Dumnonia. Era una roca grande y alisada por la erosión, plana y gris, exactamente igual que tantas piedras, pero sobre ésa precisamente, según nos habían enseñado, el dios Bel ungió rey a Beli Mawr, su hijo humano, antecesor de todos los reyes de Dumnonia. Cuando los cálculos parecieron favorables, Balise fue conducido al centro del círculo. Era un anciano druida que habitaba en los bosques al oeste de Caer Cadarn, y en ausencia de Merlín se había requerido su presencia para invocar la bendición de los dioses. Era una criatura encogida e infestada de piojos, envuelta en andrajos y piel de cabra, tan sucia que era imposible determinar dónde terminaban los andrajos y comenzaba la barba, pero a pesar de todo era Balise quien, según me habían contado, había enseñado a Merlín gran parte de su saber. El anciano levantó la vara hacia el tenue sol, musitó unas plegarias y escupió varias veces formando un círculo en el sentido del sol, pero le sobrevino un súbito acceso de tos. Jadeando, se dejó caer en una silla que había fuera del circulo; su compañera, una anciana que apenas se diferenciaba de él, le frotó la espalda.

El obispo Bedwin rezó una plegaria al dios cristiano y el rey niño fue llevado en comitiva por el exterior del círculo de piedra. Habían colocado a Mordred sobre un escudo de guerra, envuelto en pieles, y así fue mostrado a los guerreros, caciques y príncipes que, al paso del niño, se postraban de hinojos para rendirle homenaje. De haber sido adulto, el rey habría desfilado por su propio pie alrededor del circulo, pero como no era el caso, dos guerreros dumnonios lo transportaban y tras él, con la espada desenvainada, caminaba Owain, el paladín del rey. Mordred avanzaba en sentido opuesto al del sol, única ocasión en toda la vida en que un rey se opondría al orden natural, pero se trataba de una contradicción escogida a propósito para demostrar que el regio descendiente de dioses estaba por encima de fruslerías tales como tener que seguir al sol siempre que describiera un circulo.

Después, Mordred fue depositado sobre la piedra central, dentro del escudo, para recibir los presentes. Un niño le obsequió con una hogaza de pan, símbolo del deber de alimentar a su pueblo, otro niño le presentó un látigo, símbolo del deber de administrar justicia en su país, y después, una espada fue colocada a sus pies, símbolo de su función como defensor de Dumnonía. Mordred no dejó de llorar en todo el tiempo y pataleaba con tanta energía que a punto estuvo de caerse del escudo. Con tanto patalear, su pie contrahecho quedó al descubierto y me dije que seria un mal augurio, pero todos pasaron por alto el miembro malformado y los grandes del reino fueron acercándose uno a uno para ofrecerle sus presentes. Le regalaron oro y plata, piedras preciosas, monedas, azabache y ámbar. Arturo le obsequió con un halcón de oro, regalo que cortó la respiración a los presentes por su belleza, aunque fue Agrícola quien aportó el objeto más valioso. Depositó a los pies del pequeño los reales pertrechos de guerra del rey Gorfyddyd de Powys. Arturo había recogido la armadura con adornos de oro después de provocar la huida de Gorfyddyd de su campamento, se la presentó luego al rey Twedric y éste, a su vez, devolvió el tesoro a Dumnonia por medio de su comandante.

Por fin levantaron al inquieto niño de la piedra y se lo entregaron a su nueva aya, una esclava de la casa de Owain. Había llegado el momento de Owain. Todos los grandes habían acudido con mantos y pieles para protegerse del frío, pero Owain avanzó vestido únicamente con calzas y botas. Llevaba el pecho y los brazos tatuados, pero tan desnudos como la espada que, con la debida ceremonia, posó sobre la piedra real. Después, despaciosamente y con cara de burla, recorrió el circulo escupiendo en dirección a todos los presentes. Se trataba de un reto. Si alguno de los que se encontraban allí osaba poner en entredicho el derecho de Mordred al trono, lo único que debía hacer era dar un paso adelante y recoger la espada desnuda de la piedra. Después habría de enfrentarse a Owain. El paladín hizo su recorrido con actitud ufana, desdeñosa, provocativa, pero nadie se movió. Sólo cuando terminó las dos vueltas de rigor volvió al centro del círculo y recogió la espada.

Tras esto comenzó el vitoreo, pues Dumnonia ya tenía rey de nuevo. Los guerreros que rodeaban las murallas golpearon las lanzas contra los escudos.

Aún se necesitaba un último rito. A pesar de los esfuerzos del obispo Bedwin por prohibirlo, el consejo había hecho caso omiso. Vi que Arturo se alejaba, pero todos los demás, incluido el obispo, se quedaron allí cuando un cautivo, desnudo y atemorizado, fue llevado hasta la piedra real. Se trataba de Wlenca, el muchacho sajón al que yo había capturado. No creo que supiera lo que estaba sucediendo, pero seguro que se temía lo peor.

Morgana trató de reanimar a Balise, pero como el viejo druida estaba demasiado débil para cumplir su deber, la propia Morgana hubo de acercarse al tembloroso Wlenca. El sajón no estaba atado, de modo que habría podido intentar la huida, aunque bien saben los dioses que no había escapatoria posible entre la multitud armada que lo rodeaba, de modo que permanecio inmóvil mientras Morgana se acercaba. Quizá lo petrificara la visión de la máscara de oro y el paso renqueante de Morgana, porque no se movió hasta que ella hubo mojado su maltrecha y enguantada mano izquierda en un plato y, tras una breve deliberación, tocó al muchacho en la parte superior del estómago. Al roce, Wlenca se sobresaltó, pero volvió a quedarse quieto. Morgana había mojado la mano en sangre reciente de cabra y la sangre dejó su rastro húmedo en el blanco y fino estómago de Wlenca.

Morgana se alejó. Nadie se movía ni hablaba, la inquietud llenaba el aire, pues era un momento imponente en que la verdad sería revelada. Los dioses se manifestarían respecto a Dumnonía.

Owain entró en el circulo. Había dejado la espada en alguna parte pero llevaba su negra lanza de guerra. No apartaba los ojos del atemorizado sajón, que parecía encomendarse a sus dioses, aunque en Caer Cadarn éstos eran impotentes.

Owain se movía despacio. Apartó la mirada de los ojos de Wlenca un breve instante, el imprescindible para apoyar la punta de la lanza sobre la señal de sangre del estómago del muchacho, y luego volvió a clavar los ojos en los del cautivo. Ninguno hizo el menor gesto. Los ojos de Wlenca derramaron lágrimas, el chico sacudió la cabeza levemente en una muda súplica de piedad que Owain desoyó punto por punto. Esperó a que Wlenca dejara de moverse. La punta de la lanza descansaba sobre la señal de sangre y ninguno de los dos se movía. El viento les agitaba los cabellos y levantaba las húmedas capas de los espectadores.

Owain hincó la lanza con un empujón seco que la clavó profundamente en el cuerpo de Wlenca, luego la sacó de nuevo y retrocedió corriendo; atrás quedaba el sajón solo, sangrando en el círculo real.

Wlenca gritó. La herida era terrible, infligida con premeditación para causar una muerte enloquecedoramente lenta y dolorosa, pero gracias a tamaño trance agónico, un adivino experto

como Balise o Morgana entrevería el futuro del reino. Balise salió de su letargo y observó el tambaleo del sajón, que se aferraba el estómago con una mano, doblándose para mitigar el insoportable dolor. Nimue estiraba el cuello hacia delante con impaciencia, pues era la primera vez que asistía a la celebración de la más poderosa ceremonia de adivinación y quería aprender sus secretos. Confieso que me estremecí, y no por miedo sino porque Wlenca me caía en gracia y había visto en sus grandes ojos azules algo parecido a lo que debía de ser yo mismo; me consolé pensando que, mediante el sacrificio, le sería reservado en el otro mundo un lugar entre los guerreros y allí volveríamos a encontrarnos algún día.

Los gritos de Wlenca se redujeron a un jadeo desesperado. Se puso amarillo, temblaba, pero seguía en pie, tambaleándose en dirección a levante. Llegó a las piedras del círculo y, por un instante, pareció que iba a derrumbarse, pero un espasmo de dolor le obligó a arquear la espalda y lo lanzó de nuevo hacia delante. Giró en un círculo salvaje, escupiendo sangre, y dio unos pasos hacia el norte. Y entonces, por fin, cayó. Agonizaba a borbotones; Balise y Morgana interpretaban cada uno de los espasmos. Morgana se aproximó para observar más de cerca los estertores, contracciones y retorcimientos. Las piernas del muchacho temblaron durante unos segundos, después se le salieron las tripas, echó la cabeza hacia atrás y un sonido ronco de asfixia le salió de la garganta. El sajón murió con un gran borbotón de sangre que casi alcanzó los pies de Morgana.

Por la actitud de Morgana colegimos que el augurio no era bueno y su mal humor se extendió a todos los que esperábamos el oráculo. Morgana retrocedió hasta Balise, se agachó a su lado y el anciano estalló en una especie de carcajada estentórea e irreverente. Nimue se acercó a observar el rastro de sangre y luego el cuerpo; después se unió a Morgana y a Balise mientras los demás aguardábamos. Y seguimos aguardando.

Por fin, Morgana volvió a acercarse al cadáver. Dirigió sus palabras a Owain, el paladín del rey, que permanecía junto al pequeño monarca; los demás estiramos el cuello para oírla.

—El rey Mordred —dijo Morgana— tendrá larga vida. Conducirá a sus guerreros a la batalla y conocerá la victoria.

La multitud suspiró aliviada. Podía considerarse favorable el augurio, aunque creo que todos sabían las palabras que no fueron pronunciadas y algunos recordaban que, en la aclamación de Uter, el rastro de sangre y los estertores de agonía de la víctima predijeron con toda exactitud un reinado glorioso. De todos modos, aun sin gloria, algún augurio esperanzador se desprendió de la muerte de Wlenca.

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